Luis Goytisolo
La clase política y sus estandartes
(El País, 5 de marzo de 2015).

 

Las denominaciones de los partidos tradicionales están en crisis y la significación de los emergentes, en el aire. Podemos: ¿qué es lo que podemos? Ganemos: ¿para hacer qué? Frente Nacional: ¿contra quién en particular?

Se puede ser socialdemócrata o radical socialista, pero nunca nacionalsocialista Hoy la realidad social parece haberse licuado, dejando las palabras flotar a la deriva.

El concepto de clase política abarca a todo individuo convertido en profesional de la actividad política, al margen de su ideología y de su pertenencia a tal o cual clase social, así sean próximos al mundo de las finanzas o al de las organizaciones sindicales, a lo que entendemos por derechas o por izquierdas. De ahí el error de Podemos al hablar de la casta, ya que si la clase política es horizontal, toda casta es por definición vertical, la pertenencia a cualquiera de ellas se transmite de generación en generación, de forma que sus miembros lo son, como quien dice, desde el momento en que fueron engendrados. Vamos, como las castas que estructuran la sociedad en India o cualquiera de esos linajes aristocráticos que se remontan a varios siglos de antigüedad. Un concepto mucho más estricto que el de clase social, algo siempre abierto a nuevas incorporaciones.

En lo que se refiere a Podemos hay que destacar otro equívoco, éste de carácter semántico, que reside en su propia denominación, ya que la expresión podemos puede ser entendida como una voluntad o deseo, pero no como planteamiento programático o ideológico equiparable a esas otras palabras que procuran precisar los rasgos definitorios del partido político que los ha hecho suyos: liberal, socialista, conservador… Pues, ¿qué es lo que podemos? ¿De qué estamos hablando? Porque el we can de Obama se refería a su programa electoral, al programa del Partido Demócrata, a su cumplimiento en caso de ganar los comicios. Sin esa referencia previa, podemos es algo que cada cual puede interpretar a su gusto, un equívoco en el que tal vez resida su éxito.

Lo cierto, sin embargo, es que también las denominaciones de los partidos tradicionales están hoy en crisis, algo que viene sucediendo periódicamente desde el nacimiento de éstos en el curso del siglo XIX. Y las causas de tales crisis —por lo general, convulsiones político-sociales— dan pie a que el significado de tales denominaciones se vaya viendo modificado. Así, mientras que en la sociedad decimonónica ser liberal era sinónimo de progresista frente al concepto de conservador, más apegado a las tradiciones, el que hoy se proclama liberal suele ser en la práctica un ultraconservador. Y los conservadores han ido cambiando aquí y allá su antigua denominación por la de popular, en el sentido de más próximo a las convicciones del pueblo, por lo común, más apegado a lo tradicional que a lo nuevo, a lo malo conocido que a lo bueno por conocer. La excepción es Inglaterra, donde el liberal, conservador y laborista siguen manteniendo su significado original, sin que eso sea obstáculo para que también allí hayan irrumpido las siglas de nuevos movimientos político-sociales.

También es frecuente que el significado de una denominación determinada cambie de un país a otro. Este sería el caso, por ejemplo, de republicano, cuyo significado en España nada tiene que ver con el que tiene en Estados Unidos. Allí, su rígido encasillamiento en los principios constitucionales le enfrenta al demócrata, más proclive a los cambios que demanda la realidad social de sus votantes. Claro que, a su vez, esas demandas poco tienen que ver en los Estados del Sur de pasado esclavista con las de los Estados más desarrollados del Norte, más inclinados al progreso y al bienestar social.

Similares cambios en el sentido de las denominaciones se han producido y producen en todas partes. La práctica extinción del Partido Radical en Francia, por ejemplo, dado lo poco que tenía de radical, o al declive de la Democracia Cristiana en Italia, minada en su prestigio por los intrincados casos de corrupción tan ajenos a sus creencias religiosas como a sus pretensiones democráticas.

Caso cualitativamente distinto es el de las denominaciones malditas, como la que vincula al partido socialista de un país con la palabra nacional, especialmente, claro está, en el caso de Alemania. Se puede ser socialdemócrata o radical socialista, pero nunca nacionalsocialista. Tampoco la palabra comunista —salvo para pequeñas agrupaciones nostálgicas— está especialmente de moda. La razón, claro, reside en el conocimiento de lo que fueron realmente los regímenes de la Unión Soviética y demás países de la Europa del Este. La excepción es China, que ha hecho compatible tal denominación con la existencia de millones de millonarios. Algo parecido, y por las mismas razones, podría decirse de la expresión democracia popular.

Todo ello explica la proliferación de las nuevas denominaciones que caracterizan a una serie de partidos políticos emergentes cuya significación queda más o menos en el aire. Podemos: ¿qué es lo que podemos? Ganemos: ¿para hacer qué? Frente Nacional: ¿contra quién en particular? Detrás de la marca registrada y de sus siglas bien puede haber una sola persona que se ha montado un partido a fin de resolver sus problemas personales, caso de Berlusconi, por ejemplo, y de su Forza Italia, que es al mismo tiempo un eslogan deportivo. O un colectivo, poco más que un club, organizado en torno a un sólo objetivo como por ejemplo la xenofobia. O que se remite a valores más amplios que los propios de un partido político.

Caso distinto es el de Ciudadanos, que al remitirnos directamente al concepto de citoyen sugiere su aspiración a representar los intereses del ciudadano, del ciudadano a secas, al margen de los trapicheos de los diversos estratos de la clase política. Un concepto curiosamente poco utilizado, tal vez por ser anterior al de lucha de clases, proletariado y demás términos popularizados por el marxismo. Claro que si bien la Revolución Francesa aupó al ciudadano y pese al aparente liderazgo de una Marianne que a pecho descubierto enarbola la bandera tricolor, el concepto de ciudadano no incluía el de ciudadana y las mujeres tardaron lo suyo en igualar sus derechos a los de los antiguos compañeros masculinos de revolución.

La crisis de las denominaciones tradicionales de los partidos es ya un hecho irreversible por mucho que se intente reconducirlo desde dentro a partir de diversos lobbies, como el Tea Party norteamericano. Y es que los tiempos de esa especie de escala de colores que se ofrecía al votante —conservadores, liberales, radicales, socialistas, comunistas, anarquistas— pertenecen al pasado, su contenido no es aplicable a la sociedad actual. Y si subsisten algunas de ellas en tal o cual país —conservadores, populares y socialistas— es más bien a modo de referencia, de referencia respecto a un pasado que, por su carácter relativamente reciente, contenga algún valor orientativo para el eventual votante, siempre liberadas, por supuesto, de su adherencia a determinados hechos que hoy supondrían un verdadero suicidio político.

Ahora bien: el que las denominaciones tradicionales de los partidos políticos estén en crisis no se debe a que su palabra insignia esté gastada o a que el partido al que designa no haga ya honor a esa palabra, sino a que la realidad circundante es otra. El cambio está en la realidad social, no en las palabras. El fenómeno no es nuevo, pero sí distinto al de las diferentes ocasiones en que se ha producido. Hasta ahora, desde el paulatino aflorar de los diversos partidos políticos a lo largo del siglo XIX, los cambios experimentados en sus respectivas denominaciones eran más bien fruto de convulsiones sociales, de movimientos revolucionarios con frecuencia de signo contrapuesto. Ahora, en cambio, la situación recuerda más bien a la que describe Tocqueville respecto a la sociedad inmediatamente anterior a dichas convulsiones sociales.

“Al no estar los hombres ligados entre sí por ningún lazo de casta, de clase, de corporación ni de familia, se sienten demasiado inclinados a no preocuparse más que de sus intereses particulares, demasiado propensos a no mirar más que por sí mismos y replegarse en un individualismo estrecho en el que toda virtud pública está sofocada”.

Hoy, similarmente, la realidad social parece haberse licuado, dejando las palabras flotar a la deriva. ¿Qué se ha hecho de las masas? ¿Y del pueblo? ¿Y de la clase obrera o proletariado? Hoy, lo propio, es hablar de empleados o trabajadores, por un lado, y de inversores, financieros y grandes fortunas, por otro. Hasta las guerras actuales entre misteriosas milicias no son sino un elemento más de ese panorama de conceptos a la deriva. Un panorama licuado en el que las redes sociales juegan un papel fundamental. Más que el significado de las cosas lo que cuenta es su imagen, su representación visual. Lo que importa, por ejemplo, no es la capacidad de convocar masas sino la imagen de esas masas convocadas con mayor o menor éxito. La foto.