Luis Enrique Alonso

El trabajo sin fin

(
Página Abierta, 151, septiembre de 2004)

Lo que sigue es un resumen de una intervención de Luis Enrique Alonso sobre los ángulos de investigación y análisis que han venido produciéndose en los últimos años en relación con el trabajo y el empleo en un acto celebrado en Madrid en vísperas del 1º de Mayo (*). El texto mantiene el estilo coloquial de esa intervención y ha sido revisado por el propio autor.  
Mi idea era darle la vuelta a una serie de tópicos como lo del fin del trabajo, para llamarlo el trabajo sin fin. No estamos en una sociedad del fin del trabajo, ni mucho menos, sino en una sociedad del trabajo sin fin. Es decir, sin fin, porque la gente que trabaja no sabe muy bien sus horarios; sin fin, porque consideramos que no tenemos siquiera muy bien  delimitados los espacios en los que el trabajo y el ocio se pueden separar; sin fin, porque tampoco sabemos muy bien cuáles son las finalidades sociales de nuestros propios trabajos. Lo que nos remite a las viejas polémicas sobre el mismo concepto de alienación.
En los últimos movimientos sociales hemos establecido unos campos culturalistas muy fuertes, olvidándonos de elementos tradicionales de la izquierda como la cultura de la distribución y la cultura del trabajo. Nos hemos encantado con muchas profecías del fin del trabajo, del fin de la centralidad del trabajo, etc. Éste es uno de los errores que hemos cometido en los últimos años.
Ese tipo de discursos superculturalistas me desazona mucho. Por eso, uno de los elementos de nuestra propia cultura es reconstruir la propia idea del trabajo, pero no sobre la centralidad, que es un problema mal enfocado, porque el problema de la centralidad es saber cuánto de central tiene la centralidad. Lo que sí veo es un problema de reconstruir los sistemas de necesidades, que quizá sea otro problema diferente; es decir, para nadie es central el trabajo sino que es central su necesidad y su sistema de necesidades. Pero, evidentemente, gran parte de nuestro sistema de necesidades está condicionado por nuestras incrustaciones laborales.
En estos momentos, a pesar de la desformalización de la norma de empleo, gran parte de la gente está literalmente condicionada en su vida completa por el tema del trabajo, aunque sea por no tenerlo. En ese sentido, está la idea que ya expuse hace muchos años por escrito de que unos se matan por trabajar y a otros los matan trabajando. Y el trabajo sigue siendo una fórmula de formación y de incrustación social básica.
El modelo del que venimos y el modelo en el que estamos
Cuando hablábamos de relaciones laborales, se entendía que los agentes eran agentes diferenciados. El pacto keynesiano estaba hecho sobre la idea de que se renunciaba finalmente –o el movimiento obrero había renunciado finalmente– a discutir la racionalidad del sistema capitalista. Pero sí que se entraba a discutir y renegociar los efectos de esta irracionalidad capitalista, basándose en políticas de concertación, de renta, de seguridad social, de redistribución; al fin y al cabo, de redistribución keynesiana.
Éste es el modelo de la ciudadanía social marshalliana, esa ciudadanía que había sido la larga marcha desde la ciudadanía: primero, cívica y económica, de los derechos de propiedad; luego, la ciudadanía política, de las democracias burguesas; después, la ciudadanía social de los Estados de bienestar que, por primera vez, introducían los derechos sociales como derechos positivos, de libertades positivas frente a las libertades negativas. Éstas, en el sentido de que la libertad burguesa siempre es la libertad de no ingerencia en el ámbito íntimo, de la capacidad de reunión, de la inviolabilidad de la correspondencia, etc., y sobre todo, de la representatividad política, los viejos derechos formales de los que hablábamos en la izquierda tradicional.
Mi idea es que lo que ha cambiado en los últimos años es este modelo tan formal de incrustación del trabajo en lo social; de este modelo tan formal en el que un sistema redistributivo, colectivo, evidentemente asimétrico, incrustaba el trabajo. Por otra parte, los otros movimientos sociales, los llamados nuevos movimientos sociales, expresaban ámbitos de legitimidad que estaban fuera de lo que podíamos llamar el discurso tradicional de convertir al ciudadano en trabajador.
Evidentemente, este modelo fordista de un consumo de masas, con una producción en masa y un Estado de bienestar, generaba también ámbitos de identidad y de ciudadanía que estaban considerados como propios. La ciudadanía era una ciudadanía masculina, industrial o, si se quiere, administrativo-industrial, burocrática y madura. Todos los demás ámbitos de lo social se construían como ámbitos ciudadanos por procesos de ciudadanía vicaria, de ciudadanía otorgada, como era la ciudadanía que surgía de otros grupos de edad; o la ciudadanía femenina que, en buena medida, estaba considerada siempre, en este modelo, como una ciudadanía otorgada por el cabeza de familia.
Este ordenamiento de la ciudadanía masculina, laboral, etc., construía una sociedad segura, pero con una desigualdad evidente. Por otra parte, iba generando grupos de ciudadanía sin reconocimiento. Lo que indica que trabajo y reconocimiento institucional nunca han sido lo mismo y que las mujeres han trabajado durante toda la historia y no se ha reconocido históricamente su trabajo.  Siempre hay una parte cultural en el reconocimiento del trabajo que es inseparable del propio concepto del trabajo. Separarlas, ha sido uno de los grandes errores que, en los últimos años, hemos cometido políticamente; es decir, pensar que hay una capacidad de los movimientos culturales, que pueden separar la cultura de la propia situación social de distribución económica.
¿Dónde estamos? ¿En el modelo posfordista, posmoderno, postindustrial, postodo...? Sabemos qué hay de nuevo en tecnología: cada veinte minutos nos desayunamos con una novedad tecnológica; qué hay de nuevo, incluso, en algún movimiento cultural, cada vez más fragmentario... Pero ¿qué hay de nuevo en elementos de ciudadanía?  Prácticamente no hay ninguno. Las conquistas de ciudadanía, fundamentalmente de ciudadanía de género o reconocimiento de género, además de haber sido fuertemente fragmentadas, no han encontrado un reconocimiento de novedades ciudadanas específicas.
¿Qué había de nuevo en la ciudadanía de los últimos años? La ciudadanía social se ha desmontado. Yo suelo decir que somos consumidores del siglo XXI con derechos sociales del siglo XIX. Creo que es el modelo que se está construyendo.
La subjetivización de la disciplina
Me interesa mucho el tema del paso de los elementos externos, del control externo, de las disciplinas externas, a las disciplinas internas; el tema de la subjetivización de la disciplina. Mi maestro Pierre Bourdieu habla de un hábitus, es decir, de una gramática generadora de prácticas, que se hace cuerpo; lo social acaba formando el propio cuerpo individual. En esa situación, nos encontramos con una tendencia a que lo que de objetivo tenía el trabajo empieza a ser una subjetividad en el empleo y, sobre todo, una violencia simbólica, otro concepto típico de Bourdieu. La violencia simbólica es aquella que nos violenta de tal manera que ni siquiera acabamos percibiéndola como violencia.
Si observamos los grandes pilares de las políticas laborales en los últimos años, palabras como “empleabilidad”, “aprendizaje”, “formación”, “adaptación” han sido la moneda de cambio, entre otras cosas porque los propios sindicatos han tenido que financiarse con la formación, y llevar un discurso proclive al tema de la propia formación, con unos efectos sociales arrasadores: “usted fórmese en Word Perfect y en inglés, que ya se encargará de no tener trabajo”. Ése es el modelo.
Y esa violencia simbólica es la que, muchas veces, no nos deja ver qué sigue siendo central. A mí me da lo mismo la centralidad sociológica del concepto, lo que me interesa es ver cómo se forman las trayectorias de vida a partir del propio trabajo, incluso a partir de no tener trabajo.
Me interesa muchísimo ese fenómeno de la conversión de la idea del trabajo como un elemento colectivo, en un discurso del empleo como una situación individualizada, líquida, en el sentido de la sociología de Z. Baumann; es decir, el empleo como volátil, defensivo y, sobre todo, apenas controlable, muy azaroso, de adaptación, de adaptabilidad. El concepto de empleabilidad, en el fondo, es esa idea de adaptabilidad perfecta a condiciones diferentes, lo que supone sacar lo colectivo de las reglas del juego.
Ésa es la situación en la que estamos. El empleo sigue siendo fundamental, todos los elementos de trayectoria vital se siguen conformando a partir de la idea de empleo, pero se están conformando a partir de la idea de mal empleo o de malos empleos; es decir, que las conductas son conductas adaptativas, de carácter, si se quiere, defensivo; y que, en buena medida, hemos hecho de la necesidad virtud, y hemos acabado haciendo también una especie de relectura –vamos a llamarlo así– por la vía cultural en la que no hemos podido defender también la vía distributiva.
El fin del trabajo o trabajo sin fin
¿De qué estamos hablando cuando hablamos del fin del trabajo? En primer lugar, cuando hablamos del trabajo estamos hablando de una norma, de una norma de empleo, que, evidentemente, está construida socialmente en función de dinámicas de conflicto y de resolución del conflicto. Cuando hablamos del fin del trabajo, de lo que estamos hablando es del fin del empleo keynesiano, fordista, digamos, estable, solidarista en el sentido solidario, de solidaridad jurídica. Lo que tenemos, entonces, no es el fin del trabajo, es el fin de esa norma.
Hemos corrido demasiado, muchas veces, a refugiarnos en otros elementos de emancipación, como si esa emancipación fuese sectorial. A partir de los años ochenta, la gran novedad ha sido el tema de las políticas de reconocimiento; es decir, el reconocimiento de las minorías, las políticas culturales, etc. A mi modo de ver, son imprescindibles los elementos de reconocimiento, pero, desde luego, hay un elemento de redistribución, una utopía, si se quiere, distributiva, tradicional, laboral, que es fundamental. Porque se pierda calidad en el trabajo, porque se pierdan buenos trabajos, en el sentido de un cierto elemento jurídico keynesiano tradicional de los trabajos, no se favorece a otros nuevos movimientos sociales. No creo que el trabajo esté, teóricamente, enfrentado a la comunicación o, si se quiere, a la interacción en los temas teóricos; la comunicación, en sentido habermasiano, no es la alternativa al trabajo; no hay que buscar solamente un centro teórico para explicar la sociedad. Pero tampoco creo que negando la importancia de los movimientos laborales, los movimientos que se derivan del trabajo, se manejen mejor –o teóricamente mejor– otros movimientos sociales.
En ese sentido, los contenidos de la idea del fin del trabajo, todo este tipo de discursos, a mi modo de ver, lo único que han hecho es fragmentar más si cabe lo que en el fondo ya estaba bastante fragmentado.
Trabajo y movimiento laboral
Creo que hay que distinguir entre movimiento sindical y movimiento laboral. O si se quiere, hay posibilidades de reconstrucción de movimientos sociales a partir del diálogo con movimientos laborales; es decir, que no sólo hay que partir de la idea de que están condenados a entenderse, sino fijarse en que gran parte de los elementos de discriminación de género, de discriminación en la edad, etc., se concretan también en elementos laborales básicos. No creo que haya nada meramente cultural; por lo tanto, no creo que los elementos de discriminación sean meramente culturales. Inmediatamente nos llevan al mundo de lo material, y hay que recoger ese tipo de situación.
En ese sentido, los discursos son de articulación de las diferencias en universales, y no solamente de reconocimiento en las diferencias. Siempre es más fácil encontrar una diferencia que encontrar un hilo universal.  En los últimos años nos hemos solazado en políticas de la diferencia y nos hemos dedicado, en buena medida, a los estudios de ese tipo. En eso hemos estado perdiendo el tiempo, en una búsqueda de una diferencia específica para movimientos que, al fin y al cabo, nos ha dado una especie de microimpotencia, una especie de microfísica de la impotencia.
Para acabar, dos cosas más. La primera, es que el tema del trabajo va más allá del empleo, como es bien sabido, pero el trabajo y el empleo son elementos sociales de referencia que, a mi modo de ver, son imposibles de sacar de los análisis sociales, incluidos los de la izquierda. Y esto no quiere decir que lo convirtamos en el centro del análisis, pero creo que no se puede hacer un análisis de lo social sin un análisis del trabajo. Me parece un gran error por parte de la izquierda abandonar algunas nociones sobre el trabajo y sustituirlas por otras más o menos de difícil traducción en la gente que no está en el mundo académico. Me explico. Es muy difícil decir que estás en contra del trabajo o que el trabajo ya tiene sus días contados y luego poner como alternativa el trabajo cívico. Y si entramos en el mundo del voluntariado, el asunto empieza a mostrar diversos problemas.
En algún trabajo que he hecho sobre el tercer sector, he podido comprobar que la mayoría de la gente no está en él por ningún principio de voluntariedad, sino porque busca una manera de incrustarse en el mercado de trabajo, una manera de ir acumulando capital simbólico y capital relacional para luego manejarlo como un recurso en el proceso de trabajo.
En ese sentido, estamos en una situación en la que me parece que hemos ido flotando con unos grandes elementos muy poco consistentes, pero que están muy a favor de la propia fluidez y de la propia liquidez del  sistema en los últimos años; que están muy a favor de esa idea de que todo fluye y que nada tiene consistencia, de que todo es volátil. Las sociedades son más voluntarias, más solidarias y más, digamos, justas cuanto menos se dé lo “voluntario”, lo “solidario” y lo “justo”; es decir, cuando está institucionalizada, no cuando se le llama a la gente a que haga algo. El elemento de la necesidad nunca puede estar, a mi modo de ver, regulado por el deseo.
Todo este tipo de discurso posmoderno nos ha fascinado mucho, pero es hora de que hagamos un balance. Si nosotros nos retiramos de este tipo de debates, lo que tenemos, inmediatamente, es que se deja un espacio absolutamente individualizado; es decir, que al final se acaba diciendo “voy a estudiar el tercer máster, a ver si consigo empleo”.
Los discursos individualistas
Los modelos de individualización han sido, en los temas de trabajo, los que más hemos vivido. Los procesos de búsqueda de una salida laboral o profesional, casi siempre para los jóvenes, han sido los típicos procesos de acudir a lo que podríamos llamar inversiones, ya sea de capital familiar, ya sea de capital humano, para armarse de mayor cualificación, o casi siempre de mayor competencia, que es el discurso actual. Hemos pasado de la cualificación como discurso colectivo a la competencia como discurso individualizado. En este tipo de proceso individualizado, lo que he notado es que adquirir cada vez más capital, que muchas veces es una conversión de capitales familiares en capitales directamente culturales, en capitales credenciales, tiene unos efectos clarísimos en lo que podríamos llamar la tendencia a la individualización, a la fragmentación. Pero ya estamos empezando a ver los límites.
Lo que sí he notado es una cierta saturación de esos discursos individualistas, porque existe una tendencia a ver los límites en las propias clases medias tradicionales de este tipo de discurso de individualización. Ya no es fácil que ese ciclo de individualización, que ha sido el ciclo de los ochenta y los noventa, dé esos resultados. Yo creo que es el momento de rescatar el trabajo, y sobre todo el nuevo trabajo, como elemento de articulación con los nuevos movimientos sociales; y, quizá, pueda ser –utilizando una paradoja– el nuevo movimiento social.
Lo que pasa es que, evidentemente, ese trabajo no tiene las características del trabajo fijo, fragmentado, formal, extra-dirigido, sino que tenemos una situación de empleo débil, intradirigido, con una fuerte violencia simbólica. Por eso, lo que hace falta también es darnos cuenta de que el trabajo, lejos de estar ya separado de otros componentes, como, por ejemplo, el género, está incrustado en él. Y, desde luego, para que se den políticas de reconocimiento a futuros reales tienen que darse políticas de redistribución. No hay posibilidad de una integración o de una política de reconocimiento multicultural –en el sentido de Charles Taylor– solamente hacia la inmigración o solamente hacia el tema del género si no hay un cambio real en las políticas de distribución. No puede haber buenas democracias con malos trabajos, no puede haber buenas situaciones culturales con malos trabajos.
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(*)
Acto organizado por Liberación-Amauta el 29 de abril pasado.