Juan Claudio Acinas

No más odio, si es posible
(Disenso, número en preparación)

           
Nada es más dañino que abandonarse al ominoso placer de la furia, y nada más sabio que negarse a que se dé una mínima oportunidad a ese placer; ésta tendría que ser la tarea fundamental de un nuevo arte para la paz. Juan Claudio Acinas rastrea la búsqueda de ese nuevo arte en la tradición de autores occidentales, como Adan Smith y Rousseau, pero sobre todo en la tradición oriental del budismo, con su principio de interdependencia universal y su ética de la compasión, que concibe toda expresión de solidaridad no sólo como una mejora individual sino también como una forma de ayudarnos a colectivamente.
            En el que hasta ahora es uno de los libros de relatos más hermosamente triste acerca de nuestra inmediata posguerra, podemos leer lo que un capitán rendido, en una nota hallada en su bolsillo, escribió: “¿Son estos soldados que veo lánguidos y hastiados los que han ganado la guerra? No, ellos quieren regresar a sus hogares adonde no llegarán como militares victoriosos sino extraños de la vida, como ausentes de lo propio, y se convertirán, poco a poco, en carne de vencidos. Se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos. Terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio. Sólo algunos muertos serán considerados protagonistas de la guerra” (1). Palabras melancólicas de quien, abatido, manifiesta el horrible absurdo de esa carnicería en la que, entre la sangre y el fuego, la inhumanidad se encuentra obcecadamente empeñada desde hace ya demasiado tiempo. Una situación donde lo que más sorprende es que, para salir de ella, bastaría con que cada cual se esforzara algo, tan sólo un poco, por no quedar atrapado entre los hilos pegajosos del odio, y que, por ello, se negara a hablar su idioma, que fuera capaz de taparse los oídos frente a tanto blablablá infectado con su veneno. Porque nada es más dañino que abandonarse al ominoso placer de su furia y nada más sabio que negarse a que se le dé ni siquiera una pequeña oportunidad. Ésa, sin duda, tendría que ser una de las tareas fundamentales de una nueva educación cívica, de un nuevo arte de la paz para cuyo desarrollo sería bueno dejarse envolver no sólo por lo mejor de la tradición cultural de Occidente, sino por esa otra estela que, entre mantras de incienso y serena meditación, nos llega desde Oriente.

Interdependencia universal

            Es ahí donde, en los últimos años, se mueven autores como Johan Galtung, Daisaku Ikeda, David Edwards, Elise Boulding o David Loy (2), quienes despiertan nuestra atención por el budismo y, en especial, por su principio de interdependencia universal. Un principio que sostiene la no-dualidad entre el mundo y nosotros, y que, por eso, mientras amplía los límites de lo que solemos considerar como propio, tiende a borrar cualquier línea de privilegios que discrimina o excluye, cualquier frontera que necesita de pasaportes para certificar su burocrático poder, cualquier barrera identitaria desde la que –con nosotros o contra nosotros- presumimos de una alta moralidad intragrupal a la vez que exhibimos una drástica amoralidad hacia otros grupos (3). Y ante esto, dada la perversión de tantos estereotipos diferenciadores, el budismo propugna una ética de la compasión (karuna) que pretende superar esos hiatos virtuosos, y, con ello, liberar nuestra mente de toda clase de odios y de miedos, de humillantes generalizaciones, iluminándonos en ese difícil camino de autotransformación interior por el que no debemos ni podemos abstraernos de la miseria ni del dolor ajenos. Algo que, como resulta obvio, se expresa en un sentimiento de empatía y afecto, en una actitud de respeto, de compresión y no violencia hacia todas las personas y hacia todos los grupos, hacia los seres de la tierra, del aire y el mar que habitan nuestro planeta vivo (4).
            Desde luego, aunque tanto Adam Smith como Jean-Jacques Rousseau, más cerca de nuestras coordenadas y con distintos proyectos en mente, creyeron descubrir en los seres humanos sentimientos morales que, como la simpatía o la piedad, nos llevan a preocuparnos por la suerte de los demás, así como por sus padecimientos, no hace falta insistir demasiado en que estos tiempos –la Edad de Oro del éxito barato, según decía Scott Fitzgerald- no están para hacernos muchas ilusiones sobre tales supuestos. Porque es imposible que los vientos del realismo pragmático, con su ráfagas de ira y sed de venganza, de ofuscado egoísmo y sálvese quién pueda soplen también, con esa misma fuerza, a favor de la generosidad, la benevolencia, la solidaridad o la simple y pura bondad, a las que, con malicioso desdén, muchos acostumbran a etiquetar como naïve, como cándidas e ilusas, como crédulas, idealistas o ingenuas tonterías. Sin embargo, por arduo que sea ir a la contra, lo cierto es que descentrar el sempiterno interés que nos prodigamos a nosotros mismos, afligirnos con el sufrimiento de los demás, desear su felicidad antes que buscar la propia y nunca conseguir ésta a costa de la desgracia ajena, tiene como una de sus consecuencias el que también procuremos encontrar las causas más profundas de ese dolor (dukka), y que, una vez halladas, intentemos ponerle remedio.

Desde el budismo

            Todo eso, a buen seguro, tiene mucho que ver con la senda que invita a seguir la filosofía budista, en particular la que se sitúa en la tradición mahayana. Un camino éste que demanda claridad de mente y calidez de corazón, que se ejercita de forma deliberada, minuciosa y metódica, a través de diversas técnicas introspectivas, con el fin de anular nuestro ego, de eludir la obsesión por nuestros propios deseos y generar calma y pensamientos compasivos. En suma, con el fin de adoptar una actitud desde la cual disipar el odio, ese fuego que todo devora, y, lo más lejos posible de él, afianzar una vida mejor para todos, para quienes nos rodean, para los demás, para la naturaleza y, justo por eso, también para nosotros mismos. Es así cómo en el budismo, se encuentra una perspectiva no autocentrada de la existencia, desde la que nuestro yo termina por manifestarse como un delirio de ansiedad, como un constructo artificial inscrito en un proceso donde, más allá de las brumas de cada espejismo, nos vemos inevitablemente vinculados a los otros, a nuestros vecinos de otras orillas, necesitados de su aliento. “Cada actitud que asumimos -afirma Stephen Batchelor-, cada palabra que pronunciamos y cada actividad que emprendemos establece nuestra relación con los demás” (5). Es decir, denota, por ello, una interdependencia social que no sólo es estrecha o íntima, sino ante todo constitutiva.
            Ahora bien, ese convivir con los otros se vuelve inauténtico siempre que nos hallemos dominados por un estado mental que nos conduce a tener como objetivo principal conseguir nuestro bienestar exclusivo. Lo que nos hace medir el valor de todo según la satisfacción que nos reporta y, por tanto, reduce la condición de los demás a la de meros instrumentos, a la de objetos subordinados a las apremiantes exigencias de nuestro yo. Este egocentrismo que, al contrario de lo que Immanuel Kant propusiera, nos lleva a perseguir sin cesar la felicidad propia mientras exigimos con impaciencia la perfección ajena, es el que se halla en la raíz de actitudes que, como el apego, la aversión o la indiferencia, son inexorablemente letales tanto para nuestra reforma interior como para la causa de la justicia social y la paz entre la gente y sus pueblos.
            Frente a lo cual, para contrarrestar tales impulsos, lo que desde el budismo se nos propone, antes que nada, es ser más ecuánimes con el resto del mundo, equilibrar esa desproporción por la que, con autosatisfecha superioridad, ponemos todo y a todos a nuestro servicio. Porque, muy al contrario, de lo que día a día se trata es de ser más objetivos a la hora de juzgar a otros seres que, como nosotros, anhelan la felicidad y rehuyen el dolor, y a los que, sólo por eso, ya habría que percibir como iguales entre sí y a nosotros. Esto es, individuos en cuya piel nos deberíamos poner y con quienes, hasta cierto punto, deberíamos ser capaces de intercambiarnos o, por lo menos, estar dispuestos a intentarlo. Eso fue lo que Shantideva enseñó, en el siglo VII, al observar que: “De la misma manera que las manos y demás / son consideradas como partes del cuerpo, / igualmente, ¿por qué no se considera a todas las criaturas / como partes de la vida? (...) / Por tanto, yo debería disipar la miseria de los otros / porque es sufrimiento, justo como el mío propio, / y debería beneficiar a los otros / porque son seres sintientes, justo como yo mismo” (6). De modo que, dados tales vínculos inextricables que conforman la gran cadena del ser, dañar conscientemente a otros equivale, en última instancia, a dañarse uno mismo, como cuando lanzamos con la mano desnuda carbón ardiendo a un enemigo, o escupimos contra el viento, o tiramos piedras sobre nuestro propio tejado (7). Y precisamente eso es lo que, hoy día, los más diversos centros budistas siguen enseñando, a la vez que nos advierten que, antes que perder tanto tiempo y gastar tanta energía en adquirir posesiones materiales o transformar el entorno exterior, lo que podemos hacer es pacificar nuestra mente, adiestrarnos en el autocontrol, modificar nuestro orden interno de preferencias (8). Esto sí que está a nuestro alcance. Algo que tal vez haga que acrecentemos nuestro sentimiento de estima hacia los demás, que aprendamos a ver las cosas desde su punto de vista y podamos desvanecer esa frágil certeza (anatta) en que consiste la ciega vanidad de nuestro yo. Lo que conlleva superar la alienación que nos separa del mundo, desarrollar el sentido de conectividad, de humilde corresponsabilidad en el devenir de las cosas, y, junto con ello, educarnos en eso que, desde las montañas del Tibet, hay quienes, meditando ante cualquier tenue luz entre noches de hielo, llaman “compasión universal”.

Actos de compasión

            Como vemos, se trata de un entrenamiento mental con el que, a veces sin saberlo, coinciden muchas de las orientaciones que, con el fin de evitar una dureza emocional prematura y estimular la empatía en el proceso socializador, la psicología occidental acostumbra a proponer (9). Porque uno de los principios que aúna a la mayoría de escuelas budistas es que ese estar con los demás en el mundo “no representa un elemento esencial de nuestro ser, sino que, en realidad, esconde un elemento esencial del mismo” y que, como primera meta a alcanzar, debemos dirigir nuestro mayor afán a transmutar ese convivir con los demás, simplemente pasivo, en un estar por los demás, existencialmente activo (10). De ahí su enorme potencial en cuanto a contribuir a la cooperación mutua sin la presencia compulsiva de ninguna autoridad, y a ser, por eso, una de las fuentes de inspiración para algunas corrientes libertarias y para el movimiento mundial a favor de los derechos humanos, opuesto a la violencia y  a un belicismo que siempre se impone atrapándonos también por dentro. Y es que, tal y como Martin Luther King observara: “la verdadera compasión consiste en algo más que arrojar una moneda a un mendigo, llega a considerar que un edificio que produce mendigos necesita una reforma” (11).
            En este sentido, diversos sociólogos, biólogos evolutivos y neuropsicólogos han venido a mostrar que cuando alguien, más allá de su círculo familiar, se muestra dispuesto a cooperar con un desconocido a quien no volverá a ver jamás, esto es, cuando alguien sacrifica sus ganancias individuales para favorecer las ajenas sin esperar ningún tipo de reciprocidad inmediata o demorada, desde ese instante, pone en marcha una red apacible de relaciones, de comportamientos altruistas que, a la larga, resultan evolutivamente adaptativos. Una red que se expande de forma reticular y difusa, como las ondas de un lago bajo la lluvia, y donde la acción solidaria de alguien induce a un comportamiento similar por parte de otros y que, en su intersección, casi invisiblemente, nos liga a zonas cada vez más apartadas del centro de la circunferencia original. Algo que, en su marcha, con semejante conducta, tiende a superar cualquier barrera de etnicidad, raza o estatus, y que, por eso mismo, revela lo que de común hay en nuestra identidad humana, al tiempo que nos viene a decir que ese mundo mejor que a veces imaginamos, lejos de ser imposible, depende de cada uno de nosotros, y que sólo nos tenemos que estirar un poco para llegar a rozarlo. Así, la compasión, en tanto que compromiso con quienes sufren, con los más débiles, con los excluidos, con los olvidados, proporciona ejemplos concretos de un humanitarismo que, aquí y ahora, podemos imitar, además de recordarnos, como no deja de repetir el budismo, que dependemos unos de otros y que toda expresión de solidaridad es una manera no sólo de ayudarnos a nosotros mismos individualmente, sino sobre todo de ayudarnos a nosotros mismos colectivamente (12). Acerca de lo cual, Robert Wuthnow pone el ejemplo de cómo un gesto aparentemente nimio como fue el deseo de una chica europea por hacer en persona algo para ayudar a una niña de Harlem, a quien no conocía, terminó, dadas las vicisitudes en que se vio envuelta, por influir en mucha gente, y no sólo en quienes intervinieron directamente en aquel suceso, sino también en quienes, desde entonces, vuelven a narrar y a escuchar con curiosidad aquella historia.
            Y eso es algo que, a su modo, ha sabido muy bien explicar Alberto Méndez, una de cuyas opiniones acerca de la guerra de las Españas ya cité al principio y con otra de las cuales quisiera finalizar ahora. Me refiero a esa que, a propósito de los cuidados que unos cautos labriegos dispensaron a un extraño vencido, pone en boca de éste el comentario siguiente: “Que alguien se acercara a un hombre agusanado, pastoso de excrementos y de sangre, levantase su cabeza y pusiera agua en sus labios suavemente, dosificase a cucharadas sopicaldos digeribles por los muertos y pronunciara alguna frase de consuelo, todo aquello, pensó, era señal de que algo humano había sobrevivido a los estragos de la guerra”. Ésa era una señal, y lo sigue siendo, de que aún no todo está perdido, que entre nosotros, como susurrara Wislawa Zsymborska, no sólo existe el crimen, ni todas las palabras condenan a muerte, ni todos somos verdugos (13). Sí, gestos, simples gestos que nada quieren saber de reproches, ni de culpas ni condenas, y que, en el fragor de la barbarie, contra toda esperanza, ahora mismo, pueden salvar el universo entero con el suave resplandor de una dulce sonrisa, de una amistosa mirada... Y sin importar, sin importar nada que, desde hace una eternidad, o quizá algo más, el mundo no haya conocido un solo día sin guerra, un solo día, sólo uno, en que hayamos podido respirar en paz.
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(1) A. Méndez, Los girasoles ciegos, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 36. Alberto Méndez fue uno de los fundadores de Ciencia Nueva, editorial que, a finales de los años sesenta, publicó a Celaya, Espriu, Aranguren, Sacristán, Castilla del Pino, Fischer, Farrington o Bloch, y que Manuel Fraga se encargó administrativamente de cerrar. Por lo demás, llama la atención que Méndez, al contrario que tanto escritor joven con ansias de triunfar ahora mismo, publicara su primera y única novela a la edad de 63 años, poco antes de morir el 30 de diciembre de 2004. Por esa novela, la que aquí se cita, recibiría un año después y a título póstumo, el premio de la Crítica, concedido por la Asociación Española de Críticos Literarios, y el premio Nacional de Narrativa, que concede el Ministerio de Cultura.
(2) Cf. J. Galtung, Buddhism: A Quest for Unitiy and Peace, Sarvodaya, Sri Lanka, 1993; D. Ikeda, El nuevo humanismo, México, FCE, 1999 (1995); D. Edwards, The Compassionate Revolution. Radical Politics and Buddhism, Surrey, Green Books, 1998; E. Boulding, Cultures of Peace. The Hidden Side of History, New York, Syracuse University Press, 2000; y D. Loy, El gran despertar. Una teoría social budista, Barcelona, Kairós, 2004 (2003).
(3) Cf. A. Tobeña, Mártires mortíferos. Biología del altruismo letal, Valencia, PUV / Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2005.
(4) Cf. A. Leopold, Una ética de la Tierra, Madrid, Libros de la Catarata, 2000 (1949); y J.E. Lovelock, Gaia. Una nueva visión de la vida sobre la Tierra, Madrid, Blume, 1983 (1979). Por su parte, Henry D. Thoreau, en sintonía con esa perspectiva, además de ser el primero en traducir y presentar, en 1844, un libro budista, Lotus Sutra, ante el público norteamericano, anotó: “Todas las criaturas están mejor vivas que muertas, sean hombres, ratones o pinos, y aquel que entienda esto se dedicará a preservar la vida en lugar de destruirla”. Lo que, en cierta forma, nos acerca al compositor Erik Satie, quien, en 1920, escribió: “Escuchad, amigos míos, después de dejaros e irme a casa a pie, está ya casi amaneciendo cerca de Arcueil. Cuando atravieso el bosque, los pájaros empiezan a cantar, veo un viejo árbol, sus hojas susurrando, me acerco, lo rodeo con mis brazos y pienso: Qué buen carácter, nunca ha hecho daño a nadie”.
(5) S. Batchelor, Solo con los demás. Un acercamiento existencial al Budismo, Ciutadella de Menorca, Amara, 2000, p. 73.
(6) Shantideva, A Guide to the Bodhisattva’s Way of Life, New Delhi, Tibetan Works, 1998, pp. 104 y 108.
(7) H. Hesse, Escritos políticos 1914/1932, Barcelona, Bruguera, 1981, p. 145-, influido como estaba por el budismo, señala: “¡No matarás! no significa [sólo] que no puedas hacer daño al prójimo. Quiere decir: no debes privarte a ti mismo del prójimo; no debes perjudicarte a ti mismo. Porque el prójimo no es un extraño, no es algo lejano, sin relación y viviendo para sí solo”.
(8) Entre nosotros, A. Domènech, en De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte -Barcelona, Crítica, 1989- ha sido uno de los primeros en referirse al budismo como una vía desde la que, a través de la meditación y el autocontrol, cultivar una razón capaz de superar las constricciones internas que impiden que discriminemos entre la calidad de todos nuestros deseos y, por eso, capaz de reorientar nuestro orden interno de preferencias, llevándonos a elegir lo que deberíamos elegir.
(9) Cf. J. Urria Portillo, Violencia. Memoria amarga, Madrid, Siglo XXI, 1997, pp. 228-252.
(10) Cf. S. Batchelor, op. cit., p. 81.
(11) Cita en D. Bornstein, Cómo cambiar el mundo. Los emprendedores sociales y el poder de las nuevas ideas, Barcelona, Debate, 2005 (2004), p. 18.
(12) Cf. R. Wuthnow, Actos de compasión. Cuidar de los demás y ayudarse a uno mismo, Madrid, Alianza, 1996 (1991); y A. Tobeña, op. cit. Desde un enfoque filosófico, aunque situado principalmente en el seno de la tradición occidental, puede consultarse A. Arteta, La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, Barcelona, Paidós, 1996.
(13) Cf. W. Szymborska, en su poema “Notas de una expedición no realizada al Himalaya” (1953) -Paisaje con grano de arena, Barcelona, Lumen, 1997, pp. 10-11-, se dirige al Yeti, “casi hombre de la luna”, y, para persuadirle a que vuelva, le dice como en susurros: “Yeti, abajo es miércoles, / hay abecedario y pan, / dos y dos son cuatro, / y la nieve se funde. / (...) / Yeti, entre nosotros / no sólo existe el crimen. / Yeti, no todas las palabras / condenan a muerte. / (...) / Yeti, tenemos a Shakespeare. / Yeti, tocamos el violín. / Yeti, al anochecer / prendemos la luz”.