Luis Joaquín Rebolo González

Memoria subversiva y alternativas sociales
(Página Abierta, 150, julio de 2004)

Últimamente hemos vuelto a oír cómo se utiliza la palabra memoria de modos tan diversos como interesados. Hace unos meses oía a José Mª Aznar, parafraseando la famosa frase de G. K. Chesterton, «la Historia es la democracia con los muertos», después de lo cual algunos no han dudado en citar al genial periodista cervecero para referir el peso que la memoria del dolor debe tener en la Historia.
En las V Jornadas de Pensamiento Crítico, una de las sesiones simultáneas refería oportunamente en su título, “Historias de sufrimiento y memoria de las víctimas: reflexiones ético-políticas”, cómo las víctimas irrumpen hoy y siempre en la Historia oficial que hacen los vencedores y abren desde su potencial crítico nuevos horizontes ético-políticos. Pero, ¡qué dos formas tan distintas de apelar a la memoria del sufrimiento! Os invito, por eso, a profundizar en lo que la categoría “memoria” ha venido significando y cómo puede provocar a nuestros diversos intentos de llevar a cabo una praxis social más justa y solidaria.

La categoría “memoria” en el pensamiento crítico

La memoria del sufrimiento no puede considerarse un tema nuevo. No obstante, su dinamismo crítico podría ser el fundamento aún por descubrir de una acción alternativa mucho más incisiva. Th. W. Adorno recogía en su obra la siguiente intuición de G. Simmel esbozada en el contexto de la Segunda Guerra Mundial: es sorprendente lo poco que la filosofía se refiere al sufrimiento humano. Efectivamente, una consecuencia de las pretensiones ilustradas es que la persona misma acaba convirtiéndose en un valor abstracto del mercado, desfondada de toda singularidad y reducida a un mero concepto, reducida –perdonen la expresión– a las cenizas de Auschwitz. De este modo, el sujeto va a la deriva de la más fuerte de las corrientes: el do ut des, doy para que me des, el interés.
Adorno reaccionó interpretando la Historia como sufrimiento y fraguando un pensamiento que pretendía poner de manifiesto el dolor de las víctimas ante los poderes alimentados por el principio de dominio. La memoria del dolor no nos habla del “sujeto” o de la “humanidad” en abstracto, sino del otro concreto, del hermano de mi vecino que amaneció muerto en las playas de Rota tras naufragar su patera. M. Horkheimer reivindicaba, igualmente, la relación entre razón y memoria, de modo que el uso crítico del recuerdo se fue perfilando como el fundamento de la razón práctica. También otros pensadores como W. Benjamin o H. Marcuse proponían redescubrir el pasado como modo de suscitar perspectivas desafiantes para una sociedad establecida sobre las despersonalizadas leyes del canje.

La memoria como mediación social

Adorno, por tanto, reivindica dos cosas: la dimensión subversiva de la tradición entendida como memoria de los sufrientes y su valor como mediación, porque «cuando toda tradición se extingue, comienza la marcha hacia la inhumanidad».
El concepto “memoria” no quiere ser expresión de ningún tradicionalismo de aquellos que la razón ilustrada hizo entrar en crisis, sino un modo de hacer frente a las formas de filosofía crítico-prácticas de la Historia y la sociedad que evitan la relación entre razón e Historia en beneficio de la razón abstracta, a-histórica y des-subjetivada. La memoria reclama una razón anamnética, un logos con memoria; es decir, un modo de pensar que no reduzca el sujeto a una abstracción conceptual sin referencia a la Historia y a los procesos sociales. Por eso, una razón crítica debe asumir siempre el carácter biográfico del sujeto.
Pero, ¿cómo podríamos hacer de la memoria una forma de mediación crítica en nuestra praxis social? Nosotros contestamos: narrando. La narración es el lugar donde vive la memoria. Cuando cualquier tipo de represión recorta las libertades siempre se agudiza la memoria como expresión crítica. La mediación del recuerdo de la libertad es de naturaleza práctica: relatar historias peligrosas, porque en ellas se introduce, pervive y se trasmite el interés por la libertad. Nosotros mismos hemos experimentado recientemente cómo la memoria concreta de los testimonios de iraquíes que han padecido la guerra se ha convertido en un instrumento de unión solidaria en el dolor de la persona singular. Por eso, nombrar a esas personas es mantener encendida la llama de quien, vivo o muerto, reclama justicia.
La memoria, en definitiva, no es un mero amor a las tradiciones, sino una comunidad de solidaridad con las víctimas de la Historia (solidaridad hacia atrás) que interrumpe el sistema utilitarista al uso y la ley del interés. La memoria no es tampoco la «anámnesis» platónica de la idea, sino un movimiento de solidaridad que rememora acontecimientos con urgencia de futuro (solidaridad hacia delante).

La manipulación ideológica de la memoria

No obstante, el sufrimiento también es susceptible de una manipulación ideológica. Antonio Duplá habla en este sentido de “indignaciones selectivas” en su artículo publicado en la revista Página Abierta (abril de 2003). Allí expone, refiriéndose al problema vasco, cómo la actitud ante las víctimas está muchas veces lastrada por criterios partidistas sin que se dé compasión ni solidaridad con los sufrientes como tales. Es decir, cuando se apela al dolor de las víctimas hay que mantener viva la memoria de todas ellas. Por ejemplo, siempre se habló más de las víctimas de ETA que de los miles de muertos en el Estrecho; de las víctimas del 11-M que de las iraquíes (¡las bombas que tiramos en Irak explotan en Madrid!), etc. Pero también hubo plataformas sociales de memoria selectiva que no secundaron las condenas al ataque del World Trade Center o que guardaron silencio ante las ejecuciones en Cuba. Hay víctimas de las que ni se habla.
Un misionero en Zimbabue nos comentaba las palabras que le dijo el corresponsal de una agencia de noticias: «A África no vamos por menos de quinientos muertos». ¿Son víctimas distintas o lo que es selectiva es nuestra indignación? La memoria de todas las víctimas nos hace salir de los reduccionismos partidistas y aceptar la realidad en su complejidad, porque sólo son soluciones reales las medidas complejas y no las salidas fáciles que con tanto éxito ofrecen algunos políticos que eliminan todos los matices de los análisis sociales y reducen la Historia a buenos y malos. En cambio, la mediación narrativo-anamnética del dolor de cada persona refleja la tensión y la crudeza de la Historia como lucha por el dominio a costa del hombre.

Una cultura sin memoria

El poder nunca habla de las víctimas que dejó en el camino. El neoliberalismo, por ejemplo, nunca menciona cuántas economías regionales ha destruido en el último siglo hasta hacer ochenta veces más pobre a África. Los mismos medios de comunicación son expresión de un lenguaje secuencial y sin memoria, capaz de abordar el dolor más grande y luego dar paso a otra noticia. Por eso, el teólogo católico J. B. Metz considera al respecto que la destrucción de la memoria supone una obstrucción sistemática de la identidad en el plano histórico-social. Según él, éste es uno de los dramas contemporáneos, pues vivimos en una época de amnesia cultural en la que el hombre se extraña cada vez más ante su propia historia. El máximo exponente de este fenómeno estriba en que el vivirse-como-persona de cada individuo no se sitúa en la memoria, sino en el olvido.
F. Nietzsche desplazaba a G. W. F. Hegel y a K. Marx proclamando una “nueva forma de vivir” que exclama “¡Bienaventurados los olvidadizos!”. El olvido desea silenciar el dolor de las víctimas pero, ante esto, el potencial subversivo de la memoria se convierte en un correctivo crítico y “peligroso”. Él rompe el embrujo de la conciencia establecida y reclama –aun a contracorriente– los conflictos no solventados, las esperanzas incumplidas.
Por tanto, la memoria no es la antítesis romántica o burguesa de la esperanza, porque ella no evoca livianamente el pasado, sino que es un recuerdo desafiante con contenido de futuro.

La relación entre memoria y “falsa conciencia”

Este recuerdo subversivo se opone a lo que Metz llama “falsa conciencia”. La “falsa conciencia” es un modo superficial e idealizado de relacionarnos con el pasado, ocultando el peligro y el dolor desde un cliché de inocencia. La falsa conciencia significa que “cualquier tiempo pasado nos parece mejor”, es el recuerdo glorioso de la guerra que tienen los abuelos que toman café y hablan del compañerismo en el frente, del valor... y no de los muertos.
En virtud de esto, el posmoderno F. Lyotard distingue dos tipos de olvido: el que intenta borrar todas las huellas para que sea imposible volver a recordar, o el que pretende una aclaración conciliadora con lo acontecido mediante una interpretación posterior. Pero el recuerdo es peligroso precisamente porque no nos deja reconciliarnos falsamente con nuestro pasado de dolor, sino que nos mueve a asumirlo en toda su complejidad y a integrarlo con verdad.
El recuerdo no es un mero cúmulo de datos, sino memoria del sufrimiento y expresión de una solidaridad que no sólo mira al futuro, sino también hacia atrás, como solidaridad con los muertos y vencidos. En este sentido, Metz cree que el recuerdo pone de relieve la relación de mediación entre la razón y la Historia.

La relación entre memoria y libertad

Nosotros reconocemos con la Ilustración que los procesos libertarios de emancipación son la tarea más noble de la razón crítica. Por tanto, el recuerdo de la razón crítico-anamnética no debe ser otro que el recuerdo de la libertad. Ahora bien, ¿de qué modo de entender la libertad estamos hablando? La Ilustración interpreta la historia de la libertad como una historia del progresivo dominio de la naturaleza y, en este sentido, como una praxis de dominio (totalitarismo) que brota de la misma historia entendida como “totalidad”. Ese modo de entender la libertad acaba por destruir el recuerdo para olvidar el dolor que le produce el grito de las víctimas o el mismo sentimiento de culpa. ¿Acaso no ocurrió así con la historificación del Holocausto?
Sin embargo, la evocación de la libertad debe poner de relieve, en primer lugar, el recuerdo del sufrimiento. Este sufrimiento convierte la historia de la libertad en una “tradición peligrosa” que no puede ser superada ni asumida por ninguna interpretación o crítica posterior. La memoria no es la evocación darwiniana de la historia de los vencedores, sino el recuerdo del sufrimiento que nos habla de la verdad de la Historia, de la Historia que no cuentan los libros oficiales. Es la “tradición peligrosa” que no se deja historificar, sino que mantiene el vigor del grito de las víctimas. De este modo, la razón queda sensibilizada por el sufrimiento hasta el punto de que la libertad sólo puede ser expresada en referencia al sufriente, y no como el a priori de la razón, porque el a priori de la razón son ahora las víctimas.
Ningún discurso ni ninguna forma de consenso serán justos si no tienen en cuenta a todas las víctimas, porque ellas hablan de la verdad de la Historia, ellas sacan los colores a los discursos políticos insolidarios, ellas denuncian los consensos entre poderosos que no oyen su grito y olvidan su memoria. En efecto, «todo es según el dolor con que se mira» (M. Benedetti), por eso el lugar de quien sufre debe ser para nuestra praxis social el lugar hermenéutico por excelencia. A Diamantino García, cura de pueblo y jornalero, le tachaban de ser de extrema izquierda: «Yo soy de la extrema necesidad», decía. Ahí hay que estar para llegar a comprender.

La relación necesaria entre memoria del dolor y memoria de la gloria

Quisiéramos apuntar que el extrañamiento del sujeto ante su propia historia no debe darse sólo en orden al sufrimiento. Si fuese así, no se contaría toda la verdad de la Historia y, en último extremo, caeríamos en un pesimismo paralizante que haría de nosotros heraldos de una conciencia de sufrimiento y culpa. Por tanto, poner en relación la razón y la Historia exige evidenciar no sólo el dolor de las víctimas, sino también la “memoria de la gloria”. Llamamos “memoria de la gloria” a la expresión del patrimonio cultural y de los grandes valores que han configurado la historia y la identidad de los pueblos. Una memoria viva de la gloria denunciaría también con singular fuerza crítica la no identidad de los hombres y los pueblos que han sido y son capaces de engrandecer a la humanidad con sus diversas aportaciones. Lo que fuimos denunciaría lo que no somos, las circunstancias presentes. Por ejemplo, Europa celebraba en 1992 el descubrimiento de América pero, mientras los vencedores escribían la historia oficial, las comunidades indígenas latinoamericanas hacían memoria de su pasado, de la grandeza de antiguas civilizaciones. Eso les ayudaba a percibir la grandeza del alma de su pueblo y la riqueza de su singularidad, pero también les hacía cobrar conciencia de las humillaciones y marginación que sufren todavía en muchos aspectos.
Ciertamente, la verdadera gloria sólo podría ponerse de manifiesto desde la memoria del dolor, porque ella nos habla de la historia de los perdedores y nos priva de caer en triunfalismos. Sin embargo, la memoria de la gloria evitaría que la memoria del sufrimiento acabe siendo “memoria del dolor y de la culpa” y, en este sentido, memoria siempre lamentable y paralizante. La memoria del dolor y de la gloria genera en el fondo un complejo pero fecundo proceso de purificación de la memoria que nos da humildad para reconocer nuestros propios fallos y para, también discretamente, ofrecer la riqueza de nuestros valores. Pero, sobre todo, nos da valor y una fuerza crítica incisiva para poner de manifiesto la verdad de la Historia y el sufrimiento al que tan pocos discursos miran ajenos a sus propios intereses; para señalar los mecanismos que generan víctimas; para clamar por lo que dignifica a la persona y denunciar lo que la deshumaniza y empobrece.