El món de demà, febrero de 2019.
Hay algo de paradójico en la percepción que tenemos de los partidos políticos. Existe un
sentimiento negativo contra su aparentemente excesivo músculo en las instituciones y
su colonización del Estado. Al mismo tiempo la crisis de los partidos es una idea
recurrente, que en algunos casos conduce a la tesis de su desaparición inminente. Hoy
su apoyo, nunca espléndido, está bajo mínimos. En 2012 la Encuesta Social Europea
reflejaba una caída sustancial de la confianza en los partidos en todas las democracias
de la UE. Junto a Italia, España es el país con mayor desconfianza: el 42,1 % les
otorgaba un cero de credibilidad. En septiembre de 2018, el CIS recogía que alrededor
de uno de cada tres ciudadanos los veían como el principal problema. En el trasfondo de
la radiografía, antes que colonización o desaparición, lo que se manifiesta es más bien
un proceso de desintermediación de la política democrática que alcanza también a los
partidos. Desintermediación: proceso de adelgazamiento y pérdida del monopolio del
papel mediador entre el Estado y la sociedad ejercido por partidos, sindicatos,
patronales, organizaciones de intereses, medios de comunicación tradicionales, entre
otros, en beneficio de una relación más directa entre gobernantes y ciudadanos. Y con
ello, se diluye el peso de algunos de los rasgos más visibles de los partidos: programa,
congresos internos, agrupaciones territoriales, sedes físicas en pueblos y ciudades.