Juan-José López Burniol
El fracaso de un proyecto
(La Vanguardia, 1.12.12).

Sería deshonesto que, después de haberles dado la tabarra durante años con mis elucubraciones o desvaríos acerca del encaje Catalunya-España, no les diese cuenta y razón de cuál es mi valoración de lo sucedido en las últimas elecciones, dejando para un próximo artículo mi perspectiva de futuro. Mi valoración se concreta en estos párrafos de una carta que dirigí, el pasado lunes, a un amigo:

Querido Zaca: La lectura de las elecciones catalanas debe hacerse con referencia a los dos ejes en torno a los que gira tradicionalmente la política del país: el eje nacional y el eje social. Desde la perspectiva que brinda el eje nacional, el resultado de las elecciones deja las cosas en una situación parecida a la que estaban, ya que el número de diputados que pierde CiU viene a coincidir con el de los que gana Esquerra, y el aumento global de un diputado en el cómputo soberanista es irrelevante; la única variación significativa es que el liderazgo de Esquerra radicalizará la reivindicación soberanista, ya que los militantes de Esquerra no son en vano los independentistas -"separatistas" en jerga castiza- de toda la vida. Por contra, donde sí se ha producido un cambio sustancial es en el eje social, ya que los recortes impulsados por CiU durante los dos últimos años, así como la ausencia de un mensaje claro sobre las políticas sociales y el futuro del Estado de bienestar durante la campaña -todo se fiaba al paraíso de una futura e inevitable independencia- le han pasado factura y han provocado que el voto de los que llamo no instalados (entre los que figura la clase media cada día que pasa más maltratada) haya comenzado a abandonar a CiU.

Y es ahí donde quería ir a parar: CiU, además de ser el partido de infinidad de ciudadanos profundamente catalanistas que quieren intensamente a Catalunya, es -como todo partido de derechas- el partido de buena parte de los "dueños" del país (como el PP es el partido de los "dueños" de España; el PNV, el partido de los "dueños" del País Vasco; y -por poner un último ejemplo- el Partido Republicano, el partido de los "dueños" de Estados Unidos). Pues bien, después de las últimas elecciones, los "dueños" de CiU comienzan a ver mermado el apoyo electoral de aquellos ciudadanos que votan a este partido y le dan el poder -una elección tras otra- movidos por una sincera y admirable convicción nacional. Esta es la novedad más importante de los últimos comicios: al perder una parte de su apoyo popular, se ha debilitado la posición del grupo dominante dentro de CiU, que -instrumentalizando al servicio de un proyecto concreto el sentimiento nacionalista de sus votantes- ha preservado en sus manos durante décadas el control del escenario catalán. Hay un dato significativo: además de su pérdida de votos, es especialmente relevante que CiU no se haya beneficiado del aumento de participación, lo que significa que los nuevos votantes, quizá jóvenes, no están por la labor de mantener el statu quo.

En este marco, algunos -la cúpula de Convergència y ciertos sectores sociales (...)- habían apostado en los últimos tiempos por que CiU lanzase un órdago al Gobierno de Madrid para -mediante la amenaza de la secesión- obtener un trato fiscal preferente en forma de convenio o concierto económico, entendido este no como una meta final, sino como la primera etapa de una transición nacional hacia una plenitud que se manifestaba tan indefinida en su concreción nominal como comprensible en el contexto del mensaje. Ahora bien, llegada la hora de la verdad, muchos ciudadanos -soberanistas sinceros y no "instrumentalistas"- han preferido votar antes al soberanismo radical y asambleario, pero seguro y de toda la vida, de Esquerra, que al reciente e impostado de CiU, del que no acababan de fiarse; y, por otra parte, otros tantos ciudadanos han castigado a CiU, con razón o sin ella, por la forma en que ha realizado los recortes que ha llevado a cabo y por los recortes que estaban seguros que seguiría practicando de gobernar de nuevo en solitario.

Así las cosas, resulta lógico que quienes daban vida y apoyaban el proyecto de CiU se duelan amargamente, al verlo hundido por los votos, alegando que era la única vía política para mejorar la posición de Catalunya. Parece como si dijesen: "El pueblo catalán se ha equivocado. No nos ha entendido; y, como no hay otra alternativa política merecedora de este nombre, ahora vendrá el llanto y el crujir de dientes por lustros o por décadas". Pero no hay que hacer caso: es el lamento de los "dueños" cuando el control de su mundo comienza a írseles de las manos. Es evidente que vienen tiempos difíciles y que la gobernabilidad no está asegurada, pero no es cierto que el proyecto de CiU fuese la única vía. (...)".

Ni ha perdido Catalunya ni ha ganado España; estamos sólo ante el fracaso puntual de un proyecto concreto, tan respetable y contingente como cualquier otro. La situación política catalana sigue siendo la misma. Y los problemas de gobernabilidad -reales- hubiesen surgido -parecidos- en todo caso.

La tozudez de los hechos
(La Vanguardia, 8 de diciembre de 2012).

Cuando, en unas elecciones, vota el 70% del censo electoral de un país, el resultado constituye una auténtica radiografía de la realidad. Y de esta realidad debemos partir para realizar cualquier análisis o formular cualquier proyecto. Una realidad que -por lo que se refiere a Catalunya tras las últimas elecciones- viene definida por tres grandes rasgos: 1. Una abultada y radicalizada mayoría soberanista; 2. Un claro rechazo de la propuesta improvisada por el presidente Mas tras la manifestación del 11 de septiembre; 3. Una exigencia, tan difusa como perentoria, de que se forme un Ejecutivo firme que garantice la gobernabilidad del país.
Así las cosas, huelga discutir, dos semanas después de las elecciones, sobre las causas y razones del resultado. Pero tiempo es ya, para todos los que se sienten perdedores, de domeñar el orgullo herido y de embridar aquella soberbia que les hace creer que el auténtico país es el país de sus sueños -monolítico, puro y… maleable- y no el país real que ha votado -plural, mestizo y… tan complejo, que tiene cops amagats-. Por tanto, el auténtico desafío inmediato para toda la clase política catalana es asegurar la gobernabilidad. Una tarea inexcusable y urgente que ha de acometerse con tanta lealtad a los principios básicos que definen a todas y cada una de las opciones políticas, como realismo -para asumir sin reservas la realidad de los hechos- y espíritu de servicio -para anteponer los intereses generales del país a los particulares de la propia formación política-. Todo lo cual se concreta en dos exigencias: 1. Establecer un orden de prioridades que, sin suponer abdicación de los grandes ideales, afronte con realismo y decisión los más acuciantes desafíos del presente; 2. Asumir las responsabilidades que el resultado electoral ha depositado en cada formación política, sin eludirlas cobardemente con el pretexto de no sé que pureza programática o qué consideraciones tácticas. Veamos ambas.

El establecimiento de un orden de prioridades pasa por garantizar la gobernabilidad del país, lo que implica -en primer término- la aprobación, ya demorada, de los presupuestos para el próximo año, y -en segundo lugar- el acuerdo sobre aquellos recortes que la inevitable devaluación interna nos exige. En el bien entendido de que el debate político en torno a estos recortes ha de recaer no en su ejecución -que, insisto, es inevitable-, sino acerca de dónde -en qué partidas presupuestarias- y de que forma han de llevarse a cabo. Porque es ahí -en el debate sobre los costes de la crisis- donde cada partido tiene el campo abierto para tratar de imponer su ideario. Y la segunda de las prioridades es la adopción de aquellas medidas que puedan suponer un impulso, aunque sea moderado, al crecimiento económico. Estas prioridades no exigen ni el abandono ni el bloqueo del objetivo soberanista por parte de aquellas formaciones que lo defienden, ya que ambas prioridades son compatibles con el trabajo, tan pausado como constante, al servicio de aquella opción.

Y, por lo que se refiere a la asunción de responsabilidades, esta obliga sin excepción a todos los partidos que han sido distinguidos por la confianza mayoritaria de los ciudadanos, a facilitar la gobernación de Catalunya formando gobiernos de coalición o, cuanto menos, suscribiendo pactos estables de gobierno. Sería impertinente, aquí y ahora, mostrar preferencias por una opción concreta. Pero sí pueden destacarse tres principios o pautas de actuación: 1. Principio de no exclusividad: la política no puede hacerse por un grupo de ungidos autodesignados, que se atribuye, en exclusiva y en régimen de monopolio, el discernimiento de lo que es bueno para el país, en una versión actual de la vieja máxima “todo para el pueblo pero sin el pueblo”; 2. Principio de no exclusión: la marginación apriorística de cualquier partido, excluyéndolo del ámbito de negociación, constituye un grave error, además de ser un acto antidemocrático imperdonable; 3. Principio de compromiso: todos los partidos son libres para procurar la realización de su programa como juzguen por conveniente, pero ser libre significa asumir responsabilidades, por lo que mal uso de su libertad hará aquel partido que excluya de hecho todo compromiso estable en aras de la gobernabilidad, poniendo así su interés partidario a corto plazo por encima del interés general.

En conclusión: el mandato de los ciudadanos ha sido claro. Estos han mostrado su respaldo a la apuesta soberanista, pero han rechazado un liderazgo único de corte mesiánico, y han expresado su crítica a la forma como se han ejecutado las reformas exigidas por la crisis. Lo que significa que los ciudadanos quieren que se desarrolle, a partir de ahora, una política negociada y concertada, centrada preferentemente en los problemas que conforman el día a día de la gente. Es la hora de la política de las cosas concretas, menos estimulante que las grandes propuestas, pero sin la que estas no pasan de ser una estéril ensoñación perturbadora.