Luis Hernández Navarro
     
Alimentos: el silencioso asesinato en masa
(Página Abierta, 195, septiembre de 2008)

            Comenzó en México con la guerra de la tortilla en enero de 2007. Siguió Italia con la huelga del espagueti nueve meses más tarde. Después se convirtió en un alud imparable. Las protestas contra el alza en el precio de los alimentos se sucedieron una tras otra en Haití, Mauritania, Yemen, Filipinas, Egipto, Bangladesh, Indonesia, Marruecos, Guinea, Mozambique, Senegal, Camerún y Burkina Faso.
            En el mundo de hoy hay más hambre de la que había. La desesperación y la rabia ante el hecho de no tener un bocado para llevarse a la boca ha provocado saqueos y robo de cereales en campos, bodegas y tiendas; también caos, pillaje e incendios. Muchos gobiernos han respondido con detenciones arbitrarias, asesinatos y torturas. En Pakistán y Tailandia el Ejército patrulla las calles.
            En Haití, las manifestaciones dejaron un saldo de varios muertos y decenas de heridos. Para paliar el descontento, el haitiano René Préval anunció un programa de subvención para la producción local de arroz, leche y huevos.
            En Marruecos, ciudadanos furiosos han formado los tansikiyate para luchar contra el alza de precios de productos de primera necesidad. El pan subió de golpe un 25 por ciento en septiembre de 2007 y se produjeron graves incidentes en la ciudad de Sefrú.
            En Egipto, el descontento actual remite a épocas pasadas. El clérigo de la Universidad de Al Azar Sheik Yusef al Bradi recordó las similitudes con la famosa “revuelta del pan” en 1977, cuando el Gobierno intentó recortar las subvenciones a los alimentos, y se produjeron grandes disturbios. Por lo menos, tres personas murieron en la Delta del Nilo.
            En febrero de 2008 se suscitaron graves conflictos en Camerún. La policía reprimió a los inconformes salvajemente. El presidente Paul Biya, que gobierna desde 1982, reconoció 40 muertos; los inconformes afirman que fueron más de cien.
Se trata de un hecho global. Usualmente, la escasez generalizada de alimentos se ha generado en países y regiones localizadas, ante desastres naturales, plagas o guerras. Pero ahora sucede de manera simultánea en multitud de países y varios continentes.
El aumento –por ejemplo– de los precios del trigo tiene un impacto real, pero limitado para los consumidores europeos. En el Viejo Continente el pan supone apenas el 1,8 por ciento del costo de la canasta básica. Pero en países con poblaciones pobres, como India, China y Egipto, que han hecho grandes esfuerzos por combatir la desnutrición, ha tenido efectos severos.
            La situación es dramática. Cada cinco segundos muere un niño menor de 10 años en el mundo por hambre y la situación va a agravarse. Hay cerca de 850 millones de seres humanos que no tienen qué comer. El Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas estima que, a partir de la actual crisis, hay 100 millones de personas hambrientas más. De acuerdo con  la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en 37 países se ha desatado una crisis alimenticia. En 2008, las naciones más pobres pagarán un 65 por ciento más por sus importaciones de cereales; en algunos países africanos el incremento será del 74 por ciento.
Jean Ziegler, relator especial de la ONU sobre el Derecho a los Alimentos, sostiene que es como si detrás de cada víctima por la hambruna hubiese un asesinato: «Esto es un asesinato en masa silencioso».

La ley de San Garabato (vender caro, comprar barato)

            La producción de alimentos se ha modificado sensiblemente en el último año y medio. Las piezas del sistema agroalimentario mundial se han trastocado. Hasta ahora, la agricultura se había caracterizado por una caída sostenida en los precios reales, acompañada de incrementos temporales en los precios de algunos productos,  cultivos excedentarios, agresivas políticas de apoyo a los precios y protección comercial. Esta disminución en los precios ocurrió a pesar del aumento en los costos de fertilizantes y energéticos.
            Esta tendencia cambió ya radicalmente. El nivel de reservas de granos y oleaginosas de acuerdo a los estándares históricos ha disminuido dramáticamente. Sus precios se han incrementado, hasta llegar a las nubes. Hoy, en Asia, el arroz cuesta tres veces más de lo que valía hace apenas tres meses. En la Bolsa de Chicago, el precio de un bushel (25.401 kilogramos) de maíz alcanzó 6,37 dólares, un precio nunca antes visto. El trigo aumentó su valor el 130 por ciento en un año.
            Esta escalada inflacionaria abarca muchos otros productos agropecuarios. En México, el litro de aceite subió de 6,73 pesos en enero de 2006 a 36,50 en abril de 2008, mientras que el pan de caja pasó de 13,21 pesos en enero de 2006 a 24 pesos en abril de este año. En casi todo el mundo han aumentado los precios de los lácteos, las carnes, el huevo, los vegetales y las frutas.
            Irónicamente, durante 2007 la producción mundial de granos aumentó un 4 por ciento en relación con 2006. La cosecha fue de 2.300 millones de toneladas. Esto es un volumen tres veces mayor al obtenido en 1961. Sin embargo, durante ese mismo lapso de tiempo la población humana se duplicó.
            El problema del hambre en el mundo no es, entonces, la falta de comida sino la de millones de seres humanos que no pueden comprarla. En contra de lo que señalan las leyes del mercado, que dicen que si la producción aumenta los precios bajan, el costo de los alimentos ha subido.
            Parte de la adversidad proviene de la creciente concentración monopólica de la industria agroalimentaria mundial. El hambre de muchos es la bonanza de pocos. En momentos de adversidad como la actual crisis, un pequeño puñado de empresas han visto crecer sus ganancias de manera desorbitada.
            Es el caso de las compañías dedicadas a la fabricación de fertilizantes. Durante 2007, Potato Corp incrementó sus beneficios en un 72 por ciento con respecto a 2006. Yara tuvo un 44 por ciento más de utilidades. Las ganancias de Sinochem crecieron en un 95 por ciento, y las de Mosaic en un 141 por ciento.
            También, las grandes comercializadoras de granos. Durante los tres primeros meses de 2008, Cargill obtuvo unos beneficios de un 86 por ciento más que durante el mismo periodo del año anterior. Durante 2007, ADM tuvo unas ganancias superiores en un 67 por ciento a las de 2006; Conagra, un 30 por ciento; Bunge, un 49 por ciento, y Noble Group, un 92 por ciento.
            Igual suerte tienen las multinacionales procesadoras de alimentos como Nestlé y Unilever, y las firmas dedicadas a producir semillas y agroquímicos como Dupont, Monsanto y Sygenta (véase “El negocio de matar de hambre”, Grain, abril de 2008).

Los granos de la mazorca

            ¿Por qué, entonces, si el volumen de la cosecha de granos durante 2007 alcanzó un récord mundial, los precios de los alimentos se han elevado como lo han hecho?
Básicamente, por la confluencia de cinco factores en el marco de la crisis general de un modelo de producción agropecuario. Esos factores son: la utilización de granos básicos para elaborar agrocombustibles; el incremento en el precio de los insumos; los efectos del calentamiento global en la agricultura; los cambios en el patrón de consumo alimenticio, y la especulación en la Bolsa de Valores. Todo ello, como parte de la crisis del modelo de la  agricultura industrial en grandes predios, altamente dependiente del petróleo, basada en la lógica de las ventajas comparativas y el libre comercio, dominante hoy en día.
            En sincronía con el aumento del precio del petróleo en el mundo se ha intensificado la elaboración de agrocombustibles. Más que por el impulso del mercado, su fabricación ha crecido por el apoyo de cuantiosos subsidios y políticas públicas destinadas a su fomento. La Unión Europea acordó como obligación para 2010 que el 5,75 por ciento del transporte se base en bioetanol y biodiésel. En Estados Unidos, la legislación prevé que en 2012 se usarán 27.000 millones de litros de agrocombustibles. George W. Bush propuso como meta elaborar 133 millones de litros en 2017. Para ello se ha establecido un ambicioso programa de incentivos económicos a los productores.
El crecimiento de la demanda mundial de agrocombustibles ha reducido la producción de granos, reconvertido los cultivos en amplias superficies agrícolas y disparado los precios. La población mundial consume directamente menos de la mitad de los granos que se cosechan. El resto sirve para alimentar vacas y vehículos motorizados.
            El incremento en el precio del petróleo ha subido los costos de producción agrícola. El modelo preponderante es adicto al oro negro. No puede sembrar sin él. Los fertilizantes y parte de los agroquímicos utilizados en las cosechas son hechos con petróleo. La maquinaria y los vehículos para sembrar, cosechar, procesar, almacenar y transportar necesitan combustibles y aceites provenientes de refinados del  petróleo. Parte de la energía eléctrica requerida para extraer agua y regar los sembradíos se genera con derivados del petróleo. Los plásticos que cubren los invernaderos y las mangueras para regar los campos son fabricados con materias primas provenientes del petróleo. Los materiales para envasar y el trasporte hacia los mercados requieren derivados del petróleo. Y todos ellos cuestan más ahora. Plásticos como el polipropileno valen hasta un 70 por ciento más que en 2003.
            El modelo agrícola industrial preponderante es parcialmente responsable del cambio climático. Ahora, esa transformación ha dislocado la agricultura mundial. La tradicional incertidumbre del sector es mucho mayor. El uso excesivo de fertilizantes, la degradación de suelos, la reconversión de terrenos antes forestales y la ganadería han convertido a la agricultura en uno de los mayores productores de gases de efecto invernadero. Según el informe Stern, la suma de producción agrícola, cambio de uso del suelo, producción y comercialización de insumos y fabricación de equipos e implementos agropecuarios son responsables del 41 por ciento del total de las emisiones de gas carbónico que se emiten en el mundo.
            El clima ha enloquecido y arrastrado en su enloquecimiento la vida rural. La sequía en Australia devastó las siembras de trigo y las exportaciones cayeron más del 20 por ciento. Canadá, segundo productor mundial después de Estados Unidos, va a tener la producción más pequeña en cinco años. En Kansas se sufrieron nevadas. En China, el calentamiento global acortará el periodo de crecimiento de los cereales, y las semillas no tendrán tiempo de madurar. Además, las recientes inundaciones destruyeron 5,5 millones de hectáreas de trigo y colza. Sequías y lluvias amenazan con derrumbar las cosechas por doquier.
            El crecimiento económico en países como India y China han modificado el patrón de consumo alimentario de millones de personas. Hoy comen más, mejor y otro tipo de comida. Por ejemplo, el consumo de carne de vacuno ha crecido. Pero para producir un kilo de carne de res en pie se necesitan ocho kilos de cereales. Un kilo de carne comestible requiere del doble de cereales. Así que detrás de los millones de hamburguesas que se consumen en el mundo hay más y más sembradíos de granos y oleaginosas para engordar vacas.
            El mercado agrícola ha entrado en la órbita financiera. La comida forma parte del casino de la especulación financiera. Ante la crisis de las hipotecas, la debilidad del dólar y la recesión en Estados Unidos, los Fondos de Inversión se han trasladado al lucrativo negocio del hambre. La comida se ha convertido –mucho más de lo que ya era– en un bien para especular. Durante 2007, esos Fondos invirtieron 175.000  millones de dólares en el mercado de futuros (contratos que obligan a comprar o vender una mercancía a un precio y un plazo determinados). Actualmente, dominan el 40 por ciento de los contratos en la Bolsa de Valores de Chicago, una proporción sin precedentes. La compra de soya en ese terreno pasó de 10 millones de toneladas en marzo de 2007 a 21 millones el mismo mes de este año.
 
Un modelo en crisis

            La producción de alimentos es un arma clave y poderosa que Estados Unidos ha aceitado desde hace décadas. Guerra, alimentos y derechos de propiedad intelectual están estrechamente vinculados a la estrategia económica de la Casa Blanca desde los años 70. Desarrollo de la industria militar, producción masiva de granos y patentes han sido pilares de la hegemonía estadounidense en la economía mundial.
            La comida es un instrumento de presión imperial. John Block, secretario de Agricultura entre 1981 y 1985, afirmó: «El esfuerzo de algunos países en vías de desarrollo para volverse autosuficientes en la producción de alimentos debe ser un recuerdo de épocas pasadas. Estos países podrían ahorrar dinero importando alimentos de Estados Unidos».
            Los productos agrícolas made in USA son una de las principales mercancías de exportación de ese país. Con su mercado interno saturado, está empujando, agresivamente, para abrir las fronteras a sus alimentos. Una de cada tres hectáreas se destina a cultivar productos agropecuarios para exportación. Una cuarta parte del comercio rural la realiza con otros países. Si hasta antes de 1973 los ingresos de las ventas de este sector al exterior fluctuaban en alrededor de 10.000 millones de dólares cada año, a partir de entonces escalan a un promedio anual de 60.000 millones de dólares. El éxito se basó, sobre todo, en la combinación de apoyos gubernamentales a la producción y al producto para derrumbar los precios por debajo de los costos de producción, así como en abundantes subsidios a la exportación.
            El presidente George W. Bush lo ratificó al firmar la Ley de Seguridad para las Granjas e Inversión Rural de 2002. «Los estadounidenses –dijo– no pueden comer todo lo que los agricultores y rancheros del país producen. Por ello tiene sentido exportar más alimentos. Hoy, el 25 por ciento de los ingresos agrícolas estadounidenses provienen de exportaciones, lo que significa que el acceso a los mercados exteriores es crucial para la sobrevivencia de nuestros agricultores y rancheros. Permítanme ponerlo tan sencillo como puedo: nosotros queremos vender nuestro ganado y nuestro maíz y nuestros frijoles a la gente en el mundo que necesita comer».
            Sistemáticamente, los organismos financieros multilaterales han promovido la destrucción de la producción agrícola local y la importación de alimentos de las naciones más pobres. El 70 por ciento de los países en desarrollo son ahora importadores netos de alimentos. Sus habitantes viven el asesinato silencioso en masa de esta guerra no declarada.
            Aunque los sprinbreakers del libre comercio, como Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial, insisten en que para superar la crisis hay que hacer más de lo mismo, esto es, liberalizar los mercados, desregular la economía, desarrollar nueva tecnología y dar ayuda alimentaria, el modelo de agricultura industrial y ventajas comparativas comienza a cuartearse. Los Estados se han decidido a intervenir en la economía.
            Según Economist Intelligence Unit (La Jornada, 29 de abril de 2008), «de 58 países cuyas reacciones son seguidas por el Banco Mundial, 48 han impuesto controles, subsidios al consumidor, restricciones a la exportación o aranceles inferiores». Malawi ha desafiado con éxito el Consenso de Washington y se ha convertido en exportador de granos.
            A fines de febrero, el presidente Evo Morales aprobó un decreto que prohíbe temporalmente la exportación de varios alimentos, como la carne de res y el arroz, debido a su escasez en el mercado. La medida también afecta al trigo, el maíz, el azúcar y los aceites comestibles, que Bolivia exportaba a países vecinos, y cuya carestía en el mercado local disparó los precios. Según el mandatario boliviano, «en la vivencia familiar, cuando sobran nuestros productos, tenemos todo el derecho a vender y exportar; si faltan, estamos en la obligación de garantizar la alimentación familiar».
            Quince países latinoamericanos acordaron en la Cumbre sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria declarar la emergencia.  Nicolás Maduro, canciller venezolano, propuso crear un “fondo agrícola-petrolero” y un banco latinoamericano de productos agropecuarios. Los gobiernos centroamericanos están desembolsando dinero en efectivo, dando fertilizantes y semillas mejoradas, comprando granos a los campesinos para evitar que los altos precios terminen hundiendo en la miseria a millones de personas.
            India ha prohibido que el arroz, el trigo, los garbanzos, las papas, el caucho y el aceite de soya coticen en el mercado de futuros. Rusia ha congelado precios de leche, huevos, aceite y pan. El Gobierno chileno entregará un bono equivalente a unos 45,5 dólares a 1,4 millón de familias más pobres. Indonesia ha triplicado sus subsidios a los alimentos.
            La superficie agrícola llegó, en lo esencial, a su límite. El modelo de revolución verde de los sesenta ha alcanzado un tope. Entre los setenta y los noventa, los rendimientos agrícolas crecieron a un ritmo del 2,2 por ciento anual. Sin embargo, ahora aumentan a una tasa de un 1 por ciento anual. No hay tierra agrícola suficiente para producir simultáneamente granos para la alimentación humana y para dar de comer a los automóviles. Es falso que los transgénicos vayan a resolver esta crisis; por el contrario, la agravarán.
Para los pobres del mundo, las noticias no son buenas. El futuro inmediato será de penuria alimentaria y altos precios. No hay en el futuro inmediato perspectiva de comida barata.
            El asesinato silencioso en masa que viven hoy las naciones no desarrolladas y sus pueblos debe ser detenido. Ello sólo será posible cambiando drásticamente el actual sistema agroalimentario. La solución al problema está en las manos de 450 millones de campesinos minifundistas, a los que, por todos los medios, se ha tratado de expulsar de sus parcelas.  Tres cuartas partes de los pobres del mundo sobreviven de la agricultura, y el 95 por ciento de los campesinos habitan en países pobres. Es a ellos a quienes debe apoyarse.
            También deben impulsarse políticas públicas que defiendan la soberanía alimentaria de las naciones. Cuando sea necesario, los gobiernos deben tener el derecho a cerrar sus fronteras para defender su producción interna, a apoyar a sus productores con los estímulos que consideren convenientes. Hoy, más que nunca, la agricultura debe estar fuera de la Organización Mundial del Comercio.
Como lo saben quienes han vivido guerras, la mayor debilidad de una nación es depender de otras para alimentar a sus ciudadanos. La comida más cara es la que no se tiene.