José Luis Zubizarreta

El PNV toma posiciones
(El Correo, 16 de abril de 2006)

            Los partidos nacionalistas celebran este año el Aberri Eguna en circunstancias muy especiales. La transformación del alto el fuego permanente en ausencia definitiva de violencia y la elaboración de un proyecto compartido de convivencia democrática serán los ejes en torno a los cuales se articularán los discursos de sus líderes respectivos. En este sentido, tendrá particular interés la posición que, sobre estos asuntos, adopte el partido que ha dirigido la política del país en el último cuarto de siglo. De ella dependerá, en gran medida, la orientación que hayan de tomar los acontecimientos en el próximo futuro.
            A nadie se le oculta que la adopción de una postura unitaria no está siendo tarea sencilla en el seno del partido jeltzale. El tradicional contraste de opiniones que el PNV ha vivido a lo largo de su historia entre los sectores pactistas y rupturistas se ha visto agudizado en los últimos tiempos, y, en particular, desde la deriva de Lizarra, por mor de la lucha de poder que se abrió en su interior a raíz de la sustitución del último presidente de su ejecutiva. Todavía hoy, pasados dos años desde aquel hecho, resuenan intermitentemente las discrepancias que en su día lo rodearon. Y éstas volverán, sin duda, a escucharse, incluso de manera más aguda, en estos momentos en los que las mismas cuestiones se plantean de nuevo sobre la mesa de debate.
            Sin embargo, no puede dejar de reconocerse que, a pesar de todas las dificultades que está encontrando a su paso, la nueva dirección del PNV, liderada por Josu Jon Imaz, está imponiendo su criterio. Especialmente relevante resultó a este respecto la aprobación unánime del documento que, sobre pacificación y normalización, hizo público la dirección del partido el pasado mes de octubre. A él puede ahora aferrarse el nuevo presidente como la 'hoja de ruta' consensuada de la que ningún militante podrá desviarse sin incurrir en flagrante deslealtad. Así funcionan las cosas en una organización disciplinada.
            Aquel documento incluía dos ideas fundamentales. La primera es que el proceso de pacificación no debe mezclarse para nada con el de normalización o, lo que es lo mismo, que los jelkides renuncian a obtener beneficio partidario alguno que pueda atribuirse al ejercicio de la violencia o a su abandono. La segunda consiste en que el proyecto de convivencia al que el PNV aspira habrá de basarse en la integración de la pluralidad de la sociedad vasca y deberá, en consecuencia, contar con al menos tanto consenso como el que se ha labrado el actual Estatuto de Gernika. Son las dos ideas que el nuevo presidente de la ejecutiva jeltzale no se cansa de repetir en cuantas ocasiones se le presentan. Serán también, a tenor de lo que ya anticipó en su presentación, las que desgrane en el discurso del Aberri Eguna de hoy.
            Se perfila, de este modo, el lugar que el PNV pretende ocupar en el nuevo escenario de una Euskal Herria en paz y en libertad. Los jeltzales parecen haber llegado a la conclusión de que el terrorismo de inspiración nacionalista que ha asolado este país a lo largo de los últimos cuarenta años ha tenido también efectos duraderos en el propio movimiento nacionalista. Este ya no es, como lo fue en sus primeros setenta años de historia, un movimiento sustancialmente unitario, sino que se ha escindido en dos grandes bloques de manera irreversible y, en gran medida, irreconciliable. Por decirlo de modo gráfico, pero no del todo inexacto, el alma rupturista del movimiento nacionalista ha transmigrado hacia lo que hoy es la izquierda abertzale y la pactista será la que a la larga inspire a la sigla tradicional. El horizonte independentista seguirá siendo común a ambos bloques, pero su traducción a la acción política se producirá en lenguajes diferentes.
            El tiempo no ha transcurrido en vano. Tampoco ha sido en vano lo que en el transcurso de aquél ha ocurrido. La violencia ejercida en su nombre, de un lado, y la paralela democratización de su entorno, de otro, han hecho mella en el seno del nacionalismo. Desaparecida la violencia y consolidada la democracia, se impone la necesidad de resituarse. La ambigüedad con que el nacionalismo democrático siempre ha jugado en la política española ha estrechado sobremanera sus márgenes de maniobra. El compromiso deberá ir sustituyendo al desentendimiento y la implicación habrá de ir ocupando el lugar que ha dejado libre la antigua inhibición. Otros se harán cargo de los espacios abandonados.
            Por fortuna para el PNV, también la sociedad vasca ha cambiado. A lo largo de ese mismo tiempo, y en virtud de esas mismas circunstancias, se ha configurado en ella un amplio centro sociológico que obedece, en gran medida, a los parámetros que el propio nacionalismo institucional se ha encargado de elaborar. Ahí, y no en las aguas del rupturismo abertzale, encontrará el nuevo PNV su caladero natural.