El País, 18 de diciembre de 2019.
Cuando era pequeña solía observar con fascinación a mi abuela cuando se vestía: desplegaba un trozo de tela larguísimo que se enrollaba alrededor de la cintura, se lo pasaba por la espalda y lo deslizaba hasta el pecho para sujetarlo con un par de fíbulas de plata. En cuanto al cabello, lo recogía en trenzas brillantes de aceite de oliva y en lo alto de la cabeza se ataba una pañoleta en la que luego colgaba las trenzas. Mi abuela iba tatuada desde la barbilla hasta el pecho, llevaba grandes brazaletes de plata y un fajín de lana rojo oscuro. Quedaban aún, a mediados de los años ochenta del siglo pasado, mujeres que vestían como ella, “a la antigua”. Aparece en el último número del National Geographicla imagen de una joven argelina tomada por Rudolf Lehnert y Ernst Landrock en 1905 que viste de un modo muy parecido a como vestían buena parte de las mujeres amazighs (bereberes). Cuando escuchamos los tan socorridos discursos de reivindicación identitaria por parte de las descendientes magrebíes que abanderan el hiyab como algo propio que hay que defender frente al entorno opresor que nos quieren destapar, tal vez sería útil rebuscar entre fotografías familiares para descubrir que tradiciones y costumbres que creemos de siglos son en realidad de hace tres o cuatro décadas.