Koldo Unceta
Crisis ¿Qué crisis?
(Galde, 1, 2013).

Una de las características más relevantes de la crisis por la que atravesamos es la perplejidad que la misma produce en la mayoría de la gente, incluidos los sectores sociales más activos y comprometidos con los problemas colectivos.  Dicha perplejidad tiene que ver con muy diferentes asuntos. En primer lugar, se relaciona con la sorpresa creada por la virulencia de la crisis, la rapidez con la que inicialmente se propagó, y la no previsión de la misma durante los años previos a su estallido.  En segundo término, tiene que ver con la profundidad de sus consecuencias, afectando a aspectos claves de la vida social y al cuestionamiento de derechos que se consideraban consolidados.  Finalmente, no puede dejarse de lado el desconcierto y la incertidumbre  producidos por la dificultad para articular alternativas, y la sensación de desamparo  generada por la aguda crisis de la política puesta de manifiesto durante este tiempo.

Toda esa perplejidad no es ajena tampoco a la percepción de que nos encontramos ante un fenómeno novedoso, cuyas causas son recientes pero también pretéritas, cuyas ramificaciones y vínculos van más allá del ámbito considerado como estrictamente económico, y cuyas consecuencias son impredecibles. A todo ello se une la evidencia, cada vez mayor, de que las políticas impulsadas desde el poder para afrontar la crisis están provocando una profunda y regresiva reestructuración del orden social preexistente, un notable aumento de las desigualdades, y un claro retroceso en materia ambiental.

No parece fácil en estas circunstancias avanzar en la elaboración de propuestas o alternativas que, desde posiciones de progreso, puedan contribuir a dar la vuelta a esta situación. Pero en todo caso, resulta imprescindible comprender mejor lo que está pasando e intercambiar distintos tipos de reflexiones, como primer paso para articular nuevos consensos desde la izquierda.

Un diagnóstico complejo …

Uno de los asuntos centrales a la hora de reflexionar sobre la crisis es el que tiene que ver con los orígenes de la misma, y con la toma en consideración de sus diversas dimensiones. Es un lugar común que las tasas de crecimiento que se estaban registrando en el mundo occidental se vieron bruscamente interrumpidas por la crisis financiera que se desató de la mano de las subprime en EE. UU., y que se propagó velozmente a lo largo y ancho del mundo.  De ahí que haya cuajado la idea de que se trata de una crisis reciente, originada por una mezcla de burbuja inmobiliaria y malas prácticas bancarias, que ha puesto en cuestión la solvencia del sistema financiero, y que ha acabado por afectar al conjunto de la economía, especialmente en aquellos países financieramente más vulnerables. Todo ello es cierto, pero es sólo una parte del relato, centrado en los aspectos que han provocado el estallido de la crisis, pero no explica el contexto, el caldo de cultivo que ha permitido –y favorecido- que todo ello sucediera.

En primer lugar, la crisis actual hay que entenderla en el marco del modelo de acumulación impulsado desde que en los años 70 se rompió el pacto keynesiano que había permitido una cierta distribución de la riqueza en los países occidentales, mediante la cual las rentas salariales constituían el soporte de la demanda y, en consecuencia, de la producción. En efecto, desde que se impuso la nueva ortodoxia neoliberal y comenzó un imparable proceso de trasvase de rentas del trabajo al capital, la demanda pasó a ser sostenida principalmente a través del endeudamiento de las economías domesticas. El progresivo endeudamiento privado que sirvió para mantener en funcionamiento el aparato productivo, contribuyendo a la vez a incrementar la supremacía del mundo de las finanzas sobre el conjunto del sistema económico. A su vez, la financiarización de la economía, que se había visto fortalecida  por el desplazamiento de la inversión hacia actividades de mucha mayor rentabilidad a corto plazo, logró consolidarse aún más de la mano de las políticas que permitieron una creciente liberalización y desregulación del mundo de las finanzas.

En segundo término, la crisis hay que contemplarla también en el contexto de una restructuración del poder económico a escala global. Pese a que muchos medios se refieran a la crisis mundial, lo cierto es que, en el momento actual, es la economía de los países occidentales –y especialmente los europeos- la que está sufriendo en mayor medida la recesión, mientras muchos países asiáticos, africanos y latinoamericanos registran notables tasas de crecimiento. Cierto es que se trata de un crecimiento basado sobre todo en la exportación de materias primas y en los elevados precios registrados por éstas en los últimos años –caso de Africa y América Latina- y muy dependiente a su vez de la demanda de los grandes países asiáticos. Pero no es menos cierto que, pese a la fragilidad que todo ello representa, no se puede interpretar la crisis económica como si esta fuera un fenómeno uniforme, que afecte por igual a unas y otras partes del mundo. Al contrario, la crisis actual ha puesto de manifiesto, con toda su crudeza, las nuevas condiciones en las que se desenvuelve una economía global, crecientemente desregulada, y que se encuentra a merced de los vaivenes producidos en el proceso de recomposición de las nuevas hegemonías entre países y zonas del mundo. Y a su vez, ello implica la necesidad de estudiar con cautela la distinta dimensión espacial de la crisis en unos y otros territorios, huyendo de explicaciones y análisis simplistas.

En tercer lugar, en el caso europeo, el impacto y el desarrollo de la crisis económica no puede separarse del modelo de unión económica y monetaria puesto en marcha hace varias décadas y, especialmente, de la deriva que el mismo adoptó tras los tratados de Maastricht. La afirmación del mercado como única referencia, el abandono de las cuestiones sociales, la renuncia a la integración política, la entronización de las recetas liberales, el poder otorgado al BCE y la puesta en marcha de una moneda única sin unión bancaria ni armonización fiscal, entre otras, han supuesto la consolidación de un espacio en el que los desequilibrios sociales y las tensiones territoriales campan a sus anchas, y en el que las políticas impuestas han permitido, entre otras cosas, la escandalosa conversión de la deuda privada de algunos países en deuda pública, la exoneración de los bancos de sus gravísimas responsabilidades en la gestación de la crisis, o el continuo trasvase de rentas desde los sectores más desfavorecidos hacia las élites económicas, todo lo cual ha acabado por ahondar la crisis y darle una dimensión específica en Europa.

Finalmente, es preciso considerar que la crisis en la que estamos sumidos, aunque tiene una importantísima expresión en el plano económico –que le da una mayor visibilidad a corto plazo por sus repercusiones en la producción y el empleo-, es también una crisis sistémica. Como tal crisis sistémica, es el resultado de diversas crisis que se superponen en los ámbitos social, ambiental, económico, o político. Una crisis que pone de manifiesto la creciente contradicción entre las formas de producción y consumo imperantes, y la capacidad de sustentación del planeta; que muestra la creciente tensión entre la mercantilización del conjunto de las actividades humanas por un lado,  y la relación entre los ámbitos productivo y reproductivo por otro, lo que afecta directamente a las relaciones de género y amenaza la propia sostenibilidad de la vida;  que revela la ineficacia de los instrumentos tradicionales de la política para enfrentar una problemática que es local, estatal, y global, y que requiere nuevas formas de gobernanza multinivel, en cuya ausencia los sistemas de representación se descomponen y las élites políticas se apropian del poder a mayor beneficio de las mismas. Una crisis que expresa también las limitaciones del universo filosófico de la modernidad para recoger, debatir y organizar las distintas aspiraciones humanas – así como las relaciones de todo ello con el medio natural-, y para construir un marco de referencia ético, sin el cual el peligro del relativismo cultural y del choque de fundamentalismos diversos seguirá estando a la orden del día.

Ahora bien, el reconocimiento de que nos encontramos ante una crisis global y sistémica, no implica que sus distintas dimensiones se desarrollen en los mismos tiempos, ni con la misma intensidad en cada lugar, lo que complica tanto su análisis como la construcción de alternativas. Hay problemas cuyo tratamiento requiere, ciertamente, actuaciones en el más corto plazo, pero las mismas no deberían ser planteadas sin considerar sus efectos en el medio y largo plazo, y sus posibles implicaciones en distintos ámbitos.

... Y unas alternativas contradictorias

Pero si la crisis tiene diversas y complejas dimensiones, lo mismo cabe señalar acerca de sus consecuencias, muchas de las cuales no son perceptibles hoy en día en toda su posible amplitud.  Habría que subrayar a este respecto que la crisis económica está sirviendo para poner en marcha diversas políticas cuyo alcance y cuyos efectos políticos, sociales y medioambientales comienzan solo a atisbarse en estos momentos. De esta manera, a las secuelas que la crisis está dejando en el corto plazo en forma de desempleo y empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad, es preciso sumar las consecuencias de la misma en el medio plazo. De hecho, es importante resaltar que, pese a que algunos dirán que se ha salido de la crisis sólo con que se consigan pequeños niveles de crecimiento económico o se detenga la destrucción de empleo, lo cierto es que, en términos sociales, ello no implicará en modo alguno que se vaya a volver a la situación anterior.

En el caso español, y en menor medida en Euskadi, las implicaciones que la crisis -y las políticas puestas en marcha- están teniendo y tendrán durante los próximos años afectan a un amplio abanico de temas. Entre ellos están los relativos al incremento de las desigualdades, relacionado en buena medida con el incesante trasvase de rentas de los salarios al capital y con el brusco recorte de las políticas sociales. También las relaciones de género se están viendo alteradas por las repercusiones de la crisis sobre en el empleo femenino y en el ámbito reproductivo. De la misma manera, es factible que asistamos a fuertes tensiones y transformaciones en el campo demográfico, producidas por el retorno de muchos emigrantes a sus lugares de origen y la salida del país de números jóvenes en busca de las oportunidades que aquí se les niegan.  Es probable también que la estructura económica profundice en algunas de sus debilidades, orientándose hacia actividades de menor valor añadido y componente tecnológico, como resultado de las cada vez menores inversiones en I+D  y la apuesta por la precariedad y el empleo barato como fórmula para atraer capitales -el ejemplo de Euro Vegas resulta patético, pero no deja de ser paradigmático de la justificación de cualquier tipo de inversión apelando a la creación de empleo-. Y finalmente, no pueden dejarse de mencionar las repercusiones en el plano medioambiental ya que, en nombre del crecimiento económico,  comienzan a justificarse actuaciones diversas que suponen una significativa marcha atrás -caso de los cambios registrados en la Ley de Costas, o de la retirada de ayudas a las energías renovables-.

Sin embargo, y como ya se ha señalado anteriormente, la profundidad y la gravedad de los cambios que se están produciendo son inversamente proporcionales a la capacidad de plantear alternativas que cuajen en la sociedad y puedan hacer frente a las políticas dictadas desde el gobierno español, o desde Berlín, y cuya lógica –con matices que es obligado reconocer- es seguida con aparente resignación también desde Lakua apelando a la supuesta inevitabilidad de las mismas. Esta ausencia de alternativas constituye un problema que atraviesa por supuesto a la política convencional, cuyas debilidades y limitaciones se han hecho más patentes que nunca. Pero afecta también a la capacidad de respuesta de los movimientos sociales, así como a una intelectualidad que, en muchos casos, sigue utilizando categorías de análisis ya obsoletas para examinar problemas cuya naturaleza ya no es la misma, problema que en el caso de los estudios económicos resulta ya clamoroso.

Especialmente difícil se presenta el debate sobre las alternativas cuando se trata de plantear cuestiones que afectan a temas muy diversos, que se entrelazan de manera muy compleja, y cuyos ritmos y lazos son diferentes. Nos encontramos en este sentido con distintas controversias.  Por una parte, tenemos aquellos debates y conflictos más cercanos a las consecuencias inmediatas de la crisis económica, y que se centran en la cuestión de las políticas de crecimiento frente a las políticas de austeridad, debate en el que está atrapada una buena parte de la izquierda tradicional y de los sindicatos. Pareciera que se trata de recuperar el crecimiento a cualquier precio, sin prestar apenas atención a otras cuestiones como las características del modelo que se persigue y la posibilidad de que el mismo sea más justo y sostenible,  generando menos tensiones sociales y medioambientales.  Por otro lado, asistimos a interesantes debates sobre el ámbito más eficiente, democrático y/o participativo en el que las alternativas a la crisis pueden tomar cuerpo. En esta línea se situarían las discusiones sobre  la nueva gobernanza global, sobre el presente y futuro de la UE –incluidas las propuestas sobre una hipotética salida del euro-, o sobre la relevancia de los espacios subestatales a la hora de plantear políticas alternativas, lo que tiene una especial incidencia en los casos vasco o catalán, y las propuestas independentistas o soberanistas como respuesta a la crisis.

Finalmente, es preciso señalar la importancia del enfoque sistémico a la hora de plantear alternativas. Desde este punto de vista, más amplio, se trataría de vincular las salidas a la crisis con propuestas que articulen preocupaciones diversas y promuevan avances en campos tan diversos como el de la lucha contra la pobreza y la privación humana,  la equidad y la justicia social, la desmercantilización de algunos tipos de actividades, la desmaterialización de la producción y el menor uso de recursos no renovables,  o la sostenibilidad de la vida y la atención al ámbito reproductivo.

El dossier sobre la crisis que se presenta en este número de Galde pretende modestamente ahondar en algunos de los temas más arriba mencionados.  El objetivo es plantear preguntas y abrir nuevas perspectivas, que habrán de profundizarse en posteriores dossieres, como el que se prepara sobre la crisis de la política para el siguiente número de esta revista. Las transiciones suelen ser largas, y los cambios de paradigma de abren normalmente paso con dificultad.  Y el problema es que, en el camino, mucha gente se queda en la cuneta, lo que obliga, desde una perspectiva progresista y solidaria, a mirar a medio plazo sin olvidar el corto plazo. A pensar globalmente, y actuar localmente.  
________________
Koldo Unceta es catedrático de Economía de la UPV/EHU.