Luis Sanzo

¿Decidir o pactar?
(El País del País Vasco, 27-10-2002)

Una de las características esenciales de la propuesta del lehendakari Ibarretxe para la reforma del Estatuto de Gernika es el intento de integrar la estrategia soberanista del nacionalismo en un proceso político que, por su respeto formal a la legalidad, pueda ser pactado con las fuerzas políticas españolas y las instituciones del Estado. El procedimiento de revisión planteado por el lehendakari parte del supuesto de que una interpretación abierta de la Constitución y del Estatuto de Gernika, en particular de sus disposiciones adicionales, permitiría un desarrollo normativo adecuado para hacer realidad el principio de autodeterminación, entendido en términos de ámbito vasco de decisión.
De asumir una lectura útil de la Constitución, tanto Euskadi como Navarra, en virtud de sus derechos históricos, no serían en realidad sino cuerpos políticos soberanos yuxtapuestos al Estado, con capacidad para fijar los límites de su autogobierno y sus relaciones mutuas al margen de los preceptos constitucionales. El proyecto de Ibarretxe asume esta tesis como fundamento de un proyecto que supera el marco autonómico previsto en la Constitución. Por eso, partiendo del procedimiento de reforma planteado en el Estatuto para su modificación, el proceso desemboca en un nuevo marco jurídico-político que, en virtud del proceso de actualización de los derechos históricos, se sitúa al margen del Título VIII de la Constitución.
En el modelo de libre asociación de la nación vasca, Euskadi seguiría sin embargo compartiendo con un único Estado global una comunidad de instituciones -Corona, Cortes Generales y Gobierno en materias comunes- y unos valores constitucionales básicos. Éste sería el sentido atribuido al principio de soberanía compartida; en realidad, una co-soberanía en materias comunes, resultando Euskadi soberana en el ámbito de sus competencias propias. Euskadi constituiría realmente el Estado en su ámbito territorial, dada la naturaleza política de su haber competencial; pero no sería un Estado en sentido estricto. De ahí que, en el contexto europeo, únicamente se reivindique un 'estatus de región o nación asociada'.
En la perspectiva del constitucionalismo útil, la aplicación de este modelo de nación asociada sólo requiere una convención constitucional que recoja y desarrolle el auténtico espíritu de la Constitución. El acuerdo para desarrollar esta convención depende, sin embargo, de un pacto de voluntades con los partidos en las Cortes españolas (y no sólo de un posible acuerdo en Euskadi, como desea el nacionalismo), pacto que se encuentra con dos obstáculos fundamentales. El primero está ligado a la continuidad de la violencia. El PNV destaca en este punto por la negativa a subordinar la dinámica política a la previa erradicación de la violencia, argumentando que el logro de la paz está inseparablemente asociado a la superación del conflicto político. Este planteamiento choca frontalmente con la posición fijada conjuntamente por PP y PSOE en el Pacto Antiterrorista, en el que se condiciona cualquier diálogo político para una posible reforma del marco institucional a la inexistencia de la violencia.
No se trata, sin embargo, del único obstáculo. Uno de los rasgos esenciales del proceso planteado por el lehendakari es obviar, en el proceso de reforma, lo que desde el nacionalismo se percibe como un obstáculo insuperable: la ratificación del proyecto por el pueblo español. Este aspecto es importante para entender la naturaleza del pacto propuesto. No se trata, en este sentido, de un pacto entre distintas naciones para conformar un Estado común sino, por el contrario, de un pacto de una de las naciones en liza con el Estado.
Este rasgo del proyecto refleja una de las limitaciones esenciales de la propuesta desde un planteamiento democrático. Aun cuando su predisposición fuera favorable al acuerdo, los partidos y las instituciones españolas no pueden asumir el riesgo de promover un cambio de esta envergadura en el sistema político -el paso de un modelo autonómico a uno basado en el reconocimiento de la soberanía vasca- sin el correspondiente refrendo del pueblo al que representan. De persistir la violencia y reproducirse la situación de conflicto político, temblarían los propios cimientos de la existencia de estos partidos e instituciones.
La ausencia de perspectivas de superación del escenario de violencia y conflicto caracteriza, sin embargo, el proyecto del lehendakari. Ibarretxe no ofrece, en este sentido, sino esperanzas en lo relativo a la cuestión de la violencia, suponiendo que la aceptación de un proyecto soberanista acabaría marginando a los grupos que la sustentan. Lo mismo sucede en lo relativo a la situación de la comunidad vasca de Navarra, sin otra perspectiva de solución a sus reivindicaciones que un cambio de actitud del Gobierno de la Comunidad Foral que permita desarrollar los 'instrumentos de relación que decidan establecer libremente los propios ciudadanos y ciudadanas' de Euskadi y Navarra; no ofrece tampoco un acuerdo definitivo de integración en España, sino un pacto temporal para la convivencia, sujeto al permanente derecho de decisión del pueblo vasco.
La propuesta tampoco aborda las consecuencias políticas, potencialmente conflictivas, del paso de un modelo autonómico a otro soberanista. La ruptura del principio de unidad de soberanía no nos sitúa al pueblo vasco y al Estado como únicos titulares de la soberanía sino que nos remite, por el contrario, a la existencia de distintos pueblos soberanos, cada uno de ellos con derecho a un marco específico de autogobierno. En sociedades pluriculturales y plurinacionales, y la vasca también lo es, esto obliga a distinguir aquellas materias de orden territorial, propias del conjunto de los ciudadanos, de aquéllas que, por estar vinculadas al orden cultural, corresponden en exclusiva a las personas que participan de una cultura determinada. Un modelo de distribución de poderes que contemple la dimensión territorial está abocado a institucionalizar una política cuyo eje central de legitimación y adhesión sea la pertenencia a un grupo de identidad nacional o cultural y no a una común ciudadanía.
No parece, por tanto, viable un proyecto de solución al problema vasco que no contemple tres cuestiones esenciales: de una parte, la imposibilidad de avanzar en el diálogo político sin un acuerdo previo para una estrategia compartida de erradicación de la violencia; de otra, la necesidad de ofrecer un horizonte de estabilidad al conjunto de la sociedad, tanto en Euskadi como en España, lo que supone asociar la aceptación del principio del derecho a decidir de los ciudadanos vascos, o de la posibilidad de desarrollar fórmulas de relación política con el Estado diferentes a las previstas en el modelo autonómico, a una reforma de la Constitución en la que el nacionalismo también asuma compromisos (por ejemplo, la aceptación de procedimientos pactados respecto a las mayorías necesarias para iniciar y ratificar procesos de reforma que afecten a la relación entre Euskadi y el Estado); finalmente, una cuestión que nadie parece querer abordar, a pesar de afectar a las minorías políticas tanto en Euskadi como en Navarra, el reconocimiento de formas de autogobierno cultural, de base personal y no territorial, a las distintas comunidades culturales y nacionales, como instrumento necesario para un ejercicio pleno y efectivo de sus derechos civiles y políticos.
Un dato novedoso del discurso político en los últimos años ha sido la creciente disposición de las fuerzas políticas a apelar a la sociedad para dirimir sus diferencias. Sin embargo, la contradicción entre autonomía y soberanía no puede resolverse en las urnas, obligando a la población a decidir entre proyectos incompatibles. La sociedad no debe aceptar ese reto; al contrario, debe recordar a los partidos que es a ellos a quienes les corresponde pactar las bases políticas que sigan haciendo posible la convivencia.