Melba Luz Calle Meza

Cultura de la guerra en Colombia
(Página Abierta, 195, septiembre de 2008)

            En el prolongado secuestro y cinematográfico episodio de liberación pacífica de 15 rehenes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se destaca un rasgo característico de Colombia: la contradicción.
            Más allá de los aciertos o desaciertos de las declaraciones de índole política de Ingrid Betancourt, se ha revelado la extraordinaria calidad humana de esta mujer, que ha demostrado poseer virtudes excepcionales. Su serenidad para afrontar el momento de su liberación y reencuentro con sus hijos y familiares en medio de ese enorme acoso mediático. Su autenticidad al contar con franqueza sus padecimientos e incluso sus más personales sentimientos y creencias. Pero, sobre todo, su generosidad, puesto que en ningún momento ha mostrado deseo de venganza en contra de sus captores. Todo lo contrario, desde el principio se pronunció en favor de la vía no armada para el fin de la guerra. Desde luego que hay motivos para sentirse orgullosa de ser colombiana al escuchar a una conciudadana de tantos quilates como Ingrid. O como Clara Rojas y Consuelo Perdomo, quienes también han sido liberadas recientemente y han dado similares muestras de valor y dignidad.
            Sin embargo, ha sido igualmente patente la extrema crueldad de los miembros de las FARC, quienes han llegado a un grado de vileza tal como para atreverse a encadenar a seres humanos, entre otras salvajadas. Una situación de agresión de los derechos humanos que alcanzó niveles manifiestamente insoportables. Por lo que no es exagerada su asociación con las prácticas nazis, aunque la suya sea una maldad carente del monstruoso refinamiento del nazismo.
            Este dramático reencuentro con la realidad colombiana constituye una oportunidad idónea para plantear algunos interrogantes: ¿cómo es posible que los individuos de las FARC, también colombianos, hayan descendido a tan profundos niveles de inhumanidad? Y no hay que olvidarse, ¿cómo se han alcanzado los grados de barbarie de los paramilitares, quienes en 2007 confesaron cerca de 30.000 crímenes y 973 fosas comunes? ¿Qué ha podido pasar en esta sociedad para que haya sido capaz de producir tanto horror?
            Los problemas que afligen a Colombia son profundamente complejos. En ellos se entremezclan fenómenos de muy distinta índole, entre los cuales se destacan el narcotráfico y la estrategia oficial para combatirlo, porque son el sustento de la guerra. Pero hay más. No se trata un problema reciente ni que se reduzca a una guerra contra el terrorismo y el paramilitarismo. Por el contrario, la corrupción y el desafuero son rasgos de una patología que ha afectado a extendidos sectores de la sociedad y del Estado.
Ahora bien, la práctica extendida de la violencia en Colombia no es el resultado de actos instintivos e irracionales que comporten un regreso del país a una barbarie anterior al Estado, como se ha afirmado en algunos círculos científicos europeos y norteamericanos. Tampoco es un imperativo biológico, sino un producto cultural. Es decir, hace parte del sistema de actuar y pensar trasmitido socialmente de unas generaciones a otras. Pero la responsabilidad en este estado de cosas no atañe a todos los ciudadanos por igual. El grado más alto de la misma recae sobre los líderes políticos y gobernantes. Puesto que han tenido históricamente la mayor capacidad para fomentar ese modo de pensar y de actuar que conforman la cultura propia de Colombia.
            Su historia institucional del siglo XX comenzó, en realidad, con tres guerras civiles de fines del XIX. En la guerra de 1885 el triunfo del Gobierno conservador en contra de los liberales radicales legitimó al presidente Rafael Núñez para declarar derogada, de facto, la Constitución entonces vigente y promulgar la Constitución de 1886, bajo cuyo imperio se practicó una fuerte represión, valiéndose de la reinstauración del estado de excepción y de la pena de muerte, que a fines del siglo ya había arrojado 170.000 muertos. Le siguieron la guerra de 1895 y la llamada Guerra de los Mil Días (1899-1902), en la que el Gobierno aniquiló prácticamente toda oposición política. Se llegaron a contar 180.000 muertos y se la consideró entonces como la más cruenta de todas. Posteriormente, se libró una guerra internacional con Perú y la guerra regional de los años treinta. En los cincuenta surgió la violencia, que produjo cerca de 200.000 muertos y precedió a la guerra revolucionaria de los sesenta. Esta última dio paso a la guerra de guerrillas de orientación marxista. En los años ochenta sobrevinieron las nuevas guerras contra el paramilitarismo y el terrorismo. Y en los tiempos actuales se confirma la violencia endémica, la tortura, el secuestro, las masacres, los desplazados...
En muy raras ocasiones se ha planteado la responsabilidad de los gobernantes o de los poderes públicos en las guerras. Como si éstas no dependieran de una decisión política. Como si para su prolongación no se hubieran valido repetidamente del estado de excepción. Medida que atañe, en primer lugar, al titular del Ejecutivo, pero también al Parlamento y a los jueces como órganos de control.
            Hoy en día se recurre, una vez más, a la guerra para justificar el incumplimiento de la Constitución. En los últimos días, ciertos sectores influyentes defienden la necesidad de una segunda reelección del presidente Álvaro Uribe, a quien las encuestas le dan un 90% de popularidad, pues se le considera el único capaz de aniquilar a la guerrilla. Y no importa que se requiera reformar por segunda vez, y con similar pretexto, la Constitución de 1991 que prohibía la reelección. Tampoco que la Corte Suprema de Justicia haya condenado por cohecho a una ex parlamentaria que aceptó prebendas del Gobierno para dar su voto a favor de la primera reelección. Todo vale con tal de que se extermine al enemigo. Pero, después de este repaso de un siglo de guerras, surgen más dudas: ¿Por qué esas amplias mayorías consideran al actual gobernante como el elegido para ganar definitivamente una guerra que dura más de 40 años en su última etapa? ¿Por qué no se le responsabiliza por no haber ganado ya la guerra –después de ocho años– tal como lo prometió en su programa de gobierno? ¿Por qué parecen tan inocuas tales reformas a la Constitución?
            Tal vez todo ello se deba a una predominante cultura de la guerra y a un deficiente entrenamiento constitucional. Porque para lograr la paz es preciso hacer la paz. Los colombianos deberíamos aprender, en esta materia, de la decisión del presidente Zapatero de retirar las tropas españolas de la guerra de Irak. Pues es el mejor ejemplo mundial de voluntad política de hacer la paz.