José Luis Zubizarreta
Desactivar sin desairar
(El Correo, 27.04.2008)

            La novedad no es que el PNV tenga problemas. Los arrastra desde su misma fundación. Ya en 1906 tuvo que pararse a dirimirlos y creyó encontrar en la fórmula de «la reintegración foral plena» el modo de satisfacer a las dos corrientes que lo dividían: la sabiniana y la euskalherríaca. Nunca lo consiguió del todo. En esa misma fórmula han ido buscando justificación para su causa, según los tiempos, los rupturistas y los pactistas, los soberanistas y los autonomistas. El problema, en vez de resuelto, quedó enterrado, pero, inmutable en su esencia, no ha dejado de aflorar desde entonces con inexorable intermitencia y bajo múltiples modalidades. Hay que recordar, a este propósito, que el PNV es el único partido del entorno occidental que, con más de cien años de historia, no ha sometido nunca a revisión el núcleo duro de su doctrina. No es, por ello, de extrañar que lo que en un momento le ocurra le haya ocurrido ya en otro anterior, y que el desenlace sea siempre el previsible: el apaño.
            El permanente problema del PNV se encuentra hoy, como consecuencia de la experiencia nunca del todo reconducida de Lizarra, en una de esas fases intermitentes de afloramiento. Pero la modalidad en que esta vez ha aflorado tiene la peculiaridad, no del todo desconocida en la historia del partido, de presentarse con nombre propio: el del lehendakari Ibarretxe junto al de los sucesivos planes y 'hojas de ruta' que aquél ha presentado para la resolución definitiva del «contencioso vasco» en términos de soberanismo. El PNV es reacio a reconocer esta connotación personal. Pero el hecho está ahí a la vista de todos, y todos pudimos contemplarlo en su máxima crudeza, cuando el inmovilismo del lehendakari condujo a la renuncia del entonces presidente del partido, Josu Jon Imaz, a presentarse a la reelección. El debate doctrinal entre las diversas corrientes internas cedió desde entonces el paso a una batalla de adhesiones personales. Por eso, el arreglo que algunos buscan ahora no está tanto en conciliar divergencias doctrinales cuanto en desactivar planes y 'hojas de ruta' sin desairar a la persona que los ha presentado.
            Quienes en el PNV persiguen esta «desactivación sin desaire» como vía para sacar al partido del embrollo en que se halla metido tienen ahora puesta su esperanza en la actitud que el presidente Rodríguez Zapatero pueda adoptar en su anunciada entrevista con el lehendakari. Creen que un mínimo de apertura al diálogo, aunque no implique compromisos concretos, puede servir para disuadir a Ibarretxe, si no de los principios en que basa su proyecto, sí, al menos, del cumplimiento de las fechas que tiene fijadas para ejecutarlo. Al fin y al cabo, el propio lehendakari ha declarado que, si encuentra en el presidente una postura receptiva, él está dispuesto a flexibilizar los plazos. Si esto último ocurriera, los más razonables del PNV se verían, cuando menos, liberados de ese pleno parlamentario de junio que pende sobre sus cabezas como espada de Damocles y que podría marcar una irreversible divisoria de aguas entre el pactismo y el soberanismo. De momento, se habrían salvado los muebles.
            Sin embargo, el problema está menos en la actitud de Zapatero que en la reacción de Ibarretxe. Los límites del presidente son de todos conocidos; la flexibilidad del lehendakari es, por el contrario, dudosa. Si aquel está limitado por las normas constitucionales, éste se ha hecho esclavo de sus propias palabras. Se halla, en efecto, el lehendakari tan comprometido por todo lo que ha dicho que cualquier cosa que no sea cumplirlo al pie de la letra se tomará como flagrante traición a sus promesas. Porque todo nacionalista aspira, no menos que el lehendakari, a la soberanía plena, pero ninguno como él ha hecho de tal aspiración un programa operativo, cuyo grado de cumplimiento o incumplimiento admite evaluación exacta. Y así, mientras la ambigüedad ha sido siempre el refugio del buen nacionalista, la falta de ella se ha convertido en la cárcel de la que el lehendakari no encuentra escapatoria.
            Peor aún. El lehendakari no sólo se ha entrampado a sí mismo en sus propias palabras, sino que ha embaucado con ellas a toda una gran mayoría de la afiliación nacionalista, que las ha acogido como la articulación más perfecta y acabada del mensaje fundacional de su partido. Por eso, para Ibarretxe, traicionarse a sí mismo tendría el agravante de implicar también la traición a las bases que en él han creído. Y, a su vez, para la dirección del partido, desairar al lehendakari implicaría ganarse para sí la desafección -y quién sabe si hasta la revuelta- de su propia militancia. De ahí la idea de desactivar los planes sin desairar a la persona, que es, digámoslo con franqueza, como la cuadratura del círculo, porque nunca se ha dado como ahora identidad tan perfecta entre planes y persona.