Matías González

Las directrices de ordenación general
y del turismo de Canarias
(Página Abierta, nº 140, septiembre de 2003)

Junio de 2003

La Comunidad canaria ha experimentado en los últimos años un intenso proceso normativo con el objetivo declarado de disminuir y ordenar la presión de los procesos económicos y demográficos sobre el territorio y reorientar hacia estándares más sostenibles el modelo de desarrollo de las Islas. Este ordenamiento incluye, de 2000 para acá, el texto refundido de las leyes de Espacios Naturales y del Territorio, el Plan Integral de Residuos Sólidos de Canarias, las Directrices de Ordenación General y del Turismo y, muy recientemente, la Estrategia Ambiental de Desarrollo Sostenible de Canarias, por citar las de más relevancia.
Sin embargo, esta auténtica inflación normativa no ha tenido como efecto inflexión alguna en los principales factores de insostenibilidad que caracterizan el desarrollo reciente de las Islas. Por otra parte, son normas de un marcado carácter territorial, es decir, participan de una filosofía y definen unos instrumentos orientados a la protección de los espacios territoriales que albergan biodiversidad endémica relevante, de una parte, y establecen determinaciones sobre los procesos de ocupación del suelo para infraestructuras y edificaciones asociadas a las actividades económicas y residenciales, de otra.
En los últimos años, el énfasis territorial de la política ambiental ha añadido a las preocupaciones primeras relacionadas con la protección de hábitats y especies, otras de naturaleza demográfica y social. Existe una creciente percepción social de que la densidad de población ha alcanzado en algunas islas niveles poco compatibles con estándares aceptables en términos de calidad de vida, a lo que se añade una inquietud más o menos expresa por el intenso proceso inmigratorio que ha caracterizado a las Islas en la última etapa de expansión turística, y que aún perdura. Todo ello ha producido un confuso pero extendido sentimiento social en el que se mezclan aspiraciones conservacionistas de espacios y valores naturales, y de protección de la identidad cultural, con miedo y rechazo a los drásticos cambios en la estructura sociocultural producidos por la inmigración en aluvión, especialmente en algunas islas, un fenómeno amplificado y distorsionado por medios de comunicación a veces poco responsables.

La especulación del suelo

El protagonismo del territorio se expresa tanto en la crítica social del modelo especulativo vigente durante décadas, como en la prioridad alcanzada por los asuntos territoriales en la vida política de las Islas. La especulación del suelo ha sido el primer factor de producción de rentas en la economía canaria en las últimas cuatro décadas, pero también el principal agente impulsor de desequilibrios ambientales y socioculturales del archipiélago. No es de extrañar, pues, que esta especulación desempeñe simultáneamente los papeles de Dr. Jekill y Mr. Hide, de héroe y villano, en la percepción social del devenir económico reciente de las Islas. Por una parte, en la cultura social e institucional está fuertemente arraigada la legitimidad de hacerse rico mediante simples operaciones de cambio del uso del suelo, mientras que, por otra parte, crece el rechazo a las consecuencias ambientales y sociales de lo que no es más que la aplicación generalizada de este sistema de valores. Obviamente, la distribución social de los beneficios y pérdidas de este fenómeno no es, ni mucho menos, igualitaria.
En efecto, mientras los promotores institucionales, financieros y mediáticos de la especulación del suelo glosan las virtudes de un proceso que derrama sus efectos positivos sobre amplias capas de la población vía gasto de las rentas generadas y de la actividad constructora asociada, tratan de ocultar el brutal impacto que la especulación ha tenido sobre el precio de un activo de primera necesidad, la vivienda (1), produciendo un notable empobrecimiento relativo de buena parte de la población, ajena a los grandes negocios especulativos. Y también, de forma muy importante aunque menos visible, el daño estructural que la especulación inmobiliaria ha producido en la calidad y el valor de mercado de la actividad turística, devenida en principal soporte del sistema económico de las Islas (2).
Así las cosas, la realidad en torno a la gestión del territorio en Canarias presenta un cuadro clínico de esquizofrenia aguda. Mientras que proliferan leyes y normas que proclaman la necesidad de reconducir las pautas de uso territorial hacia patrones más racionales y sostenibles, perduran poderosas inercias de esa tupida malla de intereses de grupos económicos, instituciones y partidos, que llevan décadas enriqueciéndose y financiándose a través de lo único que parecen saber hacer: especular con el suelo. El saldo de esta esquizofrenia no puede ser más desolador: el marco legal se ve desbordado continuamente, el urbanismo ilegal campa por sus respetos (3), las tramas urbanas crecen desordenadamente con fuertes costes públicos, ambientales y paisajísticos, y espacios naturales emblemáticos que se dicen formalmente protegidos están afectados por procesos de degradación irreversibles (4).

Los objetivos de las directrices

En este contexto, las directrices de ordenación general y del turismo de Canarias constituyen el último intento de máximo rango normativo que se propone como objetivo básico reorientar, limitando y ordenando, los procesos de ocupación del suelo. Para ello, contienen un extenso conjunto de determinaciones que han de ser integradas en todos los instrumentos de planeamiento del territorio y de los recursos naturales de las Islas. Algunos de los objetivos específicos más relevantes contenidos en las directrices son los siguientes:
· Mejorar la protección del amenazado suelo rústico reorientando la presión residencial sobre él hacia una mayor densidad de los actuales asentamientos rurales y agrícolas, evitando el consumo de nuevo suelo para este fin. En esta misma línea, se persigue limitar las infraestructuras de transporte en el medio rural y programar la oferta de alojamientos y de ocio basados en la rehabilitación de patrimonio arquitectónico tradicional y agrícola degradado para reducir la demanda de segunda residencia en el ámbito rural.
· Incrementar la eficiencia del actual suelo urbano, dando prioridad al uso de espacios interiores vacíos antes que a la programación de nuevo suelo urbano, incentivando la densidad residencial frente a las fórmulas altamente consumidoras de suelo (urbanizaciones de dúplex y similares) y propiciando la complejidad del tejido urbano frente a la tendencia consolidada a la segregación funcional del urbanismo. Todo ello en la perspectiva de hacer ciudades más habitables que reduzcan las necesidades de movilidad en su interior y la demanda residencial y la movilidad entre los centros urbanos y el mundo rural.
· Racionalizar la inversión en infraestructuras lineales, integrando galerías de servicios que ahorren suelo en la provisión de servicios básicos (agua, energía, telecomunicaciones), y primando la reforma y mejora sobre la construcción nueva.
· Recualificar territorialmente la actividad turística poniendo freno a la construcción turística en nuevos espacios no ocupados, favoreciendo la rehabilitación y mejora de la planta de alojamientos obsoleta, propiciando la diversificación de los servicios para generar más valor añadido por visitante que desvincule el crecimiento de la renta de la ocupación de nuevo territorio, y reconociendo y protegiendo la función que los espacios naturales, tanto litorales como interiores, deben desempeñar en la mejora de la calidad y aumento de la rentabilidad social del turismo, como eje básico de una estrategia de desarrollo más sostenible para Canarias.
Muy recientemente aprobadas, es muy pronto aún para enjuiciar la eficacia de las directrices para racionalizar y reorientar el proceso de desarrollo en las Islas hacia parámetros más sostenibles. Sin embargo, una mirada sobre los acontecimientos recientes en diversos planos de la vida insular, no invita precisamente al optimismo. La coyuntura económica, débil, contribuye a dar preeminencia a las voces e intereses que advierten sobre los efectos en el empleo de programas y políticas que, por la protección del medio ambiente, ponen límites al desempeño de la actividad económica.
Las recientes elecciones autonómicas probablemente han debilitado la posición del sector más comprometido con la sostenibilidad del conglomerado de intereses reunidos en Coalición Canaria, al tiempo que el PP, expresamente crítico con las directrices, amplía su capacidad de influencia en la política canaria. A todo ello se suma la enfermiza inoperancia de las administraciones públicas canarias para dar cumplimiento a sus propias normas, especialmente en los casos en que han de vencerse resistencias derivadas de intereses y prácticas bien asentadas.
Respecto de esto último, no es baladí señalar que, aun habiendo voluntad política, la gestión del territorio requiere modelos de organización y procedimientos de coordinación administrativa que permitan reconocer e integrar racionalmente la multiplicidad de funciones ambientales y económicas de los ecosistemas naturales y culturales representados en el territorio de las Islas. La insularidad, pequeñez y elevada densidad demográfica y económica de Canarias añaden complejidad a la gestión del territorio, por cuanto cada decisión de uso debe sopesar no sólo los efectos sobre ecosistemas ricos y diversos pero extraordinariamente frágiles y vulnerables, sino también sobre la diversidad de actividades que hacen un uso tangible o intangible de las funciones de tales ecosistemas.
Tómese en consideración, por ejemplo, las implicaciones de una decisión, por parte del Departamento de Agricultura del Gobierno, de promover la intensificación mediante cultivos bajo techo de la agricultura de las vegas, para promover a corto plazo niveles de renta más elevados para los agricultores. Una decisión de este calibre, no sólo habría de tener en cuenta los previsibles impactos ambientales en términos de contaminación de suelos y acuíferos por nutrientes y pesticidas, o el incremento de la generación de residuos peligrosos y de más difícil degradación; también habría de considerar los efectos sobre la calidad de vida de la población local de la desaparición de paisajes culturales de alto valor simbólico, pero también económico, pues está perfectamente documentado que este tipo de paisajes están entre los más valorados por parte de quienes visitan las Islas, por lo que su nivel de conservación influye en la disposición de los turistas a pagar y, por tanto, en la rentabilidad social del turismo.
Por consiguiente, una gestión territorial que identifique e integre la complejidad va mucho más allá de la mera asignación de usos en un ejercicio de escuadra y cartabón. Requiere la comprensión e integración de la extraordinaria diversidad de funciones que presta el territorio a la sociedad, y para ello, el desarrollo de instrumentos de evaluación de los pros y los contras, ventajas e inconvenientes, costes y beneficios, que sólo pueden emanar de un bien estructurado sistema de participación social efectiva en la definición de objetivos y en el establecimiento de medidas e instrumentos en este ámbito. Esto no tiene nada que ver con los muy limitados procedimientos de información pública a los que nos tiene acostumbrados el procedimiento administrativo.

Una adecuada participación social

Adecuados procedimientos de participación social no sólo son necesarios para hacer emerger las verdaderas preferencias colectivas respecto del territorio, sino también para identificar y compensar convenientemente todas las implicaciones distributivas asociadas a las decisiones sobre aquél. Esta es, probablemente, la más pendiente de todas las asignaturas de la gestión territorial, que no ha de ser eficaz ni justa, hasta que no la apruebe. Buena parte del rechazo y la rebeldía social frente a las normas de ordenación del territorio deriva de la fundada creencia de que se utilizan para favorecer a los pocos de siempre en contra de la mayoría. La perspectiva más actual de este problema se inclina por la necesidad de identificar y evaluar las funciones de conservación llevadas a cabo por quienes aún desarrollan prácticas que contribuyen a la conservación de los ecosistemas naturales y culturales de alto valor social, como fundamento de una compensación que estimule su mantenimiento. Pese a que estas ideas comienzan a sombrear los documentos públicos, aún no se han puesto en marcha instrumentos eficaces para su implementación.
Todo esto explica también lo indigesta que resulta a veces para el movimiento ecologista su relación con los asuntos del territorio. Por un lado, suele enarbolarse un discurso no exento de romanticismo sobre el campesino constructor y conservador de buena parte de nuestro patrimonio natural y cultural. Por otro lado, su entusiasta labor de policía ambiental en la denuncia de prácticas no legales en suelo rústico y protegido los ha convertido en especie nada amistosa para la población que habita en el medio rural, en buena parte de la cual la sola mención del término ecologista produce una estridencia insoportable. Y todo ello, porque en un territorio como el de las Islas no se puede hablar de conservación sin hablar de valor económico de la conservación y de la compensación a los conservadores, para tener la fiesta mínimamente en paz; aunque para ello haya que superar el prejuicio de que los valores ambientales y los de cambio no se deben mezclar.
También está necesitada de una urgente actualización la perspectiva de la relación entre turismo y territorio que sostiene buena parte del movimiento ecologista canario. El problema parte de la confusión entre turismo y especulación inmobiliaria. Mientras ésta debe ser drásticamente combatida como soporte del modelo de desarrollo, el turismo debe ser reorientado como aliado fundamental de la conservación de los valores naturales y culturales que en buena parte explican su existencia. El buen turismo, adecuadamente ordenado y restringido en su dimensión física, se basa fundamentalmente en el aprovechamiento de las funciones recreativas y culturales del medio natural y social y, en consecuencia, puede hacerse compatible y sinérgico con otros aprovechamientos.
Tal como se ha configurado la sociedad contemporánea globalizada, no es el turismo lo peor que nos puede ocurrir. El debate sobre cómo hacerlo más social y ambientalmente amable debe sustituir a los prejuicios sobre esta actividad. Por cierto, que no sé si serán estos prejuicios los que expliquen que la salvación del ecosistema dunar de Maspalomas de su degradación irreversible no haya conseguido movilizar seriamente a los colectivos ecologistas del archipiélago. ¿Quizá porque Maspalomas es pa los guiris?

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(1) Si el ranking de precio del metro cuadrado de vivienda se pondera por la evolución de la renta per cápita y se ajusta según su distribución, se puede afirmar no sólo que la vivienda en Canarias es de las más caras del Estado español, sino que el acceso de los sectores de menor renta a ella está más comprometido en Canarias que en otras comunidades.
(2) En 2002, una combinación de menores entradas de turistas y reducción del gasto medio de los que nos visitaron hizo que batiéramos un récord negativo de descenso de los ingresos turísticos en más de seis puntos.
(3) Debe saberse que hace tres años el censo de edificaciones ilegales en suelo rústico y espacios naturales en Canarias rozaba las ¡35.000 unidades!, cifra que pone en tela de juicio la eficacia de los procedimientos de protección del suelo.
(4) En este punto debe gritarse que las Dunas de Maspalomas (Gran Canaria), espacio protegido con la categoría de reserva natural especial desde 1994, y principal atractivo del más importante núcleo turístico de Canarias, con unas 120.000 plazas de alojamiento, sufre un proceso de degradación que algunos estudiosos consideran irreversible, poniendo en riego la continuidad de la actividad turística a largo plazo y, con ello, comprometiendo los fundamentos de la economía insular. Véase http://www.gobcan.es/medioambiente/revista/1998/7/130/