María Gascón
El Mediterráneo: la tragedia de la huida
(Página Abierta, 229, noviembre-diciembre de 2013).

 

La tragedia del pasado 2 de octubre nos conmocionó. Trescientas ochenta y siete personas de origen eritreo y somalí ahogadas a pocas millas de la costa italiana, de las más de quinientas que trataban de llegar en una nave que pudo zarpar de Libia hacia el punto más cercano del continente europeo: la pequeña isla de Lampedusa. Ocho días después, la tragedia volvió a repetirse cuando una barcaza en la que viajaban casi doscientas cincuenta personas naufragó en el canal de Sicilia, con un saldo, entre muertos y desaparecidos, de unas ochenta personas. Esta vez eran sirios y palestinos que procedían de Egipto. Más recientemente, otro barco con decenas de refugiados sirios ha naufragado en la misma zona, próxima a Malta, sin determinar, al escribir estas líneas, el número de víctimas.

Es obligado preguntarse qué es lo que nos resulta insoportable de estos sucesos. Probablemente, que el número de personas muertas en un solo día excede los límites de lo tolerable. Pero ¿acaso hay un límite tolerable cuando se trata de la vida de las personas? Porque si hablamos de quienes han arriesgado su vida para llegar a Europa y la han perdido, nuestra conmoción debería ser bastante mayor aún. Según Fortress Europe (1), sólo en el año 2011 se calcula que han podido ser unas 1.800 personas las muertas y desaparecidas, un promedio de 150 al mes o, lo que es lo mismo, 5 cada día. Que el Mediterráneo es un gran cementerio de gentes que escapan desesperadamente de sus países para intentar encontrar una vida mejor, y que lo vienen haciendo desde hace tiempo, no es una noticia nueva.

Las víctimas

Pero ¿quiénes son esas personas, mujeres, algunas embarazadas, niños y niñas, hombres, jóvenes de ambos sexos, que se arriesgan tanto para llegar a Europa?

Se sabe que sus orígenes están en países ribereños del sur-oeste del Mediterráneo y en los situados en el Cuerno de África. Países, todos ellos, que sufren guerras y persecuciones de distinto tipo y dimensión –Siria, Somalia, Eritrea, Sudán–, que tienen una situación económica muy crítica y de inseguridad personal reseñable –Egipto, Túnez, Argelia, Libia, Irak–.

Es en esa zona del mundo donde se encuentran algunos de los campamentos de refugiados con más alto índice de población: Jordania, Kenia, Somalia, Sudán y Etiopía, que “acogen” a varios millones de personas desplazadas. Algunos de estos campamentos, como el de Dadaab, entre Kenia y Somalia, cuentan con casi setecientas mil personas, muchas de las cuales son ya de tercera generación, y otros, como el de Shagarab, en el este de Sudán, o el de Mai Aini, en el norte de Etiopía, acogen en su mayoría a personas de origen eritreo, algunas de las cuales habrían conseguido llegar hasta Libia y subir en la nave que iba a llevarles a un destino seguro. Así lo han afirmado algunos de los supervivientes del primer naufragio. Probablemente muchas de estas personas hubieran necesitado protección internacional, dice ACNUR.

La segunda y tercera barcazas hundidas de las que se tiene noticia, y que al menos una de ellas salió del puerto de Alejandría, transportaban a familias sirias y algunos palestinos que escapaban de Egipto, donde se habían refugiado huyendo de sus respectivos países en tiempos de Morsi que, a lo largo del año que gobernó, promovió una política de puertas abiertas para los sirios. Con el nuevo Gobierno, estos refugiados son perseguidos y detenidos si no presentan un visado y una autorización especial emitida por el Gobierno de Bachar el Asad, como ha denunciado Amnistía Internacional.

Según ACNUR, hay 125.000 sirios registrados como refugiados en Egipto, aunque cifras del Ministerio del Interior egipcio los cifran en 300.000. Y sobrepasan esta última cifra los que se encuentran en Jordania, Líbano, Turquía e Irak, que triplican la cifra de hace tan solo tres meses y seguirá subiendo mientras dure la guerra. Como ejemplo, el campamento de Za´atri, en Jordania, ha recibido a más de 30.000 personas en los dos meses que lleva abierto.

Esta situación explica que haya personas que estén dispuestas a pagar  entre 1.600 y 3.500 dólares para escapar con sus familias hacia Europa, y ello explica, también, el número tan elevado de niños y niñas y jóvenes menores que embarcan.

Son, por lo tanto, flujos mixtos, no principalmente emigrantes económicos, sino sobre todo personas, familias enteras, que buscan refugio, por lo cual deberían estar amparadas por la Convención de Ginebra, que debe protección a las personas civiles en tiempo de guerra.

La respuesta de Italia y de la Unión Europea

Sobre la reacción y posterior comportamiento de los dirigentes políticos italianos y representantes de la UE ante la tragedia, poco hay que añadir a lo que ya han denunciado el propio pueblo de Lampedusa y su alcaldesa Nicolini, así como el alcalde de Agrigento, municipio del sur de Sicilia, donde se han celebrado unos funerales calificados de “farsa de Estado”, sin féretros, ni familias, ni supervivientes, lejos del lugar de los hechos, y con el sarcasmo de que la representación del Estado haya sido la de su vicepresidente y ministro del Interior, Angelino Alfano, dirigente del PDL de Berlusconi y ardiente defensor de la ley Bossi-Fini que estrechó todavía más el cerco a los inmigrantes en situación irregular, convirtiendo en reos del delito de favorecer la inmigración ilegal a quienes les ayudaran, por ejemplo, los pesqueros ante un naufragio.

Por si esto fuera poco, han tenido el descaro de conceder la ciudadanía italiana a los muertos, olvidándose a conciencia de la situación de desamparo y abandono en la que se encuentran los vivos, malamente acogidos en un hangar de Lampedusa. ¿Hasta cuándo?
Pero más allá de lo simbólico y humanitario –en situaciones de tragedia y dolor colectivo, los gestos no dejan de tener importancia ya que forman parte del sentimiento de reparación del daño y del respeto a las víctimas–, las medidas políticas y materiales para evitar nuevas tragedias tan solo se han materializado en el anuncio por parte del Gobierno italiano de poner en marcha una “Operación Mar Seguro” que se presenta como una acción militar y humanitaria que tiene como objetivo la vigilancia y el rescate en el mar, y un trabajo de relación y acuerdos con los países de origen. Pero se añade que con esta decisión de lo que se trata es de «evitar el gran caudal de personas que emprenden camino hacia Europa en barcas ilegales» y «provocar un efecto intimidatorio en quienes trafican impunemente con personas».

Hay que dudar, pues, de la parte humanitaria de la operación y más bien pensar que de lo que se trata es de impedir que lleguen más barcos a la costa italiana e, incluso, impedir que zarpen con la ayuda de los países implicados como Libia o Túnez. Un plan que recuerda al de la “Operación África” (2), que consiguió que Mauritania y Marruecos “colaborasen” con España deteniendo o devolviendo arbitrariamente a quienes trataban de llegar a Canarias o a Ceuta y Melilla atravesando sus territorios, con lo que se redujo significativamente el número de inmigrantes que llegaban a España.

En cuanto a la Unión Europea, su comisaria de Interior, Cecilia Malmström, ha dado un tirón de orejas a los países europeos del Sur que tienen fronteras exteriores recordándoles las ayudas monetarias que reciben para atender sus fronteras y el asilo, y a los países europeos del Norte recordándoles que, aunque son los que más refugiados reciben, no pueden desentenderse de los problemas del Mediterráneo.

Pero, sobre todo, Malmström ha manifestado la urgente necesidad de reforzar el FRONTEX (la Agencia Europea para el Control de Fronteras Exteriores), además de hacer un llamamiento a los países emisores para que controlen sus flujos. Una solución que es, justamente, parte –y no poco importante– del problema, ya que FRONTEX no está concebido para salvamentos en el mar sino para impedir coercitivamente la salida de naves a aguas internacionales y combatir, en definitiva, la inmigración ilegal a través de las redes de tráfico de personas. El resultado es que estas redes de tráfico eligen cada vez rutas más peligrosas y amortizan los ya arriesgados viajes con sobrecargas de pasajeros.

Una de las salidas al mar más transitadas actualmente por las redes de tráfico es Libia. Mientras vivió Muamar el Gadafi fue uno de los más fieles guardianes de las fronteras europeas del Sur gracias a sus acuerdos con Berlusconi, convirtiendo a Libia en un auténtico “Estado tapón” para la emigración hacia Europa. Pero no solo, también era allí a donde iban a parar los migrantes deportados de Italia y de otros países europeos, a pesar de que se sabía que no había la más mínima garantía de respeto a los derechos humanos para ellos. Existen miles de denuncias de torturas y abusos a inmigrantes en las cárceles libias, según testimonios recopilados por distintos organismos de derechos humanos.

Pero en la actualidad, desaparecido el régimen de Gadafi, Libia es el principal terreno en el que operan las mafias que se ocupan del tráfico de personas con destino a Europa. «En este momento Libia es un Estado fallido, en crisis, fragmentado, donde no existe una autoridad clara con quien negociar y que pueda hacerse responsable de los acuerdos que se firmen», explica la especialista e investigadora principal del Real Instituto Elcano en el Área de demografía y movimientos migratorios, Carmen González.

En España conocemos bien el FRONTEX, ya que aunque fue creado en 2004 como respuesta a la posible entrada masiva de migraciones del Este de Europa, en el año 2006, ante la alarma que suscitó la llegada ininterrumpida de inmigrantes subsaharianos por las islas Canarias y Ceuta y Melilla, y el abandono a su suerte de muchos de ellos en el desierto del Sáhara por Marruecos, centró sus operaciones en el Atlántico y estableció un centro de coordinación en Canarias. Los Estados europeos del Norte cedieron a la presión de los del Sur para contribuir de alguna forma a repartir la carga del problema. Y lo único que se les ocurrió entonces con respecto al Atlántico y al Estrecho fue exactamente lo mismo que se les ha ocurrido ahora en el Mediterráneo: establecer un sistema de vigilancia por mar y aire para evitar la llegada –y si es posible, la salida de puerto– de las naves cargadas de inmigrantes y refugiados, y acordar con los países emisores algún tipo de política de contención de esos flujos.

Aunque en general es muy difícil clasificar a las personas que tratan de alcanzar las costas europeas como inmigrantes o como refugiados ya que casi todos proceden de países empobrecidos y con un grado mayor o menor de inseguridad y violencia, el caso de los llegados a Lampedusa parece no ofrecer muchas dudas sobre su condición de personas que huyen de guerras y persecuciones, que no tienen la protección de los Gobiernos de sus respectivos países y a las que, en consecuencia, habría de considerar como refugiadas. Esta distinción es importante de cara a las medidas inmediatas que se deben exigir. Sin embargo, tanto en los medios de comunicación como en las diferentes declaraciones de los políticos y las medidas de actuación propuestas se oye hablar principalmente de inmigrantes “ilegales”.

¿Es posible una política común europea?

Es evidente que la UE se encuentra, ya desde hace tiempo, y de forma creciente, con un problema de doble faz que no tiene fácil solución. Negar la importancia que adquiere la dimensión de la inmigración “ilegal” no tiene sentido. Europa es una zona próspera, muy próspera y segura si la comparamos con la situación que viven –permítasenos la generalización sobre situaciones muy diversas– los países del Magreb, de África subsahariana, noroeste y Cuerno de África, y de Oriente Medio. Y ese es el principal factor de expulsión/atracción para migrar.

Pero no hay solo una desigualdad en cuanto a nivel de vida y seguridad. Mientras Europa envejece, mientras se va quedando sin suficientes jóvenes como para sustituir con holgura el sostén de las siguientes generaciones, en los países de las zonas geográficas citadas la población crece sin cesar, y el número de jóvenes sin futuro constituye el porcentaje más alto.

El Instituto Francés de Estudios Demográficos (INED), en un estudio reciente, sostiene que África (3), que ahora cuenta con 1.100 millones de habitantes, en 20 años tendrá más del doble, y más del 80% vivirá por debajo del umbral de la pobreza. Asia aumentará en mil millones. Sin embargo, Europa, con un índice de fecundidad de 1,6 hijos por mujer, será la única región que registrará un descenso poblacional (4). Se puede afirmar, por lo tanto, que a corto plazo Europa va a seguir recibiendo inmigrantes y refugiados, y que a largo plazo puede necesitarlos para renovar su envejecida y escasa población.

A pesar de todos los impedimentos que han ido poniendo los países europeos para impermeabilizar sus fronteras, tanto físicos (vallas, barcos, aviones, centros de internamiento) como legales (leyes y condiciones cada vez más restrictivas), según el informe “Fran Q2” del FRONTEX, solo en el primer semestre de 2013 fueron registrados 34.522 inmigrantes que ingresaron ilegalmente a los países de la UE. Algunas fuentes cifran en 21.241 los inmigrantes que han llegado a las costas de Italia en los ocho primeros meses de 2013, frente a los 15.570 registrados en todo el año 2012, y otras fuentes llegan a señalar que han alcanzado los más de 70.000.

Sean cuales sean las cifras, algo difícil de determinar precisamente por la faceta de clandestinidad ante el riesgo de deportación que tiene este tipo de inmigración, lo cierto es que las circunstancias no desmienten que puedan aumentar, ni que el FRONTEX sea la medida más eficaz para disuadirla y, menos, evitarla, sin causar daños irreparables para las vidas de estas personas. Pero, en todo caso, no son cifras tan desorbitadas como para que no puedan ser absorbidas por el conjunto de los países europeos.

La Unión Europea debería reconsiderar y revisar su actitud ante el problema de las fronteras, reflexionar sobre la eficacia de los instrumentos que utiliza para conseguir el fin proclamado y comprometer a los países miembros a acordar una política común a todos ellos y proporcional a sus posibilidades de acogida y necesidades poblacionales o laborales.

Pero hay una faceta interna a la UE que torpedea cualquier posibilidad de un acuerdo común y es la propia competencia entre países –en torno a la cuestión de las fronteras y la acogida– y con respecto a la propia institución de la UE como tal. En un momento dado, cuando la tragedia, la vergüenza o el escándalo saltan a los medios de comunicación, todo el mundo, empezando por los propios Gobiernos de los países implicados, critican a la UE por no ser eficaz en resolver el problema de la inmigración ilegal. Más allá de la concepción general que predomina y que no compartimos que, al menos hasta ahora, ha reducido esta cuestión a «la lucha (militar y policial) contra la inmigración ilegal», hay que reconocer que poco puede hacer una UE que apenas tiene competencias en la materia ni recursos asignados para ella. Los Estados del Sur son los que, por su posición geográfica, mayores flujos reciben, y por su posición económica, los que menos capacidad de acogida tienen, e inversamente, los del Norte.

En relación con esta cuestión, los Estados europeos se empeñan en salvaguardar su soberanía dictando y derogando leyes de extranjería localmente, y gestionando mal o quitando recursos de forma dispar para la acogida y la integración. Algunos, incluso, niegan que deba haber inmigrantes en Europa, lo cual es una estúpida ilusión que topa con la más cruda realidad, pero que puede calar si la crisis continúa y que, en todo caso, vela la futura y delicada situación demográfica. Otros, más ciegos aún, afirman que Europa ya no es una zona de inmigración. Y, finalmente, están quienes, de entre los anteriores, azuzan la xenofobia, principal caladero de los votos de las derechas ascendentes, tratando –y consiguiendo– legitimar así unas políticas y unos comportamientos sociales que empiezan a dar miedo.

Los Estados europeos deben darse cuenta de dos cosas que parecen evidentes: 1) Europa es un continente de inmigración; por lo tanto, 2) Europa necesita un sistema unificado y solidario de inmigración legal que priorice a las personas.

Pero, además, Europa ha sido históricamente una avanzadilla en la defensa de los derechos de las personas y no debería renunciar a ello por intereses egoístas. Intereses que están de sobra –e injustamente, habría que añadir– compensados con la explotación y rendimientos que muchas de las grandes empresas europeas, avaladas y apoyadas por sus respectivos Gobiernos, realizan y consiguen en muchos de los países emisores.

Pero si bien las expectativas de una política europea común en materia de inmigración legal no parecen alcanzables a corto plazo, sí debieran serlo con respecto a la acogida de refugiados. De hecho, la UE, además de contar con la Convención de Dublín (5), un instrumento legal que cubre el asilo conforme a la Convención de Ginebra, cuenta con otro instrumento, de menor rango jurídico pero que forma parte del derecho comunitario, que es la Directiva 2001/55/CE de 20 de julio de 2001 sobre protección temporal relativa a las normas mínimas para la concesión de protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas y a medidas de fomento de un esfuerzo equitativo entre los Estados miembros para acoger a dichas personas y asumir las consecuencias de su acogida.

Por lo tanto, la responsabilidad de la UE con las personas que buscan refugio no debería depender de la voluntad de los gobernantes de cada país. Pero los países miembros se resisten a crear materialmente este sistema de acogida que la directiva manda y a dotarlo de los recursos necesarios para ponerlo en marcha. Este mecanismo debería destinar un fondo para apoyar económicamente a los países en función de las personas que acoja, y así distribuir la responsabilidad de la acogida de personas refugiadas en el conjunto de países europeos.

Llama la atención que ni Italia, ni el resto de los países, ni la UE hayan hablado de este instrumento legal pero vacío de recursos con motivo de la tragedia de Lampedusa, pero sí, inmediatamente, de la activación del FRONTEX, lo que confirma cualquier actitud de desconfianza sobre la voluntad política de dar una solución humanitaria al problema.

¿Hay alternativas a la situación actual?

Habría que considerar dos fases, una a corto y otra a largo plazo.

En la primera, y más urgente, debería primar lo humanitario. Lampedusa no puede ser una responsabilidad exclusiva de Italia, como no lo pueden ser Ceuta, Melilla y Canarias de España mientras sigan siendo puntos de destino continuado de inmigrantes y de refugiados. Todos los países de la UE deben contribuir a destinar recursos materiales para que la vida de estas personas no corra peligro mientras navegan y sea humana y digna cuando son rescatadas, y no sean hacinadas por tiempo indefinido en hangares o centros sin las más mínimas condiciones.

Por lo tanto, lo primero sería poner en marcha la Directiva 2001/55/CE citada y reubicar adecuadamente a los centenares de personas que se encuentran en la isla, mejorando los programas de reasentamiento futuros. Paralelamente, se debería exigir a los países que apliquen los Tratados de Derecho Internacional del Mar (6) para el salvamento de toda persona cuya vida peligre en el mar, derogar las leyes nacionales que lo impidan y sancionar a los países que promulguen otras contrarias a esos tratados.

Pero no es suficiente con reparar los efectos inmediatos de los desplazamientos forzados. Tendría que garantizar el principio de no devolución de los refugiados y unos criterios legales más flexibles y comunes que permitieran ampliar la acogida.

Ya desde ahora, pero más a largo plazo, sería necesario que la Unión Europea fuera poniendo los pilares de una política común de inmigración legal, estableciendo canales seguros de solicitud de entrada, lo que constituiría la verdadera lucha contra el tráfico de seres humanos. Pero es evidente que las dificultades con las que tal tarea se enfrentaría para llevarse a cabo serían de gran envergadura.

Una política común debería tener en cuenta al menos dos aspectos fundamentales como son la legislación de entrada y residencia, tratando de flexibilizarla al máximo y evitando situaciones de irregularidad sobrevenida; y determinar la capacidad de acogida de cada país para dar empleo a los nuevos llegados, proporcionar vivienda no segregada, salud, educación, etc., por derecho, pero también para evitar nuevas situaciones de pobreza y exclusión de los inmigrados, y también de confrontación social.

La situación actual de las sociedades europeas no es la mejor para poner en primer término la preocupación por la inmigración. Algunas, como las del Sur, por estar tremendamente afectadas por la crisis, y otras, afectadas por la influencia de corrientes políticas xenófobas que hacen de la inmigración la cabeza de turco de los problemas económicos y sociales. Pero si la UE no es capaz de dar pasos adelante en esta dirección, nos podremos encontrar con muchas situaciones indeseadas, y no solo para los inmigrantes.
Europa y cada uno de sus países miembros no deben olvidar, además, que algo tienen que ver en las causas de la emigración y el refugio de estas latitudes, por lo que también deben pensar en las políticas más adecuadas para evitarlas. Unas políticas que tendrían que contemplar varios frentes de trabajo.

Por ejemplo, dedicar más recursos a la cooperación internacional para el desarrollo. Una cooperación que vaya directamente a los beneficiarios, para que sean ellos los que decidan y lleven a cabo los proyectos y planes de desarrollo más adecuados a su situación. Que tenga en cuenta el importantísimo papel que cumplen las mujeres en la supervivencia cotidiana y en el desarrollo productivo, a pesar de su exclusión social y política. Y que, además de los aspectos de supervivencia, prime las líneas de educación, formación y salud. A punto de cumplirse el plazo que la ONU se dio para llevar a cabo los Objetivos de Desarrollo del Milenio, y a pesar de que se señalan algunos avances, estos están lejos de alcanzarse en 2015.

Unas políticas que eliminen las condiciones abusivas en las que se produce el comercio internacional con los países en vías de desarrollo, que imposibilitan a los productores compensar el gasto de la producción con la venta del producto. Unas políticas que paren el comercio de armas, prohíban su venta y persigan su tráfico dirigido a Gobiernos y grupos que alimentan las situaciones permanentes de violencia armada.
Lo único que puede disuadir a la gente de no tener más remedio que salir de su país es tener una situación de paz y bienestar.

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(1) Blog del periodista Gabriele del Grande.
(2) La Operación África fue una iniciativa del ministro de Asuntos Exteriores Miguel Ángel Moratinos, miembro del Gobierno de Zapatero.
(3) La tasa de fecundidad en el conjunto de países africanos oscila entre 3 y 7 hijos por mujer. También hay que tener en cuenta el alto grado de mortalidad infantil.
(4) Para que se asegure el reemplazo generacional y la población de un país se mantenga, debe ser del orden de 2,1, lo que quiere decir que cada matrimonio (dos personas) debe tener 2,1 hijos.
(5) La Convención de Dublín entró en vigor en 1997 con la firma de Alemania, Bélgica, Dinamarca, España, Francia, Grecia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos, Portugal, Reino Unido, Austria, Suecia y Finlandia.
(6) La Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (Convención de Montego Bay), de 10 de diciembre de 1982. El Convenio internacional sobre búsqueda y salvamento marítimo (Convenio SAR, versión 1979). El Convenio internacional para la seguridad de la vida humana en el mar (Convenio SOLAS).