Marcelino Flórez Miguel

Clericalismo y anticlericalismo
 (Página Abierta, 188-189, enero-febrero de 2008)

           
Una de las charlas simultáneas que tuvieron lugar el pasado 7 de diciembre en las VII Jornadas de Pensamiento Crítico fue la titulada “Clericalismo y anticlericalismo, del siglo XIX a la dictadura franquista”, a cargo de Marcelino Flórez Miguel, cuya ponencia reproducimos a continuación.

           
Anticlericalismo es antónimo de clericalismo y han de ser definidos conjuntamente: «Y como el clericalismo existía, el anticlericalismo tuvo su razón de ser», escribe J. Lalouette (1), citando a Alfred Loisy en su obra L’Église et la France (1925). Alfred Loisy se refería al apotegma que el político francés Gambetta pronunciara en la Asamblea francesa el 4 de mayo de 1877, tomado de su amigo Alphonse Peyrat: ¡El clericalismo, ése es el enemigo! El contexto de la frase, que se haría histórica, era un debate acerca de los escritos y movilizaciones de algunos obispos franceses relativos a la situación del Papa durante el proceso de unificación italiana.
            Sisinio Pérez Garzón dice lo mismo: «Quizá sea una obviedad que el anticlericalismo haya que descifrarlo como un hecho que, en su propio contexto, no puede existir sino como réplica a un poder evidentemente clerical» (2).
            Son términos que sólo comienzan a utilizarse en el siglo XIX: «La palabra (anticlericalismo) fue puesta en circulación por Roulaud en 1862, para definir la política a seguir respecto a la Iglesia en Francia», dice Juan Carlos Frías Fernández (3). Y, aunque no hay coincidencia exacta, Jacqueline Lalouette, en el artículo citado, dice que el término anticlericalismo comenzó a utilizarse hacia 1855 «en escritos de periodistas belgas»; y el de anticlericalismo en 1907, según el Trèsor de la langue française; o desde 1871 «por el periódico Le Correspondant».
            Esta acotación cronológica forma parte de la definición: los fenómenos anticlericales nacen en el contexto de las revoluciones burguesas. Quedan descartadas, pues, las críticas al clero y los motines contra el clero ocurridos durante el Antiguo Régimen o durante todo el feudalismo. Se trata, en esos casos, de críticas internas de la Iglesia o de conflictos sociales feudales.
            El clericalismo es la resistencia de la Iglesia católica a perder el control político tras el triunfo del constitucionalismo. Expresado en términos de soberanía, el clericalismo es la defensa de la teocracia frente a la democracia. La oposición a esa postura es el anticlericalismo.

La doctrina clerical


           
La esencia del clericalismo es la teocracia, doctrina enunciada en el siglo XIII por Nicolás de Susa, según la cual toda potestad, tanto espiritual como temporal, se halla en Cristo. Esa potestad es administrada por su heredero y vicario en la tierra, el Papa. Junto con la teocracia se estableció el dogma de la salvación o de la única verdad, extra ecclesia, nula salus. Lo hizo el Concilio de Florencia y Ferrara del año 1442.
            Ambas doctrinas fueron ratificadas con los ritos y escritos de los papas en los siglos XVIII y XIX, hasta su más autorizada concreción en el Concilio Vaticano I, al que Schillebeeckx califica de «asamblea eclesial de una jerarquía feudal superviviente en un mundo moderno» (4). Analicemos dos hechos en este itinerario, como ejemplo o modelo: la devoción del Sagrado Corazón de Jesús y de Cristo Rey, y la encíclica Quanta Cura.
            El culto al Sagrado Corazón de Jesús y a Cristo Rey. La devoción al Corazón de Jesús se remonta a la Edad Media y toma forma en el barroco con la aparición a Santa Margarita María de Alacoque el 16 de junio de 1675, donde le oyó decir: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y, en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este Sacramento de Amor».
           
La devoción adquirió relevancia especial en España, donde tuvo lugar el 1 de mayo de 1733 esta revelación, en Valladolid, al joven jesuita Bernardo de Hoyos, según escribió él mismo: «Reinaré en España y con más veneración que en otras muchas partes».
            La devoción fue canonizada por el papa Clemente XIII en 1765 y fue elevada a la máxima dignidad por el papa León XIII en 1900, cuando consagró el mundo al Sagrado Corazón de Jesús. España sería consagrada el 30 de mayo de 1919 en el Cerro de los Ángeles ante la presencia del rey Alfonso XIII.
            Finalmente, Pío XI reforzó esa liturgia con el establecimiento de la fiesta de Cristo Rey en la encíclica Quas Primas del 11 de diciembre de 1925.
            Pero ¿cuál es el significado de estos cultos? Como afirma reiteradamente Pío XI, se trata de defender la soberanía de Jesucristo y, además, combatir «a la peste que hoy infecciona a la humana sociedad», «al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos»; aunque también tiene una función pedagógica, que expresa con esta claridad en la encíclica: «Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio. Éstas sólo son conocidas, las más de las veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas –digámoslo así– hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, aquéllas afectan saludablemente a las inteligencias, a los corazones, al hombre entero».

La encíclica Quanta Cura


           
El 8 de diciembre de 1864 el papa Pío IX publicó la encíclica Quanta Cura, que, con su apéndice conocido como Syllabus, resume la doctrina vaticana sobre el pensamiento ilustrado y revolucionario. Se trata de una condena del racionalismo y del liberalismo, junto a una defensa de la soberanía eclesiástica. Todo el pensamiento se resume en el último de los errores que cita el Índice: «El romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización».
            Es casi imposible leer hoy esta encíclica sin sonreír o sin sentir vergüenza ajena, según el lado afectivo en el que cada cual se coloque. Pero esta encíclica resume la pureza de la doctrina católica desde el Concilio de Trento hasta el Concilio Vaticano II; más concretamente, la encíclica Quanta Cura es la posición fijada oficialmente de la Iglesia católica sobre el liberalismo, tanto en sus raíces filosóficas y científicas, como en sus aplicaciones políticas. Niega la soberanía popular, la separación de Iglesia y Estado, la libertad de cultos e, incluso, la libertad de conciencia, amparándose en una cita de Gregorio XI. Este Papa, en su encíclica Mirari Vos de 1831, había escrito: «De esta repugnante fuente del indiferentismo mana la afirmación absurda y errada o, más exactamente, la locura de que todos los hombres poseen libertad de conciencia y pueden reclamarla. El camino a este pernicioso error lo ha propagado la exigencia de completa e inmoderada libertad de opinión, que se propaga furiosa en la dirección de la aniquilación de lo sagrado y revelado». Como explicó E. Schillebeeckx (5), este texto se suprimió en las ediciones de textos pontificios desde mediados del siglo XX, como si nunca hubiese sido pronunciado.
            Aunque algunos cristianos participaron en el debate ilustrado, la Iglesia católica se mantuvo al margen, porque, como dice Jacques Barzun, el resultado de combatir los errores de los reformadores «fue congelar las creencias católicas en el punto que habían alcanzado las ideas europeas hacia 1500 o aun antes» (6). Desde ese aislamiento, condenó todo el pensamiento moderno.

Evolución de los conflictos anticlericales en el siglo XIX


            Cualquier relato del anticlericalismo decimonónico tiene que ser consciente de una premisa inicial: el constitucionalismo español es católico. Y lo es desde 1812 hasta 1931. Esta premisa es importante, porque presupone que los conflictos que pudieron existir, y los hubo violentos, no pueden atribuirse sin más al laicismo.
            La Constitución de 1812 estableció el confesionalismo en términos inequívocos: «Art. 12. La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». El preámbulo, además, se inicia con una declaración teocrática, que tampoco ofrece dudas: «En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre y Espíritu Santo, Autor y Supremo Legislador de la sociedad».
            En los debates parlamentarios nadie puso en cuestión las actitudes y los textos teocráticos, sino que, como puso de manifiesto Francisco Tomás y Valiente, se defendió la intolerancia religiosa en los términos más puros. Lo hizo el diputado Pedro Inguanzo y Rivero, que sería después arzobispo de Toledo, y nadie respondió a sus ideas extremadamente intolerantes, que sirvieron para redactar el referido artículo 12. Estas fueron palabras suyas: «Decir que la Nación española profesa la religión católica es decir un puro hecho. Un hecho no es una ley, no introduce obligación y aquí se trata de leyes y leyes fundamentales. Que la Nación española profesa la religión católica, esta proposición no dice más que una enunciativa como esta: los musulmanes profesan la religión de Mahoma, los judíos la de Moisés. La religión debe estar en la Constitución como una ley que obligue a todos los españoles a profesarla, de modo que ninguno pueda ser tenido por tal sin esa circunstancia». Y así fue.
            Los primeros incidentes anticlericales propiamente dichos tuvieron lugar en el Trienio Liberal, siempre en respuesta a actuaciones clericales. Así se puede considerar, incluso, el asalto a las cárceles de la Inquisición en la plaza de Santo Domingo de Madrid en marzo de 1820, nada más restablecerse la Constitución: era la respuesta al sexenio absolutista y al protagonismo de esa institución en la represión fernandina. Pero es mucho más evidente en los sucesos que se repitieron durante el Trienio. Comenzando por el asesinato del cura Vinuesa, capellán de honor del rey, que fue descubierto en una conspiración absolutista en Madrid. Apresado, fue juzgado y condenado a diez años de presidio, cuando la gente esperaba sentencia de horca. Una multitud, sin duda dirigida, asaltó la cárcel y asesinó al cura a martillazos el 4 de mayo de 1821.
            Mientras tanto, las partidas realistas proliferaban por toda España y la guerra estaba generalizándose. Al frente de ella, en todas partes, se hallaban los eclesiásticos, como los curas Merino y Salazar, pero entre todos, destacó El Trapense, que actuó en Cataluña. Tomó la Seo de Urgell el 21 de junio de 1822 y proclamó la Regencia. Con un crucifijo en la mano y sable y pistolas en la cintura recorría Cataluña sembrándola de cadáveres, como ocurrió en Cervera, a la que prendió fuego por dos ángulos opuestos y vengó a los capuchinos que los liberales habían matado, respondiendo a sus disparos desde el convento.
            En Barcelona quemaron la proclama de la Regencia y asaltaron los conventos de frailes con el resultado de más de 50 muertos. Lo mismo ocurrió en Valencia o en Orihuela; y cada vez se producía más violencia, que terminaría con el asesinato del obispo de Vich, el fusilamiento de 25 frailes en Manresa o el asalto de campesinos incontrolados al monasterio de Poblet, profanando las tumbas, después de talar el bosque.
            La toma de partido se había hecho evidente y el enemigo estaba identificado: los frailes, que estaban sufriendo en mayor medida el proceso revolucionario con las desamortizaciones y que encabezaban la revuelta contra el sistema constitucional. Ganaron los liberales con Mena en Cataluña y la Regencia se tuvo que refugiar en Francia, pero los Cien Mil Hijos de San Luis ya estaban camino de España. El recuerdo de la represión que entonces protagonizó el clero a través de los Voluntarios Realistas incubaría pronto nuevas venganzas.
            Con la guerra civil iniciada en 1833 regresaron los ataques a los frailes, que vuelven a aparecer como instigadores y protagonistas en el bando carlista. En el verano de 1834 tuvo lugar la gran matanza de frailes en Madrid, en la que 73 fueron asesinados y otros 11 resultaron heridos durante la jornada del 17 de julio. El motín coincidió con la presencia de una epidemia de cólera, traída por el Ejército isabelino, que venía de la frontera portuguesa de rechazar a los absolutistas y se dirigía a combatir contra el Ejército carlista del norte, que no lograba ser derrotado. A mediados de julio el cólera estaba en su máximo apogeo y fue entonces cuando corrió la voz de que la enfermedad había sido provocada por una cigarreras a las que los jesuitas habían dado unos polvos de veneno. Se desató el frenesí asesino a las cuatro de la tarde y la multitud fue recorriendo los conventos sin que las tropas interviniesen para impedirlo. Al día siguiente regresó la calma.
            Detrás del motín se hallaban los liberales más radicales, muchos de los cuales terminarían momentáneamente en la cárcel; y la motivación era su impaciencia con el Gobierno del Estatuto Real, que no colmaba sus aspiraciones, especialmente la desamortización y la recuperación de las tierras compradas durante el Trienio y retornadas por Fernando VII a sus antiguos dueños.
            Las rebeliones se reprodujeron en la primavera y en el verano de 1835, sucediéndose una cadena de pronunciamientos, que llevarían al poder a Mendizábal y se realizaría definitivamente la desamortización eclesiástica. La cadena se inició en marzo en Málaga, pero fueron los sucesos de abril de Zaragoza los más significativos, dirigidos contra el obispo, de ideología absolutista, y contra los frailes, asesinando a seis de éstos. El 4 de julio se reprodujo el conflicto en Zaragoza, tras un pronunciamiento a favor de la Constitución de 1812, y terminó con el asesinato de cuatro frailes más. Finalmente, el 18 de julio se inició la última cadena de pronunciamientos en Cádiz, primero, después en Reus y en Barcelona, con veintiún frailes asesinados en la primera localidad catalana y diecisiete en la segunda.
            El movimiento se propagó por toda la Península e hizo caer al Gobierno, al tiempo que los frailes huían de sus conventos. Ascendió Mendizábal al Gobierno, hizo los decretos desamortizadores y terminaron las algaradas anticlericales. En 1837, restablecido el orden, los liberales elaboraron una nueva Constitución que mantuvo íntegro el confesionalismo católico, y es que los motines de 1835 tenían el objetivo bien claro: los frailes y sus posesiones, no el clero y, menos aún, la religión. Otra cosa es la narración que de esos hechos hicieron los clérigos. Muy pronto la Iglesia reconocería de hecho la situación con la firma del Concordato de 1851, iniciándose una etapa de mayor colaboración con la burguesía en el poder, que entregó en sus manos la enseñanza y el control ideológico de la ciencia y de la sociedad.
            Dentro del siglo XIX hay que esperar al Sexenio Revolucionario para encontrar nuevos hechos anticlericales. El Gobierno provisional tomó una serie de medidas laicas, siguiendo los impulsos de las Juntas Revolucionarias: supresión de la Compañía de Jesús; reconocimiento de la libertad de cultos y de la libertad de enseñanza; extinción de las casas religiosas fundadas después del 29 de julio de 1837; o incautación de las bibliotecas eclesiásticas, entre otras medidas. Parece, sin embargo, que las medidas no llegaron a aplicarse en la mayor parte de las provincias.
            El conflicto mayor se produjo al establecer la Constitución de 1869 la libertad de cultos en el artículo 21. La recién creada Asociación de Católicos de España logró reunir 2.837.144 firmas contra ese artículo y, al no lograr la supresión, los obispos ordenaron celebrar ritos expiatorios en todas las diócesis de España. Pero el conflicto no fue más allá, dado que, además, pronto terminó la experiencia revolucionaria y la Constitución de 1876 regresó al confesionalismo, bien es verdad que con una leve tolerancia, al permitir otros cultos «dentro del respeto a la moral católica». Los obispos protestaron también por esa leve tolerancia, pero pronto vieron que gozaban del apoyo de los restauracionistas y que la burguesía se situaba a su lado. Los conflictos se atenuaron.

Renacimiento eclesiástico, apostasía de las masas y clericalismo


            El clero creció constantemente durante la Restauración y recuperó en pocos años los efectos de la exclaustración desamortizadora. Especialmente creció el número de frailes, que se multiplicó por diez entre 1874 y 1931, alcanzando la cifra de 20.000. También crecieron mucho las monjas, que sumaban 60.000 en 1931, habiéndose multiplicado por tres. No ocurrió lo mismo con el clero secular, que continuó reduciéndose, y hacia 1950 no llegaba a la mitad de un siglo antes.
            El incremento del número de frailes fue precisamente el asunto que generó un mayor conflicto anticlerical durante la Restauración, especialmente a partir de 1901, cuando comenzaron a asentarse en España algunas órdenes religiosas expulsadas de Francia y no concordatarias. Repetidas veces entre 1901 y 1912 los Gobiernos intentaron hacer una ley que impidiese la implantación de órdenes religiosas, pero la movilización clerical lo impidió. La última ocasión fue la “ley del candado” de Canalejas, a finales de 1910, que prohibía la creación de nuevas fundaciones durante dos años o hasta que se crease una nueva ley de asociaciones; en 1912 se prorrogó por años más y caducó definitivamente.
            El activismo clerical fue grande en todo el periodo, combatiendo cada actuación gubernativa que se oponía a los principios teocráticos, fuese la más leve modificación del matrimonio para los no católicos, la exención del catecismo en la escuela para los no católicos o los intentos de secularizar los cementerios. El poder fáctico de la Iglesia se manifestaba indefectiblemente y los Gobiernos paralizaban su acción.
            Paradójicamente, esa fortaleza iba acompañada de la apostasía de las masas. Allí donde hay estudios, se observa la desafección de los católicos, como en el caso de la parroquia de Santiago el Real de Logroño, que estudió Sáiz de Ocáriz, donde el incumplimiento pascual, que no llegaba al 5% en 1860, se elevó hasta el 60% en 1890. La misma opinión recoge la Relatio Quinquenalis que encargó el cardenal Illundain, de Huelva, para su visita ad limina de 1932: «Los preceptos eclesiásticos del descanso dominical, de la misa en días festivos, comunión pascual, ayuno y abstinencia, prácticamente habían perdido para muchos toda su fuerza. La proporción media consignada es de ochenta y cinco por ciento para las mujeres y noventa y cuatro por ciento para los hombres, que no practicaban ninguno de esos grandes preceptos» (7).
            Los testimonios de los clérigos son coincidentes con esos análisis, de manera que parece fuera de toda duda la descristianización de las masas. Sin embargo, la religiosidad popular con determinadas devociones y los ritos de tránsito seguían conduciendo a la mayoría de la población a los templos, por lo que hay que ser cuidadosos a la hora de interpretar esa situación.
            Muy significativas son, por otra parte, las actuaciones antilaicistas de algunos clérigos. Además de las movilizaciones sistemáticas ante todo intento de leve tolerancia, proliferaron durante la Restauración los ataques del clero mediante el uso de la judicatura. Nada más aprobarse la Constitución de 1876, la prensa católica se quejó de que el Gobierno no hacía cumplir el artículo 11, al permitir a los protestantes colocar a la puerta de sus iglesias letreros anunciando los cultos; o el subgobernador de Menorca, que prohibió, incluso, cantar a los protestantes dentro de una iglesia que habían fundado, porque los cánticos podían oírse fuera y constituían, por lo tanto, una “manifestación pública” prohibida en el referido artículo 11.
            Hasta qué punto España seguía siendo un Estado confesional se ponía de manifiesto en las actuaciones judiciales. Algunos ejemplos:
            En 1901, un párroco de Úbeda denunció a un vecino que «no se descubrió al pasar el Santísimo»; y el juez le condenó por un delito «contra la religión del Estado». La condena no fue leve: ocho días de cárcel, una multa y el pago de todas las costas.
            En 1905, el obispo de Madrid, en viaje por la diócesis, fue informado de que una pareja de bautizados se había casado por la vía civil. Desde el púlpito denunció que se trataba de una violación del código civil y eso trajo consecuencias. El funcionario que había oficiado la ceremonia civil fue condenado a dos meses de cárcel, la pérdida de su empleo y el pago de todas las costas.
            Este clericalismo cotidiano alimentaba el anticlericalismo popular, y los episodios anticlericales también jalonan el periodo de la Restauración, especialmente entre los años 1900 y 1913, coincidiendo con los intentos de legislar sobre asociacionismo en relación con las órdenes religiosas. Quizá el símbolo de esas movilizaciones lo constituya el estreno de Electra, de Galdós, en enero de 1901, y las manifestaciones que siguieron en Madrid y en otras ciudades.
            Hay que precisar, sin embargo, que estas movilizaciones anticlericales, que se hallan en la órbita del republicanismo, tienen muchas limitaciones. La mejor prueba la constituye el fracasado intento de formar Ligas Anticlericales, incluso en los momentos álgidos de la movilización, entre 1901 y 1911.
            El acontecimiento anticlerical que destaca en el periodo fue la Semana Trágica de Barcelona, en 1909. El descontento popular por la llamada filas de los reservistas para la guerra en Marruecos desembocó en un ataque anticlerical que provocó la destrucción de 112 edificios religiosos. Era la deriva conseguida por los radicales de Lerroux, que dirigieron hacia allí su acción, pero que sintonizaba con el anticlericalismo popular, cada vez más alejado de la Iglesia.

El anticlericalismo obrero


            Aunque las dos ramas en que derivó el movimiento obrero desde la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) tenían muchas coincidencias en su análisis de la religión, también tenían notables diferencias que conviene precisar.
            Para el marxismo, la religión nunca fue un asunto de mucho interés. Marx consideró que la crítica de la religión había culminado con Feuerbach, para el cual la imagen de Dios era una creación de los hombres y resultaba alienante, porque proyectaba la imagen del hombre a ese ser superior. Bastaba prescindir de la imagen de Dios para que el hombre recuperase su plenitud.
            Sin embargo, Marx irá haciendo algunas precisiones con el paso del tiempo. Primero expuso que la religión era expresión de la miseria humana, pero también una rebelión contra esa miseria. Pasó posteriormente a identificar la religión con el Estado en tanto que fetiches creados artificialmente para la opresión y que ambos caerían con el capitalismo. No merecía, pues, prestarle más atención, a no ser para «atajar los intereses terrenales subyacentes a la expresión religiosa», es decir, la práctica política. Esa posición política quedó fijada en el Congreso de Erfurt de la socialdemocracia alemana, donde se asumió la tesis de Engels de «declarar la religión un asunto privado» y, por lo tanto, respetable dentro de la libertad de conciencia.
            Tal posición aparece afianzada en la encuesta que Le Mouvement Socialiste hizo en toda Europa en 1902, donde se vuelve a precisar que la religión es un asunto privado y que desaparecerá con el capitalismo. Pablo Iglesias lo dejaba muy claro en su respuesta: «Para un verdadero socialista, el enemigo esencial no es el clericalismo, sino el capitalismo». Aunque continúa: «Esto no obsta para que los socialistas hagan todo lo que puedan contra la preponderancia del clericalismo, que ha venido a ser, más o menos voluntariamente, según los países, un poderoso auxiliar de las clases explotadoras». En coherencia con ese pensamiento, el dirigente socialista catalán Fabra Rivas se desmarcó de los tragacuras en 1909 y no animó a sus compañeros a participar en el ataque anticlerical de la Semana Trágica.
            El conflicto del socialismo con el clericalismo fue político y se expresó así de forma consciente hasta 1936. El socialista  J. J. Morato lo decía claramente en su libro de 1918, El Partido Socialista Obrero: «Hasta que no hubo una organización y un movimiento obrero de clases poderoso, los “católicos” no cayeron en la cuenta de que Jesús había sido aprendiz de carpintero. Después sí; y entonces crearon organizaciones de trabajadores (con sus consiliarios), pero no allí donde no existía ninguno, sino precisamente donde los obreros estaban ya organizados, y estos organismos en la mayor parte de los casos sólo servían y sirven para facilitar obreros a aquellos patronos a quienes se les declaró la huelga».
            La confrontación se producía con el sindicalismo católico por su función de rompehuelgas y tenía lugar tanto en la teoría como en la práctica. Por ejemplo, en 1904, el Tribunal Supremo confirmaba la sentencia de un socialista, Vigil, a tres años, seis meses y veintiún días por “escarnio a la religión”; en 1906, el redactor de El Socialista E. Torralba Beci ingresaba en prisión con la misma pena de tres años, seis meses y veintiún días por “escarnio a la religión”.
            En el lado contrario, en 1906, el secretario del Patronato de Obreros de La Coruña se quejaba en la Asamblea Nacional de las Corporaciones Católicas Obreras del Norte de España, celebrada en Palencia, de las persecuciones que sufría por parte de los socialistas y lo explicaba así: «Éstos les despreciaban antes porque eran pocos; pero pasan de 700 y los combaten prohibiéndoles trabajar».
            El jesuita Alejandro Martínez decía que unos pintores bilbaínos en huelga habían tratado de matarle a él y al “señor Mendizábal” el día 23 de marzo de 1912 y daba las razones: «Toda esta inquina se debe a que en estos dos años y ahora con los gremios profesionales ha tomado tal importancia la Asociación de Obreros Católicos que dirijo yo, que esteriliza la acción de los socialistas, los cuales nada pueden, ni se han declarado en huelga; pero ocurre que los pocos pintores que se han declarado en huelga al ver que el señor Mendizábal, patrón principal de los pintores, es vicepresidente de los Obreros Católicos y que sus obreros en su mayoría son de la asociación, de ahí la rabia».
            La función de rompehuelgas y el combate sistemático al sindicalismo socialista y obrero en general tienen su fundamento en la doctrina clerical, especialmente en la encíclica Rerum Novarum de León XIII, publicada en 1891. En este documento el socialismo pasa a ser el “mayor mal”, sustituyendo al liberalismo, convertido ahora en un “mal menor”. Y es un mal tan grande porque sustenta tres errores: la defensa de la propiedad común o social, la idea de igualdad de los hombres y el hecho de la lucha de clases. Son errores porque se oponen a los principios “naturales” de la propiedad privada, la desigualdad social y la armonía entre las clases sociales. León XIII encargará al Estado la defensa de esos principios “naturales”: «... Debe asegurar las posesiones privadas con la fuerza de las leyes. Y principalmente deberá mantener a la plebe dentro de los límites del deber, en medio de un ya tal desenfreno de ambiciones...»
            La encíclica significó un gran impulso para la organización de los trabajadores católicos, que, dirigidos por sus consiliarios y financiados por los patronos, se lanzaron a formar sindicatos católicos contra los sindicatos socialistas. Así contaba, por ejemplo, El Socialista el 19 de julio de 1919 la implantación de los “católicos” en las minas santanderinas de Udías, de la Real Compañía Asturiana: «Hace años, quizá seis, se declararon en huelga los mineros de Udías. El movimiento parecía que iba a terminar con una gran victoria. Pero intervinieron unos frailes misioneros ofreciendo 20.000 pesetas para formar un Círculo Católico, especie de panacea contra los sinsabores de las pobres gentes, y a favor de los hermanos se declararon la empresa explotadora, la Guardia Civil y los caciques, hundiendo entre todos la huelga, propinando a aquellos trabajadores una derrota y tras ella las consiguientes represalias».
            A pesar del apoyo clerical, el sindicalismo católico tuvo siempre muy poca importancia numérica, fue insignificante al lado de los sindicatos socialistas y anarquistas. Pero su importancia social y política fue mucho mayor al disponer de tres auxilios esenciales: financiación ilimitada de los patronos, la “buena prensa” a su servicio y las parroquias, que eran la infraestructura organizada más eficaz que había en España. Se convirtió, por ello, en un dique contra el movimiento obrero. Y en un enemigo, un enemigo desconocido a causa de la apostasía de las masas.
            En el caso del anarquismo, que coincidía con el socialismo en el análisis de la idea de Dios realizado por Feuerbach, la oposición a la Iglesia sumaba razones morales, pues algunos sectores anarquistas, que se identificaban con el Jesús de los pobres, consideraban que la alianza de la Iglesia con los ricos era una traición al Evangelio. Había también entre los anarquistas una mayor militancia anticlerical, que incluía la difusión del pensamiento ateo, como los libros de Sebastián Faure, uno de los cuales, Doce pruebas de la inexistencia de Dios, alcanzó una edición de 620.000 ejemplares.
            Cuando llegó la II República, el enfrentamiento entre la Iglesia y los trabajadores era completo, y también era total el desconocimiento mutuo y los recelos. Lo que ocurrió durante el periodo republicano sólo sirvió para incrementar el malestar.

El anticlericalismo obrero entre 1931 y 1936


            Existieron tres momentos principales de enfrentamiento clerical: durante los primeros meses de la República, culminando en la “semana trágica de la Iglesia española”, o sea, durante la ponencia constitucional; en la Revolución de Octubre de 1934; y en los primeros meses de la Guerra Civil. El primero de esos momentos estuvo protagonizado por el anticlericalismo liberal-republicano y centrado en la separación de la Iglesia y el Estado, aunque llevaron su postura al límite. Este límite tuvo dos manifestaciones: la quema de conventos de los días 11 y 12 de mayo; y la decisión de expulsar a los jesuitas y prohibir a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza.
            La postura de los socialistas, tanto en mayo como en octubre de 1931, refleja de manera perfecta la tradición de su pensamiento: alejamiento de la Iglesia y opción por la separación del Estado, pero dentro del respeto a la conciencia y a las otras ideas, como expresó claramente el portavoz, Manuel Cordero, durante el debate constitucional del día 13 de octubre, el día en que Azaña pronunció también su famoso discurso, no sin dejar de lamentarse «de que se nos haya creado una cantidad enorme de dificultades para el desarrollo de nuestra organización, dividiéndonos a pretexto de determinadas teorías y poniendo ciertos grupos de obreros al servicio de las clases capitalistas», en clara referencia a los “católicos”.
            Unos días antes, el 9 de octubre, las Juventudes Socialistas habían lanzado unos pasquines muy combativos en Madrid contra el clericalismo: «Si las Cortes Constituyentes no expulsan a las órdenes religiosas, la “República Burguesa” no habrá valido ni para eso y habrá fracasado por completo. Mientras haya Dios, habrá sacerdotes. Trabajadores: Arrancad de vuestra conciencia la idea e Dios para extirpar el clericalismo».
            Pero el partido se desmarcó de ese escrito, diciendo que no era su estilo o precisando que la juventud no es el partido, y afirmando, en todo caso, que las creencias han de ser toleradas, por no ser sino «un problema de hogar», en palabras de Largo Caballero.
            En la Revolución de Octubre de 1934 el clero fue ya un objetivo decidido de los revolucionarios. La estadística oficial que elaboró la Dirección General de Seguridad da la cifra de 37 eclesiásticos muertos o asesinados y 58 iglesias destruidas; pero el hecho más simbólico tuvo lugar en Moreda de Aller, donde los sindicatos católicos se enfrentaron a tiros con los revolucionarios. El dirigente católico Vicente Madera pasaría a ser el modelo de resistencia sindical al socialismo, como dijo Ángel Herrera, entonces presidente de la Junta Central de Acción Católica: «Queremos que después Vicente Madera sea uno de nuestros propagandistas que recorra toda España como una figura nacional, que lo es por derecho propio».
            La mejor constatación de ese enfrentamiento, así como una interpretación autorizada de él, se la debemos a Maximiliano Arboleya, quien, respondiendo al Grupo de la Democracia Cristiana en un trabajo que le encargaron en 1935, decía: «Por razones que no tengo para qué especificar aquí, aunque ello resultaría harto fácil, nuestros obreros y empleados, por lo general, dan por cierto:
            a) Que la Iglesia católica, y consiguientemente cuantos por ella trabajan y se dejan inspirar, son los defensores acérrimos del capitalismo opresor y enemigos natos de la clase obrera.
            b) Que los sindicatos llamados “católicos” tienen como exclusiva finalidad la defensa de la Iglesia y del Capitalismo, haciendo a los sindicatos cada vez más sumisos a esos dos supuestos y temidos enemigos.
            Guste o no, y por absurdo que parezca a quienes conocen los verdaderos orígenes de mentalidad semejante, ésa es la casa de todos nuestro trabajadores. Y, después de lo visto y palpado en Asturias, bien podemos afirmar que hoy el odio feroz a la Iglesia es muy superior al que inspira el Capitalismo. Basta para afirmarlo rotundamente fijarse en la clase de personas perseguidas y asesinadas y de los edificios destruidos por la dinamita o por el fuego» (8).
            El tercer enfrentamiento tuvo lugar al iniciarse la Guerra Civil, en sus primeros meses. El resultado fue el asesinato de 6.832 religiosos y religiosas, y el cierre y desalojo de todas las iglesias y conventos de la zona republicana, con destrucción de la mayoría de imágenes, cálices y objetos litúrgicos.
            ¿Se trató de mártires o de víctimas? La idea de martirio fue una invención de la Iglesia católica para justificar su apoyo a la cruzada. Se trató de un crimen de guerra, que se explica por el enfrentamiento que venía teniendo lugar y por el golpe de Estado. Fue posible por el “hervidero de poderes” en que la rebelión militar convirtió al Gobierno republicano. Es un crimen de guerra con importantes eximentes y que fue reparado ilegítima e infinitamente, ampliando la responsabilidad a personas que no lo cometieron y justificando el exterminio a que fueron sometidas esas personas y las instituciones e ideas con las que se identificaban.
            La pregunta más importante que subyace en lo que venimos diciendo es si la Iglesia católica tenía razón en su tesis clerical. Y la respuesta es no. Así lo sentenció el Concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis Humanae: «2. Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. (...) Este derecho de la persona humana debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que se convierta en un derecho civil».
            Esto se publicaba el 8 de diciembre de 1965 y suponía la desautorización de la doctrina y de la práctica clerical que la Iglesia católica venía desarrollando desde la aparición de la primera Constitución.
            Para los obispos españoles, la Declaración sobre la libertad religiosa era un grave problema, porque vivían en un régimen político sustentado por ella y negador de esa libertad que ahora se reclamaba. Por eso, monseñor Pildain exclamó en la asamblea: «¡Que se desplome esta cúpula de San Pedro sobre nosotros antes de que aprobemos semejante documento!». Y cuando se aprobó la Declaración (la votación individual de este texto el 19 de noviembre tuvo un resultado de 1.954 votos positivos contra 249 negativos y 13 nulos. La votación del 7 de diciembre a todos los textos fue de 2.308 “placet”, 70 “non placet” y ocho nulos), elevaron un escrito a Pablo VI, donde, en medio de la protesta, reconocían lo siguiente: «Si éste prospera en el sentido en que ha sido hasta ahora orientado, al terminar las tareas conciliares los obispos españoles volveremos a nuestras sedes desautorizados por el concilio y con la autoridad mermada ante los fieles» (9).
            La diplomacia episcopal española supo encontrar un camino para no verse desautorizada: el mismo día 8 de diciembre en que se aprobaban los documentos conciliares, la conferencia episcopal, en un documento sin firmas titulado “Sobre acción en la etapa posconciliar”, redactado por Guerra Campos, justificaba el mantenimiento en España de la confesionalidad católica: «Dichas limitaciones pueden ser diversas, según las diferentes circunstancias de los distintos países. Por esto la libertad no se opone ni a la confesionalidad del Estado ni a la unidad religiosa de una nación. Juan XXIII y Pablo VI, por no referirnos más que a los dos papas del concilio, nos han recordado a nosotros, los españoles, que la unidad católica es un tesoro que hemos de conservar con amor» (10).
            Se aplicaba, pues, aquella máxima del foralismo vasco: se obedece, pero no se cumple.

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Marcelino Flórez Miguel es catedrático de Geografía e Historia en el Instituto de Educación Secundaria “Julián Marías” de Valladolid. Entre otros libros, es autor de Clericalismo y anticlericalismo. Las venganzas de 1936 (Editorial Dossoles. Burgos, 2003. 256 páginas).

(1) “El anticlericalismo en Francia, 1877-1914”; en R. CRUZ: El anticlericalismo; AYER, 27, 1997.
(2) “Curas y liberales en la revolución burguesa”; en R. CRUZ: El anticlericalismo, AYER, 27,1997, pág. 67.
(3) Diccionario Temático, tomo V, de la obra dirigida por Artola: Enciclopedia de Historia de España; Alianza Editorial, Madrid, 1995, pág. 58.
(4) SCHILLEBEECKX, E.: Los hombres, relato de Dios. Editorial Sígueme, Salamanca, 1994, pág. 299.
(5) SCHILLEBEECKX, E.: Los hombres, relato de Dios. Editorial Sígueme, Salamanca, 1994; pág. 305.
(6) BARZUN, J.: Del amanecer a la decadencia. Quinientos años de vida cultural en Occidente (De 1500 a nuestros días). Taurus, Madrid, 2001, pág. 83.
(7) ORDÓÑEZ MÁRQUEZ, J.: La apostasía de las masas y la persecución religiosa en la provincia de Huelva, 1931-1936. CSIC, Madrid, 1968, pág. 221.
(8) BENAVIDES, D.: “Maximiliano Arboleya y su interpretación de la Revolución de Octubre”; en JACKSON, G. y otros: octubre 1934, Siglo XXI, Madrid, 1985, pág. 226
(9) H. RAGUER: La “cuestión religiosa”; AYER, 20, 1995, pág. 223.
(10) J. IRIBARREN: Documentos colectivos del episcopado español. BAC, Madrid, 1974, pág. 366.