Kepa Aulestia
Catolicismo sin periferia
(La Vanguardia, 24 de agosto de 2011).

La llamada Jornada Mundial de la Juventud ha mostrado un catolicismo sin fisuras, entre fervoroso y entusiasta, que parece identificarse con las palabras del Papa o cuando menos con su actitud. Puede que el peregrinaje mismo tienda a homogeneizar a quienes participan en él o puede que esa misma participación viniera precedida de un casting natural en origen. En cualquier caso el mensaje es inequívoco: sólo hay una manera de ser verdaderamente cristiano. Un principio al que no le falta coherencia, dado que se trata de una confesión jerarquizada. Pero existe una realidad de creyentes, especialmente jóvenes, que se situarían en la periferia del catolicismo, en relación directa con los no creyentes. Aunque Wojtyla y Ratzinger han logrado conformar un catolicismo sin periferia, de cuyo núcleo sin ribetes formarían parte los jóvenes peregrinos de estos días. Su éxito parece indudable. La duda está en si resultará duradero; en si podrá soslayar sus contradicciones.

            Un grupo de jóvenes exterioriza en medio del calor madrileño su confianza en que les acompaña el Espíritu Santo. Deben sentirse especialmente seguros por poder recurrir a su inspiración para afrontar los problemas que surgen en esa edad. O quizá tan significada autoridad disuade a las propias dificultades, que aparecen tan sólo como pruebas y tentaciones que robustecen su fe, nunca como verdaderos desafíos para su libertad. La paradójica juventud se vuelve unidimensional en la versión católica que se nos transmite. Los peregrinos aparecen como la parte sana de una realidad afectada por una inquietante crisis de valores. Sin embargo, no es imaginable que la gestación de los valores que el ser humano precisa para vivir y para convivir pueda experimentarse sin forzar al límite la libertad de conciencia. Y no como una disyuntiva caricaturizada entre el pecado y la virtud. Puede que los jóvenes peregrinos de estos días se estén acomodando en la superioridad moral del creyente frente al no creyente. El privilegiado que atiende los mandatos de una conciencia superior se siente autorizado a juzgar el proceder de los demás con conmiseración. Este es el punto de fricción fundamental que la vivencia nuclear del catolicismo induce en su relación con los demás.

            Una de las características más notables del catolicismo sin periferia es que emplea gran parte de su energía en dictar cómo eludir el mal, pero no se muestra tan aleccionador a la hora de indicar el modo de hacer el bien. Establece un cordón sanitario capaz de desterrar lo prohibido de las conciencias creyentes, pero se muestra remiso a alentar la acción emancipadora de los más desfavorecidos. Entre otras razones, porque su crítica moral es sumamente selectiva: severa y directa al juzgar aquellos comportamientos individuales que chocan con su código de conducta, más genérica y evanescente al identificar las culpas que provocan la injusticia social. Así es como el propio concepto de caridad tiende a estrecharse hasta dar lugar a una disposición compasiva, pero igualmente de superioridad, no precisamente solidaria. Además, el mandato de la realización del bien supone una concesión al libre albedrío, mientras que la prevención del mal moral comporta una orden inapelable.

            Para estos jóvenes la fe pertenece a un ámbito claramente diferenciado de la razón y se encuentra a salvo de cualquier discusión científica sobre el origen del universo y del propio ser humano. Son dos planos que ni siquiera se cruzan. Los peregrinos de la JMJ no necesitan una demostración cartesiana de la existencia de Dios. Pero se trata de una posición ventajista en su diálogo con los no creyentes, puesto que la fe aparece como una razón añadida a la razón. Es cierto que, como Ratzinger dejó escrito, “la ciencia como tal no puede generar una ética”. Pero en el aprendizaje de los jóvenes católicos, de los jóvenes peregrinos de estos días, el conocimiento está tan presente que no pueden eludir sus consecuencias éticas si no renuncian previamente al desarrollo de una conciencia libre. No basta con adscribirse libremente a una creencia sujeta a una doctrina si esta doctrina coarta el desarrollo de un pensamiento libre. La fe parece socorrer a la razón limitada por los avances de la ciencia. Pero en realidad se aprovecha de las carencias y de las dudas que suscita ésta para hacerse sitio. Así es como la negación de una religión utilitaria acaba haciendo uso de la religión, no tanto como guía infalible sino más bien como coartada moral. La fe no es razón de superioridad, y esta enseñanza es la que se les hurta a los jóvenes peregrinos.