Martín Alonso
De inhibiciones, identidades y decisiones
(El Diario Vasco, 6 de julio de 2007)

            En Juno and the Paycock, del dramaturgo S. O'Casey, un agente de control de los Die-hards, o partidarios de la independencia irlandesa, requiere a Johnny para que le acompañe. Éste expresa su reticencia, barrunto de un desenlace fatal, invocando su calidad de mutilado por la causa con un «Dios, Dios, ¿no he hecho bastante por Irlanda?». «¿Boyle, nadie puede hacer bastante por Irlanda!», se le replica. La contundente dialéctica del agente revela una concepción de la acción en cuanto determinada por el molde de una identidad colectiva que comporta una visión meramente instrumental de los seres humanos.
            El de la identidad es asunto complejo donde los haya. Por un lado, las identidades no son esencias inmutables sino constructos cambiantes. Por otro, hay identidades individuales, cada una compuesta de múltiples retazos, y colectivas, también múltiples, varios nosotros que a menudo conviven sin estridencias. Otras veces, en cambio, se impone el contenido particular de un nosotros que a su vez se vuelve dominante en el ámbito individual, de modo que las personas se definen primero y principalmente por ese rasgo saliente. La etnia es un buen ejemplo de este proceso de reduccionismo sociopsicológico, como lo fueron la adscripción religiosa, racial o estamental.
            En el contexto que nos ocupa, hablar de identidad equivale con frecuencia a subrayar el componente étnico excluyendo otras dimensiones relevantes. Una de ellas es la que especialmente en psicología se denomina identidad moral. Los horrores del siglo XX se explican en gran parte, según el inestimable ensayo de J. Glover Humanidad e inhumanidad. Historia moral del siglo XX, por una atrofia o inhibición de la identidad moral. Cabría argumentar que el debilitamiento de la fibra moral es consecuencia del reforzamiento de componentes alternativos de la identidad; el nazismo, con su ensayo general en Gernika hizo el 26 de abril 70 años, o el evangelio de los profetas de la Gran Serbia del derecho de los serbios a vivir en un único Estado, que hizo tolerables masacres de turcos como la de Srebrenica y respetables a personas como los Escorpiones, son buenos ejemplos.
            Los asesinatos pudieron llevarse a cabo porque el valor intrínseco de los seres humanos, congruente con el contenido de la identidad moral, fue orillado por retóricas rudimentarias que cubrían prácticas criminales con una alfombra de supuestos motivos excelsos. En la exacerbación de las pasiones nacionales, la identidad individual se ve constreñida por la camisa de fuerza de la autodefinición colectiva. Las personas dejan de ser sujetos de dignidad para convertirse en réplicas intercambiables reducidas a una única dimensión, la que prescribe la esencia postulada. «El problema con esta adscripción nacional -observa en Balkan Express Slavenka Drakulic- estriba en que mientras antes se me definía por mi formación, mi trabajo, mis ideas, mi forma de ser y, sí, también mi adscripción nacional, ahora he sido despojada de todo eso. Ya no soy nadie porque he dejado de ser persona. Soy uno de los 4,5 millones de croatas».
            Las guerras proporcionan un contexto que alienta polarizaciones extremas en las que las llamadas a la lealtad fagocitan la dimensión moral. Pero aun en tales situaciones extremas ciertos acontecimientos aislados consiguen devolver a los actores a su condición de seres humanos. Relata Orwell desde el frente de la Guerra Civil española que su intención de matar a un fascista se desvaneció al ver que su blanco era un hombre que se subía los pantalones después de haber atendido las demandas universalmente humanas del sistema digestivo.
            Pero la obnubilación de la identidad moral no se produce sólo en la guerra. Refiere Glover una anécdota de los años del apartheid: un policía afrikáner que en una manifestación persigue a una mujer negra porra en ristre se detiene cuando ésta pierde un zapato; el accidente actúa como un decapante cognitivo alterando su percepción, ve a una persona a la que hay que ayudar donde segundos antes había una delincuente negra.
            A pesar de las improbables coincidencias respecto a los tiempos que describe Orwell, fascista sigue sirviendo para justificar la aniquilación y la persecución, unos procedimientos stricto sensu característicos del fascismo. La identidad moral es un principio regulador de la conducta, aseguran los psicólogos; remite al compromiso de ser buena persona, comporta sentimientos de culpa o vergüenza si no se está a la altura. Orwell y el policía afrikáner se contuvieron cuando un accidente de sus blancos inminentes cambió el foco de su atención desde una dimensión de la identidad horizontal y frentista hasta otra vertical portadora de una sensibilidad moral abierta a la empatía transfronteriza. Sin embargo, ninguno de los dos gestos sobrepasaron el listón de la anécdota. Y es que el contenido de la identidad moral, en cuanto ingrediente individual, está fuertemente condicionado por la concepción social dominante.
            La idea de la superioridad racial inhibía los sentimientos de culpa por el maltrato a la población negra. La devaluación ontológica, la deshumanización, la expropiación de la identidad moral es un requisito universal en el ejercicio de la violencia colectiva. Contribuye a ello la difusión de responsabilidad entre actores múltiples. Y ese proceso se ve favorecido cuando las personas -víctimas, pero también verdugos, como muestra el personaje de O'Casey- se convierten en medios, en artículos desechables, en vidas que han perdido el atributo básico y dejado de ser dignas de ser vividas. La plantilla instrumental -la conversión de las personas en objetos como consecuencia de la represión de la dimensión moral de la identidad- respalda la acción de los ejecutores y la omisión de los circunstantes (difusión de responsabilidad), por no hablar de otros síntomas anejos a la visión de túnel narcisista.
            Observaba con razón E. Burke hace dos siglos largos que «la única condición necesaria para el triunfo del mal es que las buenas personas no hagan nada» (Thoughts on the Cause of the Present Discontents). El rasgo de la identidad que se subraya es decisivo para la forma de pensar y actuar de las personas, como se ha indicado. Por ello, el aspecto principal de los conflictos humanos a menudo no tiene tanto que ver con la dimensión horizontal entre retazos de autodefiniciones colindantes (conflicto de identidades) como con la vertical que establece una jerarquía entre los componentes de la propia identidad (remodelación de la autodefinición), en particular con el valor que se asigna a la identidad moral. El barkatu de un enfermo terminal, de un entorno nacionalista ferviente, a su vecino de cama en uno de los relatos de Fernando Aramburu, Los peces de la amargura, con la condición de mantenerlo en secreto, ilustra a la vez la eclosión repentina de la identidad moral y la presión colectiva para reprimirla. De acuerdo con estas premisas, la primacía de la identidad moral habilita a los ciudadanos para convivir respetando las diferencias y aceptando las posibilidades de crear un futuro compartido desde la transversalidad del pluralismo.
            La identidad moral impone un primer deber -sí, un deber- de decisión, el que no haya un atropello más en nombre de ninguna dimensión de la identidad instrumental, el que no se juzgue respetable concepción alguna que transija con los atropellos, el que resulte inconcebible un espacio de legitimidad para héroes criminales. La configuración de una masa crítica de identidades individuales informadas por la dimensión moral parece una condición necesaria para inducir un cambio en el contenido de una identidad colectiva que ha aceptado comportamientos por los que se habrá de rendir cuentas, más allá de la responsabilidad penal de los asesinos y acosadores.
            Como escribía hace poco Félix Ovejero Lucas, «mientras ETA conserve la posibilidad de matar si no se aceptan sus reclamaciones, el País Vasco no se puede considerar libre en sentido republicano»; republicano apunta a una concepción fuerte de la ciudadanía. Es el compromiso ineludible y primario con la ética; todo lo demás es discutible -luego de haber aceptado lo innegociable, lo prepartidario-. Sigamos, como recomienda Glover, un principio ilustrado elemental: «Tratemos a las naciones meramente como medios y nunca como fines en sí mismas».

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Martín Alonso es autor de Universales del odio. Creencias, emociones y violencia (Bakeaz, 2004).