Luigi Ferrajoli
El berlusconismo y el colapso de la democracia italiana
Entrevista realizada por Mauro Barberis.
(Página Abierta, 217, noviembre-diciembre de 2011).

 

Luigi Ferrajoli es, además de uno de los  teóricos del derecho más importantes de la actualidad, una voz destacada de la izquierda ilustrada y garantista de Italia. De una entrevista realizada por el filósofo del derecho Mauro Barberis para la revista Il Mulino, número 3, publicada en castellano por Sin permiso, entresacamos algunos aspectos básicos de su propuesta teórica relacionada con la democracia.

– ¿Me equivoco, o el éxito de tu obra en los países de lengua castellana  se debe también al hecho de que tu obra proporciona una teoría del garantismo penal y una teoría de la democracia constitucional? 

– […] En estos países, casi todos salidos de dictaduras militares, tanto la teoría del garantismo penal como la de la democracia constitucional fueron acogidas no sólo como teorías explicativas, sino como modelos normativos que contribuían a garantizar promesas constitucionales a menudo proclamadas pero no cumplidas.

Por “garantías”, de hecho, entiendo las prohibiciones de lesión y las obligaciones de prestación que corresponden al reconocimiento de derechos de libertad y de derechos sociales, así como la obligación de reparar las violaciones de las garantías precedentes.

Así concebido, el garantismo se configura como la otra cara del constitucionalismo democrático. Como el proyecto normativo formulado en unas constituciones modernas que, sin garantías, acaba por quedarse en el papel. Su modelo liberal original, transmitido por la tradición iluminista, es hoy susceptible de ser ampliado en múltiples direcciones: no sólo a los derechos de libertad, bajo la forma de garantismo penal, sino también a los derechos sociales e incluso a los derechos políticos y civiles sobre los que fundan la representación política y el mercado; no sólo a las democracias nacionales, sino también a los ordenamientos supraestatales, cuya dimensión constitucional se encuentra esbozada, aunque no garantizada, en diferentes cartas internacionales de derechos; no sólo, en definitiva, a los derechos fundamentales, sino también a bienes fundamentales no menos vitales como el agua, el aire, el equilibrio ecológico, los medicamentos necesarios para salvar vidas. Y la paz, claro, cuya garantía depende de la construcción de una esfera pública supraestatal.

De aquí el sentido pragmático de la teoría garantista del derecho y de la democracia. Una teoría que exige, por un lado, la crítica del derecho ilegítimo –de sus antinomias y lagunas– contrario a las cartas constitucionales. Y por otro, la identificación y el diseño de técnicas e instituciones de garantía que permitan asegurar el máximo grado de efectividad a los derechos constitucionalmente estipulados. Bajo esta óptica, la democracia constitucional aparece, siguiendo las palabras de Dworkin, no sólo como una construcción social, sino también jurídica, cuya realización compete a la política.

– Volviendo a Italia, han pasado décadas de la discusión sobre el uso alternativo del derecho, pero todavía hoy asistimos al conflicto política-magistratura. Tú siempre has desconfiando de cualquier intento de suplantación por parte de los jueces y has dejado claro que incluso en una democracia constitucional el papel central corresponde al Parlamento.

– La expresión “Uso alternativo del derecho” no fue, en rigor, más que el título de un congreso de juristas de izquierdas celebrado en Catania en mayo de 1972, así como de los dos volúmenes, editados por Pietro Barcellona, en los que se recogen las actas del mismo. Muy pronto, sin embargo, adquirió diversos significados políticos, incluida la extraña idea de un derecho alternativo al vigente. En realidad, con dicha fórmula, y de manera más exacta, con la expresión “jurisprudencia alternativa”, yo entendía, al igual que muchos otros, simplemente una práctica jurídica vinculada, en la legislación, en la jurisdicción y en la administración, al “deber ser jurídico” vigente y positivo expresado por la Constitución republicana y por entonces ampliamente ignorado por la política, la doctrina y la jurisprudencia. Desde entonces, la divergencia normativa, fisiológica en cierto modo, pero más allá de ciertos límites patológica, entre “el derecho existente” y el “deber ser jurídico” dictado por la Constitución ha sido para mí un tema central de reflexión teórica.

Por lo que respecta a la relación entre poder político y poder judicial, pienso que su separación es un corolario de sus diversas fuentes de legitimación democrática. Para el primero, la representatividad política. Para el segundo, la aplicación de la ley. A partir de aquí, la jurisdicción sólo puede concebirse como la aplicación imparcial de la ley producida por la representación parlamentaria si la averiguación procesal de la verdad no está condicionada por relaciones impropias de dependencia. La legislación puede vincular al juez sólo si las leyes son formuladas de la manera más taxativa posible, de modo de reducir al máximo la discrecionalidad y la suplencia judicial. Se trata, es obvio, de un modelo-límite, de un ideal regulativo cuya concreción exige un sistema complejo de garantías que incluso en las democracias más avanzadas está bastante lejos de la práctica legislativa y jurisdiccional efectiva.  

Lo que está ocurriendo en Italia, en todo caso, va más allá de cualquier ineficacia fisiológica del modelo. La deriva populista consistente en la autoidentificación del jefe de la mayoría con el pueblo entendido como un todo; el deterioro institucional generado por los insultos dirigidos a los magistrados encargados de juzgarlo; y por otro lado, la primacía de sus intereses privados sobre los públicos están provocando la ruina de la representación política y del Estado de derecho. El fenómeno tiene más de quince años, pero en esta legislatura ha experimentado una aceleración destructiva. El espectáculo degradante ofrecido en estos meses por nuestro Parlamento, forzado por el presidente del Consejo a votar a marchas forzadas, en medio de una dramática crisis internacional que se suma a la crisis social y económica, absurdos conflictos de poderes con el poder judicial y leyes en explícito beneficio propio, equivale a la escenificación del colapso de la democracia italiana. […]

– Pensando precisamente en fenómenos como estos, no ajenos a otros países occidentales, nuestra común amiga Tecla Mazzarese habla de la democracia y del Estado constitucionales como si éstos ya estuvieran en crisis, pocas décadas después de su invención. ¿Se trata de un problema italiano o tiene que ver, en mayor o menor medida, con todos los países que han experimentado procesos de constitucionalización del derecho?

– Los modelos normativos siempre parecen en crisis porque por su naturaleza nunca son perfectamente realizables. Lo que ocurre es que la crisis italiana ha adquirido formas patológicas. Esta patología afecta a la representación política, deformada por su involución populista y por los conflictos de intereses en la cúpula del Estado. Pero se expresa asimismo en un proceso de tendencial desconstitucionalización de nuestro sistema institucional, que puede advertirse en las múltiples violaciones a la letra y al espíritu de la Constitución de 1948. Y, antes aún, en el abierto rechazo por parte de la actual mayoría del constitucionalismo como tal, de los límites al poder político, hoy claramente confundidos con el poder económico y mediático. 

Esta crisis, es verdad, afecta –si bien bajo formas menos vistosas y grotescas– también al resto de democracias. La personalización y la verticalización de la representación política son fenómenos extendidos, como el avance de las políticas antisociales y neoliberales. El resultado de estas políticas, agravado por una globalización sin reglas de la economía, es una notable restricción de las garantías de los derechos sociales, un aumento de las desigualdades y de la desocupación y una creciente desvalorización y precarización del trabajo, que en Italia ha venido acompañada de un auténtico hundimiento de las garantías de los derechos de los trabajadores.

Se trata de políticas miopes, que han contribuido a provocar o a agravar la crisis económica actual. Si no se garantizan la sanidad, la instrucción y la subsistencia, no hay desarrollo productivo posible, ni individual ni colectivo. La historia de las democracias avanzadas es una prueba de ello. Su mayor riqueza en relación con otros países y con su propio pasado no hubiera sido posible sin su mejor satisfacción de ciertos mínimos vitales. Y al revés, la actual recesión sería impensable sin la reducción de las garantías de los derechos sociales. […]. Por eso creo que los gastos sociales no pueden verse como un lujo. Representan, por el contrario, la inversión pública más productiva en el largo plazo.    

Dicho esto, no creo que se pueda decir que el modelo de la democracia constitucional esté “ya en crisis”. En la medida en que se trata de un modelo, y de un modelo exigente y complejo, tiene una dimensión normativa y nunca podrá ser plenamente realizado. Principios como la igualdad, la dignidad de la persona, las libertades fundamentales o los derechos sociales a la sanidad o a la instrucción son valores límites. Estos valores corresponden a una utopía positiva que sólo admite realizaciones parciales, más o menos suficientes. Y éstas, a su vez, dependen de la existencia de un sistema complejo de garantías jurídicas y de la garantía social de las luchas que se emprendan en su defensa. No viviremos nunca en un mundo normativamente perfecto. El modelo de la democracia constitucional, precisamente porque es normativo, y ambiciosamente normativo, no refleja la realidad sino que reacciona contra ella. Y por eso mismo, por los poderosos intereses que se le oponen, está destinado a un cierto grado, fisiológico en el mejor de los casos, patológico en el peor, de inefectividad. La democracia constitucional, en sus diversas dimensiones y niveles, es, en suma, una cuestión de grado. Su construcción es difícil e incluso improbable. Pero en vía de principio es posible y constituye una interpelación a la cultura jurídica y política, cuyo error más grave sería avalar como inevitable aquello que de hecho ocurre.

Han hecho falta siglos para edificar el viejo y todavía frágil Estado liberal de derecho. No se puede pensar, por consiguiente, que la democracia constitucional, por no hablar del embrión de constitucionalismo supraestatal, europeo y global, contenido en muchas cartas supranacionales e internacionales, pueda haberse realizado –«pocas décadas después de su invención», como dices tú– siquiera de manera imperfecta. […]

 

Luigi Ferrajoli es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Roma III, y uno de los principales exponentes de la tradición garantista ilustrada y de la izquierda moderna. Es autor, entre otros trabajos, de Derecho y razón (Trotta, Madrid, 2008) y de Razones jurídicas del pacifismo (Trotta, Madrid, 2004). Su último trabajo, los tres volúmenes de Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia (Trotta, Madrid, 2011), promete convertirse en un clásico de la cultura jurídico-política de comienzos de siglo.