Maixabel Lasa
El reconocimiento de las víctimas
(Página Abierta, 166-167, enero-febrero de 2006)

En primer lugar, quiero agradecer, muy sinceramente, a Antonio Duplá y a los organizadores de estas Jornadas la invitación que me han cursado para venir hoy a Madrid. No suele ser muy habitual que un representante del Gobierno vasco sea invitado a participar en una tertulia fuera de su ámbito natural de actuación. Mucho menos habitual si se trata de hablar sobre un asunto tan delicado como el que afecta a las víctimas del terrorismo.
Dicho esto, me gustaría, en mi primera intervención, compartir con ustedes una reflexión que, en mi opinión, se abre paso con urgencia en estos tiempos de expectativas.
Como es lógico, no voy a ser yo quien otorgue carta de naturaleza a los tiempos que se avecinan, calificándolos de esperanzados o preámbulo de algo nuevo y bueno para todos. Ojalá. Pero hoy por hoy, ETA sigue siendo una banda terrorista viva y operativa a la que hay que derrotar deteniendo a sus comandos y deslegitimando su proyecto criminal. Ni más ni menos.
No obstante, a la espera de que la sociedad vasca y la española puedan comprobar fehacientemente y constatar con pruebas efectivas los pronósticos de los oráculos, es preciso atender a una cuestión que considero trascendental desde el punto de vista de las víctimas del terrorismo. Las víctimas del terrorismo, más que nadie, también tienen derecho a disfrutar de los nuevos tiempos. Y la palabra clave en este momento histórico es “reconocimiento”. No hay motivos para pedirles que perdonen o proclamen la reconciliación universal. Esto no tiene ningún sentido. Tiempo habrá para conjugar esas palabras. Las víctimas no tienen ni deben por qué correr al ritmo que marcan los acontecimientos políticos. Y la prisa, en este asunto, es mala consejera. Hoy, como digo, toca conjugar la palabra “reconocimiento”.
Fijémonos en que tras los atentados de Nueva York y Madrid, sobre todo, las víctimas de esos atentados recibieron desde el primer segundo el apoyo y la solidaridad del pueblo. La sociedad no escamoteó ningún esfuerzo a la hora de mostrar el dolor y la angustia provocados por tan terribles atentados. En Euskadi esto no ha ocurrido salvo en contadísimas excepciones, en las que el impacto de la tragedia era tal que se hacía prácticamente imposible una digestión desgraciadamente habitual del asesinato. ¿Y por qué no hemos reaccionado de otra manera?
En mi modesta opinión, la teoría del conflicto como coartada para el crimen y el pretendido sentido épico y heroico del compromiso del terrorista han actuado como un somnífero en la conciencia moral de la sociedad vasca. Han sido muchos años en los que, además de prestar atención a justificaciones inauditas como “algo habrá hecho”, “era un chivato” o “era un camello”, nos hemos visto casi forzados a excavar entre las razones y en las causas últimas del desaguisado. Así, la polilla del “conflicto político” ha erosionado y ha carcomido, poco a poco, la  corteza moral de nuestro pueblo y, aunque a simple vista, el árbol se ve robusto y esbelto, su interior delata la presencia de una enfermedad social difícil de combatir: la indiferencia.
Ciertamente, sería injusto no reconocer, durante los últimos años, fundamentalmente, un cambio en la percepción social del déficit de reconocimiento a las víctimas del terrorismo. Cambio en la actitud social e institucional y que se ha puesto de manifiesto en las iniciativas y homenajes que se han tributado en honor a la memoria de las víctimas del terrorismo en algunos lugares de Euskadi. Pocos y aislados, todo hay decirlo.
Por ello, es urgente y aleccionador remontar la mirada hasta aquellos años de finales de los setenta, la década de los ochenta y comienzos de los noventa, y pensar en las familias que padecieron la violencia en aquellos años de plomo. Echaron en falta apoyo institucional, hubo desinterés por parte de todas las administraciones, ausencia de solidaridad por parte de sus vecinos, falta de coraje cívico por parte de la sociedad. Nos sobró miedo, fuimos acomplejados, pusilánimes y, para rematar la faena, consentimos explicaciones perversas. En fin, abandonamos a las víctimas a su suerte y permitimos una situación que no se puede describir con palabras. Hay que vivirlo.
Simultáneamente, sin embargo, durante los mismos años hemos sido testigos y partícipes, en algunos casos, de la aprobación en Euskadi de cientos de declaraciones, acuerdos, mociones y pronunciamientos a favor del acercamiento de los presos, contra detenciones practicadas por la policía, cierres de periódicos, o la comisión de presuntas torturas. Acuerdos y pronunciamientos a los que se han adherido entusiastamente ayuntamientos, centros de trabajo, facultades universitarias, centros escolares, etc. También hemos presenciado y seguimos presenciando cientos de manifestaciones en nuestros pueblos en las que se portan fotos de etarras, muchos de ellos terroristas convictos y confesos. Y todo esto ha ocurrido delante de nuestros ojos. Por no hablar de los homenajes de reconocimiento tributados a personas que en cualquier otra sociedad serían consideradas delincuentes y asesinas.
Pues bien, a la vista de todo ello, convendrán conmigo en que cuando desde el entorno de la izquierda abertzale se habla de otros sufrimientos –que no niego que no hayan existido y puedan existir–,  sin embargo no estaremos en igualdad de condiciones a la hora de abordar globalmente esa cuestión mientras no se salde previamente la deuda histórica de reconocimiento contraída con las víctimas del terrorismo. Reconocimiento que sí han recibido, por otro lado, otras personas en el País Vasco. Las víctimas del terrorismo tienen, en consecuencia, derecho a que se inviertan los términos de esa situación completamente anómala, y las instituciones tenemos la obligación de estimular ese cambio en la mentalidad colectiva de la sociedad.
En todo caso, sí quiero precisar un poco más el significado que yo concedo a la expresión “deuda histórica”. Cuando en el pasado reciente hemos hablado de la deuda histórica contraída por la sociedad vasca con las víctimas o cuando decimos que la sociedad vasca debe pedir perdón, no estamos hablando de que debamos entonar un mea
culpa colectivo por lo ocurrido. Como si no fuéramos capaces de identificar a los culpables de tanta tragedia. Entendemos perfectamente a Hannah Arendt cuando dice: «Donde todos son culpables, no hay ningún responsable». A mi juicio, pedir perdón significa decir “lo siento” por el abandono y el desamparo que durante años han experimentado las víctimas. Que, al tiempo que perdían a sus seres más queridos, han tenido que enfrentarse a justificaciones terribles mientras la sociedad miraba para otro lado, como si la cosa no fuera con ella. Ésta es una cuestión de justicia histórica que enlaza con una concepción genuina y humana de la salvaguarda de la memoria de un país.
En definitiva, el reconocimiento moral, político y social de la dignidad de las víctimas del terrorismo es el mejor antídoto frente a posibles tentaciones de contar la historia al dictado del verdugo, legitimando sus argumentos de sangre. Rendir homenaje a la memoria de las víctimas es dejar sentada la íntima convicción de que nada de lo que ha pasado ha ocurrido en vano, y que las generaciones futuras sabrán de la generosidad desplegada por cientos de personas víctimas de la violencia fanática que soportaron en silencio su ostracismo, renunciando, además, a utilizar la dialéctica de los asesinos. La actitud y la responsabilidad moral de las víctimas durante todos estos años forma parte esencial de la historia oficial y oficiosa de este pueblo, y las instituciones debemos garantizar la difusión de ese relato de generosidad. Sin duda, ese “lo siento” al que me refiero es algo muy constructivo y con una dimensión moral innegable para edificar un escenario de futuro en convivencia y en paz.

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Maixabel Lasa
es directora de Atención a las Víctimas del Terrorismo (organismo del Gobierno vasco). Su marido, Juan María Jáuregui, ex gobernador civil socialista de Guipúzcoa, fue asesinado por ETA en julio de 2000.