Marcell Shehwaro
Siria: ¿qué es lo que no significa el perdón?
Globalvoices.org
(Página Abierta, 244, mayo-junio de 2016).

 

Este texto, traducido del árabe porLiliane Tambasco y recogido de Globalvoices.org, es parte de una serie de artículos de la blogger y activista Marcell Shehwaro que describen la realidad de la vida en Siria durante el conflicto armado entre las fuerzas leales al régimen actual y los que intentan derrocarlo.

Al principio me sentía hermosa, pues estaba llena de la poderosa belleza de la revolución, creía que estábamos aquí para realizar un cambio y que el odio jamás podría ser la forma de cambiar las cosas; y que no teníamos otra alternativa que ser pacientes y esperar a que los otros rompieran el muro de silencio y humillación y que se unieran a nosotros. Creíamos que cada uno tenía su propia profecía, y tendríamos que esperar sus primeros gritos de nacimiento. Y esperamos.

Teníamos suficiente lujo, confort, claridad de visión y espacio adicional para más dolor. Solía seguir las imágenes de los soldados del Ejército muertos, difundidas por los medios sociales. Me molestaba que la gente ridiculizara sus muertes. Solía leer los comentarios de las madres, hermanos, hermanas, amigos, novias. Los muertos eran jóvenes apuestos, a sus veinte años. Me quedé tan obsesionada que visitaba sus páginas personales para conocer a la persona real, por detrás de la víctima o del asesino, o de ambos.

A algunos les habían lavado el cerebro. Nos consideraban delincuentes o vándalos, respaldados por Israel con el fin de perturbar la seguridad del país. Un país que creían iba a combatir a sus enemigos gracias a la sabiduría del señor Presidente, de quien lo único que conocían era el hecho de que era insustituible. Estaban tan obsesionados con la protección del país que lo destruyeron.

Otros estaban inundados de un discurso sectario cargado de miedo excesivo y odio. Creían que íbamos a matarlos a todos y que nuestro objetivo no era la democracia, sino que nos movíamos por malicia hacia ellos, sus familias y sus sectas. Una malicia que se creían los iba a tragar, si no se la tragaban ellos antes.

Mientras que otros –cuyas páginas eran las más dolorosas de navegar– se sentían inquietos antes de morir. Contaban las horas desde el día de sus partidas, a las que nunca se les permitía llevar a sus madres como testigo, y esperaban pacientemente que se cumplieran las promesas de que serían dados de baja del Ejército, promesas que nunca se llevarían a cabo.

En aquel entonces, yo era capaz de verlos –así como a nosotros– como víctimas de un régimen que nos había obligado a tomar las calles para derrocarlo, y a ellos, a matarnos con el fin de mantenerse en el poder.

Poco a poco, la lista se hizo demasiado larga para que pudiera seguir sus perfiles personales y sus sacrificios: de los detenidos y de los mártires. Iba de un funeral a otro. Estaban matando a muchos de nosotros, y la carga se me volvía demasiado pesada en los hombros. La pobreza y el lavado de cerebro ya no eran una excusa suficiente. El miedo ya no era una excusa suficiente para que se convirtieran en una máquina de matar implacable.

Para mí, empezaron a fundirse con el asesino, con su rostro, su trabajo y todo lo relacionado con él. Para mí todos se convirtieron en Bashar al Asad (que poco a poco se desvaneció, escondido en su palacio, mientras que la manifestación más veraz de él y su régimen era alguien torturado en la prisión, un soldado en el campo, un helicóptero en el cielo), ya no eran sólo sus víctimas.

Nos quedaba poca energía, y ya no era suficiente para que lucháramos contra nosotros mismos y combatiéramos la noción fácil de considerarlos simplemente “asesinos”. El esfuerzo por considerar que fueran como nosotros se hizo agotador, ya que nos volvemos cada vez más como ellos –asesinos– y ellos cada vez menos como nosotros, las víctimas.

Eran la persona que tiene la capacidad de disfrutar torturando a alguien hasta la muerte. Eran la persona que dio la orden de utilizar armas químicas, o de asesinar a un niño con un cuchillo en Houleh, en la ciudad de Homs. Una masacre que se llevó cualquier posibilidad que pudiéramos tener de combatir el odio. Nuestro odio se convirtió en parte de nuestra lucha por la existencia.

Necesitábamos ira para sobrevivir, para recuperar la conciencia de que la violencia ejercida contra nosotros no era “normal” ni “ordinaria”. Necesitábamos la ira para liberar nuestras vidas y negarnos a rendirnos ante la muerte. “La vida merece ser vivida”: es cierto, tal vez; sin embargo, en esta vida ya no hay suficiente bondad que permita al asesino y a la víctima vivir lado a lado.

Desde ese día en adelante ya no nos molestaba matarlos.

Luego, era muy lógico que nuestro odio diera lugar a que el ISIS emergiera. Con su presencia volvimos a tener miedo en las zonas que pensábamos haber derramado suficiente sangre con el fin de recuperarlas. En Siria no hay nada gratis; todo tiene un precio, principalmente los derechos de la gente.

Una vez más estoy de vuelta al punto de partida, tratando de comprender este nuevo enemigo. Esta vez mi justificación era que se trataba de víctimas de la violencia y el odio. Víctimas con una causa justa contra un mundo que los había ignorado y por todo lo que les había sucedido.

Algunos de ellos se radicalizaron, y nos consideraron infieles respaldados por los EE. UU. con el fin de destruir el Levante. Otros eran movidos por el odio, el miedo y la ira, creyendo ser los únicos responsables por la protección del Estado Islámico. Otros estaban fascinados por las imágenes de los combatientes extranjeros completamente equipados, en comparación con sus armas torpes y su suministro esporádico. Eran adolescentes que creían que el ISIS era un juego de Counter Strike en la vida real.

Algunos de ellos eran, hasta ayer, “uno de los nuestros”, víctimas como nosotros, hasta que se hartaron de jugar este papel y se dieron cuenta de que serían muertos de cualquier manera, y decidieron que no querían morir como víctimas, sino como asesinos.

A tiempo –más rápido esta vez– me acostumbré al ciclo de víctima/asesino. Dejé de solidarizarme con ellos y de sentirme culpable, preguntándome si habría algo que pudiéramos hacer para evitar que se vuelvan todavía más locos.

Se convirtieron en nuestros enemigos. Me restaba muy poca capacidad de compasión. La poca capacidad que tenía no era suficiente para distribuir entre los cientos de víctimas que morían todos los días aunque no hubieran matado a nadie. Y estoy atormentada por una obsesión con lo que, hoy en día, se puede considerar justo. ¿Cómo decidir quiénes son las víctimas de un régimen opresor, local o universal, y quién es el creador y profeta de este régimen? ¿Cuál es el castigo justo a un peón en el juego del poder, dinero y miedo?

Me gustaría que el alma de la revolución fuera suficiente para que pudiera ser capaz de perdonar a todos, aunque sólo sea en el “tribunal de mi cabeza”.

Me gustaría que al menos uno de los defensores del “perdón y olvido” pudiera garantizar que este perdón evite que esta locura vuelva a ocurrir en Siria, y que no termine siendo una recompensa para los asesinos.

Deseo que este perdón no signifique la complicidad por nuestra parte en el olvido de los derechos de aquellos que ya no están, los derechos de las víctimas, los más débiles. Me gustaría poder odiar al régimen mil veces más y encontrar mil excusas para sus ángeles de la muerte. Me gustaría poder odiar de muerte al ISIS y perdonar a sus soldados adolescentes.
Sin embargo, estoy furiosa. Estoy enfurecida por haber sobrevivido. Estoy enfurecida por mi incapacidad para cambiar lo que ha ocurrido y lo que está por venir.

Se puede llorar por uno de los bandos todo lo que uno desee, a cualquier nivel de dolor o de hipocresía. Ya se trate de la persona que todavía está luchando por el régimen, o el que prometió lealtad al ISIS. Se puede compadecer a ambos, si todavía se tiene la capacidad de tener compasión. Pero no se puede explotar el ciclo víctima/asesino y encerrarnos dentro de él. Presionarnos hasta la muerte para que olvidemos quiénes éramos y lo que hemos perdido. Y obligarnos a perdonar y olvidar. Pero no se nos puede obligar a eso sin probarnos, por una vez, cómo este perdón evitará que la historia se repita.

No se nos puede pedir todo esto sin que se nos diga cómo esta postura, desde de una distancia imparcial, podría garantizar un poco, y sólo un poco, de justicia.