Manuel Reyes Mate
Memoria histórica y ética de las víctimas
(Transcripción de la conferencia pronunciada en las XI Jornadas de Pensamiento Crítico, celebradas en Madrid el pasado mes de diciembre).
(Página Abierta, 242, enero-febrero de 2016).

 

Cuando Joseba [Eceolaza] me propuso el título Memoria histórica y ética de las víctimas, acepté enseguida porque hay dos palabras que me interesa relacionar: memoria y ética. La memoria es una mirada sobre el pasado, pero no todas las miradas sobre el pasado son éticas; por ejemplo, la historia mira al pasado pero no pretende más que conocer, mantiene una intención absolutamente cognitiva. El psicoanálisis también mira el pasado pero tampoco tiene una preocupación moral. El psicoanalista lo que busca es que el paciente tome conciencia, sea consciente de su pasado; para aquel es el trabajo de elaboración del pasado oculto lo que importa. La memoria, sin embargo, es una lectura moral del pasado, no solo quiere contar hechos, sino que busca el sentido de ellos, el sentido que tiene que tener el pasado para nosotros. Por eso mismo, el que recuerda, de alguna manera, se siente interpelado por la responsabilidad de ese pasado.

Hay que decir que algo pasa con la memoria cuando, después de tantos años de reflexión y de discusión, sale un Bertín Osborne diciendo: “Pasemos página, mataron a siete tíos abuelos en Paracuellos y yo ya pasé página; para qué recordar”. O, también, Albert Rivera con la misma idea de que son cosas del pasado, pero matizando: exhumar sí, pero recordar ya no. Él acepta una acción que tenga un valor privado, que se exhumen los restos mortales de las fosas anónimas y se entierren dignamente, pero no que haya una dimensión pública de ello, no que se recuerde públicamente a las víctimas.

Otra muestra representativa de ello la encontramos en expresiones como, por ejemplo, la de Savater manifestando que quién quiera explicarse el presente yendo a los Reyes Católicos está perdiendo el tiempo.

Un gran historiador y exiliado español, Américo Castro, después de la guerra civil, decía a los jóvenes: si queréis entender los conflictos en este país hay que remontarse muy atrás. Este país se conformó de una manera muy especial, expulsando primero a los judíos y luego a los moriscos. Somos los herederos de una exclusión. Nos engañamos cuando hablamos de una España de las “tres culturas” como si tuviéramos algo que ver con ellas. Nosotros somos los herederos de la exclusión de las tres culturas. Y eran culturas españolas: el árabe fue, durante siglos, la lengua oficial de España. Una lengua tan española como lo fue el hebreo, y así hubiera seguido de no haber sido expulsados los pueblos que las hablaban.
Lo que quiero decir con esto es que algo pasa cuando tertulianos, políticos,  historiadores, un día sí y otro también, arremeten contra la memoria histórica. Es una pregunta que me hago. Si se reflexionara un poco sobre la memoria, ¿se podrían decir esas frivolidades?

Empiezo respondiendo que no es fácil hablar de la memoria, es verdad, es un término escurridizo, peligroso. Enigmático, porque tiene que ver con lo olvidado. Peligroso, porque nos hace ver, si nos adentramos por ese camino, sobre qué está construido nuestro presente, qué hay debajo de él, todo el sufrimiento, todo el sufrimiento anónimo, las víctimas; y, en consecuencia, es un concepto molesto.

Sin embargo, ese pasado al que se refiere la memoria es muy goloso, nadie se priva de él. Todo el mundo lo frecuenta. Es como aguas ricas a las que todo el mundo acude porque la pesca suele ser rentable; y, por lo tanto, de la memoria habla todo el mundo: los historiadores, los antropólogos, los filósofos, los teólogos, los literatos, y cada uno habla de una manera diferente. Mi experiencia es que, cuando discutes públicamente con otros sobre la memoria, no hay manera de ponerse de acuerdo porque cada cual tiene un concepto distinto. Y mi pregunta es si no habría manera de catalogar esas distintas ideas sobre la memoria, y ponernos de acuerdo sobre lo esencial.

Hay muchas maneras de hablar de la memoria.

Los historiadores y la memoria

Los historiadores hablan del pasado y el pasado interesa a la historia y a la memoria, pero los historiadores tienen su propia idea de la memoria y resulta bastante difícil hablar con ellos sobre la memoria. El historiador asevera que la lectura rigurosa del pasado es cosa de la historia y que esta se atiene a los hechos y quiere conocer objetivamente lo que ocurrió. De tal manera que hasta el siglo XIX se mantuvo –muchos historiadores todavía se lo creen– que la historia es una ciencia.

Y estos historiadores afirman que la memoria, sin embargo, es la vivencia subjetiva del pasado. Es lo que cada cual se lleva de él, y eso es muy subjetivo, es un sentimiento no un conocimiento, algo privado y no público; y por esta razón es tan peligroso que la memoria cuente en política, que se lleve, por ejemplo, a una ley.

También hablan de la memoria, pero en un sentido totalmente opuesto, otros historiadores; me refiero a grandes escritores. Pongo un par de ejemplos: Cervantes y García Márquez.

Cervantes, en el capítulo VIII, de la primera parte,de Don Quijote de la Mancha, narra la pelea de don Quijote con el Vizcaíno. La pelea se produce porque don Quijote ve a lo lejos una carroza, o carreta, con unas mujeres y delante un jinete, y piensa que el jinete es un carcelero y las que van en la carreta unas prisioneras; él quiere liberarlas y se lía a tortas con el Vizcaíno, que, de hecho, es el que las custodiaba. Y cuando está Cervantes narrando la historia, de pronto se para y dice: “No puedo contar cómo acaba esta historia porque se me ha acabado el texto que estoy traduciendo”. De repente, el lector se da cuenta de que Don Quijote es una traducción de un texto previo.

Y Cervantes en el capítulo IX continúa: “Yo no quiero dejar al lector sin contar cómo acaba esta pelea… He oído que en Toledo hay un barrio de mala fama, cerca de la catedral, que trafica no con drogas, sino con algo mucho peor en la época, con papeles. Así que voy a ver si encuentro algo”. Y va a Toledo y enseguida se le acerca un joven y le ofrece unos papeles en venta, él los mira y dice yo esto no lo entiendo, está escrito en arábigo, en árabe; y le pide que se los traduzca y el joven lo hace. Y, ¡cielos!, era la continuación de la pelea. Se los compra y advierte que están firmados por un tal Cide Hamete Benengeli.

El texto base del Don Quijote es un texto árabe, escrito por un árabe. ¿Qué quiere decir Cervantes con ese gesto? Cervantes no da una puntada sin hilo y lo que estaba diciendo es: vosotros lectores del español, o del castellano, que estáis maravillados de lo que estoy escribiendo, tenéis que saber que, en el fondo, yo estoy traduciendo de una lengua, el árabe, que en ese momento ya ha sido prohibida y los libros en árabe destruidos. Estamos en vísperas de la expulsión de los moriscos. El gesto de Cervantes es advertir de que, “si queréis entender lo que os está ocurriendo, lo que yo estoy contando, si queréis entender la actualidad, tenéis que echar mano de la memoria y recurrir a un tiempo y a un lugar olvidado y perseguido que es, sin embargo, el fundamento del presente”.

El otro texto al que me quiero referir es mucho más cercano, se trata de Cien años de soledad de García Márquez.

Cien años de soledad es seguramente el tratado de la memoria más extraordinario que uno puede leer. Cien años de soledad cuenta la historia de Macondo, una ciudad que expresa o simboliza lo nuevo, América. El problema que tienen los habitantes de Macondo es que nacen enfermos, nacen con la peste del olvido, y ese olvido, esa enfermedad, es la causa de todas las desgracias que, a lo largo de la historia, va contando el narrador. Es la historia de las siete generaciones de los Buendía, y cada generación de los Buendía representa el tipo de cultura o de modelo político que han importado de Europa o de América.

¿Qué quiere decir García Márquez con lo del olvido, de qué se están olvidando los latinoamericanos, en qué consiste la peste del olvido? Consiste en que, cuando llegan los conquistadores de Europa, lo hacen con la idea de que son portadores de una cultura superior y se encuentran un lugar en el que, para ellos, se vive en la prehistoria. Y el occidental que llega allí le dice al indígena: “si queréis entrar en la historia que nosotros representamos tenéis que renunciar a la vuestra, porque esa es la prehistoria”.  Entrar en la historia significa renunciar a sus propias raíces,  a su cultura, a lo que han sido.

Y eso para García Márquez es el origen de todas las desgracias. En un momento determinado de su narración, uno de sus personajes dice a los contertulios familiares “agarremos unos taburetes, sentémonos a la puerta y contemos lo que realmente nos ocurrió, antes de que lleguen los historiadores, antes de que llegue el discurso del occidental, que nos va a contar lo que somos y de dónde venimos”.

Aquí se ve cómo, para el literato, la memoria se enfrenta a la historia, la historia es el relato oficial, la memoria es, en el fondo, la experiencia de los vencidos.

También de la memoria hablan los antropólogos sociales. Ellos están jugando un gran papel en este momento en la tarea de las exhumaciones de cadáveres de las fosas de la guerra civil española porque trabajan con los forenses y observan la reacción que provoca en la comunidad en la que se realizan. Y es muy interesante lo que cuentan porque, cuando un cadáver que ha estado oculto cuarenta, cincuenta, sesenta años, aparece, se desatan las lenguas, la gente empieza a hablar, a recordar.

Y es terrible el recuerdo. Surge una idea sobre esa comunidad que nada tiene que ver con lo que se ha contado. Lo blanco aparece negro y lo negro, blanco. Entonces, los antropólogos hablan de la memoria histórica para entender lo que pasa cuando el pasado se hace presente.

El deber de memoria

De la memoria, igualmente, opinan los filósofos. Estoy convencido de que en las últimas décadas, sobre todo en las dos últimas, la memoria se ha convertido en un tema de actualidad, algo que no ocurrió en la postguerra de la Segunda Guerra Mundial (SGM). Si ha sido así, en buena parte es debido al papel de los filósofos. Sobre todo el desarrollo que ha llevado la memoria a tener esta importancia, señalo sólo un detalle.

La última aportación de la filosofía a la memoria tiene que ver con lo que llamamos “deber de memoria”. La memoria ya no es una materia optativa, con la memoria ya no se puede jugar. No, la memoria es un deber. Para las generaciones que han nacido, grosso modo, durante o después de la SGM, la memoria ya no es una materia optativa sino un deber.
¿Qué significa el “deber de memoria”? El “deber de memoria” nace en 1945. Tiene un lugar y un tiempo determinado: nace con el fin de los campos de exterminio. Cuando los deportados supervivientes son liberados, en torno a enero-febrero de 1945. En esa liberación ocurre un fenómeno curioso: sin ponerse previamente de acuerdo los supervivientes, se les oye decir en los distintos campos: “¡nunca más!”. Es lo primero que dicen. No dicen venganza, odio, comida, sexo, no. Pero no solo dicen eso, sino que añaden: “y para que esto no se repita, ¡memoria!”.

No deja de sorprenderme esa reacción. Uno se pregunta qué ven los supervivientes en la memoria. La memoria, al fin y al cabo, es un asunto frágil y lo que tienen enfrente es, ni más ni menos, que la barbarie. La memoria contra la barbarie parece una pelea desigual, pero después de la SGM se observa que había mucha gente convencida o dispuesta a hacer todo lo posible para que aquello no se repitiera.

Era gente sensata que, entonces, pensaba en medios eficaces, como, por ejemplo, el Plan Marshall, porque el caldo de cultivo del fanatismo, casi siempre, es la miseria. O la instauración de una constitución democrática en Alemania. O la implantación de una “educación en la tolerancia”. Si uno va a una ciudad alemana, –a cualquiera–, todavía hoy, después de tanto tiempo, encontrará en cualquier momento del año la representación de una obra teatral: Nathan el Sabio. Obra de un autor ilustrado, Ephraim Lessing, que supone el gran tratado moderno de la tolerancia. Pues bien, esa historia se estudia en los centros escolares, se representa, se la saben de memoria.

Pero, ¿por qué los supervivientes daban más importancia a la memoria que a todo esto? Es un misterio. Esa es la pregunta y yo no he encontrado más que esta respuesta. Ellos habían vivido una experiencia extrema, aquella fábrica de muerte era la forma más extrema de violencia y, además, una forma de violencia que no había sido imaginada por nadie; por eso es tan singular. Era una violencia impensable, inimaginable, pero que tuvo lugar. Ocurrió que lo que el ser humano no es capaz de pensar ni de imaginar y, cuando esto sucede, entonces es cuando aparece el deber de memoria.

El deber de memoria quiere decir que, cuando acontece lo impensable, lo que ha sucedido ha de ser el punto de partida del pensamiento, lo que debe dar que pensar. Si somos capaces de hacer lo que no somos capaces de conocer, ni de pensar por adelantado, ni luego, a posteriori, justificar racionalmente, entonces tenemos que entender que el acontecimiento precede al conocimiento, que lo que ocurrió es lo que da que pensar, y eso significa que todo lo que metamos en ese saco del pensar debe ser articulado ahora por nosotros, por las generaciones que hemos venido después.

Es lo que tenemos que hacer a partir de la experiencia de la barbarie. Y, eso significa repensar la política, repensar la ética, repensar la estética, teniendo en cuenta esa experiencia (se preguntaba uno de los intelectuales de entonces si era posible hacer poesía después del holocausto). Repensar el derecho, repensar todo. Repensar nuestros esquemas de convivencia, los fundamentales, de una manera nueva, porque hasta ese momento pensábamos que el buen discurrir consistía en hacer abstracción del sufrimiento. Razonábamos que un buen pensamiento era el que se mantenía válido para todo tiempo y lugar y, por tanto, que no tenía que tener en cuenta la experiencia del sufrimiento. Bueno, pues eso es ya lo que no nos es permitido. Ése es el deber de memoria, repensar todo a la luz de la experiencia de barbarie para evitar que se repita y también para, de alguna manera, hacer justicia a las víctimas del pasado.

Y qué significa repensar, por ejemplo, la política, teniendo en cuenta el deber de memoria, teniendo en cuenta la barbarie que hemos cometido. Pues, significa fundamentalmente repensar la lógica de la política. Toda la política –moderna y actual– de derechas o de izquierdas está movida por la misma lógica, la lógica del progreso. No hay político que se precie que, cuando quiere vender su programa, no diga que este es un programa de progreso. Un filósofo de la Escuela de Frankfurt concluía que progreso y fascismo coinciden. Entonces parecía una provocación. Hoy empezamos a barruntar que algo de verdad hay en eso.

El debate del cambio climático en París es bien elocuente, ya nos hemos dado cuenta de que el progreso, determinado tipo de progreso, nos lleva a la catástrofe. Ya somos conscientes de que el progreso ha producido las grandes amenazas de la humanidad, el deterioro irreparable del planeta y la destrucción nuclear. ¿Qué tienen de común, entonces, el progreso y el fascismo?. Pues, la naturalidad con la que tanto uno como otro asumen que para conseguir metas hay que sacrificar a una parte de la humanidad, hay que invisibilizar a las víctimas.

Repensar la política, después de la experiencia de la barbarie que tuvo Europa en el siglo pasado, significa también repensar el concepto de ciudadanía. La ciudadanía, que es el concepto más noble que tenemos en política, está construida sobre la sangre y la tierra. Somos ciudadanos de un territorio porque hemos nacido en él, fundamentalmente. O sea, el concepto más noble, político, resulta que no está construido sobre el concepto de libertad, ni de méritos, sino sobre la tierra y la sangre. Y en la SGM y durante el fascismo supimos a qué puede llevar la autoridad de la sangre y la tierra. Puede llevar al racismo. Entonces, repensar la ciudadanía significa pensar universalmente la ciudadanía. No en función de algo, digamos, tan pedestre como es la sangre y la tierra, sino algo como podría ser el concepto de libertad. Y, de la misma manera, repensar lo que significan los nacionalismos, tan unidos precisamente a la sangre y a la tierra.

Hannah Arendt, esta filósofa judía, escribió un libro, una especie de crónicas del juicio a Eichmann en Israel. Eichmann, uno de los grandes carniceros nazis, fue secuestrado en Argentina por el Mosad. Lo llevaron a Israel y allí le procesaron. Hannah Arendt hizo el seguimiento de ese gran juicio y fue muy crítica con el proceso, porque vio que lo escenificado era una instrumentalización de este delincuente para favorecer los intereses del sionismo.

Sin embargo, al final del libro escribe: “Estoy de acuerdo con la sentencia; a pesar de que he criticado todo este montaje, por muchas razones, me parece que la sentencia es justa. Este hombre merece morir en la horca, pero no por haber sido causante o concausante de la muerte de seis millones de judíos, sino por algo muy diferente, por haber sostenido una política consistente en negar al pueblo judío y a otros pueblos el derecho a compartir el lugar en el que se encontraban, como si usted Sr. Eichmann, usted y los suyos, pudieran decidir quién tiene derecho o no a habitar el planeta”.

Es decir, el crimen contra la humanidad de Eichmann, para esta gran pensadora, consistía en apropiarse del territorio y en negar a otros pueblos el derecho a compartirlo.

De ahí la necesidad de repensar el concepto de ciudadanía y el concepto de nacionalismo, y la misma Unión Europea. Si queremos repensar la política, tenemos que pensar en la Unión Europea. Jorge Semprún visitaba regularmente Buchenwald, el campo en el que estuvo preso. El último año que lo hizo, ya enfermo, expresó que tenía mucho interés en leer una especie de testamento espiritual dirigido a los jóvenes en el que les decía: “No olvidéis que Europa nace tras la experiencia de los campos de exterminio”.

Es verdad. Los fundadores de Europa piensan que, para superar precisamente esa experiencia o la repetición de esas experiencias, había que construir una Europa que supusiera tres cosas: la superación de los nacionalismos, dar valor a los sufrimientos causados o recibidos y asumir responsabilidades. Esos eran los tres pilares sobre los que los padres espirituales de la Unión Europea pensaron Europa.  Y Europa, en la medida en que ha tenido memoria de sus orígenes, ha dado un paso adelante; y en la medida en que da la espalda a esta inspiración, da un paso atrás. La gestión de la última crisis en Europa con esta vuelta a los nacionalismos, sobre todo en Alemania, explica muy bien lo que acabo de decir.

Pues bien, estos son ejemplos del deber de memoria. El deber de memoria significa no solo acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos –y otros pueblos y comunidades–, sino repensar los conceptos fuertes de la convivencia que todavía seguimos manejando como si nada hubiera ocurrido.

La ética y la verdad

Todas las éticas modernas tienen en común que nacen de la noble idea de que somos iguales en dignidad. Eso es lo que subyace en todas las explicaciones éticas modernas, de ese principio o de esa convención o acuerdo (algunos la consideran una superstición porque es indemostrable; pero, en fin, estamos convencidos de que todos somos iguales en dignidad). Sin embargo, los supervivientes de los campos de concentración declaran que “para sobrevivir había que dejar la dignidad fuera”. De ahí, la vergüenza de los supervivientes.

Te podían matar por presentarte por la mañana a la revista sin la gorra. El hecho de no tener gorra era causa para que fueras seleccionado y dirigido inmediatamente a la cámara de gas. Entonces, ¿qué hacían los más fuertes por la noche?: hacerse con gorras y negociarlas, y así aparecían por la mañana sin gorra los más débiles y enfermos. Ellos saben que no tenían dignidad para sobrevivir, pero ¿alguno de nosotros les puede decir que eran inmorales? Con nuestra ética, sí. Pero lo que tenemos que hacer es repensar la ética de otra manera y entender, como ellos nos apuntan, que ser bueno –al fin y al cabo, la ética es ser bueno– no consiste en ser fiel a la conciencia o a la dignidad.  Ser bueno significa hacerse cargo del otro.

Por esa razón, Primo Levi, uno de los grandes testigos de esta historia de exterminio, escribió un libro que tituló Si esto es un hombre. Con esa historia detrás, después de la guerra se presenta ante los demás diciéndoles: ¿pensáis que somos hombres? Responder a esa pregunta es precisamente el gran desafío de la nueva ética, la ética de la alteridad.

Repito, el deber de memoria no consiste en recordar, anualmente, lo mal que lo pasaron los gitanos, los homosexuales, los judíos; significa entender que nosotros estamos obligados a repensar todos estos grandes conceptos vitales, políticos, morales, estéticos y jurídicos teniendo en cuenta lo que hemos hecho, para que no se repita.

Entonces, si esto es, digamos, el noble concepto de memoria, si la memoria es esto, ¿por qué está tan mal vista? ¿Por qué la reacción, por ejemplo, de Bertín Osborne, de Rivera, de Savater, de Rajoy?

Por otra parte, hay muchos de estos intelectuales y políticos que son muy sensibles y receptivos cuando se habla de la memoria del Holocausto y muy críticos o sañudos cuando se trata de la memoria histórica. ¿Por qué esta doble vara de medir?

Si uno mira de frente este tema, se da cuenta de que la memoria se juega solo en dos claves, en clave de verdad y en clave de moralidad. Es lo único que busca la memoria. Lo malo de la memoria es politizarla, lo malo de la memoria es identificarla con la ideología de quien sea, del victimario, de la víctima o de los que la recuerdan. Las víctimas son significativas en sí mismas, independientemente de la ideología que tuvieran; lo importante en el asunto de las víctimas es el hecho de que seres inocentes son objetos de una violencia inmerecida e injustificada. 

No quiero decir que los discursos valgan lo mismo, lo que pasa es que eso se discute en otro negociado. Claro que no es lo mismo la ideología del franquismo que de la República, como veremos ahora, pero eso se discute en otro sitio. Respecto a las víctimas, lo importante es entender que son inocentes y, si entendiéramos bien el asunto de la memoria de las víctimas, lo único que se juega ahí es la verdad y la moralidad, y, por lo tanto, no tiene ninguna justificación está malquerencia de la memoria.

Las víctimas son la parte oculta u ocultada de la realidad, porque víctimas ha habido siempre, como decía antes, pero las hemos declarado durante mucho tiempo insignificantes, carentes de significación; era el precio del progreso. Y lo que entraña la memoria de las víctimas es hacerla significante, es reconocer que no son el precio de la historia, sino que la historia se ha construido sobre su sufrimiento.

Es un asunto, por tanto, de verdad. Se equivocaría quien analizará este tiempo viendo, hablando, únicamente de lo que aparece. Para tener una idea más exacta de esa realidad hay que ver también esas capas profundas, ocultas u ocultadas que forman parte de ella. Por eso digo que lo que se juega con el tema de la memoria es la cuestión de la verdad y de la moral.

Lo que guía a las víctimas no es en absoluto el resentimiento, porque la memoria de las víctimas no piensa tanto en el victimario como en la víctima, no piensa tanto en el castigo al victimario como en hacer justicia a las víctimas. Y son dos perspectivas muy diferentes. El problema no es el castigo, es la reparación; y para esa reparación, precisamente, la recuperación del victimario es algo fundamental (tema que ahora no puedo desarrollar).

La memoria de las víctimas lo que pretende es agudizar el sentido de la responsabilidad. La responsabilidad de los nietos. Hablábamos antes de que los abuelos actuaron conscientemente de la manera que lo hicieron, los padres sabían lo que hicieron sus padres y callaron, y los hijos no saben y quieren saber lo que hicieron unos abuelos y lo que les hicieron a otros.

Uno de estos pensadores de la teoría crítica de la escuela de Frankfurt señalaba: “Los nietos tienen una débil fuerza mesiánica sobre los abuelos”. Los nietos tienen el poder de, por un lado, asumir responsabilidades de los abuelos. Y en Alemania todavía los nietos entienden que deben seguir pagando la factura por lo que llevaron a cabo los abuelos. Pero, por otro, también tienen la capacidad de reparar el daño que hicieron a los abuelos, aunque no sea más que bajo la forma modesta de hacer memoria de la injusticia.

La memoria se juega en clave de verdad y de moralidad, y no debería, por tanto, disgustar a nadie, sino interesar a todos. Yo creo que la memoria es uno de esos temas que debería ser objeto de un pacto de Estado, sin discusión, porque lo único que importa ahí es la ética y la verdad.

España: la memoria histórica

¿Por qué esta extraña reacción en España de que quienes son muy sensibles a lo que ocurrió fuera sean tan insensibles a la memoria histórica? ¿Por qué esta doble vara de medir? Es de las cosas que me intrigan y que me parece deben ser objeto de una reflexión, sobre todo, de cara a hacer valer la importancia de la memoria histórica en España. Antes de responder a esta pregunta hago unas reflexiones previas.

No se trata de comparar la Guerra Civil con el Holocausto. Paracuellos o el Valle de los Caídos no son el gueto de Varsovia, eso es verdad, pero también lo es, primero, que en uno y otro caso hay víctimas y en uno y otro caso hay inocencia que pide justicia.

En segundo lugar, no deberíamos jamás olvidar que la Guerra Civil fue el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial y que debemos mantener ese vínculo entre ambas. Lo específico del caso español es que, a diferencia de lo que ocurrió en otros países, aquí el pueblo luchó, murió y mató por defender la República, es decir, por luchar contra el fascismo. Algo que no ocurrió en Alemania, donde Hitler subió al poder a través de las elecciones. O en Italia, donde Mussolini realizó su entrada triunfal en Roma aplaudido por todo el pueblo italiano. O en Francia, donde, con un Ejército infinitamente superior al español, la lucha contra el fascismo duró dos semanas. Esa es la gran diferencia entre España y Europa.

Y en tercer lugar, la gran diferencia entre el caso español y la SGM es que el eje fue vencido en Europa y, gracias a que el fascismo fue vencido, se hizo posible un juicio legal a los criminales y el desarrollo de una memoria histórica que ha dado grandes frutos. En España, sin embargo, la República fue derrotada dos veces: derrotada por el fascismo y derrotada por los aliados, como decía Indalecio Prieto, cuando pedía que los aliados consumaran, precisamente, el plan de liberación de Europa del fascismo.

Esas tres consideraciones no hay que perderlas de vista. Entonces cabe preguntarse ¿por qué no aplicamos a la memoria histórica el rigor y las consecuencias que sí tenemos en cuenta cuando hablamos de las víctimas de la SGM? Pues, porque ha ocurrido algo en España que Antonio García Santesmases llama el olvido de la memoria republicana, que es una larga historia. Este proceso se inicia cuando los aliados deciden no intervenir en España. En ese momento ya el pasado no cuenta, el destino de España ya no se va a vincular a su pasado, sino a lo que ocurra a partir de este momento.

La experiencia de la República ya no cuenta, y ¿qué es lo que cuenta a partir de ese momento? Por un lado, la consolidación del franquismo, y, por otro, la aparición de una oposición antifranquista; pero lo común a los dos casos es el olvido. Ni el franquismo ni la oposición quieren saber nada de la República. Ninguno de los dos tiene en cuenta la memoria republicana. Los dos, digamos, grupos sociales plantean el pasar página. Y es comprensible que el franquismo lo hiciera, tenía mucho interés, lógicamente, en pasar página.

Hay un libro interesantísimo de Gregorio Morán, El cura y los mandarines, que habla muy bien de cómo se estructura una clase intelectual media en España, precisamente como alternativa al exilio, y el miedo que les da a los intelectuales españoles la sombra del exilio. Entonces, se comprende, digo, que el franquismo no quiera recordar, pero ¿por qué la oposición tampoco quiere recordar? Esto es lo enigmático e interesante, porque esto explica lo que va a ocurrir luego en la transición democrática.

La explicación que dan historiadores como Santos Juliá o algunos teóricos como Javier Pradera es que en los años 50 tuvo lugar la reconciliación de las dos Españas porque se encuentran luchando contra el fascismo hijos de los vencedores y de los vencidos. Este es el gran argumento. España ya se ha reconciliado, ha superado su pasado en los años 50. “¡No vamos, en los años 70, a abrir un proceso que ya está cerrado!”. La razón y consecuencia de esta teoría de la reconciliación era hacer callar las voces del exilio. Por un lado, se hace callar al exilio y por otro se disuelve el significado del pasado con gestos de sus representantes en el presente. Es decir, el abrazo de Carrillo y Fraga borra el pasado del franquismo y del estalinismo.

Sobre ello, dos reflexiones. La primera basada en una carta ejemplar de María Zambrano en 1961 en la que, dirigiéndose a estos jóvenes españoles antifranquistas, sentencia: “¡Cuidadito!, si cerráis la herida del pasado de esa manera, la paz que consigáis va a ser la tregua entre dos violencias”. Y esta es la tónica de la historia de España. Por una vez, tengamos presente, precisamente, la exclusión en la construcción de las distintas convivencias en España, para acabar con ellas, y eso significa tener en cuenta el exilio, la protesta del exilio.

Y la segunda, una consideración moral. Pensar que los gestos de Fraga y Carrillo, por simbolizar un poco ese pasado, pueden borrar el que ellos representan me parece una gran impostura, porque la responsabilidad del franquismo no la borra Fraga con un abrazo a Carrillo, y la responsabilidad del estalinismo no la borra Carrillo con un abrazo a Fraga.

Walter Benjamin hablaba de esa responsabilidad de los nietos sobre los abuelos. El nieto tiene que hacerse cargo de lo que le hicieron al abuelo y de lo que hizo el abuelo. Bueno, pues estos teóricos españoles, en el que hay que incluir a El País  – el intelectual colectivo como se llamaba al diario–, han enmendado la plana a Benjamin, afirmando que los nietos tienen el poder de borrar del mapa a los abuelos; es decir, la historia a contrapelo.

En España, por tanto, tenemos el problema de que estas personas sensatas y sensibles a la memoria de las víctimas del Holocausto traten de una manera muy diferente a las víctimas del fascismo español, a través de un argumento que ha pesado, definitivamente, en la Transición, pero que es una auténtica impostura intelectual.

También llama la atención la reacción de los países europeos, cómo trataron a las víctimas del fascismo en sus países y cómo trataron a las víctimas del fascismo en España. Esta crítica se agrava cuando leemos noticias como las de hace quince días. La prensa hablaba de que el Estado alemán está, todavía hoy,  pagando unos 100.000 euros al año a miembros supervivientes de la División Azul, y no hay ni un solo duro, que se sepa, por los bombardeos de Guernica o por los deportados españoles a los campos de concentración y de exterminio. La única excepción es la iniciativa de un grupo de ciudadanos italianos que se han querellado contra el Estado italiano por los bombardeos de la aviación italiana a la ciudad de Barcelona, y hay un proceso en marcha sobre ello en este momento.

* * *

Ética y memoria van de la mano. La memoria es la lectura moral del pasado. La historia tiene todo el derecho a decir que no quiere hacer un juicio moral sobre el pasado, que solo quiere conocerlo, es su derecho. Como es un derecho de la memoria hacer una lectura moral del pasado. Esa lectura moral del pasado está guiada por la búsqueda de la verdad y la justicia; y, cuando uno se pregunta por qué esta obcecación en España contra la memoria histórica, sólo se me ocurre recordar a Borges.

Borges tiene un relato que llama El réquiem alemán. En él habla del destino de un oficial nazi que ha sido condenado a muerte por los aliados y que va a ser ejecutado al día siguiente. Entonces, por la noche, este oficial nazi repasa su historia y se siente a gusto consigo mismo, piensa que ha estado a la altura de las circunstancias, piensa que él quiso contribuir a la creación del hombre nuevo que anunciaba Hitler y colaboró honestamente en esa tarea. Aunque, reconoce que hay un borrón en su extraordinario currículum, y ese borrón ocurrió una noche en la que tuvo que juzgar, ya muy tarde, a una persona que era inocente por los cuatro costados. Era un anciano poeta que se llamaba Jerusalén. Estuvo a punto de perdonarle la vida y ese es su borrón; eso es lo que él piensa que fue un borrón.

Pero, afortunadamente, se superó a sí mismo, se sobrepuso a la tentación y le mandó matar. Y ahora, que va a morir él, dice: “No sé si el bueno de Jerusalén sabía por qué le mandé matar. Le mandé matar porque yo tenía que matar en mí la compasión que empezaba a renacer en mí”. Y ese es el asunto, que, cuando se mata, mueren muchas cosas y, cuando no reconocemos los derechos de las víctimas, de alguna manera asumimos ese destino del victimario.