Luigi Ferrajoli

La lucha contra la tortura: una batalla de la razón
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Traducción de Gerardo Pisarello


            El pasado 5 de febrero tuvo lugar en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona la presentación de la investigación Privación de la libertad y derechos humanos. La tortura y otras formas de violencia institucional en el Estado español, coordinada por Iñaki Rivera y Francisca Cano, del Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de la Universidad de Barcelona. El texto que sigue es la intervención del jurista italiano Luigi Ferrajoli.
            Pienso que el gran mérito de este libro, editado por Iñaki Rivera Beiras y por Francisca Cano, consiste en haber iluminado un lado oculto –el más terrible, el más odioso y obsceno– de las instituciones públicas, como es la tortura. En haber sacado a la luz y, por tanto, en haber situado ante la conciencia civil un fenómeno tan infame y degradante como ignorado y escondido. En este sentido, este libro, con la gran cantidad de análisis y de información que proporciona, no sólo representa una contribución científica al conocimiento de las violaciones de derechos, y en particular, de la tortura. También es una contribución cívica y política a la lucha contra la tortura; a su estigmatización y rechazo, por el sólo hecho de desvelarla y documentarla, tanto en el sentido común como en la deontología profesional de las fuerzas de policía y de los agentes de prisiones.
            Lo que caracteriza la tortura, en efecto, es su eliminación de la mirada pública, en un doble sentido. Por un lado, porque la tortura se consuma en secreto, en los cuarteles, en las cárceles, en las comisarías de policía, en el tête a tête entre inquisidor e inquirido. Por otro, porque la tortura no es nunca, diría que casi por principio, objeto de estudio; porque es extraña a los intereses académicos de la cultura jurídica, porque es una materia innoble o en todo caso indigna de los sofisticados análisis técnico-jurídicos en los que gustan regodearse los juristas.
            Estos dos factores, por lo demás, caracterizan en general la condición de los detenidos y de la institución carcelaria. Ésta es, de un lado, una institución por naturaleza cerrada y separada de la sociedad, que dificulta la información y, más aún, la atención y el interés de la opinión pública. Y es, de otro lado, una institución ignorada por la ciencia jurídica, incluida la penal, como si se tratara de un fenómeno secundario, marginal, indigno de las altas elaboraciones dogmáticas. De los cientos de libros de derecho penal que se escriben cada año en Italia y España, pueden contarse con los dedos de la mano los dedicados a las condiciones de vida de los detenidos. Y casi ninguno de los miles de jóvenes que cada año se preparan para la profesión de juez o de abogado sabe nada de la cárcel porque –en los muchísimos años de estudios universitarios y post-universitarios– no ha visto nunca una prisión.
            Y bien, esta doble ocultación, esta doble ignorancia, es la que sitúa la condición de los detenidos –la violación de sus derechos y, como nunca, la tortura- fuera del debate público. Y es que la tortura se encuentra protegida por un doble nivel de secretismo: la opacidad, la separación, la ocultación de la mirada pública de la institución carcelaria como tal y, en general, de toda forma de privación de libertad; y el secreto en el secreto que, además, comporta la tortura: negada, ignorada, apartada, incluso al interior de la fenomenología carcelaria, y por eso doblemente ocultada tanto a la mirada de la opinión pública como al análisis y a la reflexión de la ciencia jurídica.
            Quiero añadir que en Italia esta ocultación es más grave aún que en España, ya que el derecho italiano ni siquiera prevé un delito específico de tortura. Está claro que esta gravísima laguna –que viola el artículo 2 de la Convención contra la tortura del 10.12.1984 y la propia Constitución italiana, cuyo artículo 13.4 impone que se “castigue toda violencia física o moral sobre las personas sometidas a restricciones de libertad” – sólo se explica por la voluntad de quitarse de encima el problema; por la falta de disposición de la clase política para admitir que en nuestro país la vergüenza de la tortura existe; y por su pretensión de exorcizarla denominándola, antes que por su nombre –“tortura”- con eufemismos de distinto género –abusos, técnicas de interrogatorio, presiones físicas y similares– y castigándola, si acaso, como simples “lesiones personales”.
            Y bien, es este doble secreto el que este valioso y meritorio libro sobre la tortura viene a desgarrar. Por eso quiero expresar aquí mi particular agradecimiento y aprecio a Iñaki Rivera Beiras, a quien se debe la más importante y completa obra sobre la cárcel –La cuestión carcelaria. Historia, epistemología, derecho y política penitenciaria, editada por Ediciones del Puerto en Buenos Aires, en 2006– además de Tortura y abuso de poder, escrito junto a Roberto Bergalli y publicado en el 2006 con Anthropos, y de esta valiosa compilación de estudios que edita junto a Francisca Cano.
            ¿Por qué es tan importante –en el terreno cívico y político, además de científico– romper el secreto y el silencio que rodean y sostienen a la tortura? Porque el secreto es connatural a la tortura, es un elemento constitutivo y un factor decisivo de la misma, dado que la tortura prospera y se difunde gracias a él. Por múltiples razones.
            En primer lugar, porque el secreto en el que se consuma la tortura es el principal factor de su impunidad. Los diversos ensayos que componen este libro documentan cerca de 720 denuncias de tortura cada año en España. Pero podemos estar seguros de que el número de torturas es bastante superior; de que existe una altísima cifra negra de delitos de torturas que permanece invisibilizado por el hecho de que la tortura se desarrolla en el espacio cerrado de las dependencias policiales, sin testigos, con la sola presencia de las víctimas y del torturador. Y esto hace difícilmente justiciable la tortura, ya que ante la falta de pruebas es difícil condenar al torturador, mientras el torturado, como ocurre en Italia, corre el riesgo de ser condenado por calumnia. Así las cosas, la impunidad se convierte en un factor criminógeno, de legitimación y difusión de la tortura como práctica ordinaria.
            En segundo lugar, la invisibilidad, el secreto, es connatural a la tortura porque él mismo forma parte de la tortura. Constituye, por así decirlo, una tortura en la tortura. En la tortura, en efecto, el torturado está solo e impotente frente a su torturador. No sabe cuándo cesarán los tormentos. No sabe ni siquiera qué tormentos se sumarán a los ya padecidos. Es en esta soledad, en este terror absoluto, sin esperanza, donde reside el aspecto quizás más terrible, más insoportable –acaso más que el dolor físico- de la tortura. El torturado sólo sabe que se encuentra en manos de su torturador, sometido a su dominio absoluto, víctima de torturas sin límite, no imaginadas y ni siquiera imaginables.
            En tercer lugar, la tortura representa, en virtud del secreto en el que se consuma, la manifestación extrema y más desagradable del poder del hombre sobre el hombre. Un poder absoluto, ante todo, porque absoluto es el terror del torturado. Una manifestación infame de vileza, además, porque la tortura se ejerce, en la sombra y amparada por el secreto, sobre una persona inerme.
            Bajo este aspecto, no sólo la tortura sino también su impunidad –más aún, la posibilidad misma de la tortura– representan la violación más notoria y degradante del estado de derecho. Contradicen todos sus principios basilares: la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción a la ley, la lesión, en definitiva, de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales más elementales y vitales.
            Si esto es así, la lucha contra la tortura es también la lucha contra toda forma de secretismo e incluso de opacidad o de no transparencia en las condiciones de vida de la persona privada de libertad personal. Es también, en síntesis, la batalla a favor del habeas corpus, en el sentido literal de la expresión: como intangibilidad del cuerpo, garantizada por su sustracción al secreto y a la invisibilidad pública.
            Esta sustracción al secreto, a la invisibilidad, del cuerpo del detenido, sólo se puede asegurar mediante rígidas garantías procesales que permitan excluir, o al menos reducir, la posibilidad material de la tortura. En primer lugar, mediante una más rígida limitación de los poderes de detención de la policía, tanto respecto de su ejercicio como de la duración de la misma. En segundo lugar, y principalmente, la prohibición de que el arrestado sea interrogado por agentes de policía antes que por magistrados, y sobre todo, sin la presencia de un abogado defensor. De modo más general, es necesario excluir cualquier posible contacto asimétrico y sobre todo secreto entre los detenidos y quienes le interrogan. De hecho, la restricción de la libertad personal sin garantía de defensa ni controles jurisdiccionales ofrece el lugar y la ocasión privilegiados para la tortura o, de todos modos, para actos de violencia sobre las personas arrestadas.
            Las principales garantías contra tales abusos están constituidas, en suma, a) por la reducción de la duración de la detención o de la custodia preventiva al tiempo estrictamente necesario antes del interrogatorio por parte del magistrado; b) por la no admisión en juicio, por tratarse de prueba ilícita, de cualquier testimonio o confesión extraídos por la policía o sin la presencia del defensor; c) por la máxima transparencia, en definitiva, de cualquier contacto entre detenidos e interrogadores, tanto si se trata de agentes de policía como de magistrados de la acusación pública, asegurada por la simultánea presencia del abogado defensor.
            Quienes interrogan, en suma, a una persona privada de la libertad, ni siquiera deberían acercarse a ella sin la presencia del defensor. Su cuerpo, su identidad, deberían ser sagrados para los funcionarios públicos a los que se confía el detenido. Tampoco debería admitirse el tête à tête entre quien interroga y quien es interrogado –mucho menos entre agentes de policía y detenido– para evitar que en el curso de este proceso el inquisidor pueda poner sus manos sobre el inquirido. En Italia ésta fue una conquista de los años setenta. Entonces, la ley nº 932 del 12.12.1969 suprimió, tras la sentencia de inconstitucionalidad del 5.7.1968, el interrogatorio policial. Más tarde, éste fue reintroducido por el artículo 5 del Decreto Ley nº 59 del 21 del 3 de 1978 e incorporado al artículo 350 del código de procedimientos de 1989, que en su apartado quinto lo ha admitido, sin la presencia del abogado defensor, “en el lugar o en la inmediatez del hecho”, es decir, no “en el lugar” sino una vez en estado de arresto o de detención. ¿Cómo se explica la exclusión del defensor del primer contacto con el imputado, si no como el intento de transformar el interrogatorio de medio de defensa en instrumento de acusación e inquisición, dirigido a extraer confesiones e informaciones, incluso al precio de dejar las manos libres a quienes interrogan?
            Deseo añadir, para concluir, una tesis que he comentado en otras ocasiones. El riguroso respeto de las garantías penales y procesales y, hoy como nunca, de las garantías contra la tortura, no sólo es un valor en sí mismo, esto es, un principio de civismo jurídico en tutela de la dignidad y de los derechos fundamentales de las personas, así como de los lineamientos básicos de la democracia y del estado de derecho. Es también un factor de eficacia del derecho penal y de la propia lucha contra la criminalidad, incluida la criminalidad del terrorismo. La fuerza insustituible del derecho, en efecto, no consiste en la fuerza bruta ni mucho menos en la fuerza militar, como la que se manifiesta en la tortura o en la guerra. Reside, al contrario, en la asimetría entre derecho y crimen, entre respuesta institucional y terrorismo. Sólo esta asimetría, de hecho, es capaz de deslegitimar el terrorismo como crimen, de neutralizarlo políticamente, de aislarlo y de debilitarlo social y moralmente. Allí donde esta asimetría se pierde –en razón de la violencia desregulada de la guerra o del derecho penal terrorista– las instituciones descienden al nivel de la criminalidad (o, lo que es lo mismo, éstas ascienden al nivel de las instituciones) con el único efecto de alimentar, como la gasolina al fuego, la espiral de violencia. Prueba de ello es el clamoroso fracaso de la estrategia estadounidense de lucha contra el terrorismo, una lucha homologable al terrorismo puesto que se ha llevado a cabo mediante las formas criminales y terroristas de la guerra, de las torturas y del derecho penal del enemigo, es decir, a través del más ostensible e irresponsable desprecio por el derecho.
            Por todo esto, la batalla contra la tortura, quizás la más infame de entre las violencias institucionales desreguladas, no es sólo una batalla en defensa de la democracia y de los derechos humanos. Es también una batalla de la razón en defensa de las garantías mismas de la seguridad, las cuales dependen, hoy más que nunca, de la credibilidad moral antes que jurídica de los llamados valores de Occidente. Y es, antes que nada, una gran batalla cultural, dirigida a denunciar y a poner fin al horror de la tortura, que tiene su terreno de cultivo en la ignorancia, la indiferencia y el desinterés de la opinión pública.
            De aquí el gran valor de este libro, al que ojalá sigan otros sobre todos los demás países europeos, comenzando por Italia. Libros como éste, en efecto, no son sólo una valiosa fuente de información sobre la naturaleza de la privación de la libertad y sobre los riesgos que ésta supone en ausencia de garantías adecuadas. Tienen además, como he apuntado al comienzo, un efecto performativo en el sentido común de los ciudadanos y en la deontología profesional de los agentes de custodia o de policía. Es más, contribuyen a refundarlos sobre la base de la conciencia de la sacralidad, de la intangibilidad y del respeto del cuerpo del detenido y sobre la repulsa de la tortura, entendidas como condiciones primeras del respeto, la dignidad y la credibilidad de las propias instituciones.