Medinaceli Parrilla
Fabulando la violencia
(Página Abierta, 223, novimbre-diciembre de 2012).

  Este análisis sobre la violencia en la narrativa colombiana actual toma pie en las reflexiones expuestas por la autora en su intervención en una de las charlas de las IX Jornadas de Pensamiento Crítico.

La literatura actual colombiana es de las de mayor calidad en el panorama hispanoamericano actual. La negatividad marcada por los elementos de violencia de Colombia es lo suficientemente fuerte para dejar impacto en su literatura, porque los escritores son la conciencia social de un pueblo y los narradores colombianos no lo han podido obviar. Como dice Marbel Sandoval en su artículo en el diario El País del 6 de septiembre de 2012, «no existe escritor colombiano contemporáneo cuya obra no esté marcada de alguna manera por el sino que le ha tocado vivir».

Las obras de la primera mitad del siglo XX y las actuales están marcadas por unos temas comunes, pero una forma de tratarlos distinta. Muchos de estos temas ya están apuntados en Cien años de soledad, como la guerra de los cien días, la matanza de los bananeros o el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, a partir del cual se genera un enfrentamiento entre liberales y conservadores. A esto se suma la bonanza marihuanera, el asalto al palacio de justicia y el cultivo y tráfico de la coca, que van conformando un género narrativo de novela del narcotráfico que es una forma más de la novela de la violencia.

Para muchos analistas, el asesinato del candidato liberal a la Presidencia Jorge Eliécer Gaitán fue el acontecimiento que dio lugar al estado de inseguridad urbana que se vive en el país desde entonces. El columnista del diario El Tiempo lo relata así en un artículo publicado en la obra colectiva En qué momento se jodió Colombia, de la editorial Oveja Negra:
«¿En qué momento se jodió Colombia? Aunque nunca es fácil determinar cuándo la historia de un país cambia de rumbo, en este caso, aunque parezca increíble, podría precisar no sólo el día, sino también la hora y el sitio. Fue el 9 de abril de 1948, a la una y cinco de la tarde. El lugar: la carrera séptima de Bogotá, entre la calle 14 y la avenida Jiménez. Yo sólo tenía quince años de edad, y allí estaba, por una casualidad infinita. Oí los tres disparos que marcarían para el resto del siglo nuestro destino aciago. Vi, desde un segundo piso, al hombre de abrigo oscuro que caía en el andén. Segundos después, llegaba al lugar donde yacía, tendido de espaldas, inmóvil, frente a la puerta de un edificio. Me incliné sobre él. Bajo sus espesos cabellos negros peinados hacia atrás, su cara de rasgos fuertes y mestizos parecía triste, casi amarga. La luz del día se congelaba en el vidrio de sus ojos. Las pestañas le temblaban ligeramente. Era la única señal de vida que le quedaba. Sí, era Gaitán, y aquella imagen nunca pude olvidarla».

La respuesta popular fue el Bogotazo, cuando ardió el centro de Bogotá en lo que se considera por algunos como la mayor insurrección popular de Colombia. A los acontecimientos que se sucedieron, algunos los han llamado guerra, pero se trató más bien de represión y exterminio, porque las partes no estaban en las mismas condiciones: de la parte de los conservadores las armas y el poder; de la parte de los liberales, los muertos y la resistencia.

De entre los muchos escritores que han abordado estos hechos nos vamos a fijar en dos de los grandes maestros de las letras colombianas: Gustavo Álvarez Gardeazábal y Gabriel García Márquez. El primero es el autor de Cóndores no entierran todos los días (1971). Es uno de los escritores más importantes de Colombia que, como otros muchos, son poco conocidos a este lado del Atlántico y ocultos por la sombra de García Márquez. En esta obra hace un recorrido por los acontecimientos ocurridos en Tuluá, una ciudad del sur, en el valle del Cauca. En ella el autor nos ofrece un recorrido inmejorable por lo que allí, como en otros muchos puntos de Colombia, sucedió. En este pueblo aparece un dictador surgido de la nada, que inunda de sangre el lugar. A pesar de que algunos críticos creen que la llamada novela de la violencia muchas veces es sólo el retrato de los acontecimientos, faltándole la crítica social, en ésta encontraremos un posicionamiento claro del autor que iremos descubriendo con su lectura.

En La mala hora, Gabriel García Márquez también se acerca a esta tremenda situación. Nos narra cómo la violencia se va asentando en la vida cotidiana, cómo la muerte se instala en las personas y va apareciendo la angustia que la violencia genera. «Usted no sabe –dijo– lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten». Y cómo el miedo hace que abandonen sus tierras.

En ambas novelas vemos cómo el estado de terror va unido a la corrupción. En La mala hora, el juez Arcadio habla del alcalde, ejecutor de la muerte de sus conciudadanos y dice que se van a parar los muertos porque para el alcalde «en estos momentos, no hay mejor negocio que la paz». Se está volviendo rico a costa de quedarse con los bienes de todo el pueblo. Y en Cóndores leemos que León María ya no puede ocuparse de todo y sus acólitos van asumiendo más poder: «El uno, Alfredo, había tomado poder en toda la banda occidental del río Cauca y manejaba desde Ansermanuevo hasta Yotoco. Vivía de las cuotas voluntariamente obligadas que recogía de los dueños de las tierras».

La literatura que se hizo eco de todos estos acontecimientos y que se escribió principalmente durante los años 60 y 70 del pasado siglo ejerce una enorme influencia en la narrativa actual que se ocupa de los hechos violentos que tuvieron lugar en Colombia a partir de los años 90. Refiriéndose precisamente a esa década, Antonio Caballero, columnista de El Espectador, en su artículo “La violencia como método”, dijo que la violencia es lo que en Colombia hace la tarea que debiera hacer la inteligencia. Pero no lo hace mejor porque se limita a reproducirse a sí misma. No es una violencia creadora, sino circular, estéril y esterilizadora porque es ininteligible, sin objeto distinto que el de su propia reproducción. Es camino, pero, sobre todo, meta. El país está sumido en un remolino de violencia sin fin: política, económica, meramente delincuencial y a veces incluso simbólica, como las matanzas de campesinos inofensivos e indefensos que se cometen por razones ejemplarizantes.

También el director del CINEP, Francisco de Roux, en “Construir la paz en vacío ético y social”, nos dice que hay una cadena de ausencias que alcanza dimensiones insoportables en una población que se queda sin Estado, sin presente ni futuro económico, sin comunidad civil y sin ética que regule las relaciones humanas. Pero la sociedad, como un todo, tiene que encontrar caminos de sobrevivencia cuando fallan sus componentes estructurales, si no va a resignarse a desaparecer. Es una ley de la ecología social. Y Colombia ha encontrado salidas para mantenerse a flote, entre otras, el narcotráfico, que ha venido a llenar casi todos los vacíos. La mafia hizo explícita la ética subyacente en la economía del poder del dinero donde todo es legítimo si a cambio puede ofrecerse el dinero pedido. Los medios para conseguir dinero se justifican por la cantidad de dinero que producen.

Como decíamos, muchos autores han prestado atención a este período histórico que llega hasta nuestros días. Podemos citar a Tomás González con Abraham entre bandidos; a Arturo Álape con La bola del monte, El diario de un guerrillero y el libro de cuentos Las muertes de Tirofijo; a Evelio José Rosero con Los ejércitos; a Héctor Abad Faciolince con El olvido que seremos, o a Marbel Sandoval con En el abrazo del río.

Laura Restrepo, que fue miembro de la comisión negociadora de paz entre el Gobierno y el M-19, ha escrito varias obras centradas en la violencia. Entre ellas destacan Delirio, La historia de una traición y Leopardo al sol. En esta última trata la vida de dos familias, los Barraganes y los Monsalves, primos entre ellos, contrabandistas de tabaco y otros artículos, que están enfrentados en una guerra a muerte por un antiguo crimen. Las referencias de esta obra no son ni la guerrilla ni el narcotráfico, sino la lucha por el dominio del contrabando y, sobre todo, la presentación de una forma de abordar los conflictos mediante el exterminio del enemigo: cada muerte acarrea un nuevo asesinato en una espiral que no tiene fin.

Fernando Vallejo es uno de los autores más sobresalientes de Colombia, aunque tiene más prestigio fuera que dentro de su país. Vive en México. Sus textos son corrosivos contra todo tipo de poder; arremete contra derecha e izquierda, con los intelectuales complacientes. Desmitifica a los héroes que se ven como salvapatrias. Su libro La virgen de los sicarios es todo un clásico para estudiar la violencia que se vive en las calles de Medellín. Otras obras suyas son La puta de Babilonia, Mi hermano el alcalde o La rambla paralela.

El protagonista de La virgen de los sicarios, Fernando, es un maduro escritor y gramático que regresa a Medellín después de una larga ausencia y se enamora de un joven y bello sicario con el que deambula por las calles de su ciudad, familiarizándose con la violencia. El mismo título de la novela, La virgen de los sicarios, nos llama la atención porque la religiosidad es una de las características de estas personas que se buscan la vida matando. Los sicarios son grandes devotos de la virgen.

Juan Gabriel Vásquez es el autor de El ruido de las cosas al caer, novela que aborda la violencia desde la posición de una víctima de una bala perdida que iba dirigida a otra persona y que lo deja malherido física y emocionalmente. En esta novela la perspectiva no es la del asesino, sino la de la víctima. La obra se inicia con el relato de la huida de tres hipopótamos del zoo de Pablo Escobar, en una muestra de lo que llegó a ser el desproporcionado lujo del más famoso de los narcotraficantes: «El primero de los hipopótamos, un macho del color de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados del 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena».

En El ruido de las cosas al caer, Antonio Yammara camina por una calle del centro de Bogotá junto a Laverde, al que disparan desde una moto. Laverde muere en el tiroteo; esa misma noche mueren dieciséis personas más. Antonio queda herido y su vida cambia considerablemente. Ahora está presidida por el miedo. «En mi memoria, los meses que siguieron son una época de grandes miedos y de pequeñas incomodidades. […] No sentía nada: estaba distraído: el miedo me distraía. Imaginaba los rostros de los asesinos, escondidos tras las viseras; el estruendo de los disparos y el silbido continuo en mis tímpanos resentidos. […] El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación, me decía. […]»

No volví a pisar la calle 14. […] Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada. […] Después de que la calle 14 me fuera robada comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella».

La vida de toda una generación se vio marcada por unos acontecimientos que aparecen como un eje sobre el que se articula todo. La gente de esa generación se pregunta cosas como dónde se encontraba cuando mataron a uno o a otro… Es una generación que de pronto se ve inmersa en algo que no tenía previsto, que pensaba que era ajeno a ella. Son personas que descubren que el horror de la guerra contra el narcotráfico les va a golpear de lleno; que pueden ser sus víctimas porque los han incluido sin contar con ellos: «Ahí supimos, dijo Maya, que la guerra también era contra nosotros. O lo confirmamos, por lo menos».

Una de las maestrías de Vásquez consiste en entrelazar historias, en introducirnos totalmente en una historia que contiene otra en la que terminamos también inmersos con una naturalidad espléndida. La lectura de esta novela desvela otras víctimas escondidas tras las más sangrientas o las más vistosas: los hijos de las personas que pasaban droga a los Estados Unidos, niños que crecieron pensando que sus padres habían muerto: «Y las familias que se quedaban esperando en Colombia tenían que decirles algo a los niños, ¿no? Así que mataban al padre, nunca mejor dicho. El tipo, metido en una cárcel de Estados Unidos, se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba. Era lo más fácil, más fácil que lidiar con la vergüenza, con la humillación de tener a una mula en la familia».

Hay una frase de Antonio Yammara que puede contener el propósito de todos los autores que han escrito sobre este país, que la experiencia sirva para detener la locura. Dice: «La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos».

En estos momentos parece que se abre un nuevo período en la historia de Colombia. La literatura ha estado en esa historia y puede haber desempeñado algún papel, aunque solo sea el del conocimiento. Es posible que otras obras de dentro de unos años nos acerquen a lo que ahora ocurra. Esperamos que las letras colombianas mantengan la calidad que ahora presentan y podremos bucear de nuevo en este apasionante tema.

 



Medinaceli Parrilla Iniesta es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia.