Lourdes Méndez

Una connivencia implícita:
“perspectiva de género”, “empoderamiento”
y feminismo institucional (*)

(Texto publicado en: Andrieu, R. & Mozo, C. (coords.) (2005): Antropología Feminista y/o del Género. Legitimidad, poder y usos políticos, (pp.203-226), Ed. El Monte, FAAE, Sevilla. ISBN 84-8455-174-1)

Desde que la Asamblea General de Naciones Unidas proclamó 1975 como el Año Internacional de la Mujer, se ha ido configurando una representación institucional de las mujeres que transforma “a uno de los sexos en un sector social cuyas condiciones de vida deben reformarse (...), ocultando la visión fundamentalmente política de la relación entre los sexos” (Hirata, & Le Doare 1998:24). Dicha representación se fue acuñando a lo largo de las diferentes Conferencias mundiales sobre la mujer:

Igualdad, Desarrollo y Paz
, y alcanzó su punto culminante cuando, tras celebrarse la cuarta de ellas en Pekín (1995), el concepto de “género” pasó del campo de las teorías feministas al institucional. Desde ese año, y los Institutos de la Mujer del Estado español no son una excepción, diferentes organismos oficiales que trabajan en pro de la igualdad insisten en la necesidad de que las mujeres se “empoderen”, e impulsan el desarrollo de aquellas  investigaciones que retengan la “perspectiva de género”. En el Estado español, no siempre, pero sí demasiado a menudo, la asunción acrítica de dicha representación, de la “perspectiva de género” como única rejilla de análisis de las realidades vividas por mujeres y hombres, y de una noción de “empoderamiento” básicamente individualista, se traduce en una connivencia entre, por una parte, sectores de académicas especializadas en “género” –algunas de las cuales se autodefinen como feministas- que quieren contribuir al logro de la igualdad “empoderándose” en el ámbito universitario; y por otra, las instituciones, cuyas demandas de investigar desde la “perspectiva de género” aportando el mayor número posible de datos cuantitativos y estadísticos son a menudo atendidas por dichas especialistas. Esta connivencia, deudora de lo que denominaré reflexividad institucional, articula estructuralmente dos campos, el institucional y el teórico, ocupados por sujetos sociales diferenciados en sus cometidos y en sus posibilidades de actuación política, pero que tienden cada vez más a mezclarse, cuando no a confundirse, puesto que, compartiendo el horizonte político de la igualdad, postulan que cada uno debe contribuir a él haciendo confluir sus saberes y competencias. Los sujetos institucionales intentarán alcanzarlo mediante leyes y Planes de igualdad o de acción positiva, entre cuyas acciones figura la de impulsar investigaciones desde la “perspectiva de género”; y los académicos (en este caso mayoritariamente académicas) realizando estudios desde dicha perspectiva. Esta situación relativamente novedosa está contribuyendo a una creciente supeditación del campo del trabajo teórico y de sus sujetos a las demandas institucionales; está dificultando la emergencia de una postura feminista crítica en los estudios llevados a cabo desde la “perspectiva de género”; y está conduciendo a un callejón sin salida teórico a quienes, considerando el género “como el fundamento natural de la división arbitraria que se encuentra en el principio de la realidad y de la representación de la realidad” (Bourdieu 1998:9), sólo pueden constatar en sus investigaciones la persistencia de desigualdades entre mujeres y hombres. A ese punto muerto teórico se llega porque en vez de construir el objeto de estudio desde una reflexividad epistémica (Bourdieu, & Wacquant 1995), en dichas investigaciones habitualmente se asume “la ‘doxa’, la opinión, según la cual ‘hay dos géneros’, ‘dos sexos’ ”(Duroux 2004:sp) y se reproduce  en ellas como si de una evidencia científico-social se tratara. Al hacer esto se olvida que, aunque el “género” sea una categoría de análisis necesaria para leer la realidad social, tomarlo “como ‘rejilla’ de lectura no equivale a una explicación ( de esa realidad) (...) (de la que deja fuera) aquellas posiciones reivindicadas que manifiestan la insumisión a las asignaciones (de género)” (:sp). Si consideramos además, como hace esta autora, que las mujeres son miembros de una “clase paradójica”, es decir, un colectivo asignado por otros a una determinada identidad e internamente dividido por la clase social, la pertenencia étnica, la orientación sexual, la edad o el credo religioso, debemos reflexionar sobre la suficiencia del “género” como categoría de análisis, sobre los efectos prácticos de la noción de “empoderamiento”, e interrogarnos sobre las razones de la actual preeminencia  de la “perspectiva de género” tanto en el campo institucional como en el teórico.

Para abordar esta problemática voy a tomar como punto de partida un conjunto de supuestos, cinco advertencias, y varios hechos empíricamente verificables referidos al Estado español y a un organismo autonómico: Emakunde / Instituto Vasco de la Mujer. Sin ánimo de generalizar, sino de ilustrar la problemática enunciada, tras exponer los supuestos, las advertencias y los hechos, analizaré dos escritos paradigmáticos de la misma. El primero es el Informe 19. Las desigualdades de género en el sistema público universitario vasco, encargado y subvencionado por Emakunde, y el segundo, las Conclusiones y Propuestas del simposio Perspectivas feministas en investigación, elaboradas por miembros del Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad de Granada.

Los supuestos y las cinco advertencias


Supongamos que es cierto que tras finalizar en 1985 el Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer: Igualdad, Desarrollo y Paz, una de las prioridades políticas mundiales es la de lograr la igualdad entre mujeres y hombres, prioridad que conlleva reconocer que existen desigualdades entre ambos y creer que éstas pueden corregirse. Supongamos que en el Estado español esa prioridad se está plasmando en los Planes de igualdad o de acción positiva diseñados por los Institutos de la Mujer. Supongamos que esa prioridad requiere administrar, localmente, una desigualdad entre mujeres y hombres que algunas científicas sociales feministas, a principios de los setenta del siglo pasado, consideraron el resultado tangible de los sistemas de sexo/género (Rubin1975). Supongamos, siguiendo a Douglas (1999), que las instituciones no tienen cerebro pero, añadamos, que sí disponen del de especialistas en “género” que les van aportando nuevos datos y teorizaciones. Y supongamos por último, que en nuestras universidades públicas se producen estudios desde la “perspectiva de género” y que parte de ellos los subvencionan diferentes Institutos de la Mujer. Para seguir perfilando el contexto desde el que reflexiono, voy a añadir cinco advertencias a estos supuestos.

La primera, que los estudios de “género” pueden partir de perspectivas de investigación feministas, pero también pueden no hacerlo. La segunda, que “género” no es sinónimo ni de “sexo”, ni de “mujer”. La tercera, que desde principios de los ochenta del siglo XX, en el marco de las teorías y prácticas feministas, se cuestionó la pertinencia de la categoría “mujer” como objeto de estudio(1) insistiéndose en que, al no remitir dicha categoría ni a una esencia unitaria ni a una entidad homogénea, había que examinar cómo se elaboraba históricamente y se erigía como distinción pertinente en el seno de las relaciones sociales permitiendo construir las relaciones de subordinación entre mujeres y hombres. La cuarta, que desde mediados de los ochenta el concepto de “género” está siendo objeto de críticas, “tanto por su inadecuación teórica como por su naturaleza políticamente amorfa e imprecisa” (Braidotti 2004:131). Si a esto le añadimos que  “la famosa distinción entre sexo y género, uno de los pilares sobre los cuales se construyó la teoría feminista en lengua inglesa, no tiene sentido –ni en el plano epistemológico ni en el plano político- en muchos contextos europeos” (:132) no anglófonos, el debate político y teórico ( Hurtig & Kail & Rouch 1991; Campos & Méndez  1993; Izquierdo 1998; Tubert 2003; Fougeyrollas-Schwebel 2003) está servido desde principios de la década de los noventa, y se prolonga hasta la actualidad. Y lo está, además de por razones epistemológicas, porque el uso de “género” ha dado lugar a “una práctica institucional que resulta problemática para las feministas. Por sus connotaciones científicas, el término ‘género’ parece pulsar una cuerda más tranquilizadora en el mundo académico que la expresión ‘estudios feministas’, más explícitamente política” (Braidotti 2004:132). Si en el campo académico los estudios de género se consideran más científicos que los feministas, cabe preguntarse por qué  los Institutos de la Mujer parecen compartir dicha percepción al intentar promoverlos desde sus Planes de igualdad o de acción positiva. Y cabe interrogarse sobre ello porque dichos organismos intentan responder no a un reto científico, sino político: el de la igualdad; y porque son sabedores de las críticas que sus Planes suscitan entre ciertos sectores feministas militantes que los consideran incapaces de acabar con la desigualdad entre mujeres y hombres. La quinta y última advertencia que deseo hacer es que la “perspectiva de género” -definida en 1998 por la Comisión Europea en “100 palabras para la igualdad”. Glosario de términos relativos a la igualdad entre mujeres y hombres como “ tomar en consideración y prestar atención a las diferencias entre mujeres y hombres en cualquier actividad o ámbito dados de una política”- puede dar cabida a investigaciones en las que dichas diferencias se consideren como un dato de “naturaleza”; a otras que las entiendan como un dato de “cultura” que debe respetarse; y a otras que, desde perspectivas feministas, las analicen como consecuencia de unas relaciones de poder entre mujeres y hombres (y entre las propias mujeres) que estructuran lo social. Entender el “género” en términos relacionales conlleva no transformarlo ni en objeto natural, ni en objeto cultural, e implica preguntarse “cómo las diferencias son creadas por las relaciones de género (...) en vez de enfatizar y contrastar diferencias supuestamente dadas entre mujeres y hombres” (Rosaldo 1980:401). Esta posibilidad, en la que ya no son las diferencias de género las que explican la desigualdad, sino la desigualdad la que se construye en las diferencias de género (Strathern 1987), no es contemplada por ese Glosario europeo, a pesar de que intenta reunir “todos los términos utilizados comúnmente en el campo de la política de la igualdad de oportunidades, contribuyendo así a crear un lenguaje común en Europa para quienes trabajan en este ámbito”. Dicho Glosario, incorpora voces como “análisis por género”, “dimensión del género”, “estudios sobre la mujer”, “diferencia debida al género”, o “perspectiva de género”, pero omite las de “feminismo”, “perspectivas feministas”, “estudios feministas”, “relaciones de poder” o “desigualdad”. Como sería ingenuo interpretar este dato como una mera casualidad, debemos preguntarnos por qué el Glosario incluye unos términos y elimina otros.
Que las Administraciones Públicas de la Unión Europea que trabajan en pro de la igualdad se hayan dotado de un lenguaje común significa que comparten una misma representación de las causas que dan lugar a lo que denominan “diferencias” entre mujeres y hombres y, leyendo el Glosario, vemos que las reducen a una:  los roles de sexo. Roles de sexo que –utilizando una definición cuya crítica feminista dio lugar, en los países anglófonos, a la incorporación a las ciencias sociales de la distinción analítica entre “sexo” y “género” (Oakley 1972) ya vigente en el campo médico- definen como una distribución de pautas de comportamiento y de actividades entre mujeres y hombres que varía de sociedad en sociedad y se transmite de generación en generación. Si bien es cierto que esta definición desnaturaliza los roles de sexo y permite a las instituciones insistir en la importancia de una socialización y educación no sexista, y en la necesidad de transformar los roles de sexo, también lo es que deja intacta la vieja idea funcionalista de complementariedad entre los sexos, tempranamente postulada por un A. Comte que no creía en la igualdad entre los sexos, pero propugnaba la necesidad de promover un reparto de tareas que requeriría elaborar una política de lo doméstico. Además, esa definición pasa por alto la problemática de la diferencia entre los sexos, y las dimensiones políticas y económicas de poder y desigualdad que estructuran los roles de sexo y contribuyen a su reproducción. El Glosario plasma de forma diáfana aquello que Giddens (1987) considera como característica de la modernidad tardía: el proceso de reflexividad. Un proceso en el que, en espacios, tiempos y posiciones de saber y de poder diferenciadas, se encuentran implicados quienes investigan, los colectivos sobre los que investigan, y las instituciones que pretenden mejorar la situación de dichos colectivos. Durante ese proceso, quienes investigan suelen partir de las representaciones utilizadas por los miembros de los diferentes colectivos con objeto de describir su situación para, acto seguido, acuñar conceptos y proponer generalizaciones analíticas. Llevado a cabo ese trabajo, diferentes instituciones incorporarán a sus discursos la parte de los saberes científico-sociales más acordes con sus objetivos. Esa reflexividad permite a las instituciones conocer y acotar terrenos de intervención cuya existencia legitima su labor, a la par que requiere producir nuevas investigaciones que den cuenta de las transformaciones que afectan a  los miembros de unos colectivos que, a su vez, habrán interiorizado aquellas representaciones científico-sociales que les ayudan a dar cuenta de su situación, a pensarse como sujetos  y a formular nuevas demandas. Para profundizar en el tema que me ocupa, propongo que no hablemos simplemente de reflexividad, sino de reflexividad institucional. Si lo hacemos, acotaremos con mayor precisión algunas consecuencias de la problemática enunciada, siendo la más llamativa la actual tendencia de los sujetos sociales históricamente minorizados a esgrimir las representaciones científico-sociales que las instituciones asumen y difunden, para exigir la plasmación jurídica de sus reivindicaciones políticas. Tendencia especialmente significativa entre aquellos colectivos discriminados por su sexo u orientación sexual. La ilusión de que la espinosa problemática de la diferencia/jerarquía entre sexos y sexualidades puede resolverse jurídicamente ha calado tan hondo, que tendemos a olvidar que la desigualdad que nos atañe en tanto que mujeres “sociales”, al igual que aquella que afecta a lesbianas y gays, es pilar básico de un orden social, político, económico y simbólico en cuya reproducción están implicados los Estados, las leyes que éstos promueven, y las teorizaciones científico-sociales que, referidas a estas cuestiones, son institucionalmente retenidas. Por necesarias que sean las reformas legales destinadas a combatir la discriminación por razón de sexo o de orientación sexual, para quienes investigan desde la “perspectiva de género”, limitarse al horizonte de una igualdad que ha adquirido rango constitucional en el Estado español -y que desde hace dos décadas forma parte de la agenda política de diferentes partidos- conlleva, como mínimo, dos peligros, teórico uno, político el otro. El peligro teórico consiste en no ahondar en un hecho fundamental: el de que la desigualdad entre los sexos la estructura un orden sexual que las leyes son incapaces de combatir, puesto que remite a una “valencia diferencial de los sexos” (Héritier 1996) que liga entre sí y explica el funcionamiento de “los tres pilares del trípode social que para Claude Lévi-Strauss eran la prohibición del incesto, el reparto sexual de las tareas domésticas y una forma reconocida de unión sexual” (:26).Y el peligro político consiste en no reflexionar sobre entre qué mujeres y qué hombres sería viable ese principio de justicia que es la igualdad.
Lo inquietante en este proceso de reflexividad institucional, es la creciente armonía entre las investigaciones realizadas desde la “perspectiva de género”, y la gestión administrativa de la desigualdad entre los sexos. Y es inquietante porque remite a algo más que a la manida idea de que las instituciones utilizan pragmáticamente los saberes científico-sociales. Remite a que, contrariamente a los análisis llevados a cabo desde algunas perspectivas feministas (en especial las materialistas), los que adoptan la “perspectiva de género” son políticamente útiles a las instituciones, porque incorporan la representación que éstas hacen de las mujeres, olvidando, entre otras cosas, que el principio de igualdad que “apareció hace doscientos años, (lo hizo) ligado a un sistema económico basado sobre el contrato individual (...,) (que) permitía la ascensión de individuos independientes” (Douglas 1999:134). Este olvido les conduce a no cuestionar, ni el  actual horizonte político y económico neoliberal en el que se inscribe el principio de igualdad, ni las acciones institucionales a través de las que pretende alcanzarse su plasmación. En este sentido, la armonía a la que he aludido tiene dos vertientes analíticamente indisociables: una teórica, que concierne a quienes investigan desde la “perspectiva de género”, y se refiere al hecho de que, habitualmente, al no construir su objeto de estudio desde una reflexividad epistémica, no rompen “con el sentido común, es decir, con las representaciones compartidas por todos, trátese de simples lugares comunes de la existencia ordinaria o de representaciones oficiales, a menudo inscritas en instituciones y, por ende, tanto en la objetividad de las organizaciones sociales como en sus cerebros”(Bourdieu & Wacquant 1995:177); y una política, puesto que sólo serán institucionalmente legitimadas las representaciones producto de una “perspectiva de género”, desde la que sólo puede constatarse la persistencia de la desigualdad entre ambos sexos.
Por necesaria que siga siendo esa constatación empírica para combatir el espejismo de la igualdad, no hay que olvidar que, dado que las representaciones “juegan un papel central en la elaboración de las políticas públicas”(Jenson 1993: 60), si desde la “perspectiva de género” sólo se nutre a las instituciones que las diseñan de representaciones acordes con sus necesidades de autolegitimación, se contribuye a ocultar que “las leyes contra la discriminación no sirven para nada (...,) las campañas sobre las mujeres maltratadas (...) no tienen la posibilidad de ser eficaces (...). Lo que hace falta es cambiar las instituciones”(Douglas 1999: 140). Un cambio al que los sujetos del campo teórico podrían contribuir explicando por qué “las medidas igualitarias, o incluso de discriminación positiva, no impiden al ‘odor di femina’ perfumar los lugares de trabajo y contratación, los locales de los partidos políticos, las escuelas”(Duroux 2004:sp); interrogándose sobre si leyes tan recientes en el Estado español como la de conciliación de la vida familiar y laboral (1999), no se basan en la definición de roles de sexo propuesta en el citado Glosario y en la idea de complementariedad entre los sexos; y construyendo representaciones que den cuenta de lo que hace posible la resistencia individual o colectiva a las asignaciones normativas de “género”.

2. Hechos empíricamente verificables


En el ámbito universitario español asistimos, desde finales de los setenta del siglo XX, a la creación de diversos seminarios de investigación y de institutos universitarios -generalmente autodesignados como “de la mujer” y rara vez como “feministas”- organizándose en 1981, desde el Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid y bajo el título Nuevas perspectivas sobre la mujer, las I Jornadas de Investigación Interdisciplinaria. Cabe señalar que, salvo tres excepciones, ninguna de las más de cincuenta ponentes que participaron en el evento (VVAA, 1982), utilizó el concepto de “género” en sus análisis. A partir de esos años, y en especial desde mediados de los noventa, coincidiendo con la renovación de los planes de estudios universitarios, veremos implantarse, en diferentes licenciaturas, asignaturas sobre la mujer, las mujeres o el género, y algunos programas de doctorado sobre “género”. Estos hechos indican, en primer lugar, la emergencia en los ochenta de un campo de investigación y de docencia anteriormente inexistente, que fue producto del empeño que en lograrlo pusieron un reducido número de profesoras adscritas a diferentes disciplinas y universidades públicas; en segundo lugar, que a pesar de que dichas profesoras no se habían “empoderado” individualmente en sus respectivas universidades, fueron capaces de crear seminarios sobre la mujer -e incluso un Instituto de Investigaciones Feministas en la Universidad Complutense de Madrid-, y de acotar un nuevo campo de investigación; en tercer lugar, que la categoría “género” se introducirá tardíamente en nuestro ámbito universitario; y en cuarto lugar, la existencia de un número nada desdeñable de investigadoras interesadas por la mujer como objeto de estudio. A la par que esto sucedía en el ámbito académico, en el político se fueron creando diversos Institutos de la Mujer que asumieron las líneas de un feminismo liberal, ya presente en el siglo XIX, que al filo de los setenta del siglo XX defendió la necesidad de crear organismos que impulsaran acciones para acabar con la desigualdad entre ambos sexos.  Emakunde/Instituto Vasco de la Mujer es uno de ellos y debemos, aunque sólo sea, esbozar cómo se gestó su creación. Y debemos hacerlo para que emerja el hasta ahora gran ausente y sin embargo pieza clave de la problemática que estoy abordando: el Movimiento Feminista del Estado español post-franquista. Un Movimiento cuya historia urge escribir y sin el que nada de lo hasta ahora expuesto habría tenido lugar ni en el ámbito académico, ni en el institucional (Valiente 1996; Waylen 2000).

2.1 Emakunde: institucionalizando las propuestas del feminismo liberal


Emakunde no surgió, ni de la urgencia del  Gobierno Vasco de la época por hacer realidad la prioridad política de la igualdad, ni de la presión ejercida por unas organizaciones feministas en las que existían sectores muy reticentes ante lo que percibían como institucionalización del feminismo. La creación de Emakunde fue el resultado de la confluencia entre la nueva realidad del Estado español de las Autonomías, la asunción política de directrices internacionales y europeas en materia de no discriminación por sexo, y una iniciativa orquestada por ocho mujeres. Ocho mujeres que se autodefinían como feministas, siendo independientes unas, estando otras adscritas a diferentes partidos, ostentando en algunos casos cargos políticos, y que convocaron, el 24 de mayo de 1986, el I Seminario sobre La problemática de la mujer y las instituciones de Euskadi(2), al que no fueron invitadas las organizaciones feministas. Grosso modo, mientras que quienes participaron oficialmente en él deseaban “poder convertir las metas y los objetivos del Movimiento Feminista en políticas públicas que contribuyan a su consecución”, las feministas militantes que asistieron a título personal, o bien rechazaban ese proyecto, o bien consideraban que el Movimiento Feminista debía participar críticamente en el mismo. A quien sí se invitó a participar y a ser un organismo que convocara al encuentro fue al Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad del País Vasco/Emakumeari Buruzko Ikerketarako Mintegia. Una invitación resultante de la existencia de feministas adscritas al mismo, algunas de ellas docentes en dicha Universidad, que eran percibidas por las organizadoras del evento como favorables –o al menos como no refractarias- a la institucionalización del feminismo. La decisión adoptada por el Seminario de declinar la invitación revela que las reticencias ante el proyecto estaban también presentes entre quienes formaban parte de él. A pesar de las diferencias políticas existentes entre las más de cien mujeres que asistieron a ese I Seminario, se consensuaron ocho acuerdos, de los que sólo retengo los que aquí interesan: “creación de un mecanismo institucional en Euskadi dirigido por una mujer. Elaboración de programas de acción positiva. Impulsar el asociacionismo de mujeres. Fomentar la investigación y la documentación sobre temas relacionados con la mujer”. Desde ese I Seminario, y hasta que el Parlamento Vasco aprobó la creación de Emakunde, el 20 de noviembre de 1987, y encomendó su dirección a una mujer que diecisiete años después sigue ocupando el cargo, sus organizadoras tuvieron ocasión de: dar a conocer los ocho acuerdos a los diferentes grupos parlamentarios;  llevar a cabo un II Seminario sobre el mismo tema en el que insistieron sobre la necesidad de “establecer relaciones estables y fluidas entre la Administración, el Instituto (...) y los grupos de mujeres organizados (teniendo en cuenta que a éstos) corresponderá siempre el papel de crítica positiva”; y denunciar en la prensa el desinterés de unos partidos políticos que conocían desde 1982 –año en el que se publica el informe del Departamento de Educación y Cultura del Gobierno Vasco: La situación de la mujer en Euskadi-, la desigualdad que afectaba a las mujeres de dicha Comunidad Autónoma.

Tras su creación, Emakunde hizo suyas las citadas propuestas y, a finales de 1990, su I Plan de acción positiva asumió, transmutándolas en “reivindicaciones de mujeres organizadas”3, algunas reivindicaciones feministas. En dicho Plan se indica que en las sociedades occidentales existe “un amplio consenso a la hora de señalar que las mujeres se encuentran en situación de desigualdad social y de discriminación respecto a los hombres, y que esta situación debe ser corregida”; y se afirma  que las políticas de igualdad deben tener en cuenta la existencia de roles sexuales, siendo su objetivo “el de cambiar el sistema, haciendo que las funciones y actividades no lleven sexo, sino que respondan sólo a vocaciones personales. (...) Un primer paso en esta dirección consiste en cambiar la valoración social que hoy tienen estos roles”. Diez años después, el efecto de la conferencia de Pekín se refleja en un III Plan en el que figuran nociones como las de “cultura de género”, “identidad personal y colectiva” o “empoderamiento”, y en el que se considera que “las resistencias al cambio, teóricamente deseado, proceden de una cultura de género profundamente arraigada en nuestra identidad personal y colectiva”. Mientras que en el I Plan, Emakunde propugnaba vaciar de contenidos referidos al sexo a los roles sexuales, de tal modo que éstos pudieran asumirse por “vocación personal” (sic), en el III Plan justificaba implícitamente la ineficacia de la acción positiva para cambiar los roles de sexo, culpando de ello al arraigo identitario de la “cultura de género”. Al hacer esto, ambos Planes, con distinto énfasis, reproducen la idea de que existe una “cultura de género” binaria (la femenina y la masculina), que se encarna individual y colectivamente, y que se expresa a través de los roles sexuales. Y al insistir sobre un hecho obvio: que las representaciones de género forman parte de los mecanismos de control social, eluden incidir en que “lo que no resulta obvio es precisamente cuán importante sea la parte que juega la presión conceptual en comparación con las presiones políticas o económicas” (Gellner, 1994: 83). Porque -dado su carácter institucional no puede ser de otra manera- Emakunde elabora Planes que no cuestionan el orden político y económico vigente, y no cabe esperar que le interese conocer “la manera en la que la coerción política y económica garantiza e impone los significados”(: 82). Y como su función no es la de producir conocimientos sobre “género”, sino la de administrar la desigualdad entre mujeres y hombres, con el fin de cumplir con algunos de los objetivos de sus sucesivos Planes, subvenciona investigaciones realizadas desde la “perspectiva de género” y promueve la celebración de congresos que tengan en cuenta el principio de igualdad. El actual colofón de este complejo proceso de reflexividad institucional, en el que se mezclan y confunden los intereses de actores políticos y académicos, son los  Masters en igualdad de mujeres y hombres. Puestos en marcha en algunas universidades públicas desde el año 2000 (es el caso de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea), a veces con el apoyo económico de los Institutos de la Mujer y a su demanda, dichos Masters están destinados a la formación de “agentes de igualdad” -ya existentes en otros países de la Unión Europea (Reinalda 2000)-, llamados a engrosar las plantillas de diferentes organismos institucionales.

2.2 “Onegeización” del Movimiento Feminista y “empoderamiento” de las mujeres


Si hubiese respetado la cronología real de los hechos expuestos, el último que voy a mencionar debería haber sido el primero, puesto que, como ya he señalado, el entramado de iniciativas académicas e institucionales mencionado no hubiera sido posible si, a mediados de los setenta del siglo XX, no hubiese irrumpido, en la escena política del Estado español post-franquista, un Movimiento Feminista cuyas reivindicaciones alcanzaron un importante eco social, y desde el que se organizaron los primeros grandes debates en torno a la “igualdad”, la “diferencia” y el “patriarcado”4. Si sitúo este hecho al final, es porque en un lapso de tiempo relativamente breve hemos asistido, por una parte, a la más que parcial asunción política de algunas reivindicaciones feminista; y por otra –y a medida que disminuía la visibilidad social y el impacto político del Movimiento Feminista y desaparecían sus formas organizativas-, a la creación de numerosas asociaciones de mujeres, entre las que en la Comunidad Autónoma Vasca figuran –según podemos ver en una Guía editada por Emakunde en el 2003- desde algunas asociaciones feministas, hasta centros de documentación y estudios de la mujer, pasando por asociaciones de viudas, amas de casa y consumidoras,  empresarias y directivas, o damas salesianas. Este hecho asociativo novedoso, promovido por los Planes de igualdad o de acción positiva, se relaciona con dos de sus principales objetivos: lograr una mayor participación de las mujeres en la vida socio-política y conseguir su “empoderamiento”. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de empoderamiento? Si fuéramos feministas de algún país de América Latina nos estaríamos interrogando sobre su utilidad como “herramienta de análisis y planificación” (León 2001: sp), estaríamos debatiendo sobre sus consecuencias prácticas para las mujeres de diferentes clases y etnias, e intentaríamos saber cuál es el contenido exacto de un término que, al igual que el concepto de “género”, proviene del inglés. Sin duda seríamos conscientes de que las diferentes conferencias mundiales sobre la mujer asocian a ésta no sólo con el logro de la igualdad, sino también con el del desarrollo y la paz, y que numerosas ONG’S occidentales se han especializado en igualdad y desarrollo y llevan sus proyectos (y su dinero) a países de América Latina, (entre otros). Pero como no somos mujeres de América Latina, y como nuestros países no están en “vías de desarrollo”, el ya citado Glosario  asumido por las Administraciones Públicas europeas define así el “empoderamiento”: “ proceso de acceso a los recursos y desarrollo de las capacidades personales para poder participar activamente en modelar la vida propia y la de su comunidad en términos económicos, sociales y políticos”. Al adoptar esta visión, básicamente individualista, se desactivan las dimensiones políticas de un término que incluye “tanto el cambio individual como la acción colectiva (...) (y que exige hacer visibles) unas necesidades (prácticas) y unos intereses (estratégicos) de las mujeres, (que impliquen tanto) un cambio fundamental en las relaciones de poder existentes entre los géneros, (como) cuestionar las bases de las estructuras de las sociedades”(León 2001: sp). Si las instituciones que trabajan en pro de la igualdad indican que, fomentando el asociacionismo, desean lograr una mayor participación de las mujeres en la vida socio-política y su “empoderamiento”, lo que no señalan es que su interés también tiene que ver con un objetivo mucho más inmediato. El fomento del asociacionismo les está permitiendo ejercer un control sobre las actividades propuestas por los grupos de mujeres que van a solicitar a la institución que las subvencione, y dirigirse –sin retener necesariamente sus propuestas- a las escasas asociaciones que se autodefinen como feministas. La finalidad de esta estrategia institucional es doble: autolegitimar su función, y anular toda posible crítica ante sus propuestas insistiendo en que éstas son producto de un amplio consenso social.
Sin perder de vista los supuestos, las advertencias y los hechos empíricamente verificables, a continuación voy a examinar una investigación que aúna, por un lado, falta de reflexividad epistémica -puesto que sus autoras no rompen “con las representaciones que los agentes sociales se hacen sobre su situación (y que les permitiría) remontar hasta los verdaderos determinantes económicos y sociales”(Bourdieu 1993: 1452-3) que producen ideal y materialmente la situación que desean  analizar, dejando así al descubierto preocupantes lagunas técnicas y teóricas5 ; y por otro lado, los principales efectos de la reflexividad institucional.

3. El Informe 19: una investigación paradigmática


Los Planes de igualdad o de acción positiva no sólo promueven que se investigue desde la “perspectiva de género” sino que, en el caso de Emakunde, también le llevan a encargar la realización de informes sobre temas específicos. Es el caso del Informe 19. Las desigualdades de género en el sistema público universitario vasco (Pérez Fuentes & Andino, 2003), del que sólo destacaré aquellas cuestiones relacionadas con la problemática aquí abordada. Desde su “Introducción”, se anuncia el horizonte político que las investigadoras asumen y que implícitamente las guiará, pues empiezan con una cita de la Comisión Europea que señala “el papel desproporcionado que juega el género en la probabilidad de que una persona ingrese en la comunidad científica, permanezca en ella y vea su trabajo reconocido. Aunque la presencia de la mujer en el mundo científico ha aumentado, muy pocas han gozado de igualdad de oportunidades”. Antes de proseguir obsérvese que, al igual que lo hará el Informe 19, la Comisión Europea considera el “género” como única variable a partir de la cual explicar la posición de las mujeres en la comunidad científica. Esta opción metodológica, preeminente en el campo institucional y en el teórico, olvida que para “pensar en las estrategias políticas feministas actuales y en el (utópico) futuro (...), el género debe redefinirse y reestructurarse en conjunción con una visión de igualdad política y social que comprende no sólo el sexo, sino también la clase y la raza” (Scott, 1990:56). Pero sigamos. El Informe 19, repleto de datos cuantitativos segregados por sexo y de gráficos que muestran la desigual posición de las mujeres con relación a los hombres en el sistema universitario público vasco se plantea, como principal objetivo, “promover el debate y la reflexión dentro de la comunidad universitaria acerca de la discriminación de las mujeres en el ámbito académico (...), (y) que el análisis de los datos y testimonios recopilados sirvan para impulsar y diseñar una política universitaria de igualdad de oportunidades” (Pérez Fuentes & Andino, 2003: 13). Si en el Informe 19 aparecen como objetivos de investigación lo que de hecho son objetivos políticos propios de los Planes de igualdad o de acción positiva, debemos preguntarnos si esto conlleva consecuencias de cara a una investigación que, de hecho, lo que pretende es dar cuenta  de las dificultades con las que se encuentran las profesoras universitarias a la hora de culminar su trayectoria profesional obteniendo una cátedra. Partiendo de la hipótesis de que “el reclutamiento y la promoción de mujeres guarda estrecha relación con el grado de asentamiento y funcionamiento de lo que los anglosajones han venido a definir como ‘old boys club”(: 61), se postula que los ‘old boys club’ (redes informales masculinas de trabajo) y el padrinazgo, son “la causa de la discriminación de las mujeres en el mundo académico” (:125). Quizás así sea, pero habría que demostrarlo y esta investigación no lo hace. El Informe 19, al retener el “género” como variable única; al reproducir la idea de que la desigualdad de género afecta a todas las académicas por igual (y sólo a ellas y nunca a ellos), con independencia de su clase, etnicidad u orientación sexual; al hacer caso omiso de las diferencias de poder entre académicas, y de la existencia en nuestras universidades de “redes informales femeninas” que también pueden repercutir sobre las trayectorias profesionales, produce y difunde una representación de las profesoras universitarias como víctimas –en exclusiva- de una dominación masculina sin resquicios6. Al obliterar todas estas cuestiones teóricas, las autoras del Informe 19 proporcionan, desde la “perspectiva de género”, un análisis sesgado de la estructura del sistema público universitario vasco, y es ese sesgo –unido al requisito exigido por Emakunde- el que les permite concluir su estudio afirmando que, en la UPV/EHU, los objetivos prioritarios de la acción positiva serían: apoyar “a la investigación realizada por mujeres, destinada a las mujeres y con las mujeres como objeto de la misma (...), establecer ayudas específicas a investigaciones sobre el género y/o sobre las mujeres (....), a las que incorporen la perspectiva de género; (y) facilitar la publicación y la difusión de los trabajos sobre género”(Pérez Fuentes & Andino, 2003:183-4). Personalmente no consigo ver cómo esos objetivos lograrían, no ya acabar con, sino corregir, aunque sólo fuera un poco, la desigualdad de “género” en el sistema universitario público vasco. Lo que sí veo es que la aplicación de esas acciones positivas, en un sistema universitario cuya estructura jerárquica no se cuestiona, sólo beneficiaría a quienes se adhirieran a la “perspectiva de género”, puesto que esa opción, al parecer bastante vinculada al “ser mujer”, les ayudaría a construirse un curriculum de investigaciones subvencionadas y de publicaciones, que podría contribuir a la culminación de su carrera profesional y a su progresivo “empoderamiento”. Desde mi punto de vista, estas propuestas son el resultado de un feminismo liberal que, al amparo de la “perspectiva de género” y participando activamente en el proceso de reflexividad institucional, no cuestiona las formas de organización social, política y económica en las que actualmente se está inscribiendo ese principio de justicia que es la igualdad. Quienes forman parte delorganismo que financió el Informe 19 parecen ignorar que “un político consecuente no puede contentarse con informaciones proporcionadas grabando declaraciones que, más de una vez, son producto literal de una interrogación inconsciente de sus efectos”(Bourdieu 1993: 1451), a menos que no se trate de ignorancia sino de que dichos políticos “se inclinen a dar satisfacción a demandas superficiales para asegurarse el éxito, haciendo de la política una forma apenas disfrazada de marketing”(:1451). Por si esto fuera así, quienes investigan por encargo institucional deberían evitar facilitarles la tarea, y si no lo hacen, debemos preguntarnos por qué y qué tipo de intereses les guían. Al igual que las propuestas del Informe 19,  los retos enunciados en el siguiente escrito sólo se entienden si los analizamos a la luz de la reflexividad institucional, y los entendemos como resultado de “una tendencia a la ideologización de los principios en virtud de la cual las ideas son tratadas mas como instrumentos de construcción de clanes, que como herramientas para pensar la realidad y actuar con inteligencia sobre ella” (Heinich 1999: 149).

4. Estrategias para “empoderarse”


Elaborado por miembros del Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad de Granada, este escrito expresa, en la misma línea que el Informe 19, las problemáticas aquí abordadas. Sólo reteniéndolas entendemos por qué, como parte de las conclusiones y propuestas del simposio Perspectivas feministas en investigación7, en él se formulan retos como: “redefinir cómo se concreta el ‘reconocimiento’ ”; “ retroalimentación de la investigación feminista” o “ visibilidad: en qué espacios moverse ¿dentro y fuera de la academia?”; y se plantean estrategias para enfrentarse a ellos. Así, redefinir cómo se concreta el reconocimiento supondría: “presencia de especialistas en estudios feministas en las agencias de evaluación de los programas de investigación”; “presencia en nuestras instituciones académicas”; “revisión de nuestras propias formas y estilos de pensar y mostrar nuestros conocimientos (...), necesidad de ‘romper el techo de cristal de la modestia’ ”. A mi entender, las estrategias citadas se refieren, por una parte, al deseo de conseguir el “empoderamiento” institucional de las “especialistas en estudios feministas”, y por otra, a la asunción acrítica de que existen formas y estilos “femeninos” de pensar, así como virtudes, por ejemplo la modestia, al parecer también femeninas. La falta de dimensiones políticas en unas estrategias para lograr el reconocimiento, que sólo parecen remitir a la necesidad de una labor personal sobre la subjetividad de cada una, conlleva un triple problema: 1) el de asumir las supuestas características de lo “femenino”, anulando así el carácter relacional y político del “género” como categoría de análisis; 2) el de difundir la creencia de que es la subjetividad propia de las mujeres la que dificulta su reconocimiento; y 3) el de presuponer que la vía hacia el reconocimiento pasa por estar presentes en las instituciones. Pero prosigamos. Al reto de la retroalimentación de la investigación feminista se nos propone que nos enfrentemos impulsando “la difusión y las publicaciones”, visibilizando “ los nombres de las autoras en la portada de los libros que publican las instituciones”, creando “premios a la investigación feminista”, o mediante “buenas prácticas académicas en la escritura científica que contribuyan a reconocer las aportaciones, por ejemplo, citando los trabajos precedentes”. Al igual que en el caso de las estrategias destinadas a obtener el reconocimiento, también en éste el referente es doble: el que remite a instituciones y editoriales, y el que depende de las especialistas en estudios feministas. En este último caso, en ese simposio debió explicitarse un hecho llamativo en el campo de los estudios de “género”: el del sistemático silenciamiento de parte de las aportaciones ya existentes. Desde mi punto de vista, este hecho8 no es imputable a un hipotético desconocimiento de dichas aportaciones, sino que responde a los conflictos de poder que progresivamente fueron surgiendo en los diferentes seminarios universitarios de estudios sobre la mujer, las mujeres, el género o feministas y que tuvieron como efecto práctico la eliminación –de disciplina en disciplina- de las referencias a los escritos de quienes, por diferentes motivos, no quisieron, pudieron (o pueden) formar parte de ellos. Y todavía hay más, puesto que es en otro apartado de ese escrito donde con mayor claridad se plasma la reflexividad institucional.

Se trata del que se refiere a “problemáticas y dilemas” de las perspectivas feministas en investigación. En él se señala que, dado el apoyo institucional a diferentes seminarios e institutos universitarios de la mujer, y dado “el predominio discursivo de la necesidad de incorporar la categoría de género, que parece corresponderse con el reconocimiento social que actualmente tienen los estudios de género (...), hay que aprovechar la coyuntura de la transversalidad y legitimidad que en estos momentos parece tener la categoría de género”. Y en ese mismo apartado se indica “la necesidad de pulir las relaciones (con los organismos de igualdad) yllevar a cabo pactos y alianzas con las instituciones”. A pesar de que el escrito también concluye que es necesario “ ‘problematizar’ las categorías de análisis que guían nuestras investigaciones”, no hace falta excesiva capacidad de análisis para ver que, sustancialmente, lo que en él se plasma poco tiene que ver con “perspectivas feministas en investigación”, y mucho con la voluntad de –aprovechando las políticas de igualdad- lograr que algunas universitarias especializadas en “género” o en “feminismo” devengan intelectuales orgánicas, quizás capaces, como señaló Gramsci, de guiar a los miembros de los “grupos subalternos” –en este caso a las mujeres- hacia una posición dominante, pero ante todo deseosas de ocupar ellas mismas dicha posición. Un deseo subjetivamente legítimo, aunque podamos dudar de que su logro haga avanzar las “perspectivas feministas en investigación”, y sea capaz de transformar en igualitarias las relaciones sociales tanto entre los sexos, como dentro de cada uno de ellos.

Conclusiones


Lo que he planteado aquí es una reflexión –sin duda muy limitada- sobre los efectos teóricos y políticos de la reflexividad institucional y de la falta de reflexividad epistémica. Deseaba, ante todo, incidir en algunas cuestiones sobre las que deberíamos emprender un debate político feminista si deseamos combatir la desigualdad que sigue afectándonos en tanto que mujeres “sociales”, lograr que las perspectivas feministas modifiquen las disciplinas científico-sociales, y producir investigaciones atentas al principio de reflexividad epistémica. Si el “género” y la “perspectiva de género” son actualmente preeminentes en el campo institucional, esto se debe a que el principal efecto político de la reflexividad institucional es el de reducir los objetivos feministas al logro de una igualdad limitada, que podría alcanzarse sin transformar estructuralmente el sistema social neoliberal y la economía capitalista, promulgando leyes específicas -de conciliación de la vida familiar y laboral (1999), de violencia de género (2004)-, que atajen el problema social que, de cara al principio de igualdad, plantea la desigualdad entre los sexos. Y para que esto sea factible, la diferencia entre los sexos se piensa y representa en términos de complementariedad, y el objetivo a alcanzar se plantea como intento de disolver la jerarquía (Héritier 2002) entre ambos sexos, obviando la incidencia en ella de otras jerarquías y otras desigualdades derivadas de la pertenencia étnica, la posición de clase o la orientación sexual. Asumiendo ese mismo punto de vista en sus investigaciones, quienes se han especializado en “género” olvidan que las instituciones entienden que cualquier problema social está resuelto “en la medida en la que ya no plantea incertidumbre a los actores dominantes, a los poderes (...). En un sistema social dado y para determinados actores sociales, resolver un problema social consiste en (...) obtener una cierta previsión del futuro social” (Leclerc 1979:14). Por eso, y sin caer en la ingenuidad de considerar a quienes investigan como libres de todo condicionamiento, cabría esperar que fueran conscientes de que “las instituciones tienen la megalomanía patética de ese ordenador que vería el mundo a través de su programa. Para nosotros, la esperanza de una independencia intelectual consiste en resistir, y la primera etapa, en detectar cómo se efectúa el dominio de las instituciones sobre nuestra mente”(Douglas 1999:108). En la misma línea, también cabría esperar que no olvidaran que dado que “ninguna sociedad podría construirse sin ese conjunto de armaduras estrechamente soldadas entre sí que son la prohibición del incesto, el reparto sexual de las tareas, una forma legal o reconocida de unión estable y (...) la valencia diferencial de los sexos. (...), la dificultad mayor en el camino de la igualdad consiste en dar con la palanca que permitiría hacer saltar esas asociaciones” (Héritier, 1996:28). Encontrar esa palanca debería ser nuestro principal reto feminista en este siglo XXI.


NOTAS

(*) Muchas son las personas a las que debo agradecer sus sugerencias, críticas y comentarios. Las filósofas M. X. Agra y F. Duroux; las antropólogas R. Andireu, M. F. Labrecque, C. Mozo y S. Narotzky; los antropólogos I. Arrieta y J. Azcona; y el filósofo del derecho J. Igartua.

En Ciencias Sociales, algunas docentes de universidades del Estado español señalaron tempranamente este problema incidiendo en diferentes cuestiones. Véase, por ejemplo, Izquierdo, M. J. , “¿Son las mujeres un objeto de estudio para las Ciencias Sociales”, Papers. Revista de Sociología (30): 51-66, 1988; y, modestia aparte, Méndez, L. , “Reflexión sobre la poco común producción de las pequeñas mujeres”, Eres 1 (2): 141-150, 1989. Este artículo, cuya publicación se demoró más de un año merced al empeño de quien –no la nombraré- se obstinó en vetarla, fue reeditado en 1991 en Antropología de los Pueblos de España, Madrid, Taurus, por petición de uno de los editores que había tenido acceso a él cuando todavía estaba en prensa. En un momento como el actual en el que la experiencia y la subjetividad parecen interesar a quienes estudian el “género”, cuento esta experiencia personal de censura (que he vuelto a vivir en dos ocasiones en los inicios del siglo XXI), porque considero necesario  que seamos conscientes de que las relaciones de poder también existen entre académicas. Investigar dichas relaciones desde perspectivas feministas  nos ayudaría a salir de la retórica de la victimización que, demasiado a menudo, tendemos a proyectar sobre el sujeto colectivo “mujeres” olvidando su heterogeneidad.

2 Este apartado ha sido redactado gracias al archivo puesto a mi disposición por B. Amunarriz, en aquellos años Parlamentaria del Partido Nacionalista Vasco, y una de las impulsoras del seminario al que voy a referirme. Hasta que no indique lo contrario, todos los entrecomillados están extraídos de ponencias inéditas presentadas durante el mismo y durante el que tuvo lugar un año después.

3 Hasta que no indique lo contrario, todos los entrecomillados remiten al I y al III Plan de Acción Positiva de Emakunde/Instituto Vasco de la Mujer.

4 Las I Jornadas de Liberación de la Mujer se celebraron en Madrid en 1975. En el País Vasco las I Jornadas del Movimiento Feminista tuvieron lugar en 1977. Fue en 1979, en las Jornadas Feministas de Granada, cuando surgió el primer gran debate entre el feminismo de la igualdad y el de la diferencia. El debate volvió a repetirse en las I Jornades d’ Estudi sobre el  Patriarcat (Barcelona, 1980) y en los Encuentros Feministas Independientes (Barcelona, 1980).

5 He aquí algunos ejemplos : 1) eliminar a todo un estamento: al Personal de Administración y Servicios; 2) considerar como ‘muestra’  a un total de 6 catedráticos y 6 catedráticas entrevistados durante hora y media (sobre 282 catedráticos y catedráticas y un total de 3623 docentes en el año 2000); 3) extraer de esa ‘muestra’ los datos cualitativos necesarios para confirmar una hipótesis formulada mediado el estudio; 4) considerar como “área de la vida social” estudiada el “binomio género-poder académico”.

5 He aquí algunos ejemplos : 1) eliminar a todo un estamento: al Personal de Administración y Servicios; 2) considerar como ‘muestra’  a un total de 6 catedráticos y 6 catedráticas entrevistados durante hora y media (sobre 282 catedráticos y catedráticas y un total de 3623 docentes en el año 2000); 3) extraer de esa ‘muestra’ los datos cualitativos necesarios para confirmar una hipótesis formulada mediado el estudio; 4) considerar como “área de la vida social” estudiada el “binomio género-poder académico”.

6 El Informe 19 no es el único que proporciona esta representación. Arriaga Flórez, M. & Ramírez Almazán, Mª D,  presentaron en 2003 la ponencia “Techos de cristal en la Universidad Hispalense: identidades y saberes” en el  III Congreso Internacional de la Asociación Universitaria de Estudios de la Mujer: Reflexiones teóricas y políticas desde los feminismos. En ella leemos que: “el aumento de los estudios de mujeres en el caudal de investigación apunta: (...) e) a la alianza entre investigadoras de diferentes áreas de conocimiento que se encuentran aisladas y discriminadas en sus respectivos ámbitos de trabajo, precisamente por el corte de género de sus investigaciones que difícilmente son clasificables en los curricula académicos (...) f) a la necesidad de la interdiciplinariedad para romper el monopolio del principio de autoridad androcéntrica para abrir la Universidad a una cultura también ginocéntrica” (p.23). También leemos que: “ las profesoras consideran que el poder está totalmente en manos masculinas, poder que intentan seguir manteniendo de manera endogámica, auto-promocionándose mediante redes varoniles de apoyo o “club de chicos”. Frente a ellas que tienen una concepción distinta del poder: les interesa el alumnado y la docencia, lo consideran como un servicio a la comunidad, al entorno.” (p.25). La ponencia remite a una investigación dirigida por A. Guil y subvencionada por el Instituto de la Mujer.

6 El Informe 19 no es el único que proporciona esta representación. Arriaga Flórez, M. & Ramírez Almazán, Mª D,  presentaron en 2003 la ponencia “Techos de cristal en la Universidad Hispalense: identidades y saberes” en el  III Congreso Internacional de la Asociación Universitaria de Estudios de la Mujer: Reflexiones teóricas y políticas desde los feminismos. En ella leemos que: “el aumento de los estudios de mujeres en el caudal de investigación apunta: (...) e) a la alianza entre investigadoras de diferentes áreas de conocimiento que se encuentran aisladas y discriminadas en sus respectivos ámbitos de trabajo, precisamente por el corte de género de sus investigaciones que difícilmente son clasificables en los curricula académicos (...) f) a la necesidad de la interdiciplinariedad para romper el monopolio del principio de autoridad androcéntrica para abrir la Universidad a una cultura también ginocéntrica” (p.23). También leemos que: “ las profesoras consideran que el poder está totalmente en manos masculinas, poder que intentan seguir manteniendo de manera endogámica, auto-promocionándose mediante redes varoniles de apoyo o “club de chicos”. Frente a ellas que tienen una concepción distinta del poder: les interesa el alumnado y la docencia, lo consideran como un servicio a la comunidad, al entorno.” (p.25). La ponencia remite a una investigación dirigida por A. Guil y subvencionada por el Instituto de la Mujer.

7 Del 11 al 13 de abril de 2002 el Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad de Granada organizó el Symposium Perspectivas feministas en investigación. Sus Conclusiones y Propuestas, presentadas  por C. Gregorio Gil e I. de Torres Ramírez pueden consultarse en http:://www.ugr.es. Hasta que no indique lo contrario, todos los entrecomillados están extraídos de ese documento.

8 Ojear la bibliografía citada por las especialistas en “género” permite reconstruir las “redes informales” de poder existentes en dicho campo en nuestras universidades públicas y en diferentes disciplinas.

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