Juan
Claudio Acinas
Nunca llegarás a nada
(Disenso, 47, octubre de 2005)
“Era una época en que los hombres apreciábamos
todavía las cosas insignificantes y sabíamos coleccionar objetos
viejos, recomponerlos, cuidarlos, acariciarlos y hablarles como si fuesen
gatos. El amor de los objetos rotos es el amor de la diáspora: los emigrantes,
los gitanos, los judíos, que aprovechan las cosas que otros ya no quieren
(…) Lo último que va quedando vivo en las ciudades son sus muertos:
los pobres, los marginados, los emigrantes, los mendigos (...). Debe ser que el
alma es cosa de pobres muy pobres, o locos muy locos.”
(Mauricio Wiesenthal, 2004)
En un libro bastante curioso, Mario Alonso Puig (1), médico especialista
en cirugía general, nos recuerda que los profesores de Thomas Alba Edison,
al poco tiempo de que iniciara su enseñanza formal, allá por
1851, llegaron a la conclusión de que no tenía suficiente cerebro
para continuar sus estudios primarios. Dándose, como se puede apreciar,
el hecho extraordinario, que habría que interpretar en todas sus implicaciones,
de que a alguien que durante su vida fue capaz de inventar más de mil
patentes -entre ellas, la lámpara eléctrica, el micrófono,
la batería alcalina, el audífono y la máquina de escribir-,
sus maestros le consideraron un “retrasado” y sólo pudo
permanecer tres meses en la escuela. Es probable que todos conozcamos algún
caso parecido, quizá menos llamativo o extremo, pero, en esencia, similar.
Porque, por algún extraño capricho de la fortuna, en demasiadas
circunstancias, muchas de nuestras más seguras predicciones, elaboradas
a partir de fríos cálculos de utilidad, se van simplemente al
garete, volviéndose por completo inútiles. Del mismo modo que,
a la inversa, asistimos muchas veces también a la inmediata realización
de algún que otro proyecto que, a priori, hubiéramos
jurado una y mil veces que era totalmente imposible y, por supuesto, nada práctico.
Y esto, sin entrar ahora en ese otro asunto, tan azaroso y reiterado, por el
cual algunos de los mayores obstáculos que se interponen, a corto plazo,
en nuestra felicidad se transforman, a medio o largo plazo, en los principales
vehículos que la favorecen. Es el caso de Kenzaburo Oé, Premio
Nobel de Literatura de 1994, quien tan sólo hace unos meses declaraba
que “quizá si hubiera nacido [guapo y] con otras orejas, no sería
escritor”; o de Fernando Krahn, dibujante humorístico, quien,
pensando en su propia vida, afirmaba que “a veces, circunstancias crueles
hacen que tú des un salto positivo” (2).
UTILIDAD DE LA INUTILIDAD. Lo que sorprende, no obstante,
para no apartarnos demasiado del núcleo del tema, es que vivimos
en un mundo que, por un lado, idolatra como nunca se ha hecho hasta
ahora a la eficacia, la eficiencia, la racionalidad y la utilidad,
mientras que, por otro, si lo juzgamos desde dentro de su fundamentalismo
economicista, productivo e instrumental, nos muestra un rostro irracionalmente
racionalizado, a rebosar de lujos y artefactos, de utilitarias inutilidades,
aunque incapaz de resolver los problemas más graves que, como
el hambre, la pobreza, la guerra o ese enorme agujero en la capa de
ozono, asolan a gran parte de la humanidad. Un triste absurdo éste
muy parecido al que ya señalara Félix de Azúa,
quien en su prólogo al que fuera el primer libro de Juan Benet
(3) nos hablaba acerca de cómo “en las costas se alzan
los rascacielos para ver cómodamente la playa y el mar, pero
al precio de destruir la playa y el mar que pretenden contemplar”.
Una paradoja, asimismo, similar a la que percibimos en el hecho de
que, según la Organización Internacional del Trabajo,
los británicos, por un lado, son los europeos que pasan más
tiempo en el trabajo mientras que, por otro, tienen unas de las tasas
por hora más bajas de productividad. O en el hecho, apuntado
recientemente por Carl Honoré (4), de un turbocapitalismo capaz
de generar una gran riqueza material, pero al coste de devorar recursos
naturales con más rapidez de aquella con la que la naturaleza
puede reemplazarlos.
Todo lo cual, tal y como está el mundo, creo que, aunque sólo
sea para atrevernos a transitar por caminos diferentes, debería
llevarnos a reconsiderar aquella vindicación de la utilidad
de la inutilidad que el taoísmo tantas veces ha sabido
plantear. ¿A qué otra cosa se podía referir Lao-Tzu
cuando proclamaba que había que intentar lo difícil en
lo fácil, que había que realizar lo grande en lo menudo,
y que nada puede superar al agua, que es blanda y suave, en el combate
contra lo fuerte y lo duro? (5). Por su parte, Chuang-Tzu, frente a
la crítica de que sus enseñanzas no tenían ningún
valor práctico, se apresuraba a responder que “sólo
los que conocen el valor de lo inútil pueden hablar de lo que
es útil”, y no tenía mayor inconveniente en compararse
con un árbol viejo en torno al que es posible pasear apaciblemente
o descansar bajo su sombra, y al que, por estar tan lleno de nudos
y ser tan retorcido, ni un solo carpintero se dignará a mirar
y nadie lo cortará jamás (6). No es sorprendente, entonces,
que Henry D. Thoreau, tan influido como estaba por las filosofías
orientales afirmara de sí mismo que no disfrutar de ninguna
ventaja particular era su mayor ventaja (7). Y, para ilustrar aún
más estas ideas, baste pensar que durante siglos, en las universidades
del mundo entero, y en muchos otros sitios, no se ha dejado de admirar
el desafío de Sócrates, quien curiosamente no se molestó en
publicar una sola línea y cuya actitud durante el juicio al
que fue sometido, e incluso después de él, algunos de
sus propios discípulos y amigos consideraron por completo ineficaz.
Seguramente, por situaciones como esa, fue por lo que Herman Hesse
no cesó de reiterar la pertinacia de quienes -intelectuales,
poetas, soñadores y locos-, entre el estruendo de cañones
y altavoces, aceptan la inutilidad de sus acciones y están
dispuestos a “defender su fe y su conciencia contra el mundo
entero, contra cualquier mayoría y autoridad” (8). Algo
que nos lleva a las tesis que, actualmente, defiende de manera tan
provocativa Corinne Maier, al cuestionar esos grotescos artefactos
burocráticos que son las empresas, y, con ello, evidenciar la superstición
de lo útil y defender que lo inútil es lo verdaderamente
humano, lo más maravilloso, lo mejor que podemos ser. “Conviértete
en un inútil, un elemento prescindible, un ser eternamente fuera
de la norma e impermeable a las manipulaciones –ha escrito-.
Vuélvete el grano de arena que entra en la maquinaria, la anomalía
que desafía a la homogeneidad. De este modo, escaparás
a la implacable ley de la utilidad” (9). He aquí, por
tanto, el sentido del sinsentido, como le gustaba decir a John Cage.
POSIBILIDAD DE LO IMPROBABLE. En cierto modo, todo
lo anterior, ese asunto de que lo que tenemos por inútil deja
de serlo con demasiada frecuencia, está relacionado con las
fronteras que se supone que separan a lo posible de lo imposible,
aunque mejor sería decir que lo diferencian de lo improbable.
Fronteras que son menos nítidas y más borrosas de lo
que muchos acostumbran a creer. Pues con frecuencia se confunde posible
con permisible. Y, junto a eso, nos olvidamos que el campo
de lo posible es mucho más extenso de lo que solemos creer
y que la pasión, la fe o la voluntad son las fuerzas que amplían
constantemente los límites de ese campo. “Todos los
día vemos realizarse cosas que no podían ni imaginarse
el día anterior -escribió Gandhi-. Lo imposible no
deja de ceder terreno a lo posible”. O, como observaba no hace
mucho el subcomandante insurgente Marcos, “¿qué transformación
social en la historia del mundo no fue utopía la víspera?”.
De ahí que, respecto a la dinámica de las sociedades,
ya está a nuestro alcance formular una nueva ley, la ley
de la tasa creciente de viabilidad, según la cualalgo
que es inviable en un momento dado resultará viable en otro
distinto sólo si se considera posible en el momento en que
todavía es inviable. O, para decirlo de otra manera,
algo que es inviable que ocurra en un momento dado resultará viable
en otro distinto tan sólo si eso que hoy algunos tienen por
inviable se acepta por otros como una meta política posible,
se lo desea de forma sincera y razonable, y se persigue de manera
intencional con una voluntad tenaz a través de una acción
inteligente. Se trata de una ley o tendencia, sometida también
obviamente a la reacción de otras contratendencias –como
es la de la entropía ideológica o disipación
gradual del inconformismo (10)- que la pueden frenar. Una ley
aquella en torno a la que existen ya numerosas opiniones y bastantes
hechos que día tras día no hacen otra cosa que avalarla.
Opiniones, aparte de las ya citadas, como la de William James, quien
en 1907 se preguntaba “¿qué clase de
razón puede haber para que algo acontezca?”. A lo que
inmediatamente él mismo respondía: “Invóquese
como se quiera la lógica, la necesidad, las categorías,
lo absoluto y el contenido de toda la fábrica filosófica.
La única razón real que se me ocurre de que
pueda suceder algo es que haya alguien que lo desee [...].
Es ésta una razón viva, y comparadas con ella,
las causas materiales y las necesidades lógicas son cosas
espectrales” (11).
¿Hechos? Bueno, los hechos nunca hablan por sí solos. Lo que
no obsta para afirmar que, a partir de su interpretación desde
una perspectiva como la expuesta más arriba, podamos encontrar, a lo
largo de la historia, cientos de ellos o, si se prefiere, de evidencias empíricas
que convalidan y confirman dicha ley. Por ejemplo, la expansión del
cristianismo a partir de sólo doce apóstoles, la del Islam con
un único profeta o la pervivencia de los judíos tras la destrucción
de Jerusalén, tras la diáspora y el holocausto. Asimismo, hemos
de recordar las demandas de las sufragistas en Inglaterra, la emancipación
de la India por medios no violentos e, igualmente, la conquista de los derechos
civiles en los años ‘60. O, para referirnos a hechos más
recientes, cabe mencionar el heroísmo, inútilmente útil,
de Julia Hill, abrazada durante dos años a la copa de un árbol, Luna,
impidiendo con ello que fuera talado (12). O la posibilidad de que se ponga
fin a la pena de muerte en Nigeria, propiciada fundamentalmente por la avalancha
de millones de cartas que, auspiciadas por la sección española
de Amnistía Internacional, han exigido libertad para Amina y Zafia (13).
O que, gracias también a la movilización internacional, el Tribunal
Supremo de EE. UU. haya anulado la ejecución de menores, la mitad
de las cuales se llevaba a cabo en ese país desde 1990.
En suma, son demasiados los indicios que apuntan en una misma dirección
que no se debe ignorar por más tiempo. Y es que, digan lo que
digan los agoreros de distinto signo o pelaje, con su estrecha mentalidad
de contable, si te empleas a fondo por recoger los fragmentos de algún
sueño roto, si caminas con firmeza orientado por la luz de alguna
imantada visión, hermosa aunque improbable..., siempre, siempre
llegarás a algo. Porque las ideas son las que mueven al mundo.
Porque los pensamientos poseen una energía difícil
de calcular. Porque todo, o casi todo, está en la mente. De
modo que quizá debamos tatuarla con lo mejor que tengamos a
mano, con ideales que merezcan la pena, que nos eleven más alto,
muy por encima del arco iris en que ellas puedan estar. ¿Vale?
______________________
(1) Cf. Alonso Puig, M.: Madera de líder, Barcelona,
Empresa Activa, 2004, pp. 60-61.
(2) Entrevistas de I. Sanchís a K. Oé y a F. Krahn, La
Vanguardia, 15 de abril de 2004 y 18 de febrero de 2005. Precisamente,
F. Krahn y Mª de la Luz Uribe nos cuentan en un precioso libro, Historia
del uno –Barcelona, Destino, 2005-, cómo el número
uno, triunfador pero solo y aburrido, busca un amigo con el que jugar.
Al inicio de su andadura, se encontrará con el cero, al que dirá: “Tú no
eres nadie [eres inútil], no juego contigo”. Sin embargo,
tras intentarlo infructuosamente con el resto de números, volverá a
reunirse con el cero, por lo que “los otros números, / al
verlos tan bien, / suben a encontrarlos, / pues forman el diez”.
(3) Benet, J.: Nunca llegarás a nada, Madrid, Debate,
1990 (1961), p. v.
(4) Honoré, C.: Elogio de la lentitud, Barcelona, RBA,
2005 (2004), p. 14.
(5) Lao-Tzu: El libro del Tao, Madrid, Alfaguara, 1994, pp.
53 y 87.
(6) Paz, O.: Chuang-Tzu, Madrid, Siruela, 1997, p. 25; y Merton,
T.: Por el camino de Chuang-Tzu, Madrid, Visor, 1978, pp. 37-38.
(7) Cf. Casado da Rocha, A.: Thoreau. Biografía esencial,
Madrid, Acuarela, 2005, p. 35.
(8) Hesse, H.: Escritos políticos 1932-1962,
Barcelona, Bruguera, pp. 137 y 65.
(9) Cf. Maier, C.: Buenos días, pereza, Barcelona, Península,
2004, p. 115; y la entrevista con V.-M. Amela que apareció en La
Vanguardia, 10 de diciembre de 2004. Por lo demás,
ya a mediados del siglo XIX -cf. Berlin, I.: Pensadores rusos,
México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 367-, Alexander
Herzen, en contra de esa obsesión utilitaria, planteaba: “¿De
qué sirve a la flor su brillante y magnífica frescura? ¿O
su aroma inolvidable, puesto que habrá de pasar?... Absolutamente
de nada. Pero la naturaleza no es tan avara. No desdeña lo que
es transitorio, lo que sólo es presente. En cada punto logra
todo lo que puede lograr... ¿Quién censurará a la
naturaleza porque las flores nacen en la mañana y mueren en la
noche, porque no ha dado a la rosa y al lirio la dureza del pedernal?
Y este miserable y pedestre principio tratamos de transferirlo al mundo
de la historia... Yo prefiero pensar en la vida, y por tanto en la historia,
como una meta alcanzada, no como un medio hacia otra cosa”.
(10) Esta otra ley, la de la entropía ideológica o de
la disipación gradual del inconformismo, como
resulta evidente, da cuenta de ese fenómeno por el que alguien
que se considera anarquista o comunista cuando tiene 18 o 20 años
empieza a entrar en razones socialdemócratas apenas cumplido los
30, tras lo cual, con la crisis de los 40, el ultraliberalismo le parece
de lo mejor hasta que llega a convencerse de las virtudes del conservadurismo
en cuanto que, con los 50, las nieves del tiempo platean su sien. Y todo
esto con la salvedad de que, cada vez con más frecuencia, ese
proceso degenerativo se ve bastante desarrollado desde muy temprano,
desde la más acrítica adolescencia y consumista juventud.
(11) James, W.: Pragmatismo, Buenos Aires, Aguilar, 1954 (1907),
p. 234. Una edición más reciente y accesible es la
de R. del Castillo, en Madrid, Alianza, 2000.
(12) Acerca de Julia Hill y de tantas otras mujeres que, con su
incansable esfuerzo, contribuyen día a día a que el mundo,
por lo menos, no sea peor, cf. I. Sanchís, El don de arder.
Mujeres que están cambiando el mundo, Barcelona, RBA, 2004.
(13) La labor de Amnistía Internacional puede que, también,
a muchos parezca inútil, lenta o ineficaz. Sin embargo, en la
defensa que, durante los últimos cuarenta años, ha realizado
a favor de los derechos humanos, más de 30.000 personas han salido
de la cárcel. Y ello gracias a la presión no violenta,
masiva y constante, a la que justo se ha comparado con la acción
del agua sobre la piedra, de una organización cuyo símbolo –una
vela rodeada por un alambre de espinos- se inspiró en ese proverbio
que dice: “Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”.
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