Koldo Unceta
De los ODM a los ODS
(Galde, 12, otoño de 2015).

El pasado 27 de septiembre, la Asamblea General de NN. UU. aprobó los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), como columna vertebral de lo que se ha denominado la Agenda 2030. Se trata de un nuevo programa de acción en materia de desarrollo y cooperación que viene a sustituir a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), aprobados en el año 2000 como plan de trabajo para los primeros 15 años de este siglo.

¿Algo nuevo en el horizonte? Pues sí, y no. En mi opinión, la fundamentación y la propia formulación de los ODS representan una lectura más cabal de los problemas que amenazan al mundo y a sus habitantes que la que significaron los ODM, centrados en una manera muy particular de entender la lucha contra la pobreza. Porque los ODM -justificados en su día como la forma más operativa de resumir y de dar a conocer la problemática diagnosticada en la Declaración del Milenio- acabaron por convertirse en realidad en una agenda bastante limitada, centrada en los países pobres, planteada al margen de las cuestiones estructurales y de las causas de los problemas a enfrentar, y disgregadora de asuntos íntimamente relacionados como son la desigualdad, la degradación del medio ambiente y la pobreza. Vayamos por partes.

Conviene recordar en primer lugar que la formulación de los Objetivos del Milenio estuvo sujeta desde el inicio a diversas controversias. La primera de ellas tuvo que ver con el ya mencionado reduccionismo que dichos objetivos representaron desde el punto de vista del análisis de los retos al desarrollo. En este sentido, puede decirse que la simplificación llevada a cabo con la Declaración del Milenio para convertirla en los ODM fue más allá de lo razonable en términos de establecer prioridades, o de subrayar algunas ideas centrales que pudieran concitar la atención de los gobiernos o favorecer la adhesión de la opinión pública, tal como defendían sus impulsores. Frente a estas críticas, los defensores de los ODM esgrimieron que los mismos no pretendían desconsiderar la problemática global del desarrollo, ni plantear las metas al margen de la misma, sino que, por el contrario, representaban un primer paso, que consideraban imprescindible, para poder enfrentar en mejores condiciones el conjunto de los retos señalados en la Declaración del Milenio.

Desde otro punto de vista, los ODM supusieron una manera algo arbitraria y unilateral de medir el progreso contra la pobreza y la privación, tratándose como se tratan de asuntos de carácter multidimensional, en cuanto que la exclusión de los sectores más pobres es producto de desigualdades múltiples y entrelazadas. Otro campo de críticas estuvo relacionado con la elección de unos objetivos uniformes para situaciones muy distintas, en las que se abordan problemas de desarrollo de características y naturaleza diversas, planteándose especiales cautelas sobre la  validez de los ODM para el caso de África subsahariana. Finalmente, en línea con lo apuntado más arriba, otro de los aspectos más controvertidos fue la utilización de los ODM para fijar la atención sobre metas que habían de ser perseguidas sólo por los países más pobres, sin prestar atención a los necesarios cambios en los países ricos y a las transformaciones estructurales de carácter global que resultan imprescindibles para avanzar de manera sostenible en la lucha contra la pobreza.

A la hora de hacer balance de los ODM pueden hacerse dos lecturas diferentes. Por un lado, examinando, en un sentido estricto, la metas contempladas en los mismos y su grado de cumplimiento. Y por otro, considerando el papel que realmente han representado los ODM como estrategia de desarrollo.

Refiriéndonos a la primera de estas dos cuestiones, es preciso señalar que, en términos generales, se ha cosechado un notable fracaso en el cumplimiento de las metas propuestas. Si nos atuviéramos a un análisis meramente cuantitativo, podría concluirse que se habrían conseguido realmente dos de las veinte metas planteadas
para los ocho objetivos establecidos. Se habría logrado, en primer lugar, reducir en más de la mitad el porcentaje de personas del mundo que viven con menos de 1,25 dólares al día, es decir, lo que se considera estrictamente pobreza extrema (aunque casi 2.500 millones sigan viviendo con menos de 2 dólares diarios). Y se habría logrado también reducir en más de la mitad el porcentaje de personas sin acceso a agua potable y saneamiento, si bien –como se ha venido señalando- la llegada de agua a través de tuberías no está asociada en muchos casos a la calidad o potabilidad de la misma. Por último, la tercera noticia positiva sería el haberse igualado el porcentaje de niños y niñas matriculadas en la enseñanza primaria en el mundo (que constituía parte de la meta 3). Si se diera el mismo valor a todas las metas propuestas, cabría hablar de 2,5 puntos sobre 20, resultado que no parece muy halagüeño.

Ahora bien, si observamos con detenimiento las metas que se han podido cumplir en mayor medida, así como los lugares en donde ello se ha logrado, cabe señalar que la relación de todo ello con el compromiso de la llamada comunidad internacional dista mucho de estar clara. En el caso de las personas que viven con menos de 1,25$ al día, el descenso más importante en el mencionado porcentaje se ha producido en China (un 94% entre 1990 y 2015). Si se observa la reducción habida en el conjunto de las regiones en desarrollo excluyendo a China, la misma baja ya al 57% en el mismo período. Y aunque en menor medida, el descenso del número de personas en la extrema pobreza en la India ha tenido también un importante papel. Del mismo modo, el efecto de estos dos países ha sido muy notable en los avances logrados en otras metas como las ya mencionadas del acceso al agua o al saneamiento básico.

Ahora bien, como han señalado diversos estudios, los cambios en estos dos países tienen poco que ver con los esfuerzos de la cooperación internacional, estando por el contrario mucho más relacionados con las fuertes tasas de crecimiento económico registradas en los mismos en la última década. Un crecimiento económico que, además, ha descansado sobre un modelo profundamente desequilibrado, insostenible, y que ha generado cada vez mayor desigualdad.

Sin embargo, la creciente desigualdad social, o la cada vez mayor insostenibilidad del modelo, no afecta sólo a países como China, sino que constituye una tendencia generalizada en el conjunto del mundo. Además, a los graves problemas medioambientales y a la desigualdad social, se unen otros como  la creciente brecha entre el aumento de la población y la creación de empleo, la violencia y la violación de DD.HH. -con record de refugiados/as en el mundo (más de 60 millones en el último año)-, la continuada discriminación de género y la violencia contra las mujeres, etc. La consecuencia de todo ello es un empeoramiento de las condiciones de desarrollo en el mundo y un aumento de los riesgos y las amenazas globales, sin que los avances en algunas metas de los ODM hayan podido alterar esta tendencia. Por tanto, parece difícil sostener, como se pretendía, que el avance hacia los ODM representaría tan solo un primer paso, un eslabón previo e imprescindible, en el camino hacia un desarrollo más equilibrado y sostenible.

Partiendo de estas consideraciones sobre los ODM, la nueva Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible que en ella se formulan, representan –qué duda cabe- una visión más integral de la problemática del desarrollo, y el reconocimiento de que la lucha contra la pobreza no puede plantearse de manera aislada, al margen de sus causas, ni desvinculada de la problemática de conjunto en la que se inserta. Además, los ODS se presentan como agenda universal, es decir, como expresión de unos objetivos cuyo cumplimiento comprometería a países ricos y pobres, lo que supone por vez primera el reconocimiento de problemas que son comunes y globales, con independencia de que los retos sean parcialmente distintos en unos y otros
lugares. Por todo ello, la nueva Agenda 2030 supone otra mirada sobre la problemática del desarrollo, que supera el estrecho marco interpretativo Norte/Sur, que plantea la existencia de responsabilidades en todos los niveles (local, regional, estatal y global), y que implica a muy distintos sectores y organizaciones sociales, más allá de la tradicional delegación de estos asuntos en las ONGD y las Agencias Internacionales de Desarrollo.

Ahora bien, no debería perderse de vista que la simple formulación de los ODS no supone que los mismos vayan a encararse con los instrumentos necesarios, ni que vayan a cambiarse necesariamente las pautas de un modelo de desarrollo crecientemente depredador y excluyente. De hecho, la mayor parte de las 169 metas
asociadas a los 17 objetivos planteados son aún muy genéricas y representan, más que otra cosa, una expresión de buena voluntad. La propia conferencia de Addis Abeba sobre financiación del desarrollo celebrada el pasado mes de Julio no pudo ser más decepcionante a la hora de recabar un mayor compromiso de la llamada comunidad internacional para con la nueva Agenda.

En estas condiciones, la aprobación de los nuevos ODS no trae consigo motivos para un excesivo optimismo. Si acaso, su formulación –más abierta y comprensiva que la de los ODM– permitirá ensanchar los cauces del debate sobre el desarrollo y la cooperación en los próximos años, superando las limitaciones de la anterior narrativa sobre la pobreza vigente durante las últimas dos décadas. Ahora bien, para que un avance real hacia dichos objetivos fuera realmente posible, tendrían
que cambiar muchas cosas en el actual modelo de desarrollo. Un reciente estudio del Overseas Development Institute del Reino Unido, basado en analizar una meta representativa por cada uno de los 17 Objetivos aprobados, sostiene que tres de ellos podrían ser alcanzados para 2030 acometiendo reformas en el sistema; otros nueve requerirían cambios muy profundos, calificados por el informe como revolucionarios; finalmente, los cinco restantes, serían inalcanzables ya que –según se señala– para lograrlos habría que caminar en dirección opuesta a la actual.

Todo ello no quita para subrayar que la aprobación de los ODS, y la superación de la narrativa sobre el desarrollo sostenida durante los 15 años anteriores, representa sin duda un avance. Representa, de hecho, el reconocimiento de la inviabilidad de un modelo que genera cada vez mayor desigualdad y exclusión, a la vez que supone una amenaza cada vez mayor para el futuro de la vida sobre el planeta. Algo es algo.