Julio Loras

Por una ética ecológica antropocéntrica

(Página Abierta, 125, abril 2002)

Comentarios al hilo de dos libros sobre diversidad biológica y su conservación: La diversidad de la vida, de E. O. Wilson (1994), Crítica, Barcelona, 410 páginas; e Introducción a la biología de la conservación, de R. B. Primack y J. Ros (2002), Ariel, Barcelona, 375 páginas.

En realidad, esto no es un comentario sobre dos libros -el uno es un libro de divulgación escrito por un gran científico, y el otro, un manual técnico-, sino un ejercicio de lo que mi profesor de Lengua en el Instituto decía que no había que hacer a la hora de comentar un texto: “tomar el texto como pretexto”. Tomo esos libros como pretexto para defender una concepción ética de la ecología que demasiadas veces me parece que es, si no despreciada, sí soslayada por una buena parte del ecologismo, especialmente el llamado “ecologismo profundo”, que el segundo de estos libros elogia.

El libro de Wilson es una rigurosa exposición, pese a su carácter divulgativo, de cómo surge la diversidad biológica, qué está pasando con ella y las razones del autor para conservarla. El de Primack y Ros es una presentación de las técnicas para la conservación de esa diversidad. Si sólo hubiera leído el primero, no se me habría ocurrido hacer estos comentarios. Pero el segundo, mejor dicho, sus primeros capítulos, me ha chocado mucho y ha reavivado en mí una reflexión que hace varios años que ronda por mi cabeza.

El manual en cuestión define la biología de la conservación como una disciplina científica que agrupa diversos conocimientos con la meta común de atajar la crisis de la biodiversidad. Nunca una disciplina científica había tenido otra meta que obtener conocimiento de cómo funciona el mundo. Es cierto que varias de esas disciplinas nacieron de necesidades “prácticas”, pero todas se consolidaron como modos de obtener conocimiento. Otra cosa son las técnicas o la política. No deseo aquí entrar en la cuestión de lo que sea y lo que no sea ciencia, ni profundizar en esa afirmación de Primack y Ros. Sólo deseo decir que me recuerda ciertas corrientes mayoritarias del marxismo, que fundían fines y conocimiento, con, como sabemos, tanto perjuicio para unos como para el otro. Espero que no le pase eso a la biología de la conservación.

Otro escamante recuerdo me viene cuando los autores del manual dicen: «En el futuro, la gente quizá verá los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI como la época en que un grupo relativamente pequeño de personas decididas salvaron de la extinción a numerosas especies y comunidades biológicas» (*).

Wilson hace mucho hincapié en el valor para la satisfacción de necesidades humanas (alimentación, salud, vestido…, pero también educación, conocimiento y disfrute lúdico y estético) de la diversidad biológica. De hecho, todo un capítulo de su libro está dedicado a los beneficios que reporta a los seres humanos la protección de la diversidad biológica. Los autores del manual dedican varios apartados a la economía ecológica. Pero la consideran una herramienta para convencer a Gobiernos, empresas y comunidades. Consideran más importante una ética ecológica que se puede resumir en las siguientes proposiciones:

Todas las especies tienen derecho a existir (lo basan en que cada especie es una solución única al problema de mantenerse vivo); todas las especies son interdependientes; las personas tienen la responsabilidad de actuar como administradores de la Tierra; las personas tienen responsabilidad hacia las generaciones futuras; el respeto por la vida humana y la preocupación por los intereses humanos son compatibles con el respeto a la diversidad biológica; la Naturaleza tiene un valor intrínseco que trasciende su valor económico; la diversidad biológica es necesaria para comprender el origen de la vida.

La primera proposición no me parece en absoluto justificada. Aparte de la difícil cuestión de reconocer derechos a seres no humanos, el que una especie sea una solución única a un problema y que ha necesitado 3.800 millones de años para producirse no me impresiona en absoluto. Me parece una afirmación del mismo tenor de la que dice que hay que mantener todas las tradiciones, porque son únicas y el resultado de muchos años de evolución. Si alguna es perjudicial para los seres humanos, incluso haremos bien en procurar extinguirla. Y volviendo a las especies, ¿tienen derecho a existir los agentes de la tuberculosis, de la malaria o del sida? ¿Tal vez como reguladores de la población humana? Admito que se puedan conservar confinadas en laboratorios de alta seguridad, pero no como especies valiosas en sí, sino como fuente de conocimiento potencialmente útil y sólo hasta que hayamos extraído de ellas el conocimiento que nos pueden proporcionar. ¿Y las especies no patógenas para los humanos? Desde luego, estoy de acuerdo en que habría que procurar conservarlas, pero no por su valor intrínseco, sino por su valor para nosotros.

En cuanto a la interdependencia de las especies, simplemente, lo que se quiere dar a entender, que cada especie depende de todas las demás, no es cierto. Los ecosistemas y la biosfera son sistemas jerárquicos que no funcionarían si todas las especies estuvieran conectadas con todas. Lo que pasa es que sus jerarquías son muy complejas y difíciles de conocer en detalle, por lo cual lo más prudente es alterarlos lo menos posible. En los dos últimos decenios es cuando ha empezado a desenmarañarse la cuestión, con lo que han surgido conceptos como el de especies clave, que tanto el manual como el libro de Wilson tratan, especies cuya desaparición altera el sistema profundamente. Pero no veo que esto sea una cuestión ética, sino una afirmación de hecho.

¿Por qué tenemos la responsabilidad de actuar como administradores de la Tierra? ¿Quién nos ha conferido esa misión? ¿Algún ser supremo? ¿Los biólogos de la conservación? ¿Quién se la ha conferido a ellos? Me parece de un antropocentrismo exaltado, pese a que los autores claman contra el antropocentrismo.

En cuanto a la responsabilidad hacia las generaciones futuras, eso ya está mejor, más cuando las generaciones futuras están con nosotros. Se trata de que ellas encuentren un mundo en las mejores condiciones posibles y que lo leguen así a las generaciones siguientes. Pero me siento incapaz de pensar en las generaciones no ya de dentro de mil años, sino de un siglo. En todo caso, que cada generación deje a la siguiente las cosas lo mejor arregladas posible. Si lo hace así, ésta hará lo mismo a su vez.

La compatibilidad de la conservación con la preocupación por la vida y por los intereses humanos, más que una proposición ética, me parece una afirmación que se debe probar. Probar con argumentos, lo cual me parece muy factible (Wilson lo demuestra a plena satisfacción, y no sólo que es compatible, sino que el segundo objetivo va a favor del primero), y con hechos. Respecto a esto último, me parece que bastantes veces -cada vez menos, porque los pueblos “tradicionales” y las comunidades locales se hacen valer cada vez más- los proyectos de conservación se hacen en detrimento de las personas que viven en las zonas que se han de proteger y sus alrededores. Una formulación ética que me convencería es: “la conservación de la diversidad biológica y los intereses humanos deben compatibilizarse”.

Que la Naturaleza tenga un valor que trasciende su valor económico puede ser cierto si se tiene una concepción estrecha de lo que es la economía, pero no lo es si se considera que la economía es el estudio de la satisfacción de las necesidades humanas, satisfacción que necesita tanto recursos materiales como trabajo humano. De todos modos, como la concepción estrecha de la economía es la que prevalece, la proposición debe aceptarse, si se tiene en cuenta que la economía oficial no asigna valores (o se los asigna por debajo del trabajo que requiere conseguirlos) a cosas como el aire limpio, un paisaje hermoso o un recorrido por un bosque. Lo que me molesta es la palabrita intrínseco que nos endilgan los autores. Creo que lo único que tiene valor intrínseco es un ser humano.

Que la conservación de la diversidad biológica sea necesaria para conocer el origen de la vida, para ser una proposición moral, necesita el apoyo de otra proposición que diga que el conocimiento del origen de la vida tiene valor. Para mí lo tiene, y creo que para la mayoría de los humanos, que en todas las épocas han estado buscando y tejiendo explicaciones de los orígenes.
Tanto Wilson como Primack y Ros están muy preocupados por el crecimiento de la población humana, fenómeno al que ven como una de las causas importantes de la pérdida de diversidad biológica. Con Wilson no me meteré. Al fin y al cabo es sólo un entomólogo. Pero quienes afirman que la biología de la conservación agrupa a especialistas de muy diversas disciplinas, deberían ensanchar un poco sus horizontes y no quedarse en la visión superficial de los campesinos brasileños que destruyen la Amazonia poniendo la cuestión al mismo nivel que la deforestación para exportar madera y para instalar grandes ganaderías de vacuno, el envenenamiento de los ríos en la extracción de petróleo y minerales y otros grandes desaguisados cometidos por multinacionales.

Y además deberían buscar las causas por las que esos campesinos privados del acceso a las tierras de los terratenientes van a destruir la selva. Y aún deberían profundizar más e ir a las causas del crecimiento demográfico. Si escucharan a algunos antropólogos, se enterarían de que la gente tiene muchos hijos cuando, en ausencia de seguridad social y de industria avanzada, el tenerlos es una garantía de suficientes ingresos (trabajo infantil) y un seguro para la vejez. Si fueran tan interdisciplinarios como dicen, no se quedarían en la superficie del crecimiento demográfico que destruye la diversidad biológica, y propondrían políticas realmente alejadas del economicismo que denuncian y que tendrían un impacto positivo para sus fines. Suponiendo, claro, que no defendiesen una ética tan extrahumana que puede convertirse en antihumana.

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(*) Obsérvese la preposición a delante de especies y comunidades, preposición que en castellano sólo se utiliza con complementos directos que son personas o seres personificados. Pero tal vez sea falta de conocimiento de la gramática castellana del traductor.

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