José Luis Zubizarreta
A contracorriente
(El Correo, 12 de julio de 2007)

            Los movimientos de masas, cuando son producto de fuertes emociones, resultan difíciles de interpretar. Quizá por ello, se imponen a veces interpretaciones que, al ser difícilmente rebatibles, acaban haciéndose dominantes. El movimiento original y su interpretación se funden hasta resultar indisociables. Algo de esto ocurrió, creo yo, con aquel terremoto social que se produjo en la sociedad vasca hace ahora diez años, cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco. Sobre él se ha impuesto una interpretación dominante, que, en un par de puntos, no es, a mi entender, la acertada y que ahora -me temo que a contracorriente de lo políticamente correcto- me atrevo a matizar.
            En primer lugar, se ha querido presentar aquellas movilizaciones masivas como un fenómeno de pura espontaneidad social, que habría desbordado las previsiones, cuando no los mismos deseos, de las instituciones vascas. Se ha instalado así la creencia de que éstas se vieron arrastradas por una imparable corriente popular, que les marcó el cauce por el que debían discurrir, si no querían quedar marginadas. La sociedad, movida por sus propias emociones, habría tomado la delantera, y las instituciones no habrían tenido más remedio que seguirla.
            Tal y como yo recuerdo los hechos, las cosas no sucedieron de esa manera. Muy al contrario, las instituciones vascas se pusieron desde el primer momento a la cabeza de aquel movimiento y lo lideraron en su discurrir posterior. No se produjo distanciamiento o confrontación alguna, sino una identificación total de sentimientos y actitudes. Dos son las imágenes que podrían resumir el 'espíritu' que por aquellos días se difundió entre la ciudadanía. La primera, la del alcalde socialista de Ermua, Carlos Totorika, calmando, extintor en mano, a un grupo de ciudadanos que se disponían a incendiar la sede local de Herri Batasuna. La segunda, la del lehendakari nacionalista, José Antonio Ardanza, aclamado, de pie sobre un banco, por un numeroso grupo de ciudadanos que le habían hecho salir al paseo exterior de su residencia después de una reunión de la Mesa de Ajuria-Enea. La sintonía entre instituciones y ciudadanía vascas fue tal que sería muy difícil de decir a quién correspondió un liderazgo que fue siempre compartido. Pero las interpretaciones se han impuesto a la realidad. Hasta el punto -que no deja de ser significativo- de que ni Ardanza ni Totorika son hoy considerados representantes genuinos de lo que ha venido en llamarse 'el espíritu de Ermua'. Ninguno de los dos pertenece al Partido Popular.
            La segunda interpretación dominante que me parece incorrecta es la que pretende establecer un vínculo directo entre el asesinato de Miguel Ángel Blanco y el Acuerdo de Lizarra. El nacionalismo, asustado por un movimiento popular que le parecía hostil, habría buscado en la alianza con ETA y Herri Batasuna el salvavidas que los rescatara del naufragio que amenazaba con deglutirlos en la misma catástrofe común. Lizarra habría sido la respuesta conjunta del nacionalismo y del abertzalismo para librarse de aquella supuesta oleada social que sería luego bautizada como 'constitucionalismo'.
            Lizarra, sin embargo, venía de mucho más lejos. Comenzó a gestarse a partir de 1995, cuando parte del nacionalismo dirigente creyó encontrar en la «acumulación de fuerzas abertzales» la piedra filosofal para resolver, de un único golpe, el conflicto violento y el político. Si algo hizo, a este respecto, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, fue ralentizar la iniciativa. De hecho, entre aquél y ésta, se interpuso el llamado Plan Ardanza, que no fue otra cosa, pese a las interpretaciones en contrario que se han impuesto, que el último de los muchos esfuerzos que el entonces lehendakari hizo por recomponer la unidad de aquella Mesa de Ajuria-Enea que venía destartalándose a marchas forzadas. El fracaso de aquel Plan o, por mejor decir, el modo desabrido y miope en que aquel fracaso se produjo, y no el miedo del nacionalismo a la marea social que se levantó tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, fue lo que dio el impulso final para que el nacionalismo se sintiera legitimado a embarcarse en aquella aventura solitaria de resolver el problema del terrorismo por su cuenta y riesgo.
            Quizá no sea del todo impertinente recordar, a este propósito, que el presidente Aznar no se negó a sumarse a la gestión de esa aventura nacionalista, pese a los muchos asesinatos que siguieron al de Miguel Ángel Blanco. Acercó presos, se reunió con Batasuna y envió emisarios a Suiza para entrevistarse con ETA. Fue el fracaso de la tregua, y no la tregua misma, y fue, sobre todo, la equivocada gestión que el nacionalismo hizo de ese fracaso, los que contribuyeron a crear, por reacción, eso que hoy se conoce como 'el espíritu de Ermua' y que tanto dista de lo que en Ermua, y en torno a Ermua, ocurrió entre el 10 y el 12 de julio de 1997.