Luis Hernández Navarro

Venezuela: paradojas de una reforma agraria

El gobierno y el poder

No le alcanzó la vida al campesino Luis Enrique Pérez para recibir la tierra que había solicitado. El sábado 19 de marzo, en el Estado Barinas, Venezuela, mientras trabajaba a las orillas del río Caparo, fue asesinado de cuatro puñaladas por un grupo de paramilitares al servicio del terrateniente Armando Javier Mogollón. Esa semana debería obtener el decreto final para legalizar los predios por los que él y sus compañeros luchaban desde hace años.
Integrante de la cooperativa “Agualinda 6” y del Frente Campesino Ezqequiel Zamora, con 45 años de edad y 11 hijos, el hoy difunto y sus compañeros querían convertir, amparados en la Ley de Tierras del 9 de noviembre del 2001, un hato ocioso con una extensión de 18 mil hectáreas, propiedad de un latifundista ligado al narcotráfico, en una finca productiva en manos de pequeños productores.
La tragedia de Luis Enrique no es una excepción en el campo venezolano. Según el periodista Alex Contrera Baspineiro (www.movimientos.org), en los últimos años fueron asesinados por sicarios 79 campesinos. Para Ernesto J. Navarro la cifra es mayor: más de 100 muertos (“Ley de Tierras vs. Oligarquía del campo”, 13 de enero de 2005, redvoltaire.net). De acuerdo con Vía Campesina la situación es aún más grave: 130 homicidios. El 10 de enero de 2002, por ejemplo, en dos lugares diferentes, hombres armados dispararon contra los líderes agrarios Alberto Mora y José Huerta. Otros más han sido torturados a manos de pistoleros o del mismo Ejército. Desde el inicio de la nueva reforma agraria, la violencia y la persecución contra los solicitantes de tierras en Venezuela se ha recrudecido en diversas regiones del país.
Amarga ironía, el reparto agrario impulsado por el comandante Hugo Chávez desde la Presidencia de la República es frenado por elementos del Ejército como el general Bracho, quien de acuerdo con el alcalde del municipio de  Zamora e integrante del Movimiento V República, Levic Emilio Méndez, el militar “intimida permanentemente a los campesinos sin tierra, acusa a sus dirigentes de guerrilleros por ocupar y defender sus tierras, e incluso ha apresado a cinco de ellos por rebelión al ser acusados de portar armas o proyectiles. Sin embargo, no dice nada, ni desarrolla operativos para detener a las bandas armadas de los terratenientes.” (Juan Pablo Nieves “Asesinado dirigente campesino venezolano”, 23 de marzo de 2005, Agencia Prensa Rural).
El asesinato de Luis Enrique Pérez nos muestra que en el campo, como en el conjunto de la sociedad venezolana, se viven profundas y complejas convulsiones políticas y sociales. La reforma agraria y la cuestión campesina ocupan un lugar muy importante en esos cambios. El crimen pone en evidencia también que la promulgación de leyes avanzadas, un gobierno progresista y la derrota electoral de la oposición oligárquica no han sido suficientes para que las relaciones de poder cambien definitivamente a favor de los intereses de las clases subalternas. Las viejas estructuras sobreviven  a pesar del esfuerzo de quienes desde arriba buscan modificarlas.
La reforma agraria venezolana sintetiza las dificultades que pesan sobre revolución bolivariana. Impulsada desde arriba se ha topado simultáneamente con la desidia o el sabotaje de parte de la burocracia estatal, las redes de poder de los grandes latifundistas, la violencia paramilitar, un sistema de procuración de justicia heredado del viejo régimen y la falta de organización autónoma campesina. 
Se ha generado así un intenso foco de conflicto entre la adhesión de los hombres y mujeres del campo  a la reforma y la frustración y el enojo por la lentitud o incumplimiento en el reparto de tierras.
El programa de Chávez, además, retoma la iniciativa de los movimientos rurales en muchas partes del mundo. Lo hace, además, como lo evidencia el reciente Foro Mundial sobre la Reforma Agraria celebrado en España, en una época en la que, después de años de olvido, la tierra y el futuro de la agricultura se han vuelto centrales. En Venezuela se juega hoy, en mucho, el rumbo que la cuestión campesina seguirá en América Latina.

Democracia y pantomima

El Hato el Charcote es una propiedad extendida a lo largo de 12 mil 950 hectáreas de las llanuras del estado de Cotejes. Operado por la empresa Agrofora, filial de la empresa británica Vestey Group, dedica parte de su superficie a la producción de carne. La compañía suministra el 4 por ciento del vacuno consumido por los venezolanos y ha sido pionera  en la implementación de mejoras genéticas del rebaño. Posee una bien ganada fama como evasora de impuestos. Hace apenas unas semanas, el gobierno venezolano aseguró que los documentos de propiedad presentados por la compañía eran irregulares y cerca de 5 mil hectáreas estaban ociosas, no tienen productividad y se consideran latifundio. Por ello las declaró sujetas a reforma agraria y anunció que las entregaría a 230 familias que las ocupaban desde hace años.
El pasado 13 de enero, la revista inglesa TheEconomist, describía, indignada, una visita de inspección a la finca que precedió a la expropiación, diciendo: “El 8 de enero, el estruendo de los helicópteros sobre el rancho anunciaba la llegada de Johnny Yáñez, el gobernador chapista de Cojedes, llevando con él la primera ´orden de intervención´ del país contra una propiedad rural. Iba acompañado de unos 200 soldados y comandos policiales fuertemente armados. El señor Yáñez, antiguo capitán del ejército, anunció que la propiedad privada ´era un derecho pero no un derecho absoluto´”.
La expropiación de parte de la hacienda del Charcote es un emblema. La demostración de que, como señaló el presidente Hugo Chávez, “la guerra contra el latifundio se instaló para quedarse en una verdadera revolución y democracia, en la cual debemos enfrentar este problema, dominarlo y derrotarlo, la guerra contra el latifundio es esencia de la lucha bolivariana.”
Y es que Chávez comenzó 2005 con una ofensiva a fondo contra la estructura de la tenencia de la tierra.  El 10 de enero el presidente firmó el “decreto para la reorganización de la tenencia y uso de la tierra de vocación agrícola”, al que se llamó “Guerra contra el latifundio”. Ordenó ejecutar así la Ley de Tierras vigente desde noviembre de 2001 pero que modificó la Suprema Corte. La Ley – parte de un paquete de 49 decretos- fue promulgada bajo poderes especiales que buscaban evitar el debate parlamentario.
José Luis Betancourt, presidente de la organización gremial de los ganaderos señaló, de inmediato que “Este no es el camino correcto. Si se quiere eliminar la propiedad y la institucionalidad, significará la pérdida de la paz”. (Citado por Ernesto J. Navarro, Ley de tierras vs. Oligarquía del campo, 13 de enero de 2005,  revoltaire.net).
La norma indica que la distribución de la tierra permanece en manos del Estado y faculta al gobierno a promover la formación de cooperativas de campesinos y granjas colectivas. Grava con un impuesto a todo predio que esté sin cultivar en más de un 80 por ciento. Otorga tierra a los campesinos que no la tienen y que se comprometan a sembrarla. Empero, solo están sujetas a expropiación los latifundios con tierras de calidad y que no estén explotadas, siempre que tengan una extensión de 100 hectáreas, o de más 5 mil si las tierras son de menor calidad. Cualquier ciudadano venezolano puede solicitar una parcela de tierra, y después de sembrarla durante tres años obtener un título de propiedad hereditario.
Una comisión agraria, de carácter temporal, formada por altos funcionarios del Estado revisará la situación de las tierras y entregará las que se encuentren ociosas. La inspección alcanzará a más de 40 mil fincas.
La distribución de predios está acompañada de otras medidas que buscan garantizar el éxito productivo del reparto. Entre ellas se encuentran acceso créditos blandos, entrega de maquinaria agrícola a cooperativas, asesoría técnica, capacitación, construcción de silos y comercialización de los productos.
Venezuela tiene cerca de 25 millones de habitantes y el 14 por ciento vive en zonas rurales. El 80 por ciento del área cultivable está en manos del 5 por ciento de los productores, mientras que 6 por ciento del territorio es aprovechado por 75 por ciento de los campesinos, y alrededor de de 30 millones de hectáreas se encuentran sin producir.
Según datos del Ministerio de Agricultura y Tierras (MAT) importa de Estados Unidos, Canadá, Brasil y Colombia y otros países más del 70 por ciento de los alimentos que consume. Este hecho implica un “dumping” permanente que deprime los precios que reciben los productores nacionales, un desestímulo a la producción nacional, y otra fuente de frustración y descontento para el sector. El 10 de marzo pasado, Hugo Chávez afirmó que “una democracia que permita eso es una democracia de pantomima.” 
La Constitución Bolivariana hace énfasis en la agricultura como base de un desarrollo del campo sustentable. Señala que el Estado deberá desarrollar este sector para garantizar seguridad agroalimentaria y elevar la calidad de vida en el medio. Su artículo 307 establece: “El régimen latifundista es contrario al interés social.” Define como latifundio toda extensión de tierra mayor de 5 mil hectáreas que esté ociosa e inculta y sea de sexta o séptima clase.
 Indicador de la importancia de la cuestión agraria es el hecho de que, la promulgación de la Ley de Tierras en noviembre de 2001 fue el punto de arranque fe las movilizaciones antichavistas. Las cámaras de comerciantes e industriales protestaron por primera vez en contra del Ejecutivo, el 10 de diciembre de 2001, llamando a un paro para oponerse a la Ley de Tierras, porque supuestamente desafiaba los derechos de propiedad.
Las presiones de los grandes propietarios provocaron que el Tribunal Supremo de Justicia excluyera dos artículos del decreto (el 89 y el 90) sobre la afectación y adjudicación de tierras.
No obstante ello, el gobierno bolivariano distribuyó hasta finales de 2004 más de dos millones de hectáreas a cien mil familias. En su mayoría, las tierras entregadas eran propiedad del Estado.
La reforma, junto con el reconocimiento jurídico de los derechos de los pueblos indígenas y la aceptación de la existencia de una profunda discriminación racial, han dado poder a quienes no lo tenían y provocado el malestar de los pudientes. La distribución de la tierra se convirtió  en “piedra de toque” para la construcción del bloque oligárquico que protagonizó el golpe de Estado en abril de 2002.
    
La primera reforma agraria

La Ley de Tierras de Hugo Chávez es, de hecho, una segunda reforma agraria en Venezuela. La primera fue promovida por el gobierno de Belisario Betancourt  en 1960. Tuvo como telón de fondo la caída de un gobierno dictatorial, el ejemplo y la influencia de la Revolución Cubana, la “Alianza para el Progreso” y una influencia nada despreciable del Partido Comunista de Venezuela entre los campesinos.
Según Betancourt “La reforma agraria venezolana fue proyectada como un esfuerzo decisivo que no sólo serviría para originar una distribución más equitativa de la riqueza y de la renta, sino que produciría el efecto de elevar señaladamente el rendimiento y la productividad de la agricultura en el país…” (Citado en Robert J. Alexander, El Partido Comunista de Venezuela, ed. Diana, México, 1971).
En su informe al Congreso, el entonces presidente hizo un balance de la reforma: “Sesenta mil familias campesinas han recibido su propia tierra –dijo- con la distribución de alrededor de un millón 800 mil hectáreas. Poco menos de la mitad de esa extensión fueron expropiadas a terratenientes.”
El objetivo de la reforma agraria de Betancourt no fue nunca acabar con los grandes terratenientes. La medida permitió crear una leal clientela política a favor de Acción Democrática (AD) pero no resolvió los problemas del campo. Sucedió, además, que durante la década de los sesenta muchos campesinos vendieron las tierras que habían obtenido a través del reparto a los latifundistas, ante la falta de crédito, asistencia técnica y acceso a los mercados.
La reforma fracasó: dejó una población campesina diezmada en su entorno, sin estímulo, sin política gubernamental, empobrecida y sin tierra. Las estadísticas del Instituto Nacional Agrario en 1998 señalaron que el Estado repartió 11.5 millones de hectáreas entre 230 mil familias campesinas desde 1961, pero asignó grandes cantidades de tierra a quienes no eran sujetos de ella. De acuerdo con un estudio de la organización no gubernamental Provea, en 1988 los grandes propietarios poseían 42 por ciento del total de las tierras explotadas del país, frente al 23 por ciento que tenían en 1958. (Causa Popular, Reforma Agraria en Venezuela, 15 de enero de 2005).
El impulso inicial de la reforma de Betancourt desapareció tan pronto como una nueva bonanza petrolera permitió olvidarse de la producción rural. Agricultura y petróleo están fuertemente asociados en Venezuela. “Con la expansión de la producción petrolera, el centro de gravedad de la economía se desplazó de la tierra cultivada hacia el subsuelo, que estaba dado naturalmente –escribe Fernando Coronil (El Estado mágico: Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela, Nueva Sociedad, 2002); y de los productores agrícolas privados hacia el Estado como propietario de tierras. A la renta del suelo agrícola, que se distribuía mediante la competencia económica entre los productores regionales de café y cacao, la sustituyó ahora la renta del suelo minera, monopolizada y distribuida a discreción por el Estado central.”
Desde 1925 el oro negro se convirtió en el primer producto de exportación de ese país. Esta base moldeó, durante muchos años, un sistema de democracia restringida y minimizó la lucha de clases. De hecho, la democracia venezolana fundada por el Pacto de Punto Fijo (1958) descansaba en la distribución de las rentas petroleras a través de un sistema de clientelismo político. Las cuantiosas ganancias permitieron financiar importaciones masivas de alimentos y posponer la búsqueda de la soberanía alimentaria.
La conversión de Venezuela  de nación agrícola a exportadora de oro negro creó, de acuerdo con el mismo Fernando Coronil una modalidad de la lucha de clases centrada en el Estado, cuyo núcleo primario no era la apropiación de plusvalía producida nacionalmente sino la captación de rentas petroleras. Así las cosas “en la defensa de sus intereses las clases no intentaban tanto usar al Estado unas contra otras a fin de obtener ingresos (aunque, por supuesto, también lo intentaba), sino usar a cada una para obtener acceso al Estado en tanto fuente primaria de riqueza.” (Ibid. ) El mundo rural no fue la excepción.
Según The Economist, la nueva reforma agraria chavista no tendrá un mejor destino. “Hostigando al sector privado – afirma la publicación- el gobierno simplemente ha intensificado la dependencia que tiene Venezuela del petróleo, y todas las distorsiones que lo acompañan. El gobierno dice que Venezuela importa el 70 por ciento de los alimentos que consume. La oposición responde que las importaciones de comida se han quintuplicado desde que Chávez llegó al poder, mientras que la producción agrícola ha caído.”

El desafío

La reforma agraria venezolana desafía la posición del Banco Mundial (BM) sobre el acceso a la tierra. Mientras que el gobierno venezolano ha puesto en marcha un ambicioso programa de reparto de predios, el organismo multilateral ve en el mercado un instrumento eficaz y viable para facilitar el acceso a la tierra de los pobres rurales.
El modelo de reforma agraria guiada por el mercado promueve la seguridad de los derechos de propiedad, la formación de Bancos de Tierra y el otorgamiento de créditos a los solicitantes de tierra para que adquieran parcelas. Usualmente los campesinos deben pagar por esos terrenos financiamientos con tasas de interés muy altas para comprar predios de mala calidad a grandes terratenientes que quieren deshacerse de sus propiedades. Asimismo, ha promovido que se adopten políticas para privatizar las tierras públicas y para dividir las explotaciones comunales en pequeñas parcelas, con títulos individuales de propiedad que pueden ser vendidos. También ha promovido la formación de asociaciones productivas, que prestan dinero a los campesinos con tierra, a condición de que se pongan al servicio de una gran empresa. (Véase: Banco Mundial, Política de Tierras para el Crecimiento y la Reducción de la Pobreza, mayo de 2003).
Sus promotores sostienen que tienen múltiples ventajas:
a) Las transferencias de tierra se realizan de acuerdo con la disposición de compradores y vendedores.
b) El proceso de selección de beneficiarios permite identificar a aquellos que realmente están interesados en adquirir tierras y están dispuestos a trabajarla y pagar por ello.
c) Los subsidios otorgados permiten compensar la falta inicial de capital de trabajo.
d) Las distribuciones de tierra y capital de trabajo se realizan en función de las necesidades específicas de los beneficiarios, a diferencia de las reformas agrarias tradicionales que otorgan cantidades promedios de tierra y capital.
e) Son administrativamente más baratos y efectivos. (Véase, Javier Molina Cruz, Acceso a la tierra por medio del mercado: experiencias de Bancos de Tierras en Centroamérica).
Un informe elaborado por Klaus Deininger para el Banco Mundial concluyó “que el arriendo de la tierra es una herramienta que contribuye enormemente al bienestar de los pobres, por cuanto facilita el acceso, el uso productivo y la expansión de la propiedad a aquellos pobres o familias sin tierra que tienen las capacidades adecuadas para ello; esto sin duda es un beneficio para todos."
Pero no todo es miel sobre hojuelas. Aún quienes creen en las bondades de este modelo han encontrado serias dificultades para su funcionamiento. Entre los problemas destacan las ineficiencias en el mercado de tierras; la ausencia de crédito para la compra de tierras y la falta de activos por parte de los pobres rurales que reducen su capacidad de participar en el mercado de tierras. La ausencia de un contexto institucional adecuado. La carencia de financiamiento de largo plazo. La existencia de una fuerte asimetría entre compradores y vendedores. Los elevados costos de transacción. La poca confiabilidad y exceso de centralismo del sistema de resolución de conflictos.
La experiencia muestra, efectivamente, resultados distintos. De acuerdo con el investigador del CECCAM Peter Rosset, “la consecuencia de poner a merced de las fuerzas del mercado el acceso a la tierra de la gente pobre e indígena generalmente ha sido desastroso; ha provocado ventas masivas desesperadas por parte de los pobres, nuevas oleadas de concentración de la tierra para la gente rica, y una más profunda miseria para la mayoría rural.” (Peter Rosset, La Jornada, 27 noviembre de 2004).
Las políticas para dar certeza en el acceso a la tierra (como es el caso de Procede en México) no han redundado en una mayor seguridad de la tenencia de la tierra para los campesinos pobres. Por el contrario, frecuentemente la titulación ha abierto la puerta para que pierdan sus predios.
Según Paul Nicholson, dirigente vasco de Vía Campesina, la política del Banco Mundial está destruyendo la cultura campesina, cancelando la posibilidad de acceder a los recursos fundamentales como el agua, la tierra y las semillas. “Para el BM la tierra es una mercadería como cualquier otra. Pero, la tierra es nuestra identidad como pueblo. Nuestra cultura campesina se basa en un concepto de una economía más autónoma, que depende de los recursos naturales y no de la exportación, que mira la necesidad de la sociedad y no del mercado o del gran agronegocio.  Puede haber sectores que planteen que cabe una negociación con el Banco Mundial, nosotros pensamos que no, porque el BM es el instrumento principal de liberalización y su objetivo no es una redistribución justa y equitativa sino privatizar y concentrar la tierra. Pensar que el BM va a cambiar porque hacemos lobby es hacernos bolas, eso es imposible”. (Adriana López Montjardin, Rebeldía).
Rosset señala también que la estrategia de "banco de tierras" auspiciada por el banco “equivale a regalar fondos fiscales a los propietarios ricos a cambio de tierras sin valor y de baja fertilidad. El peso de las deudas que las familias supuestamente beneficiarias tienen que asumir es imposible de superar en la mayoría de los casos, dada la escasa productividad de la tierra adquirida y el costo de este tipo de "reforma agraria" es tan prohibitivo -puesto que la existencia misma del programa causa la inflación de los precios de la tierra- que en cualquier caso no es práctico.” (Peter Rosset, ibidem).
De acuerdo con el INESC brasileño, con el banco de tierras “el Estado delega la responsabilidad de la distribución y el acceso a la tierra a las oligarquías locales o regionales”. (Instituto de Estudios Socioeconómicos, El Banco Mundial y el Banco de la Tierra: Profundización de la pobreza en Brasil, Nota Técnica No 59, abril de 2002). Un estudio sobre la aplicación del modelo de reforma agraria del Banco Mundial en Brasil concluye que la dramática situación de pobreza que se vive en el campo de ese país nuca podrá resolverse con mecanismo de mercado alguno, y menos aún otorgando créditos para adquirir tierras a campesinos pobres. (Sergio Bauer, A ticket to land. The world ´s market-based land reform in Brasil, Internacional Seminal “The impacts of the World´s Bank market-based land reform”, Washington D.C. Abril de 2002).
Rompiendo con esta lógica, la reforma agraria venezolana considera que la tierra y la propiedad no son un privilegio de unas pocas familias latifundistas, quienes se creen en derecho de adueñarse de la mayoría de la tierra apta para la actividad agropecuaria. Y en sentido contrario al intento del Banco por despolitizar la cuestión de la tierra trasladándolo su “solución” al terreno del mercado, la reforma agraria bolivariana ha puesto en el centro la cuestión del poder. No solo considera que la reforma agraria  es una manera de reducir la pobreza y el hambre, sino, también un camino para una mayor democracia económica y política.

Tierra y revolución bolivariana

La reforma agraria en Venezuela forma parte de un proceso de transformaciones sociales en curso mucho más amplio. El mismo Hugo Chávez ha señalado que  “la lucha y la victoria contra el latifundio es como el oxígeno para esta revolución, es parte esencial de la vida de este pueblo.” Un cambio que sus dirigentes consideran una revolución, a pesar de que la burocracia estatal heredada de las pasadas administraciones frena regularmente las reformas. 
     Los cambios impulsados por el bolivarianismo dentro de la sociedad y el Estado venezolanos son significativos. La administración de Chávez ha desafiado regularmente los propósitos unipolares de la política exterior de la Casa Blanca y promovido un latinoamericanismo que desafía la presencia de la potencia en la región. Ha mantenido excelentes relaciones con Cuba, a la que proporciona petróleo a cambio de ayuda médica y deportiva. Se ha rehusado a involucrarse en la guerra estadunidense contra la drogas en Colombia y ha tendido vías de entendimiento con las guerrillas de ese país.
Se ha negado a aceptar una resolución a favor de una zona hemisférica de libre comercio y ha promovido la formación de un bloque comercial alternativo. Para promover el reordenamiento del mercado petrolero a favor de los países productores, promovió estrechas relaciones con Libia e Irak, parte del eje del mal de la administración Bush. Criticó a Estados Unidos por causar bajas civiles durante los bombardeos en Afganistán. Organizó la exitosa segunda Cumbre de Jefes de Estados y Gobiernos Miembros de la OPEP, que tuvo lugar en Caracas en septiembre de 2000, punto de inflexión en el actual repunte de los precios del petróleo.
Hugo Chávez ha puesto en práctica una política petrolera nacionalista que molesta a las grandes empresas trasnacionales del sector y a los organismos financieros multilaterales. Retomó el control de la industria nacionalizada en 1976 y ha dado prioridad a los recortes a la producción y a la diversificación en las actividades del sector, en contra de la llamada "generación Shell", esto es, de los ejecutivos que presionaron a favor de la salida de su país de la OPEP e impulsaron la privatización de la petrolera estatal Pdvsa. Su quehacer independiente le ha ganado a esa nación un liderazgo mundial indiscutible en este campo.
Una de las claves del triunfo presidencial en el referendo revocatorio de su mandato el año pasado está, precisamente, en la forma en que ha redistribuido las rentas petroleras, desplazando a los antiguos beneficiarios y destinando parte de ellas a los sectores más pobres del país. Lo que no es poca cosa, si se considera que cerca de 70 por ciento de la población de 25 millones de habitantes se encuentra en situación de pobreza. El gobierno bolivariano canalizó durante el 2004 3 mil 200 millones de dólares de los ingresos petroleros para acometer un audaz programa de obras sociales, producción agrícola e infraestructura. El gasto alcanzó alrededor del 32 por ciento del PIB.
Así las cosas, no puede extrañar que los más humildes estén convencidos de que su presidente es la única fuerza que rechaza aceptar una globalización a expensas de ellos.
Venezuela es un país abrumadoramente urbanizado. Según las cifras oficiales el 87 por ciento de la población vive en ciudades y la producción agrícola representa menos del 6 por ciento del PIB, la cifra más baja de América Latina. Los hechos, sin embargo, podrían ser diferentes. De acuerdo con nuevos reportes del Banco Mundial en América Latina viven casi el doble de los pobladores registrados en las cifras oficiales y la producción agrícola dispara la economía no agrícola. Es común, además, que exista una continuidad entre los entornos rural y urbano. La República Bolivariana no tendría porque ser la excepción a este “descubrimiento”. 
La reforma agraria no es la única vía para democratizar la propiedad del suelo en Venezuela. Esta ha sido acompañada por una reforma urbana que ha regularizado los asentamientos irregulares de pobres, transfiriendo la propiedad legal de los barrios a sus habitantes. Reforma agraria y reforma rural van de la mano. Según el experto Michael McDermott si “se lleva a cabo una reforma del suelo urbano pero no del rural, es probable que el desenvolvimiento de sus logros se encuentre empantanado por la abundancia de inmigrantes. La reforma debería ser global y estar integrada.” (Citado en Gregory Wilpert, Colisón en Venezuela, New Left Review).
No es exagerado afirmar que el éxito del proceso transformador venezolano depende, en mucho, del futuro de su reforma agraria.

El largo y sinuoso camino

El 18 de marzo de 2005, el Frente Campesino Revolucionario Simón Bolívar, el Frente Nacional Campesino Ezequiel Zamora y el Movimiento de Bases Populares, dijeron al presidente Chávez: “En esta zona del país la ley de tierras no ha tenido el alcance necesario, entre otras cosas por el ejercicio de los malos funcionarios, el centralismo dentro de este extenso Estado, las debilidades de la propia ley, la inexistencia de espacios para que el movimiento campesino participe efectivamente en las instancias y en la implementación previstas por la ley. Esto ha permitido que los latifundistas pasen a una contraofensiva pretendiendo invalidar las cartas agrarias, logrando el desalojo de quienes ya producían y obtenían créditos, haciendo que sean ineficaces todos los incentivos para impulsar el desarrollo alternativo. En esta región del país se vienen violando los derechos humanos de los campesinos. Asesinatos, torturas, detenciones injustificadas, la existencia del vicariato en una zona donde la presencia del Estado es menor y donde lamentablemente.”
En un informe del Congreso Campesino Venezolano realizado el pasado 5 y 6 de febrero citado por Alain Woods  (Realismo revolucionario frente a utopía reformista, El Militante, 21 de febrero de 2005), se señala: “Aunque había un apoyo universal para el presidente Hugo Chávez, la Ley de Reforma Agraria fue duramente atacada ya que sólo permite expropiar tierras superiores a 5 mil hectáreas y estas tierras necesitan estar sin cultivar. Los campesinos criticaron al Instituto Nacional de Tierras (INTI), porque dicen que es muy lento y burocrático, y los latifundistas están convirtiendo bosques enteros en tierra, mientras el Instituto toma una decisión. Además, el Instituto ha entregado semillas defectuosas. Muchos campesinos que han tomado las tierras directamente se han quejado de que los jueces locales están del lado de los terratenientes y utilizan a la policía local para sacarlos de la tierra”.
El diagnóstico es claro. Hay poco avance en la entrega de tierras por retrasos administrativos y deficientes inspecciones de parte de los técnicos del INTI, pleitos legales interpuestos por parte de los terratenientes,  y los desalojos violentos de las tomas de tierra. 
La situación se complica por el deficiente nivel organizativo del movimiento campesino, sus diferencias y divisiones internas, la carencia de cuadros y militantes preparados,  y una erosión de la confianza de la base en sus representantes al estado.  Ciertamente, al calor del chavismo se formó la CANEZ (Coordinadora Agraria Nacional Ezequiel Zamora), que suma 13 organizaciones. Sin embargo, la naciente fuerza rural no tiene gran visibilidad ni interlocución significativa frente al gobierno.
Impulsada simultáneamente desde arriba y desde abajo, la reforma agraria choca, empero, con una compleja maraña de intereses que dificultan su avance. La fuerza y la influencia de los latifundistas en tribunales y poderes locales, la inercia burocrática de muchos funcionarios responsables de implementarla, las deficiencias de la ley, la violencia de sicarios, la insuficiente organización de los campesinos. La distancia entre las expectativas de los solicitantes de tierra y los resultados ha generado simultáneamente adhesión a Hugo Chávez y frustración e impaciencia hacia una parte de las instituciones gubernamentales y sus funcionarios.
En la reforma agraria venezolana se resumen, en mucho, las paradojas de una revolución que, teniendo el control del viejo aparato estatal, no cuenta con una correlación de fuerzas claramente favorable en muchas regiones y sectores sociales.