Máximo Cajal
Ética y política en la labor diplomática
(Intervenciónen las IX Jornadas de Pensamiento Crítico; 3 de diciembre de 2011).
(Página Abierta, 218, enero-febrero de 2012).

  Más allá de la relación entre ética y política en la labor diplomática, Máximo Cajal analizó los diversos cambios producidos en estos dos últimos siglos en esa actividad ligada a la política exterior de los Estados. Recogemos en estas páginas lo escrito para las Jornadas de Acción en Red por este diplomático de carrera, con una gran experiencia.

 

La actividad diplomática siempre ha sido vista bajo un prisma de recelo, al ser considerados tradicionalmente sus representantes más conspicuos, los embajadores, como los arquetipos del doble lenguaje cuando no de la mendacidad. Incluso en términos coloquiales, cuando de alguien se dice que es “muy diplomático”, ya se está sobreentendiendo que algo oculta o disfraza. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo deja bien claro. En su tercera acepción, diplomacia es “cortesía aparente e interesada”, y en la cuarta, “habilidad, sagacidad, disimulo”. Para el María Moliner, diplomacia es “tacto”, lo que no está mal, pero también “habilidad para tratar con otras personas, de modo que uno consigue lo que quiere dejándolas a la vez contentas”, lo que de paso no deja en muy buen lugar a la perspicacia de sus interlocutores.
           
Estas tachas, que siguen acompañando a la función diplomática, son vestigios de la percepción que se tenía antaño de la tradicional diplomacia secreta de tiempos pasados, siendo así que la realidad actual desmiente por muy variadas razones, algunas de las cuales abordaré a continuación, este juicio de valor.

La diplomacia no es lo que era

La primera reflexión que seguirá enseguida es obvia. Porque el diplomático y, en particular, el que lo es, o debería serlo, por antonomasia, sea de carrera o “político”, el jefe de misión, el embajador, ya no es lo que fue en algún momento de la ya dilatada historia de una actividad que en modo alguno queda circunscrita al llamado funcionario “de carrera”. En primer término, porque la labor diplomática, la del diplomático, siempre ha estado pegada a las fluctuantes relaciones de poder entre los Estados y entre aquellos que, por definición, los encarnaban y siempre fueron sus “amos” –como se decía a finales del siglo XVIII y principios del XIX–, los soberanos entonces y, más tarde, los jefes de Estado o de Gobierno, aunque, al desaparecer la monarquía absoluta, aquella imagen empezó a desdibujarse, en paralelo también a la paulatina democratización de la función y de sus actores.

Con toda seguridad, el juicio que hace un siglo merecía la diplomacia a cuantos se dedicaban por entonces a historiarla en nada se parecerá a la valoración que pueda hacerse de ella en la actualidad, tanto si es escrutada académicamente como si es vivida y practicada en primera persona. Porque si nada se opone a que se mantengan formalmente, y se ejerciten, las tareas que desde antiguo la definen –representar, negociar, informar y proteger, a las que hoy es obligado añadir la de “vender” la imagen, pero también los productos de su país, tanto los tangibles como los que no lo son, en el marco más amplio de lo que se llama “diplomacia pública”–, no es menos cierto que sólo en menor o en pequeña medida estos cometidos, algunos de ellos al menos, siguen correspondiendo en nuestro tiempo a quienes antaño los ejercían en exclusiva.

Ello es así porque estas tareas son desempeñadas y compartidas en la actualidad por multitud de nuevos agentes que se proyectan al exterior, y por el hecho, evidente, de la creciente pérdida del protagonismo que, en cada uno de aquellos campos de actividad, ha experimentado el quehacer del diplomático a lo largo del siglo XX y de lo que va del XXI. Este achicamiento competencial se ha dejado sentir, en particular a partir de la II Guerra Mundial como consecuencia de un conjunto de fenómenos que quedan resumidos en una socorrida expresión: “la aceleración de la Historia”.

La difuminación de la diplomacia clásica

Las razones que explican la progresiva difuminación del papel del diplomático clásico en el marco de las relaciones internacionales son de varia naturaleza, aunque lo cierto es que todas ellas se concitan para que el resultado final se traduzca en un irremisible debilitamiento del papel de quien, en sus días de gloria, encarnaba y monopolizaba el más elevado de aquellos cometidos: el de representar a su soberano y hablar por boca de él. Y hacerlo, además, con una única e inapelable voz, cual era la que originalmente correspondía al monarca absoluto y, a su obligado corolario, la concepción patrimonialista de la Corona y del Estado.

[…] A esta labor de zapa de un cometido que ha constituido tradicionalmente el epítome del ejercicio diplomático, la función representativa, de la que se derivan todas las demás, a su transformación, y al consiguiente debilitamiento de tan alta prerrogativa, han contribuido multitud de factores, propios unos de la profesión, exógenos otros.

El proceso de democratización de las sociedades, por un lado. Las cortapisas que han ido limando los poderes del Ejecutivo, la creciente participación del Legislativo en la configuración de la política exterior, a lo que se han sumado las inevitables consecuencias de la lucha partidista. La paulatina, y tan costosa, conquista de las libertades, la de expresión en particular en el caso que nos ocupa, con su componente también de crítica de la política del Gobierno de turno.

La ruptura, por otra parte, de una relativa homogeneidad ideológica en la Europa monárquica decimonónica, que sin obviar por ello el enfrentamiento armado por el reparto del mundo, llevaba aparejadas unas reglas de juego establecidas en el Congreso de Viena, comenzando por el reconocimiento recíproco de las respectivas legitimidades dinásticas, que se extendía, como efecto reflejo, a sus representantes diplomáticos, nobles o ennoblecidos las más de las veces –al igual que sucedía con los mandos de las Fuerzas Armadas–, en manifiesto contraste con el origen mesocrático de sus pares de hoy en día.

Este estado de cosas, codificado en 1815, fue sacudido por la  irrupción, con altibajos, de ideologías liberalizadoras, cuando no extremadas, generadas en la Revolución francesa, y por la lenta configuración a lo largo del siglo XIX de dos bloques ideológicos, liberal el presidido por Londres y, con altibajos, por París, y el absolutista encabezado por Viena, Berlín y San Petesburgo, que en cierto modo prefiguraban los grandes conflictos europeos del siglo XX. Todo ello no impedía, en ocasiones, coaliciones temporales que se diría contra natura: Santas Alianzas, Triples y Cuádruples Alianzas, Alianzas Duales e, incluso, Tratados de Reaseguro a espaldas de aquéllas.

En cualquier caso, hoy no cabe imaginar una conferencia como aquella que, presidida por Edward Grey, Foreign Secretary británico, tuvo lugar en Londres entre diciembre de 1912 y agosto de 1913, en la que aquél, junto con los embajadores de las otras grandes potencias acreditados allí –Cambon de Francia, Lichnowsky de Alemania, Mensdorff de Austria y Benkendorff de Rusia– y el representante de Italia, adoptaron las disposiciones que pusieron fin a la Tercera Guerra Balcánica, preservando así, aunque fuera por poco tiempo, la paz en Europa.

La emergencia de nuevos actores internacionales

Muy distinto escenario al anterior, en buena medida eurocéntrico hasta la irrupción de los Estados Unidos de América a raíz sobre todo de la guerra con España, fue la emergencia de un sinfín de nuevos agentes internacionales, comenzando, naturalmente, por el creciente número de miembros de la comunidad internacional con orígenes, percepciones e intereses contrapuestos, tanto materiales como ideológicos, a partir sobre todo del triunfo de la revolución bolchevique y, unas décadas más tarde, del arranque de la descolonización.

Basta con mirar atrás y, sin llegar a los tiempos de la Sociedad de las Naciones, con el reciente ingreso en la ONU de Sudán del Sur, ya son 193 los países que integran las Naciones Unidas, pendientes como estamos de que un día Palestina haga el número 194. Todos ellos iguales en su derecho al voto en la Asamblea General, en manos de sus delegados, por mucho que se sientan impotentes en el Consejo de Seguridad a la vista del privilegio del veto que ostentan unos pocos, sus miembros permanentes –China, Estados Unidos de América, Francia, la Federación de Rusia y el Reino Unido–, lo que desmiente de inmediato la pretendida democracia imperante en aquella organización.

            Pero este fenómeno de globalización de las relaciones internacionales, y su impacto sobre la conformación de una opinión pública que ha trascendido las fronteras nacionales con su inevitable efecto sobre la función diplomática en general, tampoco alcanzó su plenitud con la puesta en marcha de la ONU. No olvidemos que entre 1960 y 1965 ingresaron en esta organización otros 35 nuevos Estados independientes que se sumaron a los 13 países no occidentales que eran miembros fundadores o que, por entonces, ya habían alcanzado la independencia, Egipto, India, Irak, Líbano y Siria, entre ellos.

Fue el proceso de descolonización el que “democratizó” la comunidad internacional, al tiempo que la universalizaba, a medida que nuevas naciones engrosaban las selectas y reducidas filas de los hasta entonces únicos actores internacionales (1). Lo describió gráficamente Robert Massie  en 1991, en su libro Dreadnouhgt, al referirse al Imperio británico en 1897, año en que se celebró el Jubileo de la reina Victoria. Por aquellas fechas, “una multitud de reyes, maharajás, nawabs, nizams, jedives, emires, pachás, beis y otros jefecillos, se sentaba en sus tronos siempre conforme al albedrío de Londres”. Parecida cosa, aunque quizá en menor medida, cabía decir unos pocos años más tarde del Imperio francés.

Otra cuestión novedosa que ha afectado a la labor diplomática, resultado asimismo de la fractura de las estructuras imperiales y de la Guerra Fría, fueron las modificaciones introducidas en el procedimiento de votación en los organismos internacionales, al compás del crecimiento de la diplomacia multilateral en paralelo al desarrollo del sistema de Naciones Unidas y a su inevitable diversificación. Su primera víctima fue la regla de la unanimidad, propia del Derecho Internacional clásico, establecida como norma general en el artículo 5 de la Corte Penal Internacional de la Sociedad de Naciones “de acuerdo –decía aquel texto– con la invariable tradición de todas las reuniones o conferencias diplomáticas”.

Este modo de decidir saltó por los aires tras la II Guerra Mundial, imponiéndose entonces la regla de las mayorías, la de dos tercios concretamente consagrada en el artículo 9 del Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Aquello duró poco. La primera en oponerse al sistema de las “mayorías mecánicas” fue la URSS, porque en aquellos primeros años las votaciones se decantaban normalmente en su perjuicio.

La siguió Occidente, Estados Unidos y el Reino Unido en particular, paulatinamente más reticentes a aquella regla a raíz de las reiteradas posturas adoptadas por los cada vez más numerosos representantes del tercer mundo en la Asamblea General. Se invocó entonces, por las potencias anglosajonas, la necesidad de buscar una identidad de intereses y de acuerdos equilibrados.

El sistema de las mayorías vigente hizo crisis en 1974, inaugurándose entonces otro procedimiento, más sutil e impreciso, el del “consenso”, la llamada “decisión sin voto”, alcanzable por el procedimiento de la “no objeción”, que convirtió la votación en el último recurso, pues recurrir a ella equivalía a reconocer el fracaso del proceso negociador.

Lo cierto es que este procedimiento, al que no le faltan las críticas, exige ahora un trabajo adicional, prolongado y a menudo frustrante, para quienes trabajan en la llamada “diplomacia multilateral”. Porque, de esta manera, en la diplomacia multilateral ya no se trata tanto de ganar una votación como de encontrar una fórmula suficientemente ambigua como para contentar a todos. De ahí también más de un dérrapage, de un patinazo. La resolución 1973 del Consejo de Seguridad sobre Libia es un reciente ejemplo de esta ambigüedad.

Las nuevas tecnologías

Esos profundos cambios en el escenario internacional se han visto acompañados de otros, no por sabidos menos trascendentales, que también se han dejado sentir hasta el punto de poner en tela de juicio el propio concepto de la diplomacia, el de la diplomacia tradicional cuando menos. Se trata de la revolución que han experimentado los medios de comunicación. Esta mutación, acentuada en los últimos años hasta extremos insospechados, ha llevado aparejado un salto cualitativo en su diario funcionamiento.

A esa versatilidad se añade el impacto de las nuevas tecnologías sobre cuantos las utilizan, comenzando por sus principales agentes, los periodistas, los creadores de noticias, las redes de corresponsales de prensa escrita, de radio o de televisión. La imbatible inmediatez de su trabajo –“en directo”, live– ha tenido un efecto devastador sobre la tarea informativa del diplomático, quizá la segunda en importancia entre las funciones que se predican tradicionalmente de su misión. En primer término porque al resultarle imposible competir con la noticia, su tarea ha quedado relegada a un papel un tanto ancilar, a una especie de retaguardia reflexiva en la que el profesional de turno tiene que competir con el periodista, ya que no ha podido anticiparse a él, al menos con su interpretación a posterioride los hechos, y hacerlo además con la conciencia clara de que, salvo en raras ocasiones, lo suyo peca ya del mal de lo déjà vu, de lo déjà lu. Y eso, si no cae en la socorrida tentación de redactar sus telegramas y sus informes sobre la sola base de lo que dicen los periódicos, casi siempre mejor informados que él mismo.

Cosa distinta, y ésta sí se mantiene en pie, es la tarea de trasladar a las autoridades del país ante el que se está acreditado el contenido de las instrucciones recibidas de la capital, aunque también aquí tienen sobrada cabida las filtraciones interesadas y los mensajes a través de conductos paralelos, enviados especiales y servicios de inteligencia, con el inconveniente añadido de que, por lo general, se hacen a espaldas de la diplomacia formal y al precio, siempre, de su inevitable descrédito.

Por si lo anterior no fuera suficiente, el fenómeno de Wikileaksha introducido una inédita dimensión en el mundo de la información porque, en cierta medida al menos, coarta, condiciona, siquiera sea subliminalmente, la libertad de expresión del diplomático de turno. ¿En qué medida se lo pensará éste dos veces, y, a tales efectos, otro tanto sucederá a su interlocutor, político o diplomático también, antes de expresar libremente sus opiniones o cumplir, sin parpadear, las instrucciones recibidas de la capital, sabiendo que antes o después pueden saltar a la luz incómodas confidencias, descalificaciones o juicios de valor impertinentes, cuando no gestiones que están al límite de la legalidad internacional e incluso la violan?

Lo hemos leído, de todos los colores, en El País, en el New York Times, en el Guardian y en Le Monde. Personalmente, soy un decidido partidario del paso dado por Julian Assange, por mucho que el personaje pueda presentar un discutible perfil humano. Siquiera sea porque, al menos, se ha coartado la perpetuación no ya tanto de la tradicional “diplomacia secreta”, como la del diktat, la de la imposición, de la intimidación, a las que los más fuertes someten a los débiles. Porque también ha quedado demostrado que se puede poner coto a la ocultación, o a la manipulación, de la verdad, sobre todo cuando ésta escuece.

Ha servido también Wikileaks, y de ahí la campaña lanzada contra Assange para enmudecerlo definitivamente, para poner en la picota determinados comportamientos de los Estados Unidos tanto en sus empresas bélicas como en sus tratos con terceros países. De esto sabemos algo los españoles.

Otras formas de diplomacia

Esto no es todo. A esta sucesión de cambios radicales de naturaleza instrumental, junto también con esa otra revolución que es la de los transportes, se suma la multiplicación de los encuentros de alto nivel, muchos de ellos ya institucionalizados.

Se trata, por ejemplo, en la parte que nos toca más directamente, de los Consejos Europeos y Atlánticos, y de las reuniones sectoriales a nivel de ministros del ramo, en el seno de la Unión Europea y de la OTAN, precedidas, o seguidas a menudo, de conversaciones directas entre los jefes de Estado y de Gobierno, bien en persona, bien a través de videoconferencias, o por teléfono fijo o móvil. Se trata, también, de la proliferación de contactos en otros foros multilaterales en los que participa España, tales como el G-20 o las Cumbres Iberoamericanas, y, a escala bilateral, de las cimeiras hispano-lusas, los vertices italo-españoles, los sommets franco-españoles y los summits hispano-británicos, junto con las reuniones de alto nivel con la República Federal de Alemania o con el Reino de Marruecos.
¿Qué papel juegan los embajadores, los diplomáticos en general, en semejantes escenarios? Siempre, o casi siempre, el deslucido de acompañantes, de note-takers si acaso, si tienen ocasión de asistir a aquellos tratos en las alturas, cuando no de ávidos solicitantes de información a los directores de los gabinetes presidenciales o a los serpas, a menudo diplomáticos también,que asisten directamente a los grandes de este mundo.

Hay más. Con la aparición de nuevas formas de agruparse los Estados, sin por ello llegar a una unión perfecta, aunque en algunos casos tiendan a ello, los respectivos márgenes de autonomía nacional se van difuminando a medida que el proceso de integración avanza, en menoscabo siempre de la soberanía nacional, lo cual es una realidad y no un personal juicio de valor. Tal sucede con la Unión Europea, con su aspiración a alcanzar una política exterior y de seguridad común, y con su todavía escasamente logrado propósito de hablar con una sola voz.

Estos ambiciosos objetivos pondrán a prueba la virtualidad del Servicio Europeo de Acción Exterior y, con él, generarán una cierta paranoia en la que presumiblemente incurrirán sus miembros, emparedados como estarán entre los intereses nacionales de sus respectivos países y los de Bruselas, no siempre coincidentes con aquéllos, a lo que se añade la propensión de esta última al mínimo común denominador, inevitable resultado de su aspiración al consenso.

Por no hablar de la burocracia de la Comisión. En este inédito campo de acción que es la diplomacia en manos, hoy, de la Alta Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, será todavía más complicado, si cabe, dirimir las tensiones que puedan surgir entre los principios éticos, personales y nacionales, y los imperativos de una política “europea”. Pensemos en lo sucedido en Libia. No son pocos los que piensan, en efecto, que la campaña aérea lanzada por la OTAN fue más allá de lo que permitía la citada resolución 1973, aprobada el pasado 17 de marzo, que supuso que, por primera vez, el Consejo de Seguridad aprobaba el recurso a la fuerza en nombre del “derecho a proteger”, principio adoptado por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2005.

Así lo mantiene Michael W. Doyle, profesor de Cuestiones Internacionales de la Universidad de Columbia, quien pone en tela de juicio tanto la legalidad como la legitimidad de esta operación, a diferencia de lo que sucedió con la crisis de Kosovo. Calificada en 1999 de éticamente justificable por la Comisión creada al efecto, aquella intervención de la OTAN fue ilegal al no haber contado con la sanción del Consejo de Seguridad (2).

La diplomacia, en efecto, está escapando a marchas forzadas de las manos de sus tradicionales detentadores, los cuales no pasan de ser testigos, con frecuencia mudos, de aquellos encuentros en la cumbre, ocasiones señaladas que registramos en nuestras memorias, cuando las escribimos recordando tiempos pasados.

Esta visión mía no responde desde luego a cánones académicos. Es, sobre todo, producto de mi experiencia profesional y, por supuesto, puede ser puesta en tela de juicio por cualesquiera otros colegas que, por una u otra razón, hayan tenido mayor protagonismo a lo largo de su vida profesional. Porque, en efecto, no todos los puestos son iguales y el margen de maniobra personal no es idéntico en todos ellos. Por no hablar de situaciones extremas, trágicas a veces, que en ocasiones se presentan (3).

Pragmatismo e idealismo

Es hora de volver sobre los dos conceptos que nos han traído aquí, la ética, la política y la diplomacia, y de repetir las preguntas que hacía al comienzo de esta intervención. ¿Son conciliables hoy la ética y la política en el desempeño de la función diplomática?

Me parece que una primera respuesta, la más obvia sin duda, es afirmar que sí, que si hablamos de política exterior ésta debe inspirarse en normas éticas, pero en normas, en pautas, de moral internacional, no de moral individual, y, por lo tanto, que todos los actores internacionales tendrían que atenerse a ellas.

Qué duda cabe que los Estados miembros de la ONU deben aplicarse, sin excepción, a la observancia y puesta en práctica de los Propósitos y principios de la Carta. Y que, en el caso de la Alianza de Civilizaciones, aquellos países que integran el Grupo de Amigos –al que se han incorporado voluntariamente, por lo que es lícito presumir que apoyan esta iniciativa– también tendrían que acomodar sus políticas tanto a los principios que la inspiran cuanto a los objetivos que persigue, que cabe resumir en la observancia de la legalidad internacional, el respaldo a las Naciones Unidas y el respeto irrestricto de los derechos humanos. Junto a estas reglas de conducta internacional, tendrían que poner también en marcha, dentro de sus respectivas sociedades, las medidas tendentes a combatir el extremismo, los prejuicios y los estereotipos religiosos y culturales.

Sucede, sin embargo, que los países, los Gobiernos y cuantos asumen en ellos la responsabilidad de dirigirlos, sobre todo en el caso de las potencias con capacidad de acción y de decisión en el escenario internacional, pocas veces actúan conforme a estos principios.

¿Hasta qué punto, cabe preguntarse, puede asimilarse la ética, la moral individual, al proceder de los Estados en el orden global? Revestidos, esta vez, del ropaje público, algunos dirigentes políticos dejan de lado sus sensibilidades privadas y asumen otras visiones, otras percepciones, del mundo que los rodea, a menudo hostil, aplicando entonces unas reglas de juego no necesariamente coincidentes con las propias de su ámbito particular. En tal caso, según sea su concepción del mundo,  unos se moverán por motivaciones inspiradas en un crudo pragmatismo, resultado de las relaciones de poder. Otros, en cambio, lo harán por consideraciones más elevadas, instalados como dicen estar en el terreno de los principios o, lo que puede ser más peligroso, en el de unos imperativos de los que ellos se creen portadores, mensajeros de un mandato superior, de una misión salvífica. Tal fue el caso de la “misión civilizadora de Europa”, del “destino manifiesto” de EE UU, y de la Guerra contra el Terror de Bush II.

Bien es verdad, y hoy más que nunca, que tales opciones han quedado en manos de muy pocos. A los demás, a la mayor parte de los miembros de la comunidad internacional, a pesar de los imperativos de moral internacional que se derivan de la Carta de las Naciones Unidas, nos toca preservar hasta donde sea posible nuestros intereses, nuestros principios también, y a algunos, hasta hace nada, incluso sus fronteras. ¿Dónde ha quedado la intangibilidad de la soberanía nacional? Porque, a la postre, y a pesar de los muchos avances, lo que sigue primando en el marco de las relaciones internacionales es el poder militar, económico y financiero, y lo que acaba ventilándose allí son crudas relaciones de fuerza.

Si el presidente Theodore Roosevelt, creyente en el darwinismo social, fue partidario, casi siempre en beneficio propio, del intervencionismo de su país en el exterior, empezando por las posesiones antillanas de España, su sucesor, Woodrow Wilson, fue un idealista que, sin embargo, y precisamente por ello, metió a Estados Unidos en la I Guerra Mundial. Si George W. Bush, inspirado en el pensamiento neoconservador, desencadenó un guerra a cualquier precio, manipuló la verdad histórica, invadió Irak y cambió su régimen –regime change–, su sucesor, Barack Obama, idealista también, no ha sido capaz sin embargo de extraer todas las consecuencias de su bagaje ideológico por razones que tienen que ver tanto con la relación de fuerzas en la política interior estadounidense como con la situación en el campo de batalla y, quizá también, con una insuficiente determinación por su parte.

Y si, durante el siglo XIX, amparándose en su insularidad y en la indiscutida supremacía de su Marina, el Reino Unido mantuvo tradicionalmente una política de equilibrio de poder en Europa, y, en el orden interno, las reglas del juego democrático, no es menos cierto que muy distintos fueron tanto su discurso como su práctica cuando lo que se ventilaba eran sus intereses imperiales disimulados, eso sí, detrás de la elevada misión que se atribuían las potencias coloniales consistente, así decían, en asumir la pesada “carga civilizadora del hombre blanco”. También España fue a “civilizar” Marruecos, sin ir más lejos y, de paso, a tratar de reconstruir su quimérico imperio africano.

Soberanía versus injerencia

Porque hoy en día sucede, además, que el propósito de llevar la democracia urbi et orbe –manera de “civilizar” a los demás,  fundándose para ello quienes promueven estas nuevas “cruzadas”en los mismos principios democráticos que observan en sus respectivos países– choca con inevitables resistencias, consecuencia de previsibles encontronazos culturales y religiosos. Es lícito preguntarse, por ello, si el daño causado por estas aventuras, en las que casi siempre acaban subyaciendo intereses materiales o estratégicos, compensa o justifica el mal causado, el precio pagado, empezando por el que paga la población que se pretende rescatar.

Es más, cabe plantearse también hasta qué punto es lícito, moral incluso, por buena que pueda ser la voluntad de sus actores, pretender imponer al resto del mundo nuestro modelo de sociedad, democrática, liberal y capitalista. Porque los burkas, piedra de escándalo occidental hace una década, ahí siguen.

Se pone, pues, de manifiesto la dificultad de compaginar determinados principios éticos con el ejercicio concreto de la política exterior. Otra cosa es que los responsables políticos respondan, cada cual a su manera, a sus creencias políticas y religiosas, a sus pulsiones progresistas o conservadoras, y a sus propios instintos, pacíficos o agresivos. Y al sentir, claro está, de sus opiniones públicas. E influyan,  sean o no poderosos, en el acontecer internacional. ¿Acaso no respondía también a una ética, marxista-leninista, la propagación del comunismo a escala global?

En semejante estado de cosas no hay que olvidar que la diplomacia, y sus gestores, desempeñan un papel estrictamente ancilar, instrumental; la diplomacia, se entiende, como tarea diaria en manos de unos profesionales, o de unos políticos ad hoc, que siguen y aplican las instrucciones recibidas de sus superiores, en primera instancia los líderes políticos. Y en este ejercicio, sus protagonistas se hallan hoy más constreñidos que nunca, precisamente como consecuencia de la acción conjugada de los profundos cambios ocurridos en el escenario internacional, en los medios de comunicación, en las nuevas tecnologías y, obviamente, en nuestras propias sociedades. Otro tanto sucede a los Gobiernos a los que sirven.

Desde septiembre de 2001 el mundo ha sufrido una transformación de tal naturaleza que es inevitable constatar que los principios éticos vigentes para la conducción de las relaciones internacionales han quedado en buena medida relegados al terreno de la retórica, detrás de la cual se han escondido los líderes mundiales, sean neocons, como George W. Bush, o supuestos socialdemócratas europeos, como Tony Blair. Porque se han trastocado en buena medida las reglas que regían las relaciones entre los Estados, comenzando por el hasta ahora sacrosanto principio de la soberanía nacional, que ha quedado subvertido por la aparición de ese instrumental quirúrgico universal llamado el “derecho a proteger”. Tomemos el ejemplo de la Libia de Muamar Gadafi al que antes hice alusión.
  
Dos respuestas al terrorismo

Volviendo por un momento a la Alianza de Civilizaciones, ¿en qué se diferencian, desde una perspectiva histórica, Bush y Rodríguez Zapatero, si no es en la respuesta radicalmente distinta que cada uno dio a las agresiones terroristas de 11 de septiembre de 2001 y del 11 de marzo de 2004? Una, bélica a cualquier precio, la del presidente Bush, dando así razón al veredicto de Huntington de un “choque de civilizaciones”; una respuesta militar que condujo a la invasión de Afganistán y de Irak, al unilateralismo en la acción internacional, al menosprecio de las Naciones Unidas y a la sistemática violación de los derechos humanos. La otra, una réplica política: el llamamiento a una coalición global que desmintiera aquel diagnóstico fatalista y convocara a la comunidad internacional, bajo el liderazgo del secretario general de Naciones Unidas, a una acción concertada, inspirada en principios morales, para superar la fractura que se abría entre los mundos islámico y occidental y, en general, para combatir por medios pacíficos todos los extremismos.

Es muy posible que, al establecer esta comparación, más de uno sonría. Pero lo que parece cierto es que si estos dos políticos pasan a la historia, lo harán por razones radicalmente opuestas. Y aquí, una vez más, los diplomáticos de sus respectivos países tuvieron que guardar para sí sus opiniones personales y cumplir con el mandato recibido, en particular aquellos cuyos países se sentaban entonces en el Consejo de Seguridad (4).

Quizá mi postura parezca a algunos en exceso realista o, ciñéndome al caso, típicamente diplomática. Sea ello lo que fuere, a lo que sí responde es a la experiencia y a la observación del mundo real, no del mundo del “deber ser”. De lo que sí estoy persuadido, en cualquier caso, es que para que el mundo multipolar que se avecina, si no estamos ya en él, pueda funcionar con relativa normalidad, sin mayores sobresaltos, deben cambiar necesariamente las actuales reglas del juego que lo rigen.

Frente a la tentación unilateralista en un contexto unipolar, frente también a las tensiones derivadas de la bipolaridad, construida inevitablemente y por definición sobre la confrontación, solamente el multilateralismo puede regir este nuevo escenario multipolar, plural. Y, para ello, este nuevo orden debe descansar sobre unas pautas de conducta ética internacional que sean adoptadas voluntariamente por los miembros de la comunidad internacional en el marco de una Organización de las Naciones Unidas más democrática y, por ello, más respetadas y más respaldadas de lo que están ahora. Solamente así esos cerca de dos centenares de  Estados podrán cooperar, y competir pacíficamente al mismo tiempo, en un régimen de convivencia libremente asumido.

Y allí la diplomacia, y sus múltiples agentes, podrán desarrollar sus funciones al servicio de sus Gobiernos sin ser vistos sus ejecutores por excelencia, los diplomáticos,  con suspicacia por unos y con desdén por otros. Estos últimos porque seguirán sospechando, erróneamente desde luego, que el lema que debería presidir esta profesión responde al apelativo irónico que le dedicó mi querido amigo y compañero de promoción Fernando Schwartz: Educación y Descanso. Otro estereotipo, bien inocente por cierto.
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(1) Basta recordar también que en la ribera sur del Mediterráneo, todos los países sin excepción que con el tiempo alcanzaron la independencia –Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto, Jordania Líbano, Siria e Irak– habían sido colonias, mandatos o protectorados de las potencias europeas –Inglaterra, Francia, Italia y también, aunque en pequeña medida, España–. Por no hablar del África Subsahariana, del Subcontinente Índico y del Sudeste Asiático.
(2) No hay que olvidar, a este respecto, que la citada resolución 1973 fue adoptada por 10 a favor y 5 abstenciones, las de Brasil, China, Alemania, India y Rusia, y que fue su ambigüedad lo que permitió el orden disperso en que fue adoptada.
(3) Cosa muy distinta es, sin duda, lo que sucede a aquellos diplomáticos que tienen una opinión tan alta de sus funciones que les lleva a perder el sentido de la proporción y a dejarse deslumbrar por el boato que, en ocasiones, rodea el ejercicio de sus funciones más ordinarias, boato y relumbrón que se resumen en el tan reiterado calificativo de ¡Excellence! con que son acogidos en su diario quehacer por los ujieres de los ministerios de negocios extranjeros que visitan a lo largo de sus muchos años de servicio.
(4) Otra cosa es, ciertamente, que en el caso de aquellos cuyos Gobiernos apoyaron la combativa postura de Washington, algunos lo harían tapándose la nariz y mirando a otro lado, en tanto que otros se aplicarían a la tarea con entusiasmo, olvidando así el dictum de aquel maestro de navegantes que fue Talleyrand: surtout pas trop de zèle.


M. C.
No todos los diplomáticos son iguales

No hay ya lugar a las intrigas palaciegas de tiempos pasados, a las maquinaciones de Cortes y de Gobiernos, unidos o enfrentados por pactos de familia, equilibrios de poder y luchas por la supremacía regional. Tan solo a quienes representan a unas pocas grandes potencias les es dado ejercitar sus dotes diplomáticas y, quizá, dar así rienda suelta a algunos de los vicios ocultos que se predican del diplomático clásico: la doblez, la hipocresía, la mentira si fuera necesario; la presión, sin duda, siempre proporcional al poder, al peso, del país al que cada cual sirve, lo que según los casos puede permitirle influir, solapada o descaradamente, sobre las autoridades ante las que está acreditado. Porque, en efecto, no todos los diplomáticos son iguales.

Nosotros tenemos un ejemplo cercano: las presiones de los representantes de los Estados Unidos de América en torno a los sucesivos convenios defensivos hispano-americanos, herederos de los pactos militares suscritos en tiempos de Franco, relación desigual aquélla que, junto con los acuerdos firmados el mismo año 1953 con la Santa Sede, generaron una dinámica que sigue gravitando sobre nuestras relaciones bilaterales y coartando nuestra soberanía.

Lo explica a la perfección Charles Powell en su reciente libro El amigo americano. Y cuando el sufrido diplomático español objeta ante las exigencias del embajador americano o del alto funcionario llegado de Washington, sea en aquellos o en otros tratos bilaterales, sea en la discusión acerca de alguna cuestión internacional en la que se mantienen posturas discrepantes, la respuesta es siempre la misma: “we are disappointed” (“estamos decepcionados”), expresión que anuncia renovadas presiones y que he tenido ocasión de escuchar cuantas veces he llevado la contraria a mi interlocutor del otro lado del Atlántico.

No es menos cierto que lo que sí puede, y debe, hacer el diplomático en situaciones parecidas, sobre todo si éstas se prolongan en el tiempo, es aplicarse a una tarea callada, discreta, sin duda poco exaltante, pero quizá eficaz a la larga, que requiere perseverancia, paciencia y, sobre todo, determinación. Además, por supuesto, del respaldo sin fisuras de sus autoridades.
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Máximo Cajal y López (Madrid, 1935) es un veterano diplomático de carrera, con cuarenta años a sus espaldas de trabajo profesional intenso, que alternó labores en el exterior y en la Administración central del Estado. Entre otros cargos, Cajal fue secretario de embajada en Bangkok y París; embajador en Guatemala, Suecia y Francia; cónsul general en Nueva York, Lisboa y Montpellier; representante permanente en el Consejo del Atlántico Norte; director general de la Oficina de Información Diplomática y de América del Norte, Asia y Pacífico; secretario general de Política Exterior, y subsecretario de Asuntos Exteriores.
Es autor, además, de cuatro libros: ¡Saber quién puso fuego ahí! Masacre en la embajada de España; Ceuta, Melilla, Olivenza, Gibraltar. ¿Dónde acaba España?; La Alianza de Civilizaciones de las Naciones Unidas. Una mirada al futuro, y Sueños y pesadillas. Memorias de un diplomático. En este último, finalista del XXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias, Cajal narra sus vivencias   profesionales y expresa sus puntos de vista sobre los asuntos más polémicos de la diplomacia española y de las relaciones internacionales.
De su apretada biografía profesional, destacan dos hechos que han marcado la imagen pública de este diplomático. El primero es el traumático desenlace de su misión en Guatemala, donde siendo embajador debió enfrentarse a una masacre en su sede, perpetrada por el Gobierno guatemalteco el 31 de enero de 1980. La embajada española en Ciudad de Guatemala había sido tomada por un grupo de indígenas y estudiantes, que con esa acción pretendían denunciar al mundo la sangrienta represión del régimen guatemalteco. Las autoridades guatemaltecas, contra toda legalidad internacional y con la oposición de Cajal, decidió el asalto a la sede diplomática, que fue incendiada y destruida causando la muerte de 37 personas. Solo se salvaron un campesino –que fue después secuestrado en el hospital y asesinado inmediatamente– y Máximo Cajal, que resultó herido y pudo ser protegido y evacuado a España.
El otro hecho es su participación en las negociaciones celebradas entre 1985 y 1988 con el Gobierno de EE. UU. para suscribir un nuevo convenio de defensa que sustituyera al gravoso acuerdo de 1953, y por el cual se cerró la base estadounidense en la localidad española de Torrejón de Ardoz (Madrid)

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