Manuel Llusia
Lo  llaman democracia y ¿no lo es?
(Página Abierta, 217, noviembre-diciembre de 2011).

“Lo llaman democracia y no lo es”, “no nos representan”, “PSOE y PP, la misma mierda es”, “no es democracia, es partitocracia”… Las consignas suelen ser, por lo general, emotivas, evocadoras de un malestar, reclamación o ilusión, y, lógicamente, simples, que pueden encerrar en una frase muchas visiones e interpretaciones de la realidad a la que se refieren y de los cambios que se esperan de ella.

Nuestro régimen político, el Estado que contiene las instituciones que regulan nuestro funcionamiento como sociedad, se define a sí mismo como democrático representativo desde 1978, zanjando la evolución reformista del régimen de dictadura franquista: «Artículo 1.1. España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. 2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. 3. La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria» (los subrayados en negrita son propios).  

La democracia debe contener un régimen de libertades y de derechos fundamentales, entre los cuales se encuentran la igualdad ante la ley y la justicia, los derechos de asociación y participación política, elecciones por sufragio universal, etc., con las garantías suficientes para su aplicación. Y todo ello sujeto a la decisión soberana de la ciudadanía: “la voluntad popular”. Y en esas estamos, no hay que olvidarlo, pero…

La dificultad para fijar lo que ha de ser esa democracia no es pequeña, y menos lo es asegurar jurídica y “administrativamente” que se cumplan esos valores superiores y esos principios constitucionales, ateniéndonos a la complejidad de nuestras sociedades modernas y al juego de poderes e intereses presentes en ellas (1).

De entrada nos encontramos con que la forma de este régimen en la que se concreta la “democracia” –constitucionalmente, primero, y con su correspondiente desarrollo legislativo, después– viene siendo fruto de instituciones parlamentarias (de representación ciudadana, fundamentalmente a través de los partidos políticos: «Artículo 6. Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos».

Han pasado más de 30 años de práctica de este régimen político y social que precisa más que nunca de un análisis valorativo y de cambios importantes que se vienen reclamando tiempo atrás (algunos desde su puesta en marcha) y que hoy se contienen en parte de esa mirada indignada del “15-M”.

De ellos podemos destacar dos: cómo debe implementarse la participación política ciudadana –tanto en un marco indirecto (2), como en otro más directo (3)– para que España sea efectivamente un Estado democrático de Derecho, haciendo más real el que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”, y qué mecanismos han de asegurar que cumple su función de Estado social que pretende hacer efectiva la aspiración de igualdad en ese ámbito socioeconómico.

Esta tarea pasa por definir bien la crítica y ajustar los cambios posibles. En estas páginas trataremos de animar ese difícil cometido con algunos textos que nos van “cayendo”.

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(1) Y dentro de ello, las diferencias de formación, cultura e ideología.
(2) Que puede suponer reformas sobre las instituciones parlamentarias: Congreso, Senado, distribución de escaños, ley electoral, ampliación del derecho a ser electores de una parte de la población inmigrante, etc. O sobre las relaciones a establecer entre las personas elegidas (los representantes) con los electores (representados).
(3) Referendos, iniciativas legislativas, consultas, etc.