Maitane Arnoso

Crisis, protesta y control social en Argentina
(Hika, 166 zka. 2005ko maiatza)

Rebeliones y actos de resistencia jalonan la historia argentina, del mismo modo que violencia, represión y control social la acompañan en todo su recorrido. La reflexión que se comparte a continuación, se inserta en una relación de continuidad que encontramos entre desigualdad, conflicto y protesta social, donde las ideologías (estructuras de control) están llamadas a ejecutar una tarea fundamental: la del interruptor de la corriente del sistema de comunicación que conecta la desigualdad con la protesta (y la propuesta) a través de discursos vinculados a la delincuencia, la criminalidad y la seguridad (ciudadana). Discursos que tratarán de hacer vivenciable, que la desigualdad no altera la seguridad para todos y todas, mientras que el conflicto social implica su evacuación. Arengas que plantean profundos debates sobre el propio concepto de ciudadanía al tiempo que introducen atemorizadas legitimaciones para el recorte de derechos y libertades, reactualizando viejas formas de control: desde episodios de cooptación, estigmatización y criminalización, hasta instrumentos más violentos, como la desaparición o el gatillo fácil. Vayamos por partes.

Revisemos las causas que desataron la crisis para poder contextualizar las diversas formas de protesta que desencadenaron. No ha sido nuestra intención deducir la protesta de la pobreza, ya que como bien apunta Zibechi (2003) mucho antes de que ésta se extendiese, el sindicalismo, las organizaciones estudiantiles, y organizaciones de derechos humanos ya formaban parte de la experiencia de lucha, sin la cual el desarrollo del llamado argentinazo no hubiese sido posible. Es cierto que las condiciones materiales no determinan de antemano la constitución del sujeto colectivo, sin embargo, todos estos procesos están presentes y forman parte de las razones que llevan a la irrupción de la multitud, a la organización de la protesta.

Las explicaciones economicistas apuntan a los efectos perversos de la reestructuración neoliberal impuesta desde la última dictadura militar y de la que Argentina trató de ser hija predilecta. Hay quienes han centrado su análisis en el impacto de las fuerzas externas (la crisis monetaria asiática de 1997-98, la crisis monetaria rusa de agosto de 1998 o la crisis brasilera de 1999). No olvidemos la situación de la deuda externa, que aumentó el riesgo de suspensión de pagos y de devaluación de la moneda, acelerando desde mediados de 2001, la desconfianza de los inversores, los ataques especulativos y provocando una fuerte fuga de capitales. Los sucesivos programas de asistencia del FMI, que condicionaron la ayuda a la reducción sustancial del déficit presupuestario, también fracasaron: el recorte del gasto público acentuó la recesión, generando menos ingresos fiscales, crecientes gastos públicos y, en suma, mayor déficit presupuestario (ver Bustelo, 2002).

Está presente también el fenómeno de la corrupción, el cual históricamente ha estado en el marco explicativo de los quiebres institucionales y puede considerarse uno de los problemas estructurales del país, legado de décadas de malos manejos colectivistas.

Pero además, la crisis supuso también una crisis de representación, de desafección democrática, expresada sin titubeos en el ya famoso “que se vayan todos”. La actitud negativa de los ciudadanos hacia los partidos, la sensación de abandono, de que sus representantes no se preocupan por sus problemas y una ausencia de espacios a través de los cuales canalizar sus preferencias ha ido creciendo en los últimos años. Ocurre que el sistema de partidos muestra serias dificultades para adecuarse a las demandas ciudadanas y además, el sistema electoral con problemas de desproporcionalidad y sesgo mayoritario, impone numerosas restricciones para el surgimiento de nuevas fuerzas políticas, favoreciendo un efecto de bipartidismo. Además los modelos organizativos de los partidos tradicionales favorecen comportamientos autorreferenciales por parte de la clase política y ensanchan la brecha entre ésta y las demandas de su electorado. La estructura descentralizada del poder, si bien debiera generar un contacto más estrecho de los partidos con sus bases, favorece por el contrario el clientelismo, incidiendo en la capacidad de decisión y gestión eficiente de los intereses sociales que representan. La consecuencia, como sugiere Mustapic (2001) es que la clase política deja de ser vista como democrática, no porque no hay sido elegida democráticamente, sino porque a la hora del ejercicio de la representación, el demos, la ciudadanía, no figura en el centro de sus preocupaciones.

En definitiva, se trata de una crisis de gobernabilidad, como distorsión sistémica que afecta a la relación entre Estado y Sociedad. Un Estado incapaz de satisfacer las demandas sociales que finalmente desembocan en una crisis de legitimidad. Un Estado que no será cualquier Estado, sino el mismísimo Estado Social.

Vayamos a la protesta. Es difícil descifrar qué fue lo que avivó la energía de un pueblo que sufrió la despolitización de su sujeto social mediante los métodos más brutales de la dictadura militar. Despolitización y asunción de los valores individualistas de salvarse solo, dejando en el subconsciente toda forma de acción colectiva. Pienso con León Rozitchner, que lo que ocurrió en diciembre de 2001, supuso una primera ruptura para enfrentar los efectos aterrorizadores de la dictadura, una ruptura en la subjetividad sometida para reconocer el propio poder, la posibilidad de vencer el terror y recrear la posibilidad de un poder social renovado, desatado de la dinámica del Estado. Un poder que pone bajo cuestión el paradigma de la representación: la irrupción de la multitud, la apropiación de la vida, la primacía de la sociedad civil. La expresión de lo que se venía condensando en el bajofondo de la sociedad: la lógica de la participación. Así, la crisis, se convierte en oportunidad para la reconstrucción del tejido asociativo.

La participación en los clubes de trueque, iniciados en 1995 en el sur del Gran Buenos Aires, se multiplicó luego de la implantación del corralito financiero en 2001. Las estimaciones oscilan entre 3 y 6 millones de habitantes participando en ellos. También están los escraches, que fueron reinventados en los últimos años por la agrupación H.I.J.O.S (Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio), como procedimiento práctico de producción de justicia, como forma de autoafirmación, en lugar de confiar en la justicia representativa, inaugurando formas directas de hacer justicia. Tenemos la lucha piquetera, que nace al margen de las instituciones políticas y sociales tradicionales, desprestigiadas por su incapacidad de mejorar las condiciones de existencia de enormes capas de la sociedad. Agrupa a quienes fueron expulsados de los centros fabriles. Aunque retoman elementos y saberes propios de la lucha obrera, esta prolongación metodológica ha tenido que transformarse desde la nueva condición de sin trabajo. Organizados horizontalmente, su modalidad de trabajo y de toma de decisiones es el estado asambleario permanente. Fueron bautizados como piqueteros por los medios de comunicación, facilitando el nacimiento también del estereotipo, ligado a la estructura social que ocupan: la del excluido. Sin embargo, algo le diferencia del desocupado. El piquetero produce una operación subjetiva sobre un fondo socialmente precario. No puede negar su condición, pero tampoco se somete a ella, se apropia de sus posibilidades de acción. Finalmente están las asambleas, que emergieron como nuevas formas de habitar el espacio público tratando de organizar, pensar, construir y sostener los significados posibles de la ruptura de diciembre. Foros populares, más allá de las vías clásicas de la organización política, donde cada cual se arrima con sus saberes, desasosiegos y anhelos, y participa de un momento de elaboración colectiva a partir de un heterogéneo punto de partida.

En este marco de irrupción de la exclusión, el Estado sin embargo no ha desaparecido. El que desaparece es el Estado de Bienestar, pero el Estado como tal, redefine su intervención. Si bien durante gran parte del siglo XX, el Estado fue la posibilidad de vincular aquello que, encontrándose separado, amenazaba con distanciarse y politizarse hasta la irrupción, en este contexto, la intervención del Estado se vuelve disruptiva, dirigida a evitar la irrupción. La disrupción es la forma que asume el nuevo control social. El Estado dispone de una serie de esclusas, tecnologías de control entre los que se encuentran, entre otros, las agencias políticas que sobre la base del clientelismo organizan la cooptación.

También las agencias sociales organizan el asistencialismo focalizado (plan jefes o jefas de familia): programas para apagar incendios allí donde los trabajadores/as luchan y se resisten a quedar en la calle. Subsidios de 150 pesos (aprox. 40 euros) se convierten en instrumentos de control, control hasta de la muerte, porque 150 pesos no son planes de inclusión, sino de administración de quien muere y cuando.

Otro mecanismo es el antimulto, nombre que escogió la Bonaerense (Policía de la provincia de Buenos Aires) para denominar a la división encargada de mantener la dispersión. A través de la consigna circulen-circulen, se evitará que la gente salga del carril de su cotidianeidad (la pareja, el trabajo, el estudio y cierta modalidad personal de ocio programado: rutina) Y si se detiene en la esquina, el grupo Antimulto vendrá a dispersarla con gases y balas de goma o plomo. El objetivo es que la multitud asuma la forma de opinión pública encontrando su representación en algún tertuliano. “El pueblo no gobierna ni delibera si no es a través de sus representantes”. “No te metas. El silencio es salud”.

La DAI (Detención por Averiguación de Identidad; regulada en el art. 9 de la Ley Orgánica de la Policía de la Provincia) se trata de una facultad policial para detener personas sin orden judicial, sin las garantías constitucionales. Actuaciones de policiamiento preventivo, que incluyen su presencia en la vía pública por medio del patrullaje, las rondas y diversas formas de vigilancia, lo que implica la suposición de la criminalidad en relación al espacio público, donde se aplica la DAI. El modelo de delincuente está bien definido: se trata de marcar al pobre, al extraño, al militante.

Todas ellas agencias represivas que articulan diferentes actuaciones dirigidas a gestionar el crimen y el alza de la protesta. La mayoría de las torturas, lesiones y muertes de personas se producen cuando las mismas se encuentran bajo custodia policial. Durante el 2001, de acuerdo con datos extraídos del informe del CELS (2002) sólo en la ciudad de Buenos Aires y en el conourbano bonaerense murieron 261 civiles en hechos de violencia de los que participaron integrantes de las policías federales y de la provincia. Más del 25 % tenía menos de 18 años; otro 22% tenía entre 18 y 25.

Y finalmente, en el centro articulador, está la criminalización. Las prácticas sociales que buscan producir nuevas formas de sociabilidad enfrentan la amenaza de ser consideradas como expresiones peligrosas, situadas al margen de la ley y a las que habrá que vigilar, perseguir, encarcelar, cuando no desaparecer o fusilar en alguna lateral del cono urbano. La política se convierte en una palabra maldita que quien se lance a invocarla será estigmatizado como activista, revoltoso, subversivo. También el piquetero: es imposible pasear por la vereda de Buenos Aires sin escuchar esos coloquios en que los ciudadanos de clase media y alta se molestan y enjuician el accionar de los piqueteros. Reflejan una representación compartida entre quienes se ven imposibilitados a ir a laburar por los cortes de ruta, o los que intentan ganarse el pan manejando un taxi, un remís o un colectivo. ¿Qué culpa debe pagar esa trabajadora que llega tarde a su empleo por una marcha piquetera? ¿Quién tiene autoridad para decirle al empleado que ha trabajado durante horas en el microcentro porteño “vos no pasás” cuando intenta regresar a su casa en la provincia? Pero, ¿qué otra alternativa tiene los excluidos de hacerse oír si no salen a la calle?

Ya no se habla de Seguridad Nacional porque hasta la idea de nación de ha vuelto subversiva. En su defecto, se agota el concepto de seguridad ciudadana. Se predica que, producto de las tremendas carencias socioeconómicas de la mayoría de la población, muchos ya no se comportan como ciudadanos, distinguiendo tajantemente entre ciudadanos (los que presuntamente no cometen delitos) y los no ciudadanos (generalmente pobres y productores de la inseguridad). La espectacularización del crimen de manos de los mass media, permite la declaración del estado de inseguridad permanente, que legitime la intervención de las fuerzas de (in)seguridad. El taxista acribillado en la esquina será acribillado diez veces por los medios en ese mismo día. La existencia de ese pequeño peligro interno es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control y todo un abanico de violencia que abarca la paliza y la tortura, el gatillo fácil o la desaparición, las coimas, las amenazas o simplemente la mirada tajante del policía que se asoma por la ventanilla. En septiembre de 2004, según el índice de Seguridad Ciudadana extraído por Catterberd y asociados, para el 96% de los encuestados, la inseguridad es un tema grave o muy grave; sólo un 4% considera que es poco o nada grave. El Estado no rectifica ni censura los artículos periodísticos sobre el gatillo fácil, porque su posibilidad permite de nuevo la instalación del miedo.

En resumen: cuando el neoliberalismo aparta de la vida a través de la exclusión, la protesta se convierte en una de las posibilidades para la supervivencia, para el cambio social. Ante este panorama el Estado reactualiza estrategias de control, intervenciones disruptivas: de la doctrina de la seguridad nacional a la doctrina de la seguridad ciudadana y la tolerancia cero. Es la vuelta de la mano dura, la utilización de la seguridad personal como viaducto despolitizante que permite el atrincheramiento en esa región íntima, vital y prepolítica que es la privacidad individual.


NOTA. Maitane Arnoso Martínez es licenciada en Ciencias Políticas y de la Administración por la UPV-EHU. Este trabajo se ha realizado en el marco de la tesis doctoral sobre Trauma sociopolítico y socialización de los hijos/as de los/as detenidos/as desaparecidos/as en Argentina con la financiación del Departamento de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno Vasco.