Kepa Aulestia
Derrota triunfal
(El Diario Vasco, 22 de octubre de  2011).

            La alegría por el anuncio de ETA, atenuada al tratarse de un acontecimiento esperado, ha dejado en segundo plano la pregunta de cómo se ha llegado realmente a esa declaración y el interés sobre lo que pueda venir a continuación. No sería aventurado suponer que a la mayoría de los vascos le es indiferente tanto lo uno como lo otro con tal de que desaparezca definitivamente la violencia. Nunca se había producido una unanimidad así en relación a ETA: no hay nadie que no se muestre satisfecho por la noticia. Claro que a partir de ahí comienzan las diferencias, y no son privativas de la clase política.

            La explicación de lo sucedido ofrece dos versiones antitéticas. El propio comunicado de ETA y los exegetas de su discurso vinculan la decisión no solo al acierto estratégico de la izquierda abertzale sino incluso a un designio que, al parecer, la propia banda portaba en sus genes nada menos que desde su V Asamblea. A su parecer poner fin a la actividad armada sería la consecuente consecuencia del origen mismo de la violencia etarra.

            El momento elegido sería el del cambio detectado en Euskal Herria hacia una nueva etapa histórica. Frente a esa lectura se ha alzado el relato de la derrota sin condiciones infligida a ETA, del triunfo de la democracia frente al totalitarismo violento, del recuerdo de las víctimas como razón moral que dejaría en nada la pretensión etarra de reescribir la historia reciente del País vasco. La distancia entre ambas versiones es tan abismal que resulta inexplicable tan general alborozo.

            Se ha hecho valer lo que Jonan Fernández vaticinó hace tiempo, a modo de deseo, como 'un final ordenado'. Aunque resulta dudoso que la liturgia que parece adoptar el final del terrorismo obedezca a una ETA ordenada, autosuficiente y en disposición de recorrer por sí misma el tramo que resta entre el cese anunciado y su definitiva disolución. Más bien cabe pensar que está siendo un final asistido por la parsimonia con la que actúan los administradores concursales de este cierre, sin duda con el propósito de rentabilizar los restos de la liquidación. Tras esta semana de emociones es obligado preguntarse si ETA será capaz de gestionar - en realidad es obligado preguntarse si ETA existe más allá de los tres encapuchados- y si los administradores designados para la liquidación estarán en disposición de propiciar algo más que el anuncio del pasado jueves.

            Resulta prácticamente imposible deslindar los hechos que han conducido a ETA a poner fin para siempre al uso de la violencia de la artificiosidad con la que están siendo revestidos. Pero una vez declarado el cese definitivo de la actividad armada ETA y la izquierda abertzale están entrampados en su propia decisión. No pueden dar demasiado pábulo al mensaje de 'la imposición que aun perdura' sin contradecirse ante las bases más renuentes a la claudicación. No tienen vuelta atrás, y ello concede al gobierno que salga del 20-N el privilegio de la parsimonia.

            La entrega de las armas no es lo relevante, porque ETA y la izquierda abertzale, y sobre todo sus exegetas, tienen pendiente el desarme de sus palabras. Una cosa es eludir el juicio crítico respecto al pasado de la 'lucha armada' y otra muy distinta presentar el nuevo ciclo político como logro del terror. Una cosa es escurrir el bulto por parte de quienes secundaron la violencia de persecución y otra muy distinta justificar la coacción terrorista como palanca que ha removido los cimientos del sistema democrático para acceder al momento actual.

            La izquierda abertzale advirtió ayer de que 'el conflicto continúa' más allá de la retirada de ETA. Claro que sin la amenaza armada ese conflicto se desacraliza y se convierte, también para la izquierda abertzale, en un asunto que deberá tasarse en función de la representación institucional que obtengan las distintas opciones políticas, de sus coincidencias y desacuerdos.

            El desarme verbal es especialmente necesario en cuanto a las víctimas. La equiparación entre todos los casos de injusticia extrema que hayan podido darse desde la instauración del régimen franquista hasta hoy no solo constituye un dislate histórico si se relaciona con la decisión adoptada por ETA. Representaría además la comisión de una injusticia añadida. Porque si bien el padecimiento personal de una violencia ilegítima pudiera fundir las peripecias individuales de gente muy diversa en circunstancias muy distintas, el fundido desnudaría a cada víctima y permitiría al victimario guarecerse no ya en el anonimato sino incluso en esa especie de culpa colectiva que describe cada atentado como inexorable fatalidad de un 'conflicto secular'.

            Pero el intento rebasa los límites de la dignidad humana cuando se pretende erigir a los presos como víctimas -'consecuencias'- del citado conflicto. Algo que puede resultar coherente con las manifestaciones de García Gaztelu ante la Audiencia Nacional pocas horas antes del anuncio de ETA, al negar la licitud del tribunal que le juzgaba, pero en ningún caso con la obligada aceptación de unas reglas de juego que el desistimiento de ETA no ha echado abajo sino todo lo contrario.

            Las formaciones políticas y los responsables institucionales tratan ahora de decidir qué podrían hacer antes del 20-N y qué deberían dejar para después de las elecciones generales. La cuestión tiene indudables connotaciones electorales. Por de pronto tanto el nacionalismo serio -el del PNV- como el socialismo responsable -el del PSE-EE- han dado muestras de correr al encuentro de la izquierda abertzale.

            El temor a que la marea independentista desborde los cauces establecidos de la política vasca enerva a todos menos a los que confían ganar de sobra en las generales. Pero siempre sería mejor que quienes la temen se aferrasen a algún anclaje propio, porque correrán más riesgo si su inquietud les lleva a moverse de un lado para otro.