Marcelino Flórez Miguel

70 aniversario de la Pastoral Colectiva
de los obispos españoles

(Página Abierta, 183, julio de 2007)

            El 1 de julio se cumple el 70 aniversario de la publicación de la Carta del episcopado español a los obispos de todo el mundo, escrita a propósito de la Guerra Civil por la jerarquía de la Iglesia católica. Se  trata de un extenso documento en el que se justifica el golpe de Estado y se explica la posición de la Iglesia ante la contienda. En estas páginas recogemos un texto de Marcelino Flórez que recuerda el origen y los razonamientos del documento, y la posición de la jerarquía católica en estos años sobre la Pastoral, completándolo con un extracto de la Carta de 1937.    
            El día 1 de julio de 2007 fue el setenta aniversario de la publicación de la Carta del episcopado español a los obispos de todo el mundo, escrita a propósito de la Guerra Civil. Recientemente hemos recordado otros aniversarios: los sucesos de mayo en Barcelona, con el asesinato de Andreu Nin, o la destrucción de Guernica. Pero si hay un acontecimiento que merezca una rememoración especial, es este escrito del episcopado. Lo merece por una razón principalmente, porque continúa siendo la interpretación que la Iglesia católica hace de la Guerra Civil o, lo que es lo mismo, porque continúa siendo un documento oficial que nunca ha sido censurado y, menos aún, rechazado por la institución que lo creó.
            La Pastoral Colectiva no es el primer documento de la jerarquía católica sobre la guerra, pero es el documento que certifica la opinión oficial de la Iglesia. Tiene su origen en un hecho muy preciso, que ahora veremos, y se enmarca en el contexto general de la posición de la Iglesia ante la guerra. Hoy sabemos con certeza que la Iglesia católica estuvo adherida desde el principio a los rebeldes y que contribuyó a la causa del bando insurrecto con la justificación ideológica del levantamiento, mediante la asignación del carácter de cruzada a ese acto “ilegal e ilegítimo”, como lo ha calificado Alberto Reig Tapia. Esta posición fue manifestada por la Iglesia en diversos escritos de las máximas autoridades y, especialmente, en las celebraciones litúrgicas a favor de los rebeldes, pero todo ello adquirió un carácter oficial con la Carta Pastoral de 1937.
            El motivo de la Carta, sin embargo, fue preciso y puntual: se trató de una petición expresa que hizo Franco al cardenal Gomá en una reunión que ambos mantuvieron el día 10 de mayo de 1937. Este dato es ocultado evidentemente en el escrito, pero no ha escapado al conocimiento histórico. El cardenal lo confesó en una carta que envió a los obispos el 8 de junio con el borrador del documento. Dice allí: «Con fecha 15 de mayo escribí a los Rvdmos. Metropolitanos enterándoles de una indicación que había recibido pocos días antes del jefe del Estado y requiriendo su parecer sobre la conveniencia de secundarla».
            ¿Por qué tenía Franco tanto interés en ese momento en solicitar el apoyo escrito del episcopado español? Se trataba de un asunto de propaganda internacional, detrás de la cual estaban en juego los apoyos exteriores a cada uno de los bandos enfrentados. El día 31 de marzo, las tropas rebeldes habían comenzado la campaña del Norte y ese mismo día habían bombardeado Durango, resultando muertos 14 monjas y un sacerdote que celebraban misa. Unos días más tarde, el 26 de abril, tuvo lugar el bombardeo de Guernica por la aviación nazi a las órdenes de Franco, que produjo cientos de muertos civiles. El lehendakari Aguirre encargó a su amigo Alberto Onaindía, entonces canónigo de la catedral de Valladolid, donde tenía su sede el arzobispo Remigio Gandásegui, que viajase a París para dar a conocer los crímenes de guerra que habían tenido lugar en el País Vasco. Así lo hizo este clérigo nacionalista el día 29 de abril en un encuentro con periodistas, y la noticia tuvo una enorme repercusión en la prensa francesa e internacional. Para contrarrestar este hecho es para lo que Franco encargó el escrito a los obispos españoles.
            El contenido esencial del documento es la justificación del golpe de Estado y la explicación de la posición de la Iglesia ante la Guerra Civil. La justificación del golpe la cifran en la oposición «a la revolución marxista inminente», es decir, se trataba de un golpe de Estado, como diríamos ahora, preventivo. Además de oponerse a la revolución comunista que iba a ocurrir, el golpe, que es calificado de plebiscito armado o de levantamiento cívico-militar, es bendecido porque tenía la misión de terminar con la persecución religiosa que venía ocurriendo desde que se proclamó la República. Este último será el argumento de mayor éxito y el que resultará perdurable hasta hoy mismo.
            El razonamiento era y es el siguiente: existió una persecución religiosa desde que se proclamó la República, que culminó con el martirio de clérigos y de símbolos; el “pueblo sano” reaccionó entonces con una cruzada; y la lucha sólo podía terminar con la extirpación del mal, o sea, con la victoria. Hasta tal punto había conciencia de la importancia de este argumento, que los propios obispos, unos meses después de la publicación de la Pastoral Colectiva, en noviembre de 1937, decidieron, en una reunión celebrada en la abadía palentina de Dueñas, «publicar en su día el nomenclátor de todos los sacerdotes y religiosos, con las notas más destacadas de su heroísmo y martirio». Nada más terminar la guerra, Plá i Deniel, el principal ideólogo de la cruzada, insistía en reseñar con prontitud las Acta Martyrum, y a esa tarea se entregó toda la Iglesia española. Es verdad que ni Pío XII, ni Juan XXIII, ni Pablo VI elevaron  esos mártires a los altares, pero sí lo haría Juan Pablo II, y parece que va a volver a hacerlo Benedicto XVI, en clara armonía con el movimiento global de los neocons.
            Además de la importancia de esta argumentación, la Carta Pastoral de 1937 tiene mucho interés por lo que oculta de forma consciente y premeditada. Oculta la petición de Franco para hacer el escrito; oculta la realidad de la Iglesia vasca, aliada de la república y perseguida por el franquismo, limitándose a descalificarla por “desobediente” (esta actitud será la que lleve al obispo de Vitoria, el conservador don Mateo Múgica, a no firmar el escrito colectivo, lo que le valdrá la expulsión de su sede por los franquistas); y oculta, sobre todo, la represión que ejercían los rebeldes, a pesar de que dedica un capítulo específico para tratarlo. Esta última ocultación no es por desconocimiento, pues, por decirlo con palabras de Georges Bernanos, testigo directo en Palma de Mallorca de esa represión, el clero «con los zapatos entre la sangre, daba la absolución entre las descargas».
            La Pastoral Colectiva tuvo un éxito inmediato y cumplió los fines para los que había sido pensada: Gran Bretaña encontró aquí la justificación definitiva para seguir imponiendo la No Intervención entre las democracias, mientras los países europeos podían cerrar definitivamente los ojos al quebrantamiento de ese pacto por parte de Alemania e Italia, que no cesaron en su ayuda a los rebeldes desde el día 18 de julio, y de la URSS, que había oficializado su ayuda desde noviembre. La «lanza extranjera clavada en el costado de la República», como calificaría The Manchester Guardian el 5 de marzo de 1938 al Pacto de No Intervención, completaría así su tarea. El otro fin, que tan perspicazmente había enunciado E. H. Sowthworth y que tan detalladamente ha historiado Álvarez Bolado, el de posicionarse como institución privilegiada, después de haber ganado la guerra, o sea, “para ganar la paz”, también tuvo un éxito completo y la Iglesia católica española adquirió un poder inigualable durante la larga dictadura franquista.
            Lo que resulta paradójico es que esta argumentación manifiestamente falaz, historiográficamente desmitificada y descalificada, carente de sentido teológico y dotada exclusivamente de oportunismo político, continúe siendo amparada por la institución eclesiástica y no haya podido ser derrotada por los católicos democráticos españoles, después de que fracasaran en el único intento realizado con motivo de la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid en 1971. Por eso es tan necesario hacer memoria de este documento con motivo del setenta aniversario y todos los días de todos los años, hasta que se restablezca la verdad.

            Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos
            de todo el mundo con motivo de la guerra en España


Pamplona, 1 de julio de 1937

            La Pastoral colectiva  es un largo documento estructurado en nueve capítulos: la razón del documento; la naturaleza de la carta; su posición ante la guerra; el análisis del quinquenio que precedió a la guerra; la relación entre el alzamiento militar y la revolución comunista; lo que llaman “Caracteres de la revolución comunista”; su apreciación sobre los caracteres del movimiento nacional; su respuesta a los reparos en el exterior, y unas conclusiones finales.
            La razón del documento no es otra que, en sus palabras, dar respuesta al «desconocimiento de la verdad de lo que en España ocurre (...) El pensamiento de un gran sector de opinión extranjera está disociado de la realidad de los hechos ocurridos en nuestro país. Causas de este extravío podrían ser el espíritu anticristiano, que ha visto en la contienda de España una partida decisiva en pro o en contra de la religión de Jesucristo y la civilización cristiana; la corriente opuesta de doctrinas políticas que aspiran a la hegemonía del mundo; la labor tendenciosa de fuerzas internacionales ocultas; la antipatria, que se ha valido de españoles ilusos que, amparándose en el nombre de católicos, han causado enorme daño a la verdadera España. Y lo que más nos duele es que una buena parte de la prensa católica extranjera haya contribuido a esta desviación mental, que podría ser funesta para los sacratísimos intereses que se ventilan en nuestra patria». [...]
            «Cumplimos con ello, junto con nuestro oficio pastoral (...) con un triple deber de religión, de patriotismo y de humanidad. De religión, porque, testigos de las grandes prevaricaciones y heroísmo que han tenido por escena nuestro país, podemos ofrecer al mundo lecciones y ejemplos que caen dentro de nuestro ministerio episcopal y que habrán de ser provechosos a todo el mundo; de patriotismo, porque el Obispo es el primer obligado a defender el buen nombre de su patria –terra patrum–, por cuanto fueron nuestros venerables predecesores los que formaron la nuestra, tan cristiana como es, “engendrando a sus hijos para Jesucristo por la predicación del Evangelio”; de humanidad, porque, ya que Dios ha permitido que fuese nuestro país el lugar de experimentación de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el mundo, quisiéramos que el daño se redujese al ámbito de nuestra patria y se salvaran de la ruina de las demás naciones».
            Al abordar su posición ante la guerra lo primero que advierten es de que «el Episcopado español ha dado, desde el año 1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica y ciudadana», colaborando por el bien común con las autoridades, «a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia».
            A continuación recuerdan que han considerado la guerra como un mal gravísimo que ellos lamentan más que nadie y que han abogado por la paz y el perdón. Aunque, ciertamente, la guerra «es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Órdenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe». Sin embargo, insisten, «no es este nuestro caso. La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó (...), y quien la acuse de haber provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad».
            A continuación dan dos razones  por las que en ese momento formulan colectivamente, mediante este documento, su «veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España». Primero, «porque, aun cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su represión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir en el tremendo apelativo de canes muti, con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente interpretada en el extranjero».
            Y así entran en el análisis global del quinquenio que precedió a la guerra, afirmando, en primer lugar que la acarreó «la temeridad, los errores, tal vez la malicia o la cobardía de quienes hubiesen podido evitarla gobernando la nación según justicia». La responsabilidad fue, pues, de los legisladores de 1931, y del poder ejecutivo del Estado que «se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional».
            Junto a esto, recuerdan la profanación y destrucción de 411 iglesias y los graves atentados políticos y sociales: «Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por arbitrariedad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la voluntad popular, constituyendo una máquina política en pugna con la mayoría política   de la nación, dándose el caso, en las últimas elecciones parlamentarias, febrero de 1936, de que, con más de medio millón de votos de exceso sobre las  izquierdas, obtuviesen las derechas 118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado caprichosamente las actas de provincias enteras, viciándose así en su origen la legitimidad del Parlamento».
            En ese momento, afirman, intervino el Komintern ruso: «Empalmando con los comunistas de acá, por medio del teatro y el cine, con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la revolución, que se señalaba casi a plazo fijo». Y para demostrarlo entran en el relato de cómo financiaba y distribuía armamento y explosivos entre los jóvenes, organizándolos en milicias revolucionarias.
            Rechazan, además, que, tal y como se ha dicho en el exterior, el alzamiento es el que causa la alteración de la paz. «La verdad es lo contrario; porque es cosa documentalmente probada que en el minucioso proyecto de la revolución marxista que se gestaba, y que habría estallado en todo el país, si en gran parte de él no lo hubiese impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado el exterminio del clero católico, como el de los derechistas calificados, como la sovietización de las industrias y la implantación del comunismo».
            Por lo tanto, «no le quedaba a España más que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, con un esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales».
            «La guerra es, pues, como un plebiscito armado –concluyen en el apartado que relaciona el alzamiento nacional y la revolución comunista–. La lucha blanca de los comicios de Febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no había logrado en las urnas, se transformó, por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima “civilización” de los soviets rusos».
            Pero ese alzamiento del 18 de julio de 1936, defienden, «no se produjo sin que los que lo iniciaron intimaran previamente a los poderes públicos a oponerse por los recursos legales a la revolución marxista inminente. La tentativa fue ineficaz y estalló el conflicto».
            Un conflicto interno que se convirtió en internacional: «Observadores perspicaces han podido escribir estas palabras sobre nuestra guerra: “Es una carrera de velocidad entre el bolchevismo y la civilización cristiana”. “Una etapa nueva y tal vez decisiva en la lucha entablada entre la Revolución y el Orden”. “Una lucha internacional en un campo de batalla nacional; el comunismo libra en la Península una formidable batalla, de la que depende la suerte de Europa”». [Premonitoria explicación de lo que va a ser después la postura vaticana ante el nazismo y el fascismo, y en la Segunda Guerra Mundial].

            Pasa la carta a relatar lo que llaman los Caracteres de la revolución comunista. Es decir, los hechos concretos de esa revolución española que globalmente enjuician afirmando que «en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana. Ni sería fácil, recogiendo los hechos análogos y ajustando sus trazos característicos para la composición de figuras crimen, hallar en la historia una época o un pueblo que pudieran ofrecernos tales y tantas aberraciones». Hechos que, de entrada, insisten, estaban ya programados.
            «Aunque son prematuras las cifras, contamos unas 20.000 iglesias y capillas destruidas o totalmente saqueadas. Los sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40 por 100 en las diócesis desbastadas –en algunas llegan al 80 por 100–, sumarán, sólo del clero secular, unos 6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a través de los montes; fueron buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató sin perjuicio las más de las veces, sobre la marcha, sin más razón que su oficio social (...) Se calculan en número superior de 300.000 los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por sus ideas políticas y especialmente religiosas (...), sin acusación, sin pruebas, las más de las veces sin juicio (...); a muchos se les han amputado los miembros o se les ha mutilado espantosamente antes de matarlos; se les han vaciados los ojos, cortado la lengua, abierto en canal, quemado o enterrado vivos, matado a hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido en los ministros de Dios (...) No se ha respetado el pudor de la mujer, ni aun la consagrada a Dios por sus votos. Se han profanado las tumbas y cementerios».
            Y continúan: «La revolución fue “bárbara”, en cuanto destruyó la obra de civilización de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama universal. Saqueó o incendió los archivos imposibilitando la rebusca histórica y la prueba instrumental de los hechos jurídico y social. Quedan centenares de telas pictóricas acuchilladas, de esculturas mutiladas, de maravillas arquitectónicas para siempre deshechas».
            Pero más allá de ese carácter bárbaro y antiespañol, la revolución fue sobre todo “anticristiana”. De ello dan cuenta, según escriben los obispos firmantes de esta carta, los millares de mártires, los centenares de Crucifijos acuchillados, las imágenes de la Virgen bestialmente profanadas, los pasquines en los que se blasfemaba  sacrílegamente de la Madre de Dios, en la infame literatura de las trincheras rojas, en que se ridiculizan los divinos misterios, la reiterada profanación de las Sagradas Formas y de las sagradas reliquias, la supresión del culto en todo el territorio comunista, si se exceptúa una pequeña porción del norte.
            Muy diferentes son, para la jerarquía católica que promovió esta Pastoral,  los caracteres del movimiento nacional.
            Lo primero que destacan es su espíritu: «La nación española estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que no supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no liberadas sólo se espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que le oprimen». Y su objetivo: «Tiende a salvar y sostener para  lo futuro las esencias de un pueblo organizado en un Estado que sepa continuar dignamente su historia».
            Otra gran virtud del movimiento nacional es haber fortalecido el sentido de patria. La patria, para Gomá y los otros obispos, «implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo total». Y el movimiento nacional «ha determinado una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España, con aversión de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina. Y como el amor patrio, cuando se ha sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión de verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima en la sangre de millares de españoles que la han dado al grito de “¡Viva España!”, “¡Viva Cristo Rey!”».
            Destacan también cómo el movimiento ha garantizado el orden en el territorio por él dominado, en contraposición con lo realizado en las regiones dominadas entonces por los comunistas. «Esta situación permite esperar un régimen de justicia y paz para el futuro. No queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son gravísimos (...) Pero tenemos la esperanza de que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en él paulatinamente por una legislación en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios».
            Y en un último apartado, antes de las conclusiones finales, los obispos se defienden de los reparos que se les han hecho desde el extranjero.

            Recojamos aquí algunos de ellos y parte de sus respuestas.

            Se les pide en el extranjero que digan si es cierto o no que la Iglesia en España era propietaria del tercio del territorio nacional, y que el pueblo se ha levantado para librarse de su opresión. Ellos contestan aquí que la acusación es ridícula: «La Iglesia no poseía más que pocas e insignificantes parcelas, casas sacerdotales y de educación, y hasta de esto se había útilmente incautado el Estado. Todo lo que posee la Iglesia en España no llenaría la cuarta parte de sus necesidades, y responde a sacratísimas obligaciones».
            Ante la imputación de que la Iglesia había tomado partido y participaba en la  contienda que tenía dividida a la nación, recuerdan que «la Iglesia se ha puesto siempre del lado de la justicia y de la paz, y ha colaborado con los poderes del Estado, en cualquier situación, al bien común. No se ha atado a nadie, fuesen partidos, personas o tendencias. Situada por encima de todos y de todo, ha cumplido sus deberes de adoctrinar y exhortar a la caridad, sintiendo pena profunda por haber sido perseguida y repudiada por gran número de sus hijos extraviados».
            Niegan la idea de que la contienda era una guerra de clases y que sea cierta la acusación de que la Iglesia se había puesto del lado de los ricos en esta guerra: «Quienes conocen sus causas y naturaleza saben que no. Que, aun reconociendo algún descuido en el cumplimiento de los deberes de justicia y caridad, que la Iglesia ha sido la primera en urgir, las clases trabajadoras estaban fuertemente protegidas por la ley, y la nación había entrado por el franco camino de una mejor distribución de la riqueza. La lucha de clases es más virulenta en otros países que en España. Precisamente en ella se ha librado de la guerra horrible gran parte de las regiones más pobres, y se ha ensañado más donde ha sido mayor el coeficiente de la riqueza y del bienestar del pueblo. Ni pueden echarse en el olvido nuestra avanzada legislación social y nuestras prósperas instituciones de beneficencia y asistencia pública y privada, de abolengo español, y cristiano. El pueblo fue engañado con promesas irrealizables, incompatibles no sólo con la vida económica del país, sino con cualquier clase de vida económica organizada».
            Ante la opinión de que la guerra de España no es más que un episodio de la lucha universal entre la democracia y el estatismo, y que el triunfo del movimiento nacional llevaría a la nación a la esclavitud del Estado, entre otras cosas, escriben: «Afirmamos que la guerra no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata sobre una nación humillada, sino para que resurja el espíritu nacional con la pujanza y la libertad cristiana de los tiempos viejos (...) Seríamos los primeros en lamentar que la autocracia irresponsable de un parlamento fuese sustituida por la más terrible de una dictadura desarraigada de la nación. Abrigamos la esperanza legítima de que no será así».
            Y han de hacer lo propio ante la imputación de que los dirigentes del movimiento nacional están cometiendo crímenes semejantes a los del Frente Popular: «Tiene toda guerra sus excesos; los habrá tenido, sin duda, el movimiento nacional; nadie se defiende con total serenidad de las cosas arremetidas de un enemigo sin entrañas. Reprobando en nombre de la justicia y de la caridad cristianas todo exceso que se hubiese cometido, por error o por gente subalterna y que metódicamente ha abultado la información extranjera, decimos que el juicio que rectificamos no responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme, infranqueable, y entre los principios de justicia, de su administración y de la forma de aplicarla entre una y otra parte».
            Firman la Pastoral: los cardenales Isidro Gomá y Tomás y Eustaquio Ilunddain Esteban, arzobispos de Toledo y Sevilla, respectivamente; los arzobispos de Valencia, Burgos, Zaragoza, Santiago y Granada; los obispos de Córdoba, Mallorca Madrid-Alcalá, Palencia, Salamanca, Solsona, Urgel, Cartagena, Calahorra, Orense, Lugo, Tortosa, Tenerife, Jaca, Vich, Tarazona, Santander, Plasencia, Quersoneso de Creta, Segovia, Zamora, Curio,  Huesca, Tuy, Badajoz, Gerona, Oviedo, Coria, Mondoñedo, Osma, Teruel-Albarracín, Ávila, Málaga, Pamplona, Canarias; y los vicarios capitulares de Sigüenza, Cádiz, Ceuta, León y Valladolid.

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Marcelino Flórez Miguel es autor de Clericalismo y anticlericalismo. Las venganzas de 1936. Burgos, 2003.