Juan Manuel Ruiz Casado

Musil y El hombre sin atributos.
Las máscaras de la cultura


(Página Abierta, 151, septiembre de 2004)

Comentarios sobre El hombre sin atributos, del escritor austriaco Robert Musil, una obra que, tras el paso de los años, no ha perdido vigencia. Publicada por Seix Barral en castellano en el año 1969, en  2001 volvió a editarse en España, esta vez en dos volúmenes, y desde entonces ha tenido dos reimpresiones. 

En su libro La Gran Guerra (1914-1918), el historiador Marc Ferro cita algunos de los cuadernos de notas encontrados en los bolsillos de los soldados que cayeron en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Son impresiones y recuerdos que ponen los pelos de punta. «Los moribundos, entre el barro, con los estertores de la agonía, nos piden de beber o nos suplican que los rematemos». «Constatamos con estupor que nuestras trincheras están hechas sobre un montón de cadáveres y que las lonas que han colocado nuestros predecesores están para ocultar a la vista los cuerpos y restos humanos que allí hay». «La lluvia cae sobre ellos inexorable, y las balas siguen rompiendo sus huesos blanqueados. Una noche, Jacques, que iba de patrulla, ha visto huir a las ratas saliendo por debajo de sus capotes desteñidos, enormes ratas engordadas con carne humana...». ¿Qué se podía escribir tras este espeluznante ejercicio de casquería que fue la Primera Guerra Mundial? ¿Con qué ojos, de qué manera, mirar otra vez el mundo? ¿Desde dónde contar de nuevo la vida en un continente poblado de fantasmas y viudas, de esos patéticos mutilados de guerra que pintaron representantes del dadaísmo alemán como Otto Dix, George Grosz o Kirchner?
Algunas de estas preguntas perseguían a Robert Musil hacia 1920. Habían de pasar diez años, sin embargo, para que el escritor austríaco se metiera de lleno y obstinadamente en el intento de contestarlas. En primera instancia, El hombre sin atributos no es otra cosa: una respuesta al sentido de la escritura en una época de crisis en la que ya no era posible el aliento épico de Guerra y Paz de Tolstoi, a pesar de la hilera de muertos que dejan los conflictos napoleónicos; ni la mirada totalizadora que todavía se afana en comprender el mundo en las novelas de Balzac, de Flaubert o de Galdós, por mucho que todas las ilusiones acabaran finalmente en un puro desengaño. Se imponía ahora la tarea de motivar el horror, de escribir el testamento de un mundo en cuyas trincheras las ratas acaban devorando cuerpos sin vida. Poco lugar podía quedar para la esperanza. El horizonte europeo se preñaba de las peores pesadillas y era difícil creer que el cierre de las heridas fuera definitivo.
El hombre sin atributos comienza en Viena, capital de Kakania, en 1913, cuando se ponen en marcha los preparativos para conmemorar el septuagésimo aniversario de la subida al trono del emperador austro-húngaro. El asunto, que se llamará Acción Paralela porque es una réplica a un acontecimiento similar que se prepara en Alemania (la Acción Patriótica), funciona a modo de marco del que el narrador se vale para radiografiar la sociedad y la cultura europeas poco antes del estallido de la Gran Guerra. El escenario de la narración se sitúa, por tanto, en ese mundo cultural, entendido en sentido amplio, cuyo análisis le va a permitir a Musil aprovechar sus vastos conocimientos como materiales de la construcción narrativa o, para ser más exactos, de su propia destrucción por la vía del desenmascaramiento. Esta paradoja aparente, este construir para destruir, es en realidad el asunto medular de la obra, la viga maestra que apuntala El hombre sin atributos ya desde sus primeras páginas.
Cuando se lee a Musil, uno tiene la sensación de que el proyecto narrativo que tiene entre las manos no obedece a ningún plan, que carece aparentemente de estrategia. Como si estuviéramos asistiendo a la composición de un cuadro cubista y el pintor sólo tuviera claro el cubo que está dibujando en un momento preciso. Cada plano nuevo matiza el anterior, lo cuestiona o sencillamente lo pulveriza para desconcierto del lector-espectador. Este implacable mecanismo de perspectivas se sostiene únicamente en el punto de vista, en un demoledor ejercicio de lenguaje con el que se van armando las piezas de un mecano que no inspira ninguna confianza porque la propia obra, el propio hombre sin atributos, forma parte también de esa gran falacia secular que es la cultura. Sobre ésta se proyecta la mirada de Musil con una crueldad que es la expresión de un desengaño, de un vacío que no puede ni debe ocultarse por más tiempo. Agudas disquisiciones filosóficas, diálogos sobre lo humano y lo divino, elevadas teorías filantrópicas o consideraciones acerca del amor y de la muerte pasan por un tamiz cuya función es la de poner en evidencia disfraces que ya no es posible tomarse en serio. Por eso los personajes de Musil, los portadores de esos disfraces, son tratados desde la única consideración posible que permite este exigente punto de partida: la caricatura.
El protagonista de la obra, el matemático Ulrich, se nos aparece desde las primeras páginas como un “hombre sin atributos” que, sin embargo, es capaz de navegar a sus anchas por complicados ejercicios intelectuales que no le librarán de su patética condición; Diotima y Bonadea (guiños irrespetuosos a la cultura clásica: Diotima era el nombre de la amada de Hiperión en la obra de Hölderlin) funcionan como dos versiones no tan distintas de la estupidez femenina; Arnheim y el conde Leinsdorf, como turbios representantes de la filantropía; la nietzscheana Clarisse y su pareja, el pianista Walter, ambos amigos de Ulrich, como buenos ejemplos del desquiciamiento al que se puede llegar chapoteando en las pantanosas aguas de la cultura. Todos, incluido el presidiario Moosbrugger (un asesino para el que el narrador parece guardar cierta simpatía), acabarán involucrados en ese proyecto ideológico, en esa gran fiesta de la cultura que es la Acción Paralela.
Pero conviene insistir en que El hombre sin atributos es, por encima de cualquier consideración, un ejercicio de pesimismo. Si hubiera que buscar una imagen fiel a su desaliento, ésta sería la de una trituradora: todo lo que encuentra a su paso acaba devorado. Para ello, Musil pone en juego un abanico de registros que van desde la ironía a la paradoja o la contradicción, hasta escenas escabrosamente humorísticas, ridículas o tocadas de un cruel cinismo. Es curioso que uno no deje de reír mientras se abandona al libro, y que esa risa vaya dejando, al mismo tiempo, un poso amargo difícilmente disimulable. Ya se apuntó que el lector no hallará cobijo en el propio alarde constructivo de la narración, de la que debe desconfiarse, en contra de lo que sucede con los grandes deicidas del XIX. Tampoco hallará guarida en ese humor correoso ante el que cuesta sentirse cómplice. El desamparado lector de Musil está obligado a reflexionar desde la intemperie.
Ahora que están de moda las narraciones irónicas, que se postulan como prodigios de retórica lingüística y de sentido del humor ajenos a todo compromiso, es preciso traer a colación esa risa que emparenta a Musil con las corrientes nihilistas de su época, pero también con los grandes artistas del Barroco, con la carcajada dolorosa de los poemas aparentemente más lúdicos de Quevedo desde la concepción de la literatura como un medio de arrancarle a la vida su verdad. La cultura como un juego de disfraces que es preciso desenmascarar, como una representación que esconde las pulsiones más oscuras de la condición humana. Bombardear la mentira. Desconfiar de todo documento de cultura porque lo es a la vez de barbarie, tal como lo entendió Benjamin. Confiar en la desconfianza: Musil.
En una de las últimas reuniones de sociedad a las que asiste Ulrich, se dice de uno de los personajes que se ha sumado a la organización de los fastos que «por el pacifismo, andaría sobre cadáveres si fuera necesario». No se puede decir precisamente que El hombre sin atributos haya perdido hoy vigencia. Basta con abrir el periódico cada día. No se cansan de maquinar Acciones Paralelas.