La aritmética de las víctimas

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15 marzo 2018

Romper con un pasado lleno de violencia implica pasar de criticarla por cuestiones tácticas a hacerlo, fundamentalmente, por cuestiones éticas. Hasta que ese paso no se produce resulta difícil avanzar, porque hasta entonces es como si algo de la cultura del odio estuviera presente: la vida y la muerte entendida solo como parte de una meta.

 

Tras años de asesinatos y crueldad tenemos el deber de hablarle al futuro. Por eso fijar un buen relato hará que quien venga detrás nuestra no tenga que empezar de cero, como nos pasó con el 36. Y el relato no sólo se basa en una sucesión o  relación cuantitativa de hechos, que también, el relato es sobre todo la secuencia de una explicación, del porqué fue posible tanta brutalidad y tanta insensibilidad. Es lo que Reyes Mate llama “mirada moral al pasado”.

 

Por eso nos tenemos que rebelar ante quienes en la aritmética de este relato nos proponen un empate ruinoso; 1936, más ETA, más violencia policial igual a cero. Como si la violencia fuera algo inevitable y una consecuencia de una respuesta legítima, necesaria y obligada. Como si las víctimas se compensaran, como si nos consolara saber que hubo crueldad en los otros, como si una muerte justificara otra, como si sólo estuviera bien pedir que los crímenes del franquismo no quedaran impunes, pero eso mismo no se lo tuviéramos que pedir también a ETA, como si esto hubiera sido una guerra permanente en la que todo el mundo mató, como si todos y todas tuviéramos algo que ver en la violencia.

 

Que haya sufrimiento y víctimas de la violencia policial, no supone que tengamos que hacer un relato igualador, porque las víctimas no se compensan, en todo caso se suman. Como dice Carlos Beristain “el reconocimiento de la pluralidad del sufrimiento de violaciones de derechos humanos cometidas y el asumir la responsabilidad del Estado en ello no tiene porqué suponer igualar los mecanismos de victimización ni aceptar simetrías o decir que todo ha sido igual.”

 

El relato no se basa en la imagen de un marcador que suma víctimas en nuestra contra o a nuestro favor, el relato sobre todo se basa en la deconstrucción de las ideas que hicieron posible esa barbaridad que es pegarle un tiro en la nuca a alguien por sus ideas, o su profesión. Y el deber de reparar, proteger y apoyar a las víctimas del terrorismo de Estado no puede convertirse en una muletilla para no afrontar una autocrítica sanadora entre quienes apoyaron de forma convencida, continua y decidida el asesinato político. Y esto no supone tratar a estas víctimas de forma secundaria, ni establecer categorías de reparación distintas, ni negarles el derecho a la reparación y al esclarecimiento.

 

En mi opinión, para que el ejercicio del relato sea fundamental para construir un buen futuro hace falta una narrativa menos esclava del matiz o de la compensación.  Enfrentarnos a la verdad, implica cierto grado de desnudez porque las víctimas de la violencia no sólo nos hablan de un drama, nos descubren en nuestros vacíos, en nuestros silencios, en nuestra lejanía moral. La pregunta por la verdad suele ser angustiosa porque tiene una fuerte carga de dolor, por eso el cuestionamiento de lo que uno hizo es parte del proceso.

 

El filosofo Alemán Rüdiger Safranski, pensando sobre la verdad que estamos dispuestos a soportar  dice que “hay que estar preparados para toparse con determinados abismos”, Mercedes Monmany en “Ya sabes que volveré” tira de este hilo y plantea con audacia que tenemos que abordar esos abismos sin filtros “abismos no suavizados de antemano con tranquilizadoras y ocultas premisas preestablecidas, con estratagemas ideológicas o incluso con coartadas de tipo sentimental, sino con la plena disposición de conocer uno a uno, sin autoengaños complacientes, cada uno de esos precipicios morales y humanos.”

 

Dice Josu Elespe que “la convivencia plena requiere enfrentarse a la realidad de lo que hicieron”. Y la verdad incómoda no sólo nos habla de atentados, sino de momentos en los que incluso después del asesinato se ha destacado lo más inhumano. Cuenta la familia de Isaías Carrasco que la presión, el desprecio y las humillaciones fueron más cotidianas de lo que nos creemos, que incluso alguien se les acercó y les susurró un cruel Gora ETA. Cuentan que en el portal donde vivía López de Lacalle días después de su asesinato apareció una pintada que ponía “Lacalle jodete” y el otro día se recordó a Maite Torrano y Félix Peña que murieron abrasados en un ataque a la Casa del Pueblo de Portugalete. Por eso tenemos el deber y la necesidad de testimoniar lo que pasó cerca, porque la actitud dominante también ante esto fue el silencio.

 

La violencia fue evitable, y eso dependió únicamente de la decisión de quienes apretaban el gatillo y de quienes facilitaron ese andamiaje emocional que justificó el asesinato, de nadie más. Ni el contexto, ni el franquismo, ni una supuesta opresión milenaria, ni la violencia policial, por muy repugnante que esta sea, justifica que ETA no hubiera parado antes. Se pudo parar y no se quiso, porque se entendió que aquello era eficaz políticamente. Y se dio, y de qué manera, lo que Hannah Arendt llama la banalidad del mal, que supone entre otras cosas la inconsciencia ante las consecuencias sociales del matar. Un buen ejemplo de esto son las declaraciones de Juan Antonio Olarra Guridi que afirmó el otro día, en un gesto que sonroja, que los presos de ETA no iban a aceptar “marcos de reproche”.

 

Esto ha tenido sus consecuencias en nuestra ética pública, y ahora toca reconstruir esas piezas que se han roto. Porque la paz implica una mentalidad pacifista, y una cultura política democrática, lejos del autoritarismo practicado por quienes defendían la violencia.

 

Y esta banalidad del mal nos cuestiona sobre otro elemento central; el papel de los victimarios en la nueva sociedad. Parece obvio que de esto hay que hablar, porque supone una prueba de oro para nuestra convivencia, porque entra de lleno en la deslegitimación social de la violencia y el respeto debido a las víctimas.

 

Porque es grotesco que sea precisamente Kubati, que asesinó a Yoyes, quien aparezca en un acto público hablando de las torturas del Estado.  Reconocer el daño causado no sólo supone un gesto sano de acercamiento a los agredidos, reconocer ese dolor debe provocar, de forma mecánica, la deslegitimación de la violencia y la no aceptación de la épica, el heroísmo y el homenaje alrededor de la muerte. Ante eso hace falta empatía, es decir sensibilidad hacia quien sufrió la muerte de un ser querido y debe convivir con quién ejecutó ese acto.

 

Porque el culto a la violencia, necesario para justificarla, termina por moldear muchas conciencias y personalidades. Y esto dificulta el intercambio de ideas. Para matar hace falta deshumanizar, para agredir hace falta estar convencido de que el otro es objeto legítimo del odio. Y para vivir en ese engaño hace falta creer en una perversión: matar, hasta un momento concreto, pudo estar bien.

 

Por eso, es necesario pensar sobre todo lo que se ha perdido con la violencia, para no sucumbir en un relato que cuenta víctimas del otro lado, para no mirar en el espejo de casa. Debemos tener la vocación de memoria frente a la tentación de la igualación de responsabilidades. El olvido ya no es un riesgo a corto plazo, porque somos muchos quienes recordaremos qué es lo que pasó.

 

Sabemos lo que no hay que hacer, porque nos lo han enseñado los vacíos que se cometieron con las víctimas republicanas del 36, sólo falta que se reconozca de forma unánime y univoca que ETA no sólo fue un error, sino que fue sobre todo un horror, sin necesidad de matizar ni decir que ellos también mataron para salvar un pasado, que se empeñe quien se empeñe, no es salvable porque nos dañó en lo más profundo; en la vida de quienes se vieron dentro de una diana.

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