Juan Claudio Acinas

Ficticia Legitimidad
(Disenso nº 40 julio 2003)

Yo, Excelencia, voté que no. ¡No, cien veces no! [...] y esos puercos del Municipio se han tragado mi opinión, la mastican y después la cagan convertida en lo que quieren. Dije negro y me hacen decir blanco. Por una vez que podía decir lo que pensaba, ese chupasangres de Sedàra me anula, hace como si yo no hubiera existido, como si fuera nada mezclada con nadie.

(Giuseppe Tomasi Di Lampedusa, El Gatopardo)

Cuando cualquier sistema político intenta justificar la obligatoriedad de obediencia a sus normas suele apelar a un supuesto consentimiento que, expresa o tácitamente, se dice que todos los ciudadanos hemos dado. De este modo, se presenta el consentimiento como una de las fuentes de la obligación política. Una pretensión ésta que no está exenta de múltiples dificultades, ni carece de consecuencias prácticas de interés. Sin embargo, antes de entrar en algunas de esas cuestiones, conviene recordar que la palabra "consentimiento" no es sinónimo de mera aquiescencia ni de pasiva conformidad. Su significado, como expuso John P. Plamenatz1, no equivale a la simple aprobación de los efectos de la acción de alguien, ni al hecho de que éste se comporte como lo hace porque sabe o cree que los demás lo quieren así. En este sentido, en línea con ese autor, podemos entender por "consentimiento" la expresión libre, informada e intencional de un deseo por parte de una persona de que otra persona o colectividad, a la que voluntariamente se une, actúe de cierta manera. Lo que implica otorgar a esta última persona o colectividad un permiso, una autorización que, al conferirle el derecho a actuar para conseguir un fin común, la convierte en agente o representante de aquélla.

TEORÍA CLÁSICA. El concepto de consentimiento es central en la filosofía política que, en su día, John Locke defendió. La política, para él, tal y como expuso en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), no puede tener otro fundamento legítimo que no sea el consentimiento del pueblo, un acuerdo mutuo entre una pluralidad de individuos que es el verdadero origen de la sociedad civil. Sólo mediante este acuerdo puede alguien limitar su libertad natural y aceptar las obligaciones de la sociedad a la que deliberadamente ha querido unirse. Motivo por el cual dicha comunidad, con la forma de gobierno que decidió constituir, tiene capacidad para actuar en una dirección u otra. Precisamente por eso, la libertad que se tiene es la de no estar más que bajo el poder que ha sido establecido por dicho consentimiento, ni bajo el dominio de lo que mande o prohiba ley alguna que no haya sido promulgada por ese poder a fin de garantizar la preservación y seguridad de las personas. Tal es así que ningún gobierno puede tener derecho a la obediencia de un pueblo que no haya libremente consentido.

Ahora bien, para Locke, este consentimiento puede ser expreso o tácito. Una distinción no demasiado clara con la que intenta justificar la obligación de obediencia tanto por lo que se refiere a quienes así lo han manifestado explícitamente, ya sea mediante un acuerdo verbal o escrito, como por el lado de quienes, al disfrutar de alguna parte de los dominios de un Gobierno, ya sea por tener posesiones o hacer uso de sus carreteras, reconocen implícitamente, sin palabras ni indicaciones directas, que se someten a las leyes dentro de los territorios de ese Gobierno. En el entendido, primero, que "en rigor, nada puede hacer de un hombre un súbdito, excepto una positiva declaración y una promesa y acuerdo expresos"; segundo, que cuando alguien "se deshace de su propiedad [territorial] mediante cesión, venta, u otro procedimiento, está ya en libertad de incorporarse al Estado que desee", y tercero, que disfrutar de la seguridad de las leyes no convierte a nadie en un miembro permanente de la sociedad. A diferencia de eso, lo único que significa es que, por parte del poder político, tiene lugar una protección local hacia quienes entran en sus territorios y que, por parte de quienes los visitan, hay una obligación de respetar las normas de ese Estado. Con lo cual, se apunta a una distinción entre quienes sólo se encuentran vinculados condicional y temporalmente a las leyes de una comunidad y quienes, como sus ciudadanos, lo están de manera mucho más comprometida y duradera.

CRÍTICA CLÁSICA. Si, como acabamos de ver, el Segundo Tratado de John Locke es uno de los textos clásicos de la teoría del consentimiento, Del Contrato Original (1748), escrito por David Hume, lo es de la crítica que ha tenido más trascendencia. Para Hume, la idea de que todo gobierno nace de una promesa voluntaria es un principio especulativo que nada tiene que ver con la realidad. Se trata de algo completamente desconocido y de lo que no hay rastro en la faz de la tierra. Por el contrario, en todos los tiempos, podemos constatar cómo el derecho de soberanía de cualquier gobierno sólo se funda en la usurpación, la conquista o la sucesión, en la fuerza militar o la astucia política. Ése es todo el contrato original que por doquier podemos encontrar. De modo que cuando se obedece, lo hacemos inicialmente por miedo y necesidad, y poco a poco, también, por hábito, rutina o costumbre. Pues "sólo el tiempo inviste de legitimidad y autoridad a lo que en un principio suele fundarse en la fuerza y la violencia".

Pero, aparte de que nunca se ha formulado de manera expresa semejante pacto o acuerdo, tampoco hay constancia de su existencia tácita. O es que, como observa Hume en un célebre pasaje, "¿podemos afirmar en serio que un pobre campesino o artesano es libre de abandonar su país, cuando no conoce la lengua o las costumbres de otros y vive al día con el pequeño salario que gana?". Eso "sería como si afirmásemos que, pues sigue en el barco, un hombre consiente libremente en obedecer a su capitán, aunque lo llevaron a bordo mientras dormía y para dejar el navío tendría que saltar al mar y perecer". Por eso no resulta nada fácil que cada cual, si no está de acuerdo con el régimen político que le ha tocado soportar, opte por coger sus cosas y buscar otro sitio donde vivir. Este es un lujo que sólo se pueden permitir los más privilegiados o decididos, aunque, en el plano afectivo, quizá a ninguno de ellos le sea sencillo abandonar el paisaje humano en el que nació, creció y se educó. Por tanto, no hay en el hecho de la residencia una elección activa, una alternativa real que refleje la libre voluntad de nadie.

ANARQUISMO FILOSÓFICO. A propósito de todo lo anterior, un autor contemporáneo, Alan John Simmons2, ha propuesto una posición intermedia entre el voluntarismo de Locke y el escepticismo de Hume, muy cercana a lo que llama "anarquismo filosófico". Se trata de una postura que, con Locke en contra de Hume, supone que el consentimiento personal es necesario para vincular a los ciudadanos a su respectiva comunidad, pero que, con Hume en contra de Locke, entiende que poca gente o nadie en los Estados que conocemos ha hecho algo que se pueda interpretar como que ha consentido realmente. En coherencia, desde esta perspectiva, se considera que no ha habido ni hay Estados legítimos. Es decir, que los gobiernos, al margen de su mayor o menor bondad, carecen de auctoritas para imponer sus leyes y, por ello, los ciudadanos no tienen ninguna obligación moral de obedecerlos, ya que el vínculo entre ambos no se funda en una relación de genuina voluntariedad. Porque ¿quiénes han elegido los Estados donde viven?, ¿quiénes han elegido un Estado para vivir?

Según Simmons, este anarquismo filosófico, que en contraste con el socio-político se caracteriza más por afirmar la ilegitimidad de los Estados que por proponer su eliminación, no presupone que todos los gobiernos existentes sean moralmente iguales, ni implica que sus ciudadanos puedan hacer todo lo que les plazca. En primer lugar, porque tales gobiernos, no respetan en la misma medida los derechos huma-nos, ni son del mismo modo dignos de merecer nuestro consentimiento. Unos son mejores que otros. Aunque, eso sí, en el entendido de que una cosa es que un gobierno sea más o menos aceptable y otra muy distinta que, al no fundarse en un encuentro de voluntades, tenga el derecho a mandar y ser obedecido. Y, en segundo lugar, porque la ausencia de una verdadera obligación política no anula la necesidad de cumplir con un conjunto de deberes morales y mandatos legales, como los que prohiben el asesinato, el fraude y el robo, o como los que nos demandan cooperar o ayudar a quien se encuentre en alguna dificultad. Más allá de esto, lo que nos enseña este enfoque es a contemplar a los gobiernos y a sus requerimientos legales con menos complicidad y más escepticismo, sin el apoyo de ningún aura moral de ficticia legitimidad. Y, con ello, nos muestra también que la obediencia a las leyes de una comunidad no se debe derivar automáticamente de alguna característica general de ésta, como llamarse “democracia”, ni de ningún resultado formal, acorde con el orden jurídico establecido, sino que tiene que proceder de la decisión individual, adoptada a partir del contenido concreto de la norma en cuestión. De manera que, siempre que alguien vea agredidos sus derechos civiles o sea forzado a cumplir alguna ley que violente a su conciencia, estará moral y políticamente autorizado a “apelar a los cielos”, a desobedecer y resistir.

LA DEMOCRACIA EXISTENTE. Sin embargo, en contra de lo dicho hasta ahora, hay quienes argumentan que participar en un proceso electoral es una prueba irrefutable de consentimiento legitimador. Algo que está lejos de ser evidente por sí mismo. Porque, ¿acaso basta con que una parte de la población “consienta” mientras que otra se abstiene? ¿Cómo interpretar la actitud de quienes ejercen su derecho a no votar? ¿No es esa una muestra de tácita protesta y expresa desafección antes que de apática conformidad o aburrido desinterés? Pensemos, como hace Luciano Canfora3, en las elecciones presidenciales americanas, donde la mayoría de quienes tienen el derecho de voto no lo ejercen. Ahí, para votar, los ciudadanos deben solicitar e ir a buscar un certificado electoral. “Y muchísima gente no lo hace: por distintas razones, entre las que destaca obviamente el abstencionismo político de las comunidades pobres y marginales. Por otra parte, muchos de los que recogen el certificado tampoco votan. En resumen, el vencedor representa a una escasa minoría de la ciu-dadanía”. Más escasa aún en las elecciones del año 2000, cuando por primera vez se prohibió el recuento de votos que hubiera determinado“ la derrota del candidato que tenía que vencer”.

En cualquier caso, deberíamos advertir que, conceptualmente, votar en un proceso decisorio democrático no implica tanto una manera de consentir algo, como un modo de manifestar, según señala Simmons, tan sólo una preferencia. Lo que es muy distinto. Así, “si el Estado da a un grupo de prisioneros condenados la elección de ser ejecutados por un pelotón de fusilamiento o por una inyección letal, y todos ellos votan a favor del pelotón, no podemos concluir que los prisioneros han consentido ser ejecutados por el pelotón de fusilamiento”. Por supuesto que “eligen esa opción y la aprueban, pero sólo en cuanto que la prefieren a la otra opción”. Aunque, lo cierto es que “no consienten a ninguna, pues en realidad desprecian a ambas”. En relación con esto, de manera lamentablemente similar, cuando votamos en favor de un candidato entre varios otros en una elección parlamentaria, optamos por él en la creencia de que es lo mejor que, por falta de verdaderas alternativas, podemos hacer dentro de una situación que, en sí misma, consideramos que es bastante mala. Con lo cual, al aprobar a un candidato en oposición a otros, no hacemos sino expresar una preferencia, pero no consentimos necesariamente a la autoridad de ninguno. Máxime cuando se comprueba que la motivación que, en determinados momentos, empuja a muchos ciudadanos a votar no es tanto premiar a un nuevo candidato como castigar al gobierno existente y producir un vuelco electoral. Así las cosas, sin duda, podemos saber quiénes votan y conocer sus preferencias, ¿pero cómo saber quiénes consienten? Tales son las situaciones que sugieren que, en las democracias actuales, donde cada vez más ciudadanos enarbolan pancartas que dicen “No en mi nombre”, la política parece haber quedado reducida a la actividad monopolizadora de una casta profesional, representativa tan sólo de su propio afán de poder


.(1) J.P. Plamenatz, Consentimiento, libertad y obli-gación política, México, FCE, 1970 (1938).
(2) A.J. Simmons, On the Edge of Anarchy, Princeton,NJ, Princeton University Press, 1993.
(3) L. Canfora, Crítica de la retórica democrática, Barcelona, Crítica, 2002.