Laura Carlsen
Deportación, detención ilegal y abusos en
la frontera de EEUU con Guatemala

(Programa de las Américas, 7 de julio de 2015).

La frontera sur de México se ha vuelto la línea de contención del país más poderoso del mundo. Las víctimas de esta política extraterritorial son las personas migrantes de Centroamérica que cruzan cada día, buscando salvar su vida de la violencia y el hambre que azotan sus países.

Desde hace años, y de manera intensificada en el último año, el gobierno de los Estados Unidos ha reclamado la frontera sur de México como zona estratégica para su seguridad nacional. La formación del bloque comercial regional con el TLCAN inició una política de creciente intervención —mal llamada integración— en México, que se amplió a la esfera de la seguridad con el Acuerdo de Seguridad y Prosperidad y se concretó en el Plan Mérida en 2008.

Inaugurado por George W. Bush como un plan de “Antiterrorismo, Antinarcóticos y de Seguridad Fronteriza”, la Iniciativa Mérida —su nombre oficial— trazó una nueva forma de relacionarse con su vecino del sur, dirigida por el Pentágono y el Departamento de Seguridad de la Patria. El gobierno de Barack Obama, lejos de revisar los impactos ultra-violentos de la estrategia en México, lo extendió “indefinidamente” y lo amplió hacia los países de Centroamérica, primero en la Iniciativa de seguridad regional para Centroamérica (CARSI) y ahora con la Alianza por la Prosperidad.

Según investigadores y defensores de derechos humanos que trabajan en la frontera sur, los resultados son una tragedia para las personas migrantes. Salvador Lacruz, del Centro por los Derechos Humanos en Tapachula, afirma que con este proceso de “externalización de fronteras” por parte de Estados Unidos, el vecino del norte “cambió su línea y convirtió a México en una frontera vertical donde se ejerce control fronterizo.”

Ahora lo que ha migrado, pero de norte a sur, es el modelo represivo de control fronterizo. Después de años de presenciar los resultados del infame muro y la militarización de la frontera norte que ha causado la muerte de miles de migrantes mexicanos y centroamericanos, tenemos el traslado del modelo hacia el sur —a nuestra frontera—, un pequeño detalle que el gobierno de Peña Nieto parece haber olvidado.

Afecta a los Estados de Tabasco, Campeche y Chiapas, pero sobre todo a Chiapas que tiene una frontera de 700 km con Guatemala.

A partir de la crisis de los niños no acompañados en Estados Unidos del verano de 2014, el gobierno estadounidense presionó al gobierno de Peña Nieto a parar los migrantes en México. Envió recursos, entrenamiento a las fuerzas de seguridad y equipo para “ayudarle” con la conversión de la frontera sur en una trampa para seres humanos.

En México fue anunciado por el presidente en julio de 2014 como el Plan Frontera Sur. Otros gobiernos habían empezado el proceso de militarización bajo otros nombres pero lo que vemos hoy no tienen precedentes. En su más reciente capítulo, el gobierno mexicano ha enviado, además del ejército, policías federales, estatales, municipales y migratorios, unos 300 (o más) miembros de la Gendarmería, una nueva fuerza de policía militarizada con el enfoque de proteger los intereses económicos estratégicos.

Las cifras oficiales revelan el éxito de la nueva política estadounidense ejecutada por el gobierno mexicano: las deportaciones subieron más de 35% en 2014, a 107,199. En lo que va de 2015, el Centro Fray Matías informa que cada mes de este año se han registrado niveles de deportaciones por lo menos 50% superiores a los meses respectivos de 2014.

Un excelente estudio del Instituto de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de Georgetown que se enfoca precisamente en las condiciones de los niños y las niñas migrantes que fue el pretexto para esta fase de militarización de la frontera, concluye en este contexto que los menores y sus familias enfrentan largos periodos de detención en centros que parecen cárceles y carecen de condiciones básicas para la estancia. Además no existen procesos adecuados para evaluar casos de asilo, y no se hacen procedimientos requeridos por ley para determinar los mejores intereses de niños y niñas que llegan huyendo de sus países. Tampoco toman en cuenta motivos de reunificación familiar, con padres que viven en Estados Unidos o México.

Los centros reportan que los jóvenes y adultos son devueltos a situaciones que ponen en peligro su vida —las mismas situaciones que les obligaron a salir de sus países.

Lacruz comenta que a diferencia de la frontera norte donde los esfuerzos están concentrados en la línea, en esta frontera el control fronterizo se concentra más adentro. Los gobiernos están llevando a cabo un plan, financiado en parte por la Iniciativa Mérida, de establecer una serie de controles que se extiende hasta 100 millas de la línea fronteriza.

Esta estrategia lo que permite es un amplio control militar/policíaco de toda la zona fronteriza —una zona rica en recursos mineros, agrícolas, petroleros e hidráulicos. “Creemos que decidieron implementar este modelo para frenar la protesta social, porque aquí en Chiapas y también en Tabasco y Veracruz, están planeando muchos megaproyectos de minería, de explotación de petróleo, eólicos, y otros,” dice Lacruz.

“Los megaproyectos programados afectan principalmente a los pueblos indígenas”, dice. ¨Y saben que habrá conflictos, que esta gente lucha por sus derechos.”

Agrega que la Alianza por la Prosperidad propuesta por el gobierno de los Estados Unidos y el Banco Interamericano de Desarrollo extendería la militarización. “Necesitan el ejército para controlar a la población”, explica.

Las organizaciones de derechos humanos como el Fray Matías de Córdova enfrentan enormes obstáculos en atender la acumulación de violaciones graves en la frontera sur. De 94,000 personas detenidas en 2014, el centro tuvo contacto con alrededor de 400.

Los demás, la vasta mayoría, son mujeres, hombres, niños y niñas dejados a su destino, un destino marcado por un sistema que los ha definido como desechos humanos. No importa por lo que han pasado o qué les pasará.

Y esta es la respuesta de los gobiernos de Obama y Peña Nieto a la “crisis humanitaria” que anunciaron el año pasado.