Miguel González Rodríguez
Paisaje y ferrocarril: recuperación de entornos
(Página Abierta, 228, septiembre-octubre, y 229, noviembre-diciembre de 2013).

 

Texto recogido de la investigación Paisaje y ferrocarril en el Valle del Guadalquivir. Recuperación de entornos ferroviarios en la provincia de Córdoba, dirigido por Miguel González Rodríguez, con la colaboración de Fernando Benito Rey, Bartolomé Muñoz Pozo y Cristina Ortiz Molina. El trabajo aborda un conjunto de problemas relacionados con la inserción del ferrocarril en el paisaje, así como su contribución a la ordenación del territorio. Ha sido editado por el Centro de Estudios Paisaje y Territorio (bajo la dirección de Florencio Zoido) de la Junta de Andalucía. El texto ha sido revisado por el autor para su publicación en estas páginas

Los temas tratados en este trabajo, así como el sentido que inspira el conjunto, van a menudo a contracorriente de las tendencias actualmente dominantes en el tratamiento de las infraestructuras ferroviarias. Es habitual considerar las infraestructuras de transporte como uno de los grandes apartados a los que acudir para sustentar la política económica de la época en que se construyen. Un comodín del que tirar –en una u otra dirección–. Esta forma de entenderlas, amparada por la ausencia de una cultura territorial a la que plegarse,  hace que las infraestructuras terminen flotando desordenadamente en el espacio, al ser utilizadas, en buena medida, como impulso o muleta de otras actividades.

Soporte funcional, inductoras de actividades, incluso actividad productiva en sí mismas, las redes de infraestructuras, convertidas en  mera herramienta de apoyo para el desarrollo, pensado en términos económicos, se insertan en el territorio como simples toboganes, que llevan de un sitio a otro, excluyendo otras amplias posibilidades de utilización.

Imaginemos, para ilustrar lo que se quiere decir, una política de vivienda cuyo único principio rector fuera concebir y razonar ese sector como recurso catalizador de la actividad económica, dejando en la sombra otros aspectos (algunos inherentes al propio concepto de vivienda: necesidad de alojamiento, conformación del espacio público, investigación tipológica, racionalidad constructiva…) que quedarían supeditados estratégicamente a un objetivo superior.

Este punto de vista subsidiario e instrumental de las infraestructuras, pocas veces cuestionado desde la planificación, es uno de los motivos por los que se acaban relegando a segundo plano algunas cuestiones objeto del presente estudio, precisamente las que reivindican su autonomía como pieza territorial, su carácter de lugar y, en definitiva, su contribución a la construcción de un paisaje.

No obstante, el tratamiento del paisaje (y el de las infraestructuras en particular) ha irrumpido últimamente en el mundo del planeamiento urbanístico y de la ordenación territorial, llegando a generar una legislación específica. Pero, a nuestro juicio, y a pesar de la filosofía que inspira el Convenio Europeo del Paisaje, que introduce en sus definiciones una concepción muy amplia del mismo y anima a su tratamiento transversal en las actuaciones sobre el territorio, el paisaje sigue abordándose sectorialmente.
[…]

Actividades, instalaciones y servicios obsoletos. ¿Qué hacer?

El paisaje, y todo lo que incluye, está sometido al paso del tiempo. El mismo sitio ofrece un aspecto diferente en cada momento, como todo, como todos. Parece que nada escapa a ese fenómeno. El tiempo deja su rastro en el paisaje y lo transforma. Tanto el tiempo de un pequeño ciclo (el día y la noche), el de uno mediano (las estaciones), o uno largo (la historia). Llevando al límite esta premisa podríamos decir que nunca vemos el mismo paisaje.
Y sin embargo…

¿Pasa el tiempo? A veces, al volver, mucho después, al mismo lugar (por ejemplo, al lugar de nacimiento) y apreciar que han ocurrido muchas cosas, se tiene la impresión de que, a pesar de todo, nada ha cambiado, que lo fundamental permanece, de que hay algo inmanente por encima de variaciones superficiales (1).

Este carácter que parece poseer cada lugar indudablemente tiene que ver con la percepción subjetiva que se tiene de él (emparentada con cierta dimensión existencial) y presenta la posibilidad de explorarlo  como una más de las cualidades que ofrece el acercamiento al territorio.

Se puede poner mayor o menor peso en la contingencia o en la inmanencia de aquello que nos rodea, pero, en cualquier caso, la huella del tiempo es una realidad.
Ante la evolución que experimenta cualquier fenómeno histórico (y la configuración del territorio no escapa a esa realidad) caben varias maneras de situarse. Varias maneras de contemplar el paso del tiempo. Algunas de ellas se esbozan a continuación. 
[…]

Sin embargo en la práctica nunca se actúa sobre cero. Se hace siempre sobre una situación preexistente.

Esto complica (o facilita, según se mire) las cosas.

Este breve preámbulo sirve para introducir la pregunta del título, ¿qué hacer con lo que envejece? Es una pregunta válida porque es una realidad que nos sale al paso con frecuencia, porque es necesaria para acometer con rigor y argumentadamente la posición a mantener sobre cualquier herencia. Es, por otra parte, una pregunta traída no tan recientemente al debate (2) pero que en la actualidad adquiere una importancia especial debido a la rapidez de los cambios, a las  nuevas urgencias, a las necesidades de responder a los actuales arquetipos culturales.

En lo que atañe a la interpretación y uso del espacio, y para decirlo enseguida, ya se ha encontrado una respuesta: se hará paisajismo. Se está haciendo paisajismo, entendido éste, de forma general, como el diseño del paisaje.

Se estrena así una novedosa disciplina que abre un camino muy particular para dar solución al tratamiento de actividades obsoletas (también a las de nueva implantación). El territorio se construye como proyecto que remite a sí mismo.

El paisaje se proyecta y las infraestructuras son uno de los campos de experimentación.

Aquí se trata de problematizar algunas cuestiones. Muchas giran en torno a una de las constantes de este trabajo, la investigación sobre propuestas que buscan el significado del paisaje como resultado final de un conjunto de cualidades que otorgan sentido al territorio.

La primera de ellas es el mismo concepto de obsoleto. ¿Es lo mismo envejecer que quedar obsoleto? ¿Se pueden considerar realmente fuera de uso muchas de las instalaciones que han servido hasta ayer? ¿Cómo ha envejecido el ferrocarril convencional? ¿Cómo puede renovarse?

Obviamente no se puede tratar la noción de obsolescencia de forma indiscriminada: no es justo asimilar la disfuncionalidad de una fortaleza medieval para la defensa de una ciudad actual con la disfuncionalidad de un ferrocarril decimonónico en esa misma ciudad.

Una segunda cuestión está relacionada con la anterior. En el caso de que así fuera (la instalación ya no cumple la función para la que se ideó), ¿cómo tratarla, qué hacer con ella?
Por último, cabría comparar los resultados obtenidos después de la intervención con el estado anterior para analizar críticamente ambas situaciones.

Respecto al primer punto, y refiriéndonos en particular a la política seguida en los últimos años en España, llama la atención la precipitada forma de sustituir, en el marco ferroviario, lo viejo por lo nuevo.

En estos momentos buena parte de las ciudades afectadas por una  remodelación arterial ferroviaria contemplan la desaparición o alteración de la estación actual, el enterramiento o desubicación de su sustituta, la eliminación de los tendidos de vías existentes, etc. Son muy raros los casos que mantengan las vías y el resto del patrimonio ferroviario, así como las circulaciones de los trenes a la vista.

De la mano de la alta velocidad y los nuevos desarrollos urbanísticos van cayendo edificios de estaciones con notable valor y complejos ferroviarios cuya obsolescencia cabría, al menos, poner en duda. Una buena parte de ellos serían posiblemente aptos para desempeñar funciones análogas a las que venían cumpliendo hasta ahora. Sin olvidar que muchos suelos pueden constituir una importante reserva patrimonial a la que recurrir en un futuro donde se reconsidere el papel del ferrocarril.

Nada parecido ocurre, al menos con tal intensidad, en otros países que también intentan modernizar su transporte ferroviario.

Los embarcaderos asociados a fábricas, naves, silos y polígonos industriales, los talleres de reparación o mantenimiento, los depósitos y almacenes de material, los ramales de conexión a zonas de producción, los muelles de carga y descarga, la disposición de vías para aparcamiento, ruptura o composición de trenes y otras maniobras, las edificaciones destinadas al personal que ejerce tareas de conservación… todo este dispositivo ferroviario no sólo no se conforma con dejar de utilizarse sino que puede llegar a ser arrancado físicamente, haciéndolo prácticamente irrecuperable, o muy cara la posibilidad de volver a contar con él algún día. En cualquier caso, estas prácticas habituales contradicen la aparente voluntad de hacer de nuevo del ferrocarril un modo de transporte moderno y útil social y ambientalmente.

Lo fácil es hacer una vía verde. Lo difícil, pero mucho más útil y urgente debido al deterioro existente y las consecuencias beneficiosas que puede aportar, es intervenir en ámbitos complejos, como ocurre en los entornos urbanos y periurbanos o en zonas industriales. En las periferias de las ciudades, en las travesías de los pueblos, en las zonas de producción agrícola, en los nuevos polígonos industriales… allí donde hay actividad y planes pendientes. Eso es lo realmente interesante.

Una vía verde puede lograrse ensayando soluciones que no destierren al tren (u otro medio de transporte colectivo). Los itinerarios turísticos  etiquetados como “ruta de…” y similares podrían incorporarse a los recorridos y a los lugares donde se produce la vida cotidiana. La imagen contrastada de un transporte público de media o alta capacidad conviviendo e integrando en su infraestructura otros tipos de desplazamientos es una buena imagen, una bella y poderosa imagen,  un buen paisaje. Si se hace con criterios paisajísticos estará muy bien, pero previamente hay que dotar a cualquier intervención de contenido, de sentido, de intención, abriendo otras expectativas en la manera de mirar.

Cuando, efectivamente, las actividades o los espacios que las albergan dejan de tener lugar surge la pregunta de qué hacer con ellos. Y más en particular cuando aquello que pierde su función constituye, o se pretende que así sea, un bien patrimonial.

Un antiguo almacén, valga por caso, forma parte de la explanada de una estación. Supongamos que es un entorno que lleva años abandonado. Puede ocurrir que, en ausencia de previsiones sobre dicho entorno, esta situación tenga trazas de prolongarse indefinidamente. Pero también puede ocurrir que se haya propuesto  alguna operación de remodelación. Sobre estas situaciones de partida se despliegan varias opciones respecto a la forma de actuar en esa instalación:

1. No considerarla, no intervenir, dejarla a merced del desgaste producido por el paso del tiempo y la acción de las fuerzas naturales.

2. Derribarla y conseguir espacio libre sin vocación definida.

3. Mantenerla y restaurarla como objeto arqueológico/histórico/artístico (es decir, como monumento).

4. Reconvertirla en algo totalmente diferente (un contenedor de actividades culturales, comerciales o recreativas, por ejemplo).

5. Reutilizarla buscando una continuidad del antiguo con el nuevo uso, aprovechando las características de esa construcción para seguir cumpliendo una función en la que contenedor y contenido tengan alguna relación: en el caso citado, el de almacén antes ligado a la actividad ferroviaria, ahora para cualquier otro tipo de almacenamiento.

6. Considerar otras actividades distintas a las primitivas pero afines al servicio ferroviario (al actual o al asignado en un futuro). Aquí podrían incluirse una amplia gama de usos relacionadas con el programa funcional de una estación.

El primer caso (no intervenir), el más habitual, aunque no es propiamente una opción sino que tiene por causa una actitud de abandono, suele provocar una imagen deplorable, dando lugar a paisajes degradados. No obstante, hay que señalar que, independientemente de la intención, no siempre la ausencia de intervención tiene por qué conducir a entornos desechables. Es más, a veces la mejor intervención es la no intervención.

El segundo caso (el derribo) coincide con recalificaciones de suelo que, literalmente, no dejan rastro de nada.

La tercera y cuarta opciones (la museística o la de reconversión), las más teorizadas, las que suelen ser motivo de concurso, de las que existen más resultados prácticos, tienen como destino la transformación del objeto utilizando intencionadamente criterios “paisajísticos”.

En estos dos casos, la explotación del patrimonio como recurso económico busca visitantes que se sientan atraídos por una oferta atractiva, el turismo cultural, el de ocio, etc.
Respecto a las dos últimas opciones contempladas en el listado anterior (continuidad o afinidad de las nuevas actividades respecto a las que reemplazan) no existen, al menos desde nuestro conocimiento, experiencias recientes. No es una práctica al uso, quedando como vestigio de épocas pasadas esa manera de entender la evolución de las obras humanas.

Evidentemente pueden considerarse otras situaciones aparte de las descritas, o híbridos de todas ellas. En cualquier caso merece la pena huir de las soluciones más tópicas, apresuradas, irreflexivas, motivadas por fines lucrativos a corto plazo, por la obsesión por los hitos y las identidades forzadas o por la reiteración, sobreabundancia y banalización de productos culturales y centros polivalentes a los que se recurre como cajones de sastre donde cabe todo.

Como conclusión, proponemos, para las instalaciones que han perdido toda o parte de sus antiguas funciones, la asignación de nuevos usos atendiendo a un orden prioritario que iría, en sentido decreciente, desde la continuidad (desempeñando tareas similares a aquellas para las que fueron creadas) hasta la introducción de actividades extrañas y con fines completamente diferentes.

Los monumentos religiosos han soportado mejor que ningún otro esa continuidad entre el origen, la conservación y la utilización actual del edificio (el culto en este caso). Las iglesias reutilizadas para otras actividades no dejan de causar una extraña sensación. Igual de forzada es la conversión, tan de moda, de un “espacio obsoleto” en centro comercial, a pesar del inevitable guiño a su función anterior mediante la exaltación de alguna reliquia.

Respecto a las políticas que utilizan la reconversión como atracción turística y recurso económico, experiencia ampliamente ensayada por un buen número de ciudades y regiones industriales sobre extensas zonas en sus particulares procesos de metamorfosis y, a otra escala, en actuaciones aisladas sobre instalaciones obsoletas, se ha detectado una cierta ligereza a la hora de deshacerse de un pasado inservible o de darle radicalmente la vuelta.

Se han corregido algunos problemas, han aparecido otros y sobre todo no se han obtenido muchos de los objetivos esperados. Lo más paradójico es que ha sido preciso rectificar caminos emprendidos en el sentido de un cierto retorno a situaciones anteriores (3).

El ferrocarril convencional: ¿una infraestructura obsoleta?

«A quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco». Efectivamente, la mejor excusa para deshacerse de algo es argumentar que no sirve. Y esto se logra abandonándolo a su suerte. Deteriorar el aspecto para forzar la declaración de ruina es una conocida táctica.
Una orientación que pusiera sus miras en el medio o largo plazo no debería perder de vista la capacidad del ferrocarril convencional (entendiendo por tal un concepto no excluyente en el que caben todas las variantes conocidas) para volver a cubrir funciones hoy abandonadas. Su recuperación es un proyecto de futuro. Este puede ser un poderoso motivo para no hacer irremediablemente inservibles instalaciones tal vez adecuadas para ello. Una parte del dispositivo ferroviario podría volver a ser operativa.

La prudencia y ese enfoque en perspectiva aconsejarían no desprenderse a toda prisa de un patrimonio, especialmente de suelo y edificios pero no sólo, que constituye una valiosa reserva estratégica que corre el riesgo de perderse, enajenarse, deteriorarse o desentenderse respecto a la trama urbana o al medio natural en que se inserta.

Los ordenamientos urbanísticos no pueden reducirse (en el mejor de los casos) a la mera calificación de unos suelos como ferroviarios, sin más consideración. Debería existir una mayor coordinación entre el planeamiento municipal, los planes de ordenación territorial y otras figuras de ordenación con las políticas, estrategias o programas ferroviarios diseñados desde los organismos competentes. Esto ayudaría a encuadrar esta infraestructura, a situarla espacialmente en el conjunto de determinaciones estructurantes previstas y remitir esos suelos a posteriores desarrollos integrándolos en el resto de actuaciones, superando esa vocación residual con la que frecuentemente se tratan.

Las estaciones no son sólo, nunca lo han sido, puntos en la vía que recogen pasajeros. Su función, una acumulación de actividades coordinadas, era mucho más compleja.

¿Ha dejado de serlo hoy en día? Depende de los objetivos que se pongan en juego para contestar a esa pregunta. Y de los criterios que se utilicen.

Es muy reciente, y aún sigue viva, la polémica sobre el cierre de las minas de carbón en España. Conviven argumentos ambientales, económicos y sociales en el debate. Uno de los que se utilizan a favor del mantenimiento es la consideración de “reserva estratégica”, un concepto contemplado desde algunas directrices europeas y asignado a determinados sectores económicos nacionales. Algo similar podría establecerse para el tratamiento del conjunto de las redes ferroviarias, en las que están incluidas las llamadas líneas de débil tráfico.

En cualquier caso, y desde un punto de vista de organización territorial, las estaciones pueden comportarse como encuentro de actividades y caminos que operan más allá de su entorno inmediato. Pueden ser el motor dinamizador de una tela de araña, muchas veces ya existente físicamente pero anquilosada debido a su infrautilización, que abarca un radio de influencia sobre imprecisas zonas fronterizas.

El ferrocarril atiende distancias largas y cortas y tiene capacidad para actuar funcionalmente sobre áreas que comprenden una extensión mayor que la de los núcleos por los que atraviesa. Para ello es necesario que, al menos en determinados enclaves, al menos con determinada cadencia, los trenes paren.

El ferrocarril transporta personas y mercancías.

Las instalaciones relacionadas con operaciones de maniobras, carga y descarga, almacenamiento, talleres, dependencias y otras muchas, constituyen un patrimonio, es cierto, pero no un patrimonio muerto. Antes de darlas por tal, antes de hacerlas museo, antes de vestirlas de moda, hay que reconsiderar su continuidad en el tiempo, su utilidad para un ferrocarril del futuro.

El ferrocarril no es una infraestructura obsoleta. Es un patrimonio valioso, no merece la pena deshacerse de él.

Podríamos concluir este breve apartado recuperando un breve lema: «El ferrocarril, más de cien años de utilidad». 

Antes y después. La evolución del paisaje ferroviario

El ferrocarril que conocemos hoy mantiene muchas diferencias y algunos parecidos con el de sus orígenes. En primer lugar no se trata de un todo homogéneo. Conviven, como siempre ocurre con cualquier tipo de realidad sometida a un proceso de evolución, situaciones diferentes. 

La observación de esta infraestructura en el tiempo nos permite detectar un antes y un después, compararlos, buscar sus causas, extraer algunas conclusiones.

En la evolución del paisaje ferroviario han contribuido las siguientes circunstancias:

1. La irrupción de la alta velocidad, una infraestructura cualitativamente diferente, inductora de nuevos conceptos respecto a la movilidad.

2. El abandono (que unas veces ha sido progresivo y otras se ha efectuado con brusquedad) que ha conducido al rápido deterioro de las infraestructuras y los servicios ferroviarios convencionales, así como de su entorno adyacente.

3. La aparición de dos redes estancas (alta velocidad y ferrocarril convencional), no complementarias, con códigos propios.

4. La tensión creciente y cada vez más acentuada entre lo viejo y lo nuevo que se manifiesta, más allá del evidente contraste entre esos dos mundos, en la fuerte carga simbólica que han adquirido.

5. La transformación de la estación en varios sentidos:

– De recinto ferroviario a edificio puntual.

– De la percepción unitaria del conjunto a la visión fragmentada de las partes, fruto de la sectorización y segregación funcional y visual de los espacios.

– El andén, oculto, pierde importancia y pasa a ser un elemento secundario, sólo accesible al portador de un billete.

– Disolución de los usos propiamente ferroviarios en otro u otros (generalmente comerciales) a los que aquellos se supeditan.

– Emplazamiento disociado de su entorno inmediato.

– Separación de tráficos ferroviarios. Pasajeros por un lado y mercancías por otro.

– Aparición del concepto de intercambiador.

6. La aparición de un nuevo concepto de la logística del transporte ha supuesto el desplazamiento de las actividades vinculadas al movimiento de mercancías hacia grandes áreas especializadas y localizadas estratégicamente. La tendencia es la concentración en estos centros de todas las operaciones y servicios necesarios para llevar a cabo el proceso (carga y descarga, almacenaje, distribución…). La logística del transporte, uno de los aspectos clave para la competitividad de un país, de una región, de una ciudad, exige destinar inmensas superficies de suelo para poder realizar las tareas que tiene encomendadas.
Las pequeñas y medianas estaciones han renunciado a estas funciones.

7. Auge de las cercanías ferroviarias como modelo de transporte en las aglomeraciones urbanas. La definición e implantación de este tipo de servicio cobra fuerza como el más adecuado para atender las demandas suscitadas por una movilidad urbana cuya distribución temporal (dependiente de los horarios reguladores de la vida laboral) y espacial (la zonificación establecida desde la planificación urbanística) se encauza a través de los movimientos pendulares y pautados de los trenes.

8. La evolución de los diferentes tipos y composiciones de tren hacia la convergencia en un prototipo único o de similares características.

9. El auge, prestigio y aceptación de la explotación de líneas turísticas. La conversión de líneas abandonadas en vías verdes. El tratamiento museístico de las instalaciones obsoletas.

10. La ocultación de suelos ferroviarios por enterramiento o la desaparición por recalificación.

Un antes y un después. Ahora cabe preguntarse si la comparación entre paisajes donde intervenía el ferrocarril ha mejorado o empeorado.

Escogemos dos ejemplos distintos (desde el interior del tren y desde el exterior al tren) para efectuar la comparación.

La visión del paisaje que proporciona el tren a través de la ventanilla desde la vía convencional es muy diferente a la que ofrece desde la alta velocidad. Del viaje en alta velocidad puede extraerse una visión ligada a la pincelada impresionista y la mirada puede captar y apreciar el plano de fondo, el del horizonte. Pero no sólo la diferencia es debida a este factor, el de la velocidad. Intervienen también otros determinantes derivados de las características de uno y otro trazado. Los distintos ángulos de visión que facilita la curva y contracurva, el cambio en la percepción del entorno producido por el cambio de ritmo de la marcha (en el que está incluida la parada) y en general la sucesión de acontecimientos (por así llamarlos) que marcan la secuencia del viaje son cuestiones inherentes a cada modalidad.
Los paisajes urbanos resultantes de las grandes remodelaciones arteriales ferroviarias producen una imagen radicalmente distinta a la de su antecesora. Así ha ocurrido, por ejemplo, en la ciudad de Córdoba después de la operación mediante la cual se enterraron las vías, se trasladó la estación, se ejecutaron nuevos viarios y se eliminaron los peligrosos pasos existentes. Uno de sus efectos fue la desaparición del llamado Viaducto del Pretorio. A nuestro juicio el puente sobre el haz de vías próximo a la antigua estación dotaba a este lugar, aparte de unas excelentes vistas, de una personalidad propia que lo identificaba y lo singularizaba como espacio de la ciudad. En su lugar existe una glorieta destinada mayoritariamente para el tráfico rodado y ocupada por él, indistinta al resto de glorietas, y con dificultades de accesibilidad debido a los largos recorridos que es necesario hacer para atravesarla.

Criterios para una intervención pública

La integración del ferrocarril en el territorio ha sido la menos tratada en el conjunto de las infraestructuras de transporte. Sin embargo, su contribución a la construcción del paisaje es igual de decisiva. El ferrocarril, con mayor o menor fortuna, ha incidido fuertemente, sigue haciéndolo, en los territorios que atraviesa, creando una impronta característica, una imagen asociada al mundo de las vías y los trenes, un paisaje ferroviario. Cómo entenderlo, cómo enfrentarse a la tarea de intervenir en él, deriva de una forma de razonar sobre el paisaje en general.

El ferrocarril debe ser aprovechado como una oportunidad y no como un obstáculo en la ordenación del territorio y la planificación urbanística. No suele ser así. Resulta frecuente en esos círculos oír hablar de “cerrar heridas”, “eliminar barreras”, etc. Su soporte rígido, que lo dota de permanencia física y comprensión visual del recorrido (4), las instalaciones necesarias para su funcionamiento, las cualidades propias del vagón… despliegan un abanico de peculiaridades que lo distinguen como modo de transporte.

Desde su nacimiento y hasta nuestros días el ferrocarril ha conseguido consolidar una imagen reconocible, familiar. Al día de hoy, y al margen de cualquier visión nostálgica, puede seguir haciéndolo. Explorar sus posibilidades en un momento en que el ferrocarril vuelve a ocupar cierto protagonismo supone revisar las ideas y prejuicios que han acompañado últimamente las políticas de modernización de las infraestructuras ferroviarias.

La intervención sobre el ferrocarril es una ocasión para reactivar y poner en contacto otros alrededores a menudo abandonados. Dependiendo del medio en que se actúe (urbano, periurbano, campo abierto), la intervención puede tener un efecto difusor, desde el punto de vista funcional y paisajístico, sobre los ámbitos adyacentes, dando vida a espacios infrautilizados o en desuso, ayudando a la recuperación de otras infraestructuras existentes e incluso posibilitando la implantación de nuevas trazas complementarias. A continuación se desglosan algunos criterios que pueden servir de apoyo a una determinada línea de intervención pública.

Una parte fundamental de la estación es el andén, que debería equiparse adecuadamente y tratarse como un espacio fácilmente accesible. El ferrocarril en superficie es una opción que lo facilita. La estación en varios niveles es una solución que complica la accesibilidad y segrega los espacios. Ocurre lo mismo con el soterramiento de las travesías ferroviarias, uno de cuyos efectos es el divorcio entre la calle y las zonas de acceso al tren. Las variantes ferroviarias alejadas de las poblaciones generan, además de incómodos desplazamientos, una irreversible pérdida  patrimonial.

En núcleos pequeños o de tamaño medio, cuando las condiciones lo permitieran, cabría jugar con la continuidad del andén, de forma que éste enlazara con alguna de las calles o caminos existentes, o con otros de nueva creación, para servir como itinerario de acceso a la estación, suavizando la discontinuidad entre espacios públicos.

De este modo el andén quedaría integrado en un entramado viario en el que la estación destacaría como hito de una particular importancia, recuperando su cualidad de encrucijada. 

Hay que tender a la diversidad en la tipología de estaciones. El programa funcional de una estación debería recrear las cualidades propias del uso ferroviario. Al incorporar otros usos debe evitarse que mediante un desarrollo excesivo de su intensidad se desvirtúe el fundamental, el del transporte y sus necesidades asociadas. El uso comercial debe introducirse como una actividad complementaria que no fagocite el ferroviario ni compita con él (¿cabría calificar la estación como equipamiento urbano para regular con más precisión estos aspectos?). Además de las actividades ligadas al comercio y la restauración, se pueden incluir otras: estación meteorológica, correos, talleres de mantenimiento, almacenes, espacios habilitados para  acoger emergencias… Un recinto que se asimila a una ciudad ferroviaria. Incluso los apeaderos pueden aspirar a ser algo más que un anodino punto en la vía.

En lo que concierne al transporte de mercancías, debería recapacitarse sobre las posibilidades de recuperación y reutilización de los ramales que penetraban en los recintos industriales para volver a ser destinados a su uso original, así como valorar la posibilidad de establecer una conexión ferroviaria con los nuevos polígonos industriales.

Muchas de las estaciones que mantienen su dispositivo intacto podrían comportarse como centros secundarios en la organización de las mercancías, complementariamente a su centralización en los grandes nodos logísticos.

Ello contribuiría a lograr nuevos equilibrios regionales, a trasladar el tráfico de mercancías de la carretera al ferrocarril y, de paso, a la mejora paisajística de unos ámbitos especialmente ignorados, como son los nuevos polígonos industriales que crecen en los alrededores de muchos pueblos y ciudades. La reciente incorporación de operadores privados para el transporte de mercancías abre una nueva perspectiva en este terreno.

Para aproximarse a la definición de un paisaje ferroviario, para entender su relación espacial, paisajística y funcional con el entorno, sea éste urbano o no, hay que contar con los elementos que participan en su configuración: la vía, la plataforma que le sirve de soporte, el balasto, la catenaria, la señalización, las edificaciones e instalaciones adjuntas, el material móvil... Ese es el lenguaje que dota de expresividad al paisaje ferroviario. Esas son las piezas necesarias para el funcionamiento de la infraestructura, las que conforman su patrimonio.

Resulta deseable, tanto desde el punto de vista funcional como paisajístico, la diversificación de redes, la complementariedad y convivencia de trazados (que puede conllevar diferentes anchos de vía), la variedad de rutas (líneas que comunican puntos buscando la distancia más corta, líneas que se adentran por las zonas más pobladas…), la consideración de distintos modelos de trazado adecuados a cada realidad territorial (corredores lineales [5], esquemas mallados, ramales…).

Otra cuestión que incide indirectamente sobre el paisaje tiene que ver con la propia gestión del operador: recuperando o introduciendo diferentes tipos de trenes (diurnos y nocturnos, rápidos y lentos, pasajeros y mercantes, composiciones compactas y remolcadas…), diferentes modalidades de servicio (largo recorrido, regionales, cercanías, directo, semidirecto...), diferentes tipos de vagón y habitáculo interior (6) (corrido y compartimentado, restauración, cama, guardería, mirador, portabicicletas, portacoches…). Esos matices hacen que la escena resultante sea muy distinta a la proporcionada por la uniformidad y regularidad propias de la alta velocidad o las cercanías.

La linealidad de la infraestructura ferroviaria, la rigidez de su trazado, su sensible horizontalidad… se hacen en campo abierto más patentes. En campo abierto a menudo es suficiente un buen mantenimiento de los márgenes para cuidar el paisaje. Esto se ve favorecido si existen caminos de acompañamiento. Hay que reducir al mínimo la superficie de los espacios inaccesibles y sin uso. Un lugar inaccesible es por definición un lugar sin paisaje: si no se puede llegar hasta él mal podrá verse desde él. Además, cuanto más inaccesible es un lugar, más propicio es para utilizarse como basurero.

Dentro de las bandas de afección ferroviaria, en terrenos de difusa titularidad, quedan a menudo espacios residuales sin ningún uso en los que podrían introducirse como contrapunto al medio natural piezas “tratadas paisajísticamente”. En ocasiones, la presencia cercana de una carretera que discurre en paralelo origina espacios intermedios donde pueden aplicarse soluciones de este tipo, favoreciendo a ambas infraestructuras a la vez al hacer visibles esos espacios desde el coche y desde el tren.

Pueden ensayarse elementos naturales para lograr un nivel de seguridad aceptable en los puntos más vulnerables, pero también pueden considerarse adecuadas para tal fin determinadas obras de ingeniería existentes, como canales y acequias de riego, que corren el riesgo de comportarse como cloacas cuando se descuida su mantenimiento.

Las intersecciones del ferrocarril con el resto de redes viarias y corredores ambientales (pasarelas peatonales, pasos inferiores, puentes rodados, pasos a nivel, etc.) precisan de una profunda transformación funcional y paisajística.

El intercambio de modalidad de transporte se contempla frecuentemente ceñido a un edificio: el “intercambiador”. En la documentación gráfica de los planes urbanísticos a menudo se representa con un punto grueso desprovisto de extensión y carácter espacial (su materialización se confiará al desarrollo de un proyecto arquitectónico). Sin embargo, es posible recurrir a un concepto más amplio de intercambiador (quizá alguna opción pase por la remodelación o adecuación de espacios urbanos existentes).

Cabe también investigar, sobre todo en las grandes ciudades, nuevos tipos de intercambiador para ir abandonando algunos modelos que se caracterizan por emplear soluciones que desvirtúan el objetivo para el que fueron creados: facilitar el viaje y sus trasbordos. Un diseño será deficiente, aunque emplee un lenguaje futurista, si introduce serias dificultades: unos trasbordos que no facilitan de forma intuitiva y elemental la accesibilidad, unos espacios inútiles y sobredimensionados que, paradójicamente, desembocan en estrechamientos, torniquetes, controles o itinerarios laberínticos que precisan de una cansina y permanente información, unos emplazamientos inadecuados, tanto a escala local como territorial.

El transporte colectivo dentro del ámbito comarcal se suele efectuar a través de la red de autobuses explotada por empresas concesionarias. En ocasiones las paradas de los autobuses tienen lugar en el campo, donde se espera bajo una marquesina la llegada del autocar. A veces están próximas a una estación o apeadero. En estos casos se pueden poner en contacto ambas modalidades, utilizando las instalaciones del ferrocarril existentes para lograr un lugar de refugio bien adaptado a las condiciones meteorológicas, accesible, haciendo del trasbordo una operación elemental y de la espera (breve) un tiempo agradable. Es imprescindible la coordinación de horarios y una información precisa para garantizar su eficacia. Una red se apoya en la otra y ambas resultan reforzadas.

La segregación que han sufrido las infraestructuras ferroviarias, fundamentalmente en el medio urbano, ha dado lugar a la aparición  de espacios marginales y a la conocida imagen de un pasillo de fachadas traseras. La solución radical para abordar estos problemas y otros derivados de los procesos de evolución urbana ha desembocado finalmente en las políticas de soterramientos indiscriminados (7) y un sinfín de técnicas de ocultamiento, entre las que cabe señalar la disolución de la estación en centros de usos terciarios. El andén, uno de sus espacios esenciales, ha quedado relegado. El recurso a la variante ferroviaria es otra forma de segregación. Se trata de intervenciones muy costosas, sólo posibles en cuanto que se acompañan de generación de plusvalías urbanísticas que las autofinancian.

Cuando desde una Administración se apuesta por el destierro del ferrocarril, proponiendo actuaciones que disocian urbanismo e infraestructuras y entendiendo por integración el soterramiento de vías y ensalzando en exclusiva la “modernidad” de un nuevo y descontextualizado edificio, se están excluyendo las espléndidas posibilidades que pueden ofrecer otro tipo de intervenciones. Sin embargo, y hasta la fecha, al no existir un excesivo aprecio por estas cuestiones, no ha existido tampoco una reivindicación ciudadana que demande, ni de lejos, actuar de forma diferente, lo que conlleva a su vez un desentendimiento tanto administrativo como profesional. Esta situación, no obstante, podría estar cambiando en estos momentos de crisis económica, en los que la escasez de recursos de financiación impone otra lógica y otra escala de actuación.

Las grandes infraestructuras de transporte (las de gran capacidad) van perfilando poco a poco una red nítidamente diferenciada y estanca. El resto pertenece a otra categoría inferior y la tendencia es acusar esa doble red con más fuerza. La continuidad entre ambas no es satisfactoria. El concepto de malla se rompe cuando la relación entre las diferentes escalas no se resuelve adecuadamente. Por otra parte, los tráficos de las grandes infraestructuras (tráficos de paso, con origen y destino en las grandes ciudades) dejan fuera de juego a todo un conjunto de ciudades medias y pequeñas y perpetúan (a veces los aumentan) los importantes conflictos derivados de un tráfico local al que no se presta la atención que merece.

La creación de nuevos trazados de alta velocidad no debería suponer la anulación de la antigua vía convencional a la que va a sustituir, ni la anulación de los servicios que se prestan en ella, ni mucho menos la desaparición física de la infraestructura. Es más, su complementariedad puede ser beneficiosa para ambas y en cualquier caso lo es territorial y socialmente. La alta velocidad, por tanto, no debe actuar en régimen de monopolio.

Una concepción unitaria de las comunicaciones, en la que quepan distintas modalidades, escalas, recorridos, tiempos y demás variables inherentes a las múltiples formas de movilidad, dota al territorio de una sana complejidad funcional y paisajística. Se deben considerar, también, determinados efectos insuficientemente estudiados, entre los que se encuentra, por ejemplo, el colapso de la movilidad en caso de una emergencia, debido a la dependencia de un único recorrido.

En estos momentos en que se está construyendo el llamado eje transversal andaluz Sevilla-Granada, convendría considerar la oportunidad de conservar el trazado convencional al que va a sustituir y estudiar la interrelación entre ambas líneas. Además, y debido a que al eliminar estaciones intermedias se acentúa la centralidad de los principales núcleos urbanos, a los que habrá que acudir por carretera para acceder al AVE, ¿por qué no hacerlo utilizando la infraestructura del ferrocarril convencional? ¿Por qué abandonar una infraestructura existente cuyo uso podría incluso reforzar la alta velocidad, complementándola, llegando donde ésta no llega o, mejor dicho, no para?

El AVE vale para unas cosas y no para otras (a menudo la causa de su reivindicación está encaminada a acortar el tiempo de viaje a Madrid). Su incidencia es tan fuerte que remueve de una sola vez todo el sistema territorial anteriormente asentado: desde la aparición de nuevos hábitos de viaje y nuevos modos de utilización del territorio, hasta el impacto físico que remueve de una vez el paisaje existente, pasando por la influencia que ejerce la localización de las nuevas estaciones en la generación de los crecimientos urbanos y sus desplazamientos consiguientes. Debido a los condicionantes técnicos de su tendido, es muy dificultoso garantizar la continuidad y permeabilidad del resto de las tramas viarias (así como de la parcelación agrícola, los cursos de agua y sus cuencas, las masas boscosas, los pasos de fauna…). Para colmo, el enorme despliegue de la alta velocidad en España está desproporcionado con el número de viajeros que utilizan sus servicios.

En definitiva, y dada la problemática de conjunto asociada, cabe exigir una reconsideración global sobre la nueva implantación de una infraestructura de estas características.

La reconciliación del territorio con el AVE, un asunto pendiente, vendrá cuando su deslumbramiento estelar se apague y seamos capaces de verlo como una opción más del variopinto mundo ferroviario.

Otros argumentos a favor de la convivencia entre la Alta Velocidad y las líneas convencionales:

· El tren no ha sido, tradicionalmente, un medio de transporte caro. No puede convertirse, ahora que atraviesa un periodo de transformación y modernización, en un transporte elitista, discriminatorio. Es necesario hacerlo asequible manteniendo una diversidad de precios, de tipos de tren, de opción de recorrido.

· Confiar en exclusiva el largo recorrido a la Alta Velocidad, eliminando estaciones intermedias puede provocar, paradójicamente, un incremento de los tráficos locales, responsables en gran medida de muchos de los peores efectos asociados a la carretera (siniestralidad, congestión, contaminación, etc.).

En cuanto a las cercanías (y esto también podría servir para la ampliación de las redes de metro y los nuevos tranvías), es necesario cuestionar una concepción que se pretende exclusivamente subsidiaria de los desarrollos urbanísticos previamente establecidos.
En el dilema sobre la anterioridad entre el desarrollo urbanístico y la infraestructura (¿quién se adapta a quién?), la práctica parece contestar: gana quien llega primero.

Se precisa un mínimo de autonomía y racionalidad en la planificación de las redes de transporte, de la movilidad en general, para que no quede atrapada en una escueta servidumbre hacia hábitos y demandas inducidas.

Una autonomía relacionada con una concepción regional del territorio, con su conformación física, con la distribución de la población y el sistema de asentamientos, etc.

Además, en las cercanías, la vinculación de la infraestructura con el entorno, la visibilidad del recorrido, la calidad del viaje, deben considerarse parámetros que se han de añadir a los puramente cuantitativos. El índice de ocupación, que se suele emplear como indicador de éxito en una red de cercanías, es un término empleado a menudo eufemísticamente para sustituir el de masificación.

Las denominadas líneas de débil tráfico presentan su problemática específica y no deben confundirse ni competir con los servicios de cercanías.

Su mantenimiento y planificación pueden justificarse por cubrir una de las funciones esenciales de las infraestructuras, como es la de proporcionar accesibilidad y contribuir al equilibrio territorial. Estas líneas constituyen en algunos casos un importante soporte para dar cobertura a zonas alejadas de las principales vías de comunicación. Hay que equipar esas zonas y facilitar su acceso. Es sabido que el grado de desarrollo social no va siempre de la mano del económico. La acertada distribución de servicios contribuye al tan deseado equilibrio territorial. Se trata de relaciones espaciales cuya escala a veces es la región, otras la comarca y otras el entorno próximo.

En los desplazamientos que se producen dentro de las aglomeraciones urbanas no sólo hay que contar con los movimientos de la residencia al trabajo o los asociados a ciertas actividades (administrativas, comerciales, ocio…). Conviene no olvidar que no todo es catalogable, que existe un sinfín de estancias y movimientos difusos. Un plan de movilidad debe darles cabida. La propia infraestructura de transporte debe pensarse como espacio público.

Las llamadas vías verdes pueden conciliar el aire recreativo al que aspiran con el mantenimiento del uso ferroviario. El itinerario peatonal y la circulación de los trenes (u otro medio de transporte) no sólo no son incompatibles, sino que pueden adquirir una hermosa imagen simbiótica.

Cabe ensayar soluciones en este sentido –su utilización como uso recreativo sin abandonar el de transporte–  partiendo de la realidad de que estos trazados verdes forman parte de una infraestructura ya realizada, consolidada, que hace innecesaria para su reutilización ferroviaria las costosas y largas operaciones de obtención de suelo para nuevos trazados. Plataforma, puentes, túneles estaciones y otras construcciones auxiliares están en parte ejecutados. Se potenciaría el uso peatonal buscando formas de integración con el viario urbano o con la red de caminos. Las estaciones aún existentes en estas vías verdes, convenientemente restauradas, podrían convertirse en eficaces intercambiadores con otros medios de transporte.

Al mismo tiempo se facilitaría la recuperación funcional de un patrimonio arquitectónico y urbanístico de gran valor, con criterios que, más allá de una visión exclusivamente museística, pone en carga todo este legado disponible, dotándolo de unos usos similares a aquellos que motivaron su construcción.

El planeamiento urbanístico no siempre atiende adecuadamente muchos de los temas expuestos anteriormente. Los suelos ferroviarios ocupan una considerable superficie e inciden enormemente en la configuración urbana de los núcleos que atraviesan. Sin embargo, con demasiada frecuencia, el planeamiento se limita a la calificación de suelo para uso ferroviario, acabando ahí su cometido. Inmediatamente aparece resaltada la frontera entre la ciudad y el ámbito ferroviario (entre la competencia municipal y la del administrador de la infraestructura), aplazando o relegando cualquier plan conjunto (8). En esa frontera, separando ambos mundos, se sitúan el túnel, el muro, la ruina o el vacío, responsables de la peor imagen que ofrece el ferrocarril. Resulta, por tanto, apropiado la redacción de Planes Especiales de Integración Ferroviaria que coordinen a las Administraciones implicadas y delimiten sus respectivas responsabilidades.

El diálogo entre las infraestructuras y su entorno parte del reconocimiento de que siempre existe una trama subyacente en que apoyarse. Física, histórica, geométrica, resultado de elementos naturales… Se trata de concebir la organización de las redes viarias como un dispositivo más en la ordenación del territorio.

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(1) Para Stephen Jay Gould existe «la inmanencia, un conjunto de principios tan general que existen fuera del tiempo y registran un carácter universal, un vínculo común entre todos los ricos detalles de la naturaleza» (citado en Espacios de esperanza, de David Harvey). 
(2) A comienzos del pasado siglo el historiador Aloïs Riegl ya planteaba estos temas en su libro El culto moderno al monumento.
(3) Gómez García, M. V., La metamorfosis de la ciudad industrial. Glasgow y Bilbao: dos ciudades con un mismo recorrido, Talasa Ediciones, Madrid, 2007, pág. 95.
(4) A menudo oímos a alguien dar referencias del sitio donde vive o trabaja en relación con una estación o parada de metro. Así, para facilitar la localización de un lugar, puede decirse: “está cerca de la estación de…”, y no: “está cerca de la parada del autobús…”, que crea mayor indefinición y posible cambios en su ubicación.
(5) El término “corredor” se ha convertido en una forma exclusiva de entender los trazados de las infraestructuras.
(6) Supondría un gran logro recuperar la visión nocturna desde el tren. Cuando llega la noche, los cristales de las ventanillas se convierten en espejos que impiden la visión del exterior. Ahí están los silenciosos paisajes de la noche, cuando la superficie terrestre apenas insinúa su relieve e irrumpe a la vista la plenitud de la bóveda celeste. Todo cambia. En la oscuridad, contrastadas sus luces contra el fondo de la noche, las poblaciones se delimitan con más precisión.
(7) Ver el artículo “Sobre el soterramiento de la vía del tren”, de Manuel Saravia, aparecido en el diario El País, con fecha 04/07/2008. También del mismo autor: “Ocho razones, precisamente ahora, para no soterrar el tren”, que fue uno de los documentos, en forma de artículo periodístico, aportados para el debate sobre la remodelación arterial ferroviaria en Valladolid y su relación con la ciudad, ante la próxima llegada de la alta velocidad.
(8) En diciembre de 1992, con motivo de la llegada del AVE a Sevilla, estas cuestiones fueron expuestas en un artículo aparecido en el diario Córdoba con el título “Propuesta de corredor ferroviario para transporte público de cercanías en el área metropolitana de Córdoba”. En él se sugería aprovechar las obras de remodelación ferroviaria que se estaban efectuando para insertar a su vez un eje de cercanías que incluyera paradas urbanas en la propia ciudad de Córdoba.

Once objetivos de calidad paisajística

Este apartado pretende recoger de forma sintética algunas de las notas expuestas concretándolas y condensándolas en forma de objetivos de calidad paisajística.

1. Mejorar la accesibilidad de las estaciones (peatonal, automóvil, taxi, autobús, bicicleta), haciendo de cada estación una encrucijada de caminos comarcales o locales, un nudo de comunicaciones que integre diferentes escalas de infraestructuras de transporte, una referencia para el intercambio entre diferentes formas de movilidad.

2. Acondicionar los espacios residuales que a menudo se producen en las inmediaciones del ferrocarril, tanto en medio urbano como en campo abierto.

3. Componer el contacto entre los polígonos industriales y el ferrocarril. El establecimiento de ramales de acceso a los recintos industriales puede contribuir a la formación de un paisaje específico ferroviario-industrial.

4. Los bordes del ferrocarril, en campo abierto, pueden adecentarse con soluciones paisajísticas que contemplen al mismo tiempo medidas de seguridad. Utilizar elementos naturales que no exigen mantenimiento (en el valle del Guadalquivir pueden verse alineaciones de chumberas, pitas y cactus) o pequeñas infraestructuras agrícolas (acequias y canales) como medio de protección (lo que supone, de paso, una ocasión para su cuidado).

5. Potenciar, en lugar de dificultar, el acercamiento físico y visual al tendido ferroviario, sacando a la luz sus elementos patrimoniales más significativos y adecuando como miradores los pasos elevados.

6. Habilitar las pequeñas estaciones como lugares de información geográfica, meteorológica o de divulgación sobre historia y arqueología ferroviaria e industrial.

7. Recuperar el andén como el lugar más destacado y representativo de la estación.

8. Aprovechar la horizontalidad y la linealidad del trazado ferroviario para recrear en su ámbito de afección todo tipo de caminos, sendas, carriles bici y en general formas de movilidad en continuidad con el mallado existente, valorando especialmente el punto de contacto con las poblaciones, donde se producen los más importantes y difíciles problemas paisajísticos.

9. Evitar, cuando sea posible, la variante de circunvalación ferroviaria (al estilo carretera) y el enterramiento sistemático. Son operaciones costosas que llegan a hacer inviables tales soluciones. No siempre origina molestias que el ferrocarril cruce una población. Además de potenciar una imagen, enriquecer y diversificar el paisaje urbano, permite estudiar su aprovechamiento como línea de transporte, con inclusión de paradas urbanas. Propicia soluciones posibles y atractivas.

10. Asegurar la continuidad del espacio urbano: la construcción de pasos a distinto nivel puede hacerse diseñándolos como la prolongación de calles o avenidas para que la percepción del peatón y su nivel de esfuerzo al atravesarlos sean parecidos a los que tiene en el resto de la ciudad.

11. El carácter lineal del tendido ferroviario invita a concretar un diálogo paisajístico entre el ferrocarril y el río, entre el ferrocarril y la carretera, entre el ferrocarril y los frentes de fachada, entre el ferrocarril y…

Las redes de las infraestructuras

Es frecuente efectuar el análisis de las infraestructuras bajo el prisma de una mera herramienta de apoyo para el desarrollo. Hay tantos ejemplos que es imposible ni siquiera una somera reseña. Valga esta reciente muestra aparecida en prensa a raíz de la próxima inauguración de la línea de alta velocidad Madrid-Valencia: «La alta velocidad es “la empresa más dinámica de la Comunidad de Madrid y el Gobierno de España su principal accionista”, aseguró ayer el ministro de Fomento, José Blanco, en la presentación de las conclusiones del estudio sobre el impacto en Madrid. En la Comunidad de Madrid, el ministerio espera generar 44.700 empleos en los próximos seis años. Casi todos serán trabajos en el sector servicios: hostelería, restauración, comercio, transporte y ocio. La previsión de Renfe es que el AVE se quede con el 55% de esos viajes (avión), una cuarta parte de los trayectos en coche y con el 5% de los desplazamientos en autobús, hasta rozar los tres millones de viajeros anuales en el corredor que conectará las dos capitales en 95 minutos. Según el informe que presentó Blanco, gracias al nuevo AVE los bares y restaurantes de Madrid venderán 2,8 millones de consumiciones más y los museos aumentarán en 250.000 el número de visitantes…» (El País, 20/10/2010).

Sería interesante hacer un seguimiento de las opiniones de muchos de los responsables políticos sobre estos temas para captar cómo se va modelando el discurso y adaptándolo a la conveniencia inmediata sin el necesario rigor. En el momento de escribir este texto, la crisis social y económica que afecta al país está llevando a reconsiderar, entre muchas otras cuestiones, el papel que desempeñan las infraestructuras de transporte. Es significativo comparar declaraciones efectuadas en corto espacio de tiempo por destacados representantes del mundo institucional (incluido el académico) con contenidos contrarios. En ellas late, aun sin reconocerlo, una profunda autocrítica respecto a las inmediatas políticas anteriores.