José Luis Zubizarreta
Atasco
(El Correo, 5 de noviembre de 2006)
En su último Zutabe de octubre, ETA vuelve a amenazar con que, si el Gobierno no cumple sus compromisos, el proceso «se pudrirá». Todos sabemos qué significa «pudrirse» en el vocabulario de la banda. En cuanto a los «compromisos» que pudiera haber adquirido el Gobierno, bien directamente, bien a través de sus intermediarios, los únicos que a la opinión pública le constan, y los únicos, por tanto, de los que aquél tendrá que dar cuenta ante ésta, son los que el Congreso de los Diputados le impuso en la resolución del 17 de mayo de 2005. Lo demás son, a lo sumo, interpretaciones de parte y, por lo mismo, interesadas. Dejando, pues, la amenaza en su sentido esencial, lo que ETA viene a decir en su último boletín es que, si el proceso no discurre como ella lo entiende, volverá a su actividad.
Ahora bien, la idea que ETA se ha hecho del proceso no tiene nada que ver con la que tenían en mente quienes aprobaron la antes citada resolución. Para la primera, el diálogo que se abriría tras el alto el fuego permanente era entre dos interlocutores igualmente legitimados. Para los segundos, en cambio, el diálogo se entablaría entre un Estado democrático de derecho y quienes desean incorporarse a él tras abandonar el ilegítimo ejercicio del terrorismo. De este malentendido, viene todo lo demás, incluido el atasco en que el proceso se encuentra paralizado.
ETA no admite que esto que tenemos entre manos sea un Estado democrático de derecho y no acepta tampoco, por supuesto, que aquello en lo que ella anda metida sea terrorismo de la más baja estofa. Exige, por ello, al Estado, primero, que cese en su represión contra los luchadores por la libertad de Euskal Herria y, segundo, que confiera al diálogo entre sus representantes y los de ésta -entre los que se incluye, naturalmente, ella misma- un contenido político. El resto son conclusiones coherentes de esta falsa premisa.
Así, los requisitos que el Estado impone para la relegalización de la izquierda abertzale son «chantaje», y las condiciones para constituir una mesa de partidos, «excusas». Tanto unos como otras deben desaparecer de la escena. Porque «nadie se cree que pueda solucionarse el conflicto sin responder al problema nacional en el que se sustenta y sin dejar de lado las estrategias represivas que manejan los estados (español y francés) para doblegar a la izquierda abertzale».
El conflicto es político, y el proceso que ha de abrirse para solucionarlo, aunque sean dos las mesas en que se aborde, es «uno y único». Nada, por tanto, de «primero la paz y luego la política». Nada tampoco de desvincular violencia y representatividad. Todo debe ir junto, porque sólo la mezcla y la confusión pueden disfrazar de victoria lo que, de otro modo, habría aparecido como derrota y conferir legitimidad a una lucha que todos los demás hemos considerado siempre ilegítima.
Entendido así el proceso, a nadie puede extrañar que se encuentre atascado. No son cuestiones tácticas las que lo obstaculizan, sino que el bloqueo obedece a razones de fondo. La cuestión que aquí se dirime es un choque de legitimidades contrapuestas, y, ante esto, no caben ni ingenierías jurídicas ni soluciones políticas de las llamadas imaginativas. Alguien tendrá que dar un paso atrás en sus actuales posiciones, para que el proceso pueda, no ya volver a andar, sino simplemente ponerse en marcha.
Ahora bien, por lo que al Gobierno respecta, ha agotado ya todo el margen de maniobra que le concede la resolución parlamentaria que se ha mencionado al comienzo de estas líneas. De otro lado, por mucho que se moviera, dentro de esos límites, en gestos accidentales que reforzaran su buena disposición para resolver el problema, nunca podría llegar a dar una mínima satisfacción a la demanda de legitimidad que hoy le plantea la izquierda abertzale. Ni su condición de institución democrática ni la vigilancia a que está viéndose sometido, tanto por las demás instituciones del Estado como por la misma opinión pública, se lo permitirían. Sólo le cabe reafirmarse en su postura y aguantar el chantaje al que pretende someterlo la izquierda abertzale.
En cuanto a esta última, ya que la esperanza de una repentina conversión democrática está fuera de lugar, no estaría de más solicitarle un pequeño esfuerzo de imaginación para que se represente el horizonte de viabilidad o, mejor, de inviabilidad que se le abriría caso de decidirse a dar marcha atrás en el proceso que se ha abierto. No hace falta enumerarle, una por una, las consecuencias de esa eventual decisión, porque ella las conoce mejor que nadie. Esperemos, pues, que la atrición anticipada consiga aquello que la contrición ha fracasado en alcanzar. Porque, leídas las reflexiones que ETA se hace en su último Zutabe, es de temer que ésta sea la única esperanza que nos queda.
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