Luis Sanz

¿En qué creemos?
(El País del País Vasco, 27-02-2003)

En un artículo reciente (Ser diferentes por decreto, El País 28-01-2003), José María Ruiz Soroa nos recordaba que la modernidad consistió en la disolución crítica de los marcos estamentales que encerraban al individuo en nombre de la tradición. Una de las corrientes de pensamiento que contribuyó a derribar los muros que aprisionaban al individuo fue la de los jóvenes hegelianos. En su reflexión sobre el idealismo de Hegel, Karl Marx, el más famoso de ellos, desarrolló una línea de pensamiento cuyo objetivo era destruir las abstracciones racionales que mantenían la auto-enajenación humana. Marx no fue, sin embargo, capaz de liquidar definitivamente el idealismo hegeliano, tarea que quedó encomendada a un oscuro y ahora prácticamente desconocido personaje, Max Stirner. Como percibió inicialmente Engels, el discurso de Stirner no era necesariamente incompatible con el ideal comunista. Marx, sin embargo, era consciente de que la aceptación de las tesis de Stirner suponía reconocer los límites de su dialéctica materialista y aceptar que, más allá de la voluntad de la persona única y libre, no existe imperativo moral alguno al que el individuo tenga que someterse sin remedio.
En su empeño por fundamentar ideológicamente y dotar de sentido histórico a la lucha del proletariado industrial, la respuesta de Marx al egoísmo stirneriano consistió en insistir en el carácter "social" del individuo. Pero, al convertirlo en un ser social, producto de unas determinadas relaciones de clase, Marx dejó vía libre a la interpretación idealista y totalitaria de sus tesis materialistas, una de cuyas formas más perversas fue el estalinismo. Porque, si se admite la tesis totalizante de que los seres humanos sólo tienen existencia práctica integrados en un grupo social determinado, es fácil traspasar, en nombre de los intereses de ese grupo, los límites éticos que nos deben impedir en todo momento estigmatizar, perseguir y eliminar a los discrepantes.
Ante la dimensión de los crímenes cometidos en nombre de los distintos totalitarismos en el siglo XX, no resulta hoy creíble proponer modelos de liberación social que no asuman, como punto de partida, el carácter soberano de los individuos reales. Sólo desde el reconocimiento de su libertad esencial puede encontrar legitimidad una alternativa que pretenda ser democrática. Porque el ser humano libre no es súbdito de ningún soberano, de ninguna iglesia, de ningún pueblo o nación, de ninguna clase social, de ninguna mayoría democrática.
Tiene por tanto razón Ruiz Soroa cuando nos recuerda que el individuo es el único agente moral dotado, en sentido estricto, de identidad. Pero también es necesario admitir que la identificación racional con las personas que se reconocen en una misma religión o nacionalidad constituye una parte esencial de la identidad individual. El ser humano es también el "ser social" del que hablaba Marx y es precisamente en la voluntad humana de identificación con una colectividad más amplia en la que acaba encontrando dimensión terrenal el ideal religioso o el nacional. Por eso, el derecho a una vida colectiva propia, en el ámbito etno-cultural o en el religioso, constituye una extensión natural de la libertad individual, tal y como reconoce implícitamente el artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
Si aplicamos los principios anteriores al debate sobre la cuestión nacional en España, convendría admitir que, en tanto que agrupación colectiva de personas libres, las nacionalidades son sujetos específicos de derechos políticos, constituyendo precisamente el reconocimiento de su existencia el primer derecho esencial de estas nacionalidades. Como señala la Comisión Badinter, creada por la Comunidad Europea para abordar jurídicamente el proceso de disolución de la RFS de Yugoslavia, cada persona es libre de elegir pertenecer a la comunidad étnica, religiosa o lingüística que desee.
Una segunda dimensión de los derechos de las nacionalidades hace referencia a la posibilidad de desarrollar formas de organización política en todas aquellas materias que les sean propias y exclusivas, tanto en la dimensión cultural y lingüística como en la simbólica. Convendría diferenciar, sin embargo, el derecho a la autonomía de las nacionalidades previsto en la Constitución española del que corresponde a las regiones. La base política real de la autonomía o soberanía cultural de las nacionalidades no es la residencia en el territorio, como sucede en el caso de las regiones, sino la adscripción personal voluntaria.
La tercera dimensión a considerar hace referencia a la autodeterminación política, es decir al derecho de cada pueblo o nacionalidad a un desarrollo político, social y económico propio. Un Estado democrático está sin duda obligado a actuar de conformidad con la voluntad política de los pueblos o nacionalidades presentes en su territorio, ajustando cuando sea preciso su modelo constitucional a las demandas de autonomía que éstos puedan formular. Al actuar de esta manera, podrá aspirar a consolidar a largo plazo las bases en las que se fundamenta su propia existencia histórica. Porque, como se desprende de las declaraciones políticas a favor los derechos de las naciones sin estado, como la Carta de Argel o la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos de la UNPO, así como de la Opinión sobre Quebec de la Corte Suprema de Canadá, la secesión de un territorio sólo encuentra potencial legitimidad en el contexto internacional cuando una mayoría política clara en dicho territorio no encuentra cauces suficientes de integración en el Estado.
En el reconocimiento de las distintas nacionalidades, y de sus derechos, es preciso sin embargo prevenir el riesgo, señalado por Ruiz Soroa, de volver a encerrar al individuo en nuevos marcos opresivos, en este caso "en nombre del sagrado derecho a la identidad". Dos condiciones resultan esenciales para evitar este peligro. La primera es que la adscripción religiosa o nacional sea estrictamente libre, de forma que cualquier persona que así lo desee pueda vivir al margen de religiones y nacionalidades, disfrutando de la libertad de no verse sometido a otra dominación que la que corresponde a la ley democrática, plenamente respetuosa de los derechos individuales. La segunda, estrechamente vinculada a la anterior, es que la participación en una comunidad religiosa o nacional no pueda implicar ventaja o desventaja jurídica alguna para los ciudadanos ni limitación alguna de sus derechos básicos. La realización práctica de estas condiciones obliga a distinguir con nitidez el ámbito propio de la nacionalidad del que corresponde a la ciudadanía. A diferencia del mundo político de la nacionalidad, de dimensión personal y no territorial, el universo de la ciudadanía constituye un patrimonio común a todas las personas con residencia en un determinado territorio, con independencia de su origen y sentimiento nacional.
La aceptación del principio de separación entre nacionalidad y ciudadanía constituye una condición esencial de un pacto estable para la convivencia en territorios plurinacionales, como España y también Euskadi, implicando en última instancia otro tipo de separación, la del Estado y la nación. La nación, como la religión, no puede seguir pretendiendo condicionar las formas de vida del conjunto de unos ciudadanos que no sólo pueden tener distintos y complejos sentimientos de pertenencia nacional, sino que incluso pueden no tener ninguno. Frente a la tesis que sostiene que la realización natural de los derechos humanos se produce en el marco de una comunidad cultural y nacional que el individuo pueda sentir como propia, es preciso contraponer el derecho inalienable de cualquier persona a no ser otra cosa que un ciudadano libre; un ciudadano al que no debe exigirse otra identidad política común con el resto de la población que el respeto a los valores democráticos de un Estado que garantice la efectiva igualdad, en el acceso a sus respectivos derechos, de individuos, credos y nacionalidades.
La principal cuestión que debe dilucidarse en el futuro no es, pues, la conveniencia o no de una cultura política ciudadana, plural pero común al conjunto de la población, sino si ésta se construye desde el respeto a la identidad individual y colectiva de todos los ciudadanos o desde la imposición del modelo cultural de la mayoría nacional que a cada uno nos toque en suerte o en desgracia. Para aquellos jóvenes de izquierda que participamos del entusiasmo democrático de la transición y que, poco a poco, nos alejamos del compromiso político, vuelve a ser hoy necesario recuperar el ideal profundo de libertad que entonces nos movilizó. Porque el rechazo a la normalización de las personas por el poder en nombre de la nación, de la religión, del partido o del Estado sigue siendo una de nuestras señas de identidad, uno de esos pocos grandes valores en los que la mayoría de nosotros todavía creemos.