Julio Loras Zaera
Las nuevas biotecnologías: la ingeniería genética

(Capítulo del libro editado por Talasa Ediciones titulado A la luz de la ciencia. Madrid, 2002).

La ingeniería genética, tanto o más que la clonación, suscita grandes miedos referentes, entre otros asuntos, a los derechos de los consumidores, a la protección del medio y de la salud, a la dignidad humana o al expolio de los pueblos del Sur.

La ingeniería genética no es más que la aplicación a finalidades prácticas de los avances obtenidos por la enzimología, la biología molecular y la genética molecular desde los años cuarenta. Para entenderla, hay que pasar revista a sus fundamentos.

Los fundamentos

El material hereditario, el DNA, está constituido por una doble hebra enrollada helicoidalmente. El esqueleto está constituido por una secuencia repetitiva de moléculas de un azúcar y de fosfato alternadas. A cada molécula de azúcar va unida una molécula de un tipo llamado base nitrogenada. Hay cuatro tipos de bases nitrogenadas que designaremos por las iniciales de sus nombres: A, T, G y C. Las bases de una cadena y las de la otra están enfrentadas y unidas por un tipo de enlace débil llamado enlace de hidrógeno, de forma que hay complementariedad: si en una cadena hay A, en la otra siempre hay T y si en una hay G, en la otra hay C. La secuencia de bases de una cadena nos da la de la otra, y esta secuencia es fundamental, como veremos. Dado que hay cuatro tipos distintos de bases, que éstas pueden ir en cualquier orden y que no hay límite para la longitud de una molécula de DNA, las posibles secuencias de bases son infinitas. Un gen es un segmento de DNA cuya secuencia de bases determina la síntesis de una proteína específica, codificando qué aminoácidos -los bloques que, encadenados, constituyen las proteínas- y en qué orden van a ser ensamblados por la maquinaria celular.

La secuencia de bases del gen es como un mensaje que se traducirá a otro -la proteína-. Las bases son como las letras que, agrupadas de tres en tres, constituyen las palabras. Con cuatro tipos de letras combinadas de tres en tres se pueden formar sesenta y cuatro palabras distintas. Estas palabras en lenguaje de DNA se traducen en palabras en lenguaje proteína, los aminoácidos. Pero sólo hay 20 aminoácidos distintos en las proteínas, es decir, sólo veinte palabras. La diferencia se debe a que varias palabras de DNA equivalen al mismo aminoácido, es decir hay sinónimos. Además, hay signos de puntuación, palabras de DNA que sólo significan el principio y el fin del mensaje. El código que relaciona las palabras del DNA con los aminoácidos -excepción hecha de un par de asociaciones en los orgánulos celulares denominados mitocondrias- es universal, es decir, es el mismo en todos los seres vivos.

Todo esto fue lo primero que descubrieron los genetistas moleculares. Posteriormente, se descubrieron en bacterias una serie de enzimas -proteínas que catalizan reacciones químicas- capaces de alargar, acortar, copiar o cortar en puntos concretos la fibra de DNA. También se descubrieron e inventaron vectores capaces de introducir fragmentos de DNA en el interior de los núcleos celulares y de insertarlos en su DNA.

A raíz de estos descubrimientos se obtuvo la posibilidad de secuenciar el DNA -descubrir el orden de sus letras-, reproducirlo -clonarlo-, empalmarlo, introducirlo en organismos diferentes del original y expresarlo -conseguir la producción de la proteína que codifica- en otros organismos. Hay que señalar que bacterias y virus lo han hecho siempre y que estos procesos también han tenido un papel en la evolución de todos los organismos, por ejemplo, con la formación de células sexuales, en que se producen recombinaciones de DNA.

La polémica que suscitan estas posibilidades, a mi modo de ver, no puede tratarse como un dilema tajante. No es cosa de blanco o negro, bueno o malo, sino de depende, teniendo en cuenta factores que no son técnicos ni científicos. Pero antes de entrar en ello, veamos qué se puede hacer con la ingeniería genética.

Los usos

Los usos, reales y potenciales, de la ingeniería genética abarcan un campo muy vasto. Sólo mencionaré unos pocos, para hacernos una idea.

En la investigación científica, facilita el estudio de la regulación de la actividad de los genes, permitiendo avanzar en la investigación del desarrollo de los organismos pluricelulares. También se emplea para conocer las relaciones evolutivas entre los organismos, por comparación de sus DNA respectivos. Permite el estudio en modelos animales de enfermedades relacionadas con los genes, como muchos tipos de cáncer. El Proyecto Genoma Humano y su complementario sobre la diversidad genética de la humanidad sólo son posibles con la ingeniería genética.

En el terreno farmacéutico, ha hecho posible la fabricación de proteínas humanas, como insulina, hormona de crecimiento o interferón, por bacterias o animales -esto último, en combinación con la clonación-. O de proteínas animales, como la hormona bovina de crecimiento. O de vacunas por plantas, en sus partes comestibles, lo que la hace especialmente interesante para campañas de vacunación en países con unas infraestructuras sanitarias deficientes.

En agricultura y ganadería, permite obtener rápidamente -sin que haga falta un largo proceso de selección, e incluso cuando la selección es imposible por falta de base para ella- plantas o animales con características deseadas insertando genes de otros organismos que determinan esas características.

En minería, facilita la obtención y mejora de plantas que concentren y acumulen determinados metales.

En cuanto al medio, puede hacer más eficaz el uso de microorganismos para degradar ciertos contaminantes.

Respecto a la medicina, la terapia génica -por introducción de genes normales- puede hacer frente a muchas enfermedades de origen genético, las que dependen de un solo gen. Este tipo de terapia, excepto para las células de la médula ósea, aún está lejos. La ingeniería genética también permite la obtención de animales con genes humanos como fuente de órganos para trasplantes.

El uso más curioso es en informática. Algunos informáticos han empezado a interesarse por el código genético, con la intención de construir ordenadores no electrónicos, sino bioquímicos, a base de fibras de ADN en vez de circuitos que se abren y se cierran. En vez de ceros y unos, el lenguaje de estos ordenadores sería a base de adenosina, timidina, citidina y guanidina, las cuatro letras del ADN.

También tiene una aplicación militar evidente: la guerra biológica.

No puedo continuar sin decir antes que, mientras su aplicación en la investigación científica es hoy cosa de simple rutina, muchas de sus aplicaciones en la producción presentan numerosos problemas técnicos y las tasas de fracaso son bastante grandes.


Los problemas

Hasta aquí, no he hecho ninguna valoración, sólo trataba de informar de qué es y qué puede hacer la ingeniería genética. Sólo he mencionado un uso claramente negativo y otro que lo puede ser para muchos y muchas ecologistas.

En cuanto al primero, la guerra biológica, internacionalmente prohibido, es anterior e independiente de la ingeniería genética. ¿Hay que prohibir los cuchillos porque con ellos se puede asesinar? Respecto al segundo, el uso de microorganismos para reducir o eliminar contaminaciones ya producidas, también es anterior a la ingeniería genética. No creo que se deba prohibir en aras de no dar excusas a los contaminadores: en una sociedad respetuosa con el medio también se producirán contaminaciones no deseadas. La cuestión es el esfuerzo que se dedique a este método, en comparación con la investigación y el desarrollo de prácticas sostenibles: es imprescindible procurar no ensuciar la casa, pero seguro que habrá que limpiar, inevitablemente, más de una vez.

Respecto al resto de usos, creo que hay que valorarlos cuidadosamente caso por caso. Pero antes entraré a discutir un rechazo global que se expresa, por ejemplo, en pancartas con el lema No toquéis los genes que aparecen en algunas manifestaciones.

Esta oposición, a mi entender, puede basarse en dos actitudes diferentes -aunque pueden mezclarse- que llamaré, respectivamente, antiprometeica y antinuclear. Llamo antiprometeica a la primera en recuerdo del mito de Prometeo, cruelmente castigado por los dioses por haberles robado el fuego, dándolo a los humanos. Otro mito que le va bien es el Frankenstein cinematográfico. Quienes mantienen esta actitud consideran tabúes inviolables la vida y los genes, donde ponen un límite absoluto a la actividad y al conocimiento humano. Es una concepción pararreligiosa con la cual no me veo capaz de discutir, porque su idea de la vida y la mía están en universos diferentes. Sólo les preguntaría, a quienes la mantienen, ¿qué hay de la agricultura y de la domesticación de animales? ¿Qué hay de la elaboración de queso, pan y yogur, que emplean seres vivos para nuestro provecho, incluso modificados por selección? ¿Por qué no son coherentes y se oponen también a eso?

Llamo antinuclear a la segunda porque considera que los peligros de la ingeniería genética son comparables a los del uso de la energía nuclear. Está para mí muy claro que el uso de la energía nuclear genera en todas las fases de su ciclo una contaminación radiactiva que los humanos no podemos controlar ni, por lo tanto, asumir, y que esto la hace rechazable. Pero los peligros ambientales y para la salud humana de la ingeniería genética no son tan graves ni incontrolables como los de la energía nuclear.

En los años setenta, los mismos investigadores vieron en la ingeniería genética un riesgo de proliferación de bacterias peligrosas y de liberación de virus integrados en los genes de los animales, y adoptaron una serie de normas y medidas para regular la investigación en este campo. En más de veinte años, los peligros no se han confirmado. En primer lugar, los investigadores se dieron cuenta de que el intercambio de genes entre especies diferentes es algo habitual en las bacterias, y recordaron que continuamente se producen combinaciones genéticas nuevas en la reproducción sexual; y no por ello vivimos en un mundo peligroso en el sentido mencionado. En segundo lugar, usan organismos “domesticados”, que no pueden proliferar en el medio natural. En tercer lugar, el único accidente registrado en ese período fue una muerte por viruela, pero el microorganismo responsable no se había obtenido por ingeniería genética, sino por selección clásica.

Esto significa que los riesgos de la investigación en ingeniería genética no son superiores a los de la investigación en microbiología. No tiene por qué ser así a escala industrial. Veamos si la diferencia justifica la postura antinuclear.

Se ha demostrado que patatas transgénicas, a las que se había insertado el gen de una proteína repelente de insectos, tenían graves efectos en ratas que se alimentaron con ellas, en un experimento repetido confirmatoriamente. Pero no se puede decir, como dijeron algunos, que las patatas transgénicas son perjudiciales para la salud, sino sólo que lo son las patatas con ese gen concreto. Esto se puede evitar prohibiendo la inserción de genes perjudiciales para la salud en plantas o animales destinados a la alimentación, con una regulación estricta de la introducción de organismos transgénicos y con la consideración de los alimentos transgénicos como fármacos. Si los genes insertados tienen beneficios potenciales, como mayores cosechas con menos fertilizantes o mayor valor nutritivo - y seguro que hay en la naturaleza muchos genes que producen esas características-, no veo razón para oponerse. Sin embargo, hay la posibilidad de que los productos del gen o de los genes insertados interacciones de maneras no previstas con los de otros genes, dando lugar, a través del metabolismo, a productos peligrosos para los humanos o para los animales. De ahí que los productos transgénicos deban ser evaluados como los fármacos.

Otra cuestión es el derecho a saber cómo se han producido y cómo son los alimentos. Puede haber razones de salud. Por ejemplo, las personas afectadas de fabismo, una enfermedad ligada al sexo frecuente en las poblaciones mediterráneas, tienen una fuerte reacción con destrucción masiva de glóbulos rojos, que les puede llevar a la muerte, cuando comen habas o entran en contacto con su polen (tal vez sea por eso por lo que Pitágoras prohibía comer habas a sus seguidores). Estas personas tienen que saber si un alimento contiene o no la sustancia que les provoca la reacción. Pero también tienen derecho a saber las personas que, por las razones que sea, no quieren comer alimentos transgénicos, de la misma manera que tenemos derecho a saber si comemos pollo de granja o de corral, si ha comido piensos compuestos o maíz, trigo y cebada. Por eso soy partidario del etiquetado de los productos transgénicos y de la prohibición de mezclarlos con los tradicionales.

Hay quien se opone a la ingeniería genética aplicada a los humanos. Algunas personas lo hacen por motivos religiosos, en los cuales no puedo entrar, sino sólo para preguntarles -a quienes de ellas creen en el alma- si acaso suponen que el alma es algo tan material como una fibra de DNA. Otras lo hacen por miedo a la eugenesia. Como en el caso de la clonación, la relación de la ingeniería genética con la eugenesia es indirecta: la haría algo más eficaz. No mucho, sin embargo, puesto que exigiría, bien la colaboración de millones de mujeres, bien la intervención en cada concepción. La eugenesia no es cuestión de técnicas, sino de concepciones ideológicas y de poder sobre la reproducción. Para no repetirme, me remito al ensayo anterior. Lo que hay que rechazar son esas concepciones y el poder del Estado y de los grupos económicos sobre la reproducción, no la ingeniería genética.

Bastante gente ve con buenos ojos la terapia génica somática, en las células no sexuales, pero no en lo que se llama la línea germinal (óvulos, espermatozoides y zigotos). El peligro se ve en la modificación de toda una línea de descendencia. Confieso que no veo la gran magnitud de ese peligro, si de lo que se trata es de evitar la transmisión de una enfermedad hereditaria grave. Hay, sin embargo, la posibilidad de que la introducción de un gen extraño, como resultado de su inserción al azar en el conjunto integrado del genoma y de su interacción con otros genes, provoque disfunciones. La actitud prudente, por lo tanto, por lo tanto, es investigar más y buscar técnicas que permitan insertar los genes en los lugares adecuados antes de ponerlo en práctica. Pero, en principio, no me parece que hayamos de negarnos al intento.

En el aspecto del diagnóstico genético -la inspección del genoma buscando genes relacionados con enfermedades- es donde veo más problemas. Para empezar, problemas de ética médica. Por ejemplo: ¿debe decirse a un paciente que tiene un gen que tal vez de aquí a veinte o treinta años le producirá una enfermedad incurable, porque las personas que lo tienen la contraen con una frecuencia x veces superior que las que no lo tienen? Sobre todo si, como sucede ahora, la terapia génica está en mantillas. Si el médico lo hace, el paciente puede vivir angustiado por una posibilidad que a lo mejor no se realiza nunca.

Continuando con esto, el Proyecto Genoma Humano, dada la concepción mayoritaria entre los biólogos moleculares, que suelen considerar la relación gen-carácter como algo muy sencillo -en lo que no coinciden con muchos otros biólogos-, combinada con el neoliberalismo dominante, plantea graves problemas. Me explico: todas las enfermedades -incluidas las infecciosas, como lo muestra el hecho de que haya personas expuestas a patógenos que, sin estar inmunizadas, no contraen esas enfermedades- tienen un componente genético. Unas pocas se producen en cualquier ambiente. La inmensa mayoría sólo se producen en determinadas series de ambientes. Éstas, a su vez, pueden producirse indefectiblemente o tener una probabilidad mayor o menor de producirse. Los biólogos moleculares de más prestigio, al asociar un gen o un grupo de genes a una enfermedad, tienden a identificarlos con su causa. Tendencialmente, dado lo que he dicho sobre el componente genético, todas las enfermedades se considerarán genéticas. Esto va de perlas para desresponsabilizar al Estado y a los poderes económicos de la salud de la gente. Aunque no indefectiblemente: también puede considerarse a estos poderes responsables de minimizar los sufrimientos de la población, sea cual sea su causa.

Relacionado con lo anterior está la discriminación en el acceso al trabajo y a los seguros por la presencia de determinados genes en el genoma de los sujetos. Aunque es un determinista genético de pro, es de justicia alabar al primer director del Proyecto Genoma Humano, el Nobel James Watson, por haber dimitido en desacuerdo con el acceso de empresas y compañías de seguros a sus investigaciones.

¿Es, todo esto, motivo para rechazar el Proyecto Genoma Humano? Para mí, está claro que no. Ese proyecto, junto con su complementario sobre la diversidad genética humana, que dirige Luigi Luca Cavalli-Sforza, nos dará una base de datos más -sólo una más; no creo, como parece creer mucha gente, que todo, ni siquiera lo único fundamental esté en los genes: ¿qué hay del medio, de la historia del organismo, de las fluctuaciones aleatorias?- para conocernos y nos permitirá abordar, cuando la terapia génica esté más avanzada, muchas enfermedades hereditarias y bastantes cánceres. De momento, ya ha dado un fuerte golpe al racismo biologista, al evidenciar que los seres humanos diferimos entre nosotros en muchos menos genes de lo que se pensaba y mostrar una vez más que no hay genes exclusivos de ninguna raza.

También se habla de los peligros de la ingeniería genética para el medio, por la posible extensión de organismos que lo degraden respecto a nuestras necesidades y las de las generaciones futuras (términos como contaminación y degradación del medio sólo tienen sentido si los referimos a una especie o a un grupo de especies concreto). En este sentido, en 1999 se pidió a Monsanto que no dejara florecer sus plantaciones de maíz transgénico en España, para evitar polinizaciones indeseadas que pasaran sus genes modificados a otras plantas de su entorno. La verdad es que me parece muy difícil que los genes del maíz transgénico pasen por polinización a plantas que no sean de maíz. Las especies tienen mecanismos de aislamiento reproductivo que en las plantas van desde la incompatibilidad del polen de una especie con las partes femeninas de la flor de otras, hasta diferencias en el número, longitud y estructura de los cromosomas, que hacen estériles a los híbridos. En las plantas, estos mecanismos no son tan rigurosos como en los animales y de cuando en cuando han aparecido especies nuevas a partir de híbridos, por multiplicación de los cromosomas. Este fenómeno es frecuente a escala de miles de años entre especies emparentadas. De modo que no veo un gran riesgo para el medio en la transmisión de genes del maíz de Monsanto en España a otras especies. Y si se trata de evitar que los genes del maíz transgénico pasen al maíz tradicional, eso será cualquier cosa -concretamente, un perjuicio para el agricultor vecino, que tal vez tenga que destruir sus plantas si perjudican al medio-, menos un peligro para el ambiente: el maíz no puede propagarse sin nuestro cuidado. Otra cosa es en América, donde se da la teocinte, el maíz silvestre. En América mismo es donde se está dando un peligro real para el ambiente: en el Cono Sur se están plantando masivamente árboles silvestres modificados genéticamente. Éstos sí son una amenaza seria, puesto que pueden propagarse sin ayuda humana. Y ese riesgo sería real aquí con el trigo o la cebada transgénicos.

Se ha hablado mucho del polen de maíz transgénico que mata lepidópteros (mariposas). Aparte de la cuestión de saber si las orugas de esas mariposas están expuestas en la naturaleza a cantidades de polen por centímetro cuadrado de hoja de las que se alimentan suficientes para afectarles, hay que decir que las plantas transgénicas de que se trata tienen un gen de una bacteria que produce una proteína insecticida. Si es verdad que en la naturaleza mata a lepidópteros no perjudiciales y emblemáticos, como la mariposa monarca, habrá que prohibir el maíz en cuyo polen se exprese el gen de esa toxina, no el maíz transgénico, que no existe como tal entidad única.

También se ha aducido contra la ingeniería genética la extensión de la resistencia a los antibióticos, por el uso de genes de resistencia como marcadores para detectar las bacterias que han acogido el gen que se quiere transferir. Los vectores (trozos de ADN que llevan el gen o los genes a transferir y el o los de resistencia a antibióticos) son defectivos, en el sentido de que les falta un segmento que promueve su paso de una bacteria a otra. Si la resistencia a los antibióticos se está extendiendo, cosa que confirmaría cualquier médico, no es por la ingeniería genética sino por el uso indiscriminado de estos medicamentos en medicina humana y animal, que selecciona las bacterias resistentes y permite que éstas pasen su resistencia a otras. Sin embargo, hay la posibilidad de que esos vectores, por recombinación con otros elementos genéticos, recuperen el fragmento que les falta. Asimismo, hay otras posibilidades teóricas de superación de esa barrera. Una manera de obviar este riesgo sería encontrar otros genes marcadores que no fueran de resistencia a antibióticos.

Estos últimos riesgos que he mencionado, pese a que creo que deben ser bajos, en ausencia de conocimientos que resuelvan la cuestión de su frecuencia real, me parecen suficientes para pedir una moratoria en la aplicación de la ingeniería genética a la agricultura.

Otro peligro, y ahora entro en lo que me parece más serio, es el uso de la ingeniería genética para fines incompatibles con el beneficio de la humanidad. Esto es lo que pasa, por ejemplo, cuando se insertan genes de resistencia a un herbicida en semillas que produce la misma multinacional que lo fabrica. Esto degrada el medio haciendo que el agricultor eche más herbicida, a doble beneficio de la multinacional en cuestión. Pero no es un problema específico de la ingeniería genética, sino de cualquier técnica en un mundo guiado por el beneficio crematístico y enemigo de la sostenibilidad.

Tenemos también las patentes de genes y de organismos, que permiten su monopolio y que sólo benefician a las empresas propietarias, que han hecho sus inventos gracias al trabajo previo y no pagado de decenas de generaciones de campesinos y campesinas, a largas y costosas investigaciones financiadas públicamente y a que personas -a menudo, aunque no siempre, pobres y de países pobres- les han permitido extraer sus genes sin saber con qué fin. Hay, pues, que oponerse frontalmente a las patentes de organismos y de genes.

Hace varios decenios que se generalizó el cultivo del maíz híbrido. Sus introductores afirmaban, y afirman, que es más productivo a causa de su hibridismo, basándose en una teoría que no tiene pies ni cabeza, biológicamente hablando. En realidad, nunca se intentó aumentar el rendimiento del maíz por el método de seleccionar generación tras generación el grano de las mazorcas más cargadas. Con el trigo -no estaban detrás los intereses de los productores de simiente- sí que se hizo y se obtuvieron variedades altamente productivas. En realidad, el maíz híbrido tiene una ventaja muy distinta. Este maíz es más productivo que el de las líneas puras que se cruzan para obtenerlo, simplemente porque éstas tienen genes recesivos (que sólo tienen efecto en dosis doble, heredada de la planta paterna y de la materna) perjudiciales en dosis doble. En el híbrido, los genes dominantes (que tienen efecto en dosis única, heredada de la planta materna o de la paterna) de una línea enmascaran los recesivos de la otra. Pero, como pasa con todos los híbridos cuando se cruzan consigo mismos o con individuos semejantes, en la generación siguiente aparece una gran proporción de individuos con genes recesivos en dosis doble, lo que disminuye notablemente el rendimiento. De modo que el agricultor, si quiere volver a conseguir una buena cosecha, no tiene otro remedio que acudir al suministrador de semillas híbridas. Ésa es la ventaja del maíz híbrido.

Con la ingeniería genética, las multinacionales de la agroindustria han mejorado esto. Hasta hace poco, patentaban sus semillas y hacían contratos leoninos con los cultivadores, que habían de pagar por sembrar las semillas obtenidas de sus plantas transgénicas y no podían ni venderlas ni cambiarlas o regalarlas a otros agricultores. No hace muchos años, comenzaron a insertar baterías de genes que producen la muerte del embrión en la semilla. Los cultivadores no tendrán más remedio que comprar la simiente cada vez, ya no para obtener una cosecha decente, sino simplemente para poder tener una cosecha. Con esta práctica, las multinacionales de la agroindustria no necesitarán patentes, ni contratos ni juzgados. Es algo perverso que atenta contra la soberanía alimentaria de los pueblos y contra la práctica de toda la vida de agricultores y campesinos. La movilización de mucha gente contra esto paró el golpe, de momento, consiguiendo la prohibición de esa práctica. Pero no fue puramente una movilización contra la ingeniería genética aplicada a la agricultura, sino que mucha gente de la que se movilizó los hizo específicamente contra esa práctica, de la que, en mi opinión, no se puede hacer responsable a la ingeniería genética, sino a unos intereses económicos y políticos muy concretos.

En conclusión, a mi modo de ver, la ingeniería genética presenta, como tecnología, unos riesgos insuficientemente conocidos, de modo que parece conveniente una moratoria en su aplicación a la agricultura, mientras estos riesgos se cuantifican y se evalúan. Creo que son superables, pero es una opinión, no una seguridad. Si esos riesgos se revelan suficientemente pequeños, la ingeniería genética tiene un gran valor potencial para el conjunto de la humanidad, incluso en la agricultura, si se combina juiciosamente con los métodos tradicionales de mantenimiento de la diversidad y selección de las variedades que mejor se adapten a cada terreno. El problema es una forma de organización social que pone en manos de las multinacionales y de los países más poderosos los beneficios y el monopolio que excluye a los pobres del mundo. Si hay que luchar contra algo, no es contra la ingeniería genética, sino contra determinadas formas de practicarla -que, por otra parte, son las que dominan en la actualidad. Por eso son dignos de apoyo los países del Sur que en Cartagena de Indias, en las negociaciones del Protocolo de Bioseguridad, defendían que ese protocolo incluyese, además de la protección de la salud y del medio, el control de los OGM (organismos genéticamente modificados) que pudiesen afectar negativamente a la situación socioeconómica de las poblaciones receptoras. La experiencia, desastrosa para ellos y muy lucrativa para el Norte, de la llamada Revolución Verde les ha enseñado a ser muy cautos.

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