Miguel Ángel Presno Linera
La calidad de la democracia
(Página Abierta, 230, enero-febrero de 2014).

  Esta es una versión libre de la charla que bajo este título tuvo lugar el pasado 7 de diciembre en el marco de las X Jornadas de Pensamiento Crítico organizadas por Acción en Red.

El propósito de estas páginas es analizar la situación institucional española para ver en qué medida se detectan en ella los síntomas de la crisis democrática diagnosticados en 1920 por Hans Kelsen, que habló de «cierta fatiga del parlamentarismo» y de la necesidad de reformarlo fortaleciendo el elemento democrático (1). Este recurso a Kelsen se justifica también por la conveniencia, que él anunció, de atender a las fórmulas de participación política directa, no para reemplazar a las instituciones parlamentarias, sino para que, parafraseando a Hanna Arendt, la política deje de ser un problema y vuelva a ser una promesa (2).

La fatiga del parlamentarismo

La fatiga del parlamentarismo español responde a causas que afectan tanto a los procesos de elección de los representantes como al desempeño de las funciones representativas.

1. La exclusión de parte del pueblo gobernado en la configuración del pueblo gobernante.

a) La exclusión por motivos de nacionalidad. En una democracia, los integrantes del pueblo gobernado con plena capacidad de autodeterminación política deben formar parte del pueblo gobernante. Y puesto que los miembros del pueblo gobernado no son solo los nacionales, la comunidad política no puede seguir organizándose a partir de la reconducción del demos ciudadano al ethnos nacional, sino desde la concepción del “patriotismo constitucional” habermasiano,que parte de la consideración de que el Estado nacional había fundado una estrecha conexión entre ethnos y demos, pero sostiene que conceptualmente la ciudadanía es independiente de la identidad nacional (3).

La definición del pueblo del Estado no con arreglo al criterio de la nacionalidad, sino con el de la residencia favorecería la expresión de la igualdad jurídica y del pluralismo participativo consustanciales a un sistema democrático. Residencia sin más en el caso de los nacionales y durante un tiempo mínimo –4 o 5 años– en el de los no nacionales.

b) La exclusión por motivos de edad. La exigencia de una edad mínima para la participación política tiene una relación directa con la capacidad para autodeterminarse, para intervenir en la formación de las diferentes opciones políticas y pronunciarse sobre ellas. Es, por ello, constitucionalmente posible y democráticamente conveniente reflexionar sobre una  eventual rebaja de la mayoría de edad electoral por debajo de los 18 años –como ya ocurre en Austria, Argentina y Brasil, donde se puede votar desde los 16 años–, y como sucede en general con la capacidad para el ejercicio de otros derechos de impronta similar, como los de reunión y manifestación, el derecho de asociación, la libertad de expresión o la elección de los representantes sindicales. Además, debe recordarse que  en España se puede contraer  matrimonio y otorgar testamento a partir de los 14 años, edad a la que comienza la responsabilidad penal; se disfruta de una amplia libertad de disposición en el ámbito de la salud a partir de los 16, se puede trabajar a partir de los 16 años...

No debe olvidarse que la reducción de la edad para la emisión del voto ha sido una constante a lo largo de la historia (de 25 a 23 años, de 23 a 21, de 21 a 18) [4] y sirve para fomentar el desarrollo de la participación política, tanto desde el punto de vista del individuo como desde la perspectiva de la sociedad política en la que dicho individuo está integrado y a cuya existencia contribuye.

La propia Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa instó, el 23 de junio de 2011, a todos los Estados a «estudiar la posibilidad de rebajar la edad para votar a los 16 años en todos los países y en todo tipo de elecciones»; con ello se fomentaría una mayor participación de los que votan por primera vez y, por tanto, una mayor participación en general.

2.
Un sistema electoral que menoscaba el pluralismo representativo.

En España estas limitaciones datan del Decreto-Ley de 18 de marzo de 1977, que reguló las primeras elecciones después de la Dictadura. Ahí aparecen las claves de bóveda de nuestro vigente sistema electoral: a) el mapa, con un mínimo de diputados por circunscripción; b) una distribución de escaños que, paradójicamente en un sistema proporcional, «suaviza en alguna medida los efectos de nuestra irregular demografía y atiende a un mayor equilibrio territorial en la represen­tación»; c) las candidaturas de listas cerradas y bloqueadas; d) la fórmula electoral “D’Hondt”; e) la barrera electoral, y f) la voluntad decidida de corregir el «excesivo fraccionamiento de las representaciones parlamentarias».

Y un elemento del sistema electoral que ha venido incidiendo de manera muy relevante en la minoración del pluralismo representativo es la combinación de una cámara parlamentaria con pocos miembros con un tamaño pequeño de la mayoría de las circunscripciones, lo que provoca una «distribución desproporcionada de escaños», que beneficia a los grandes partidos e incrementa la posibilidad de que se den mayorías parlamentarias artificiales.

El sistema electoral español es un caso paradigmático en el derecho comparado de cómo se puede influir en el sistema de partidos, reduciendo el número de formaciones, beneficiando a los grandes partidos y aumentando la probabilidad de que se produzcan cómodas victorias electorales de la formación mayoritaria. Como consecuencia, existen partidos políticos sobrerrepresentados y otros infrarrepresentados, que componen un Parlamento que no refleja como debiera las preferencias políticas de los ciudadanos.

Las reticencias a una mayor proporcionalidad electoral invocan argumentos como favorecer la gobernabilidad, evitar la fragmentación de la representación, facilitar la capacidad de trabajo de las Cámaras o asegurar una opción razonable en cuanto a la representación parlamentaria de las fuerzas políticas. Pero lo cierto es que ninguno de estos principios ha sido acogido en la Constitución; también lo es que los partidos mayoritarios obtienen cómodas mayorías de gobierno: en las elecciones de 20 de noviembre de 2011, el Partido Popular, con el 44,62% de los votos al Congreso de los Diputados, consiguió el 53% de los escaños.

3. La insuficiente deliberación pública en las instituciones representativas.

Una de las exigencias propias de la democracia es que la toma de las decisiones  relevantes se lleve a cabo a través de un procedimiento que garantice la publicidad y el debate. Aunque podrían citarse diversos ejemplos sobre la escasa deliberación existente en el procedimiento legislativo, mencionaremos dos muestras recientes.

El “olvido” del mecanismo deliberativo en materia de orientación política aconteció en la segunda semana de mayo de 2010: después de una reunión, el 7 de mayo, de los jefes de Estado y de Gobierno del Eurogrupo, el día 9 los ministros de economía del ECOFIN, siguiendo las instrucciones de los jefes de Estado y de Gobierno del Eurogrupo, aprobaron el Mecanismo Europeo de Estabilización para movilizar hasta 750.000 millones de euros en defensa de la unión monetaria y de las economías de la eurozona. Esta cuestión se debatió en el Congreso de los Diputados el día 12 y, como admitió el presidente del Gobierno, era «una respuesta sencillamente inimaginable sólo unos días antes frente a la inestabilidad de los mercados… no es fácil para el Gobierno aprobar las nuevas medidas que voy a anunciar».

En términos democráticos, un cambio de tal magnitud en la orientación política debe articularse a través de la cuestión de confianza prevista en el artículo 112 de la Constitución en relación con el programa de gobierno o una cuestión de política general. En cualquiera de los dos supuestos se podría incluir lo que ocurrió el 12 de mayo de 2010: o una rectificación del programa que venía desarrollando el Gobierno desde la investidura del presidente en 2008, o, cuando menos, una declaración política de extraordinaria relevancia que demanda una nueva orientación de la política del Gobierno que se dirige de manera directa a los ciudadanos.

La cuestión de confianza existe para que el Gobierno compruebe el respaldo parlamentario ante un cambio muy relevante en su programa político, pero también sirve para que los ciudadanos conozcan de manera solemne las explicaciones con las que se trata de justificar un giro radical en la orientación política, que se traducirá en decisiones que van a afectarles de forma muy directa e intensa.

Pero si hemos vivido en fechas recientes un auténtico “momento constitucional”, ese ha sido el cambio del artículo 135 de la Constitución, publicado el 27 de septiembre de 2011. Pues bien,  entre la fecha de la entrada de la proposición en el Congreso y su aprobación y publicación transcurrió un mes, la tramitación parlamentaria en sentido estricto duró 9 días y las Cortes dedicaron exactamente 6 horas y 10 minutos a debatir en sus respectivos plenos la segunda reforma de la Constitución en 33 años.

4.
La ausencia de participación ciudadana en el debate legislativo parlamentario.

La participación ciudadana en la elaboración de las leyes mejora la información que reciben las Cámaras, intensifica la transparencia y publicidad de la actividad legislativa y potencia la legitimidad de las leyes y su eficacia. Y dicha intervención tiene una forma adecuada de expresión a través de las audiencias públicas, muy consolidadas en el Congreso de los Estados Unidos y también en países europeos: en Alemania se prevén tanto en el ámbito federal como en los länder, se rigen por los principios de pluralismo político y publicidad –con frecuencia se transmiten vía televisiva y se pueden consultar a través de Internet– y el Tribunal Constitucional ha reconocido la legitimidad de las pretensiones de las organizaciones sociales de influir en la formación de la voluntad estatal. Además, en el Bundestag las audiencias se celebrarán si lo solicita la cuarta parte de los integrantes de la comisión correspondiente, lo que sirve tanto a la aportación ciudadana a la deliberación parlamentaria como a la propia garantía del pluralismo que supone ese instrumento en manos de la minoría.

La tradición de las audiencias ya tiene cierta solera en países como Suecia, que suele celebrar unas 40 al año, Dinamarca, Holanda, Bélgica e Italia, con más incidencia y regulación, en el caso italiano, en los Parlamentos regionales.

En España, el reglamento del Congreso se limita decir que «las Comisiones, por conducto del Presidente del Congreso, podrán recabar la comparecencia de otras personas competentes en la materia, a efectos de informar y asesorar a la Comisión» y el del Senado prevé que las comisiones, si lo pide la tercera parte de los miembros, «podrán solicitar la presencia de otras personas para ser informadas sobre cuestiones de su competencia». Sin embargo, no existe, ni en los reglamentos de las dos Cámaras ni en la mayoría de las normas equivalentes de los Parlamentos autónomos, una previsión específica para que participen de manera directa en el procedimiento legislativo colectivos que puedan verse afectados por la aprobación de una determinada ley, aunque las cosas han empezado a cambiar con la aprobación de los nuevos estatutos de autonomía de Cataluña, Illes Balears, Andalucía y Aragón, que prevén mecanismos de audiencia ciudadana.

5. Prerrogativas parlamentarias que han devenido en privilegios.

Como es frecuente en las constituciones, en la española (artículo 71) se incluyen una serie de prerrogativas –inmunidad, inviolabilidad, fuero jurisdiccional– que tienen como finalidad garantizar el ejercicio adecuado de las funciones representativas que corresponden a diputados y senadores.

Si a lo largo de los siglos se ha justificado la protección de las personas que han venido ejerciendo funciones representativas frente a las amenazas que podían provenir de la Corona o del poder judicial, su configuración e, incluso, su existencia han de someterse a debate en un sistema democrático en el que se proclama la subordinación de todos los poderes públicos a normas jurídicas. ¿Hasta dónde debe llegar la irresponsabilidad de los parlamentarios por las opiniones emitidas en el ejercicio de sus funciones? ¿Es compatible con un Estado social y democrático de derecho, que proclama como algunos de los valores superiores de su ordenamiento la igualdad y la justicia, que no se pueda inculpar ni procesar a un diputado o senador sin la previa autorización de la Cámara a la que pertenece o que no pueda ser detenido más que en caso de flagrante delito?

Sin embargo, en España todavía hoy la regulación constitucional de la inmunidad alcanza una extensión difícilmente justificable: como es sabido, «durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán asimismo de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva».

Resulta excesivo que los parlamentarios únicamente puedan ser detenidos en caso de flagrante delito, sin atención alguna a la gravedad que pudiera revestir ese delito o a la posible relación que tuviera el acto de la detención con el ejercicio de las funciones representativas, cosa que sí es tenida en cuenta en otros textos constitucionales (Finlandia, Suecia, Irlanda, Francia, Portugal o Luxemburgo). La Constitución de los Países Bajos no prevé la inmunidad.

Por lo que respecta a la necesidad de que las Cámaras concedan el suplicatorio para que diputados y senadores puedan ser inculpados o  procesados, tal exigencia no existe en Alemania, Francia, Finlandia, Irlanda, Italia, Luxemburgo o Suecia. Y lo mismo sucede en España en los Parlamentos autónomos.

Finalmente, tampoco parece justificable la amplia configuración del fuero jurisdiccional de los parlamentarios, que en España se ha extendido a los diputados autonómicos: corresponde decidir sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio al Tribunal Superior de Justicia de la comunidad autónoma. Si los hechos atribuidos fueron cometidos fuera de la comunidad, la responsabilidad penal será exigible ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.

El desprecio de las formas de participación política directa

Las tesis que han venido despreciando o rechazando las posibilidades que ofrecen los instrumentos de participación directa adoptaron, en una primera forma, una posición elitista, desde la que se combaten unas formas de intervención ciudadana que pretenden ir más allá que la entrega periódica de su voto a una u otra opción política. Este elitismo se remonta ya a Edmund Burke, para quien únicamente los que integran el Parlamento tienen la capacidad suficiente para deliberar y decidir acerca de la “cosa pública”.

Existen otras argumentaciones, en apariencia más “elegantes”, que consideran que abrir las puertas a la participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos puede poner en grave peligro alguno de los logros democráticos que tanto ha costado conseguir; es lo que, dentro de las retóricas de la intransigencia, Albert Hirschman denomina la “tesis del riesgo” (5).

Lo cierto es que siguen teniendo sentido tanto las instituciones representativas como las de democracia directa y participativa, y de lo que se trata es de la combinación de todas ellas al servicio de la conformación ciudadana de la voluntad política, propuesta que, como es bien sabido, no es reciente, pues ya el proyecto de Constitución presentado en Francia ante la Asamblea Nacional el 15 de febrero de 1793 por el Marqués de Condorcet preconizaba un procedimiento para la sanción popular de las leyes y otro para el impulso y posterior ratificación popular de la reforma constitucional.

Y es que la democracia implica, por definición, participación de los ciudadanos en el gobierno de los asuntos públicos, y para ello se cuenta tanto con instrumentos representativos como con impulsos inmediatos de la propia ciudadanía, que en sociedades democráticas avanzadas dispone de capacidad de autodeterminación política suficiente para decidir sobre aspectos esenciales del gobierno de la comunidad.

1. La participación directa y algunas falacias sobre sus riesgos.

Son bien conocidas las críticas que en su día suscitaron las reformas electorales que ampliaron el sufragio, primero a los hombres no propietarios, luego a las mujeres y, en todo momento, las que rebajaron la edad para participar en los comicios. El argumento del peligro que tales cambios implicaban se reprodujo en España en los debates constituyentes de 1978 a propósito tanto de la iniciativa legislativa popular como del referéndum. Hay que situar las reticencias en el contexto de la transición de la dictadura a la democracia, pero se exageraron sus peligros, se desvirtuó su eficacia en el derecho comparado y nada se hizo después, y con la democracia ya consolidada, para atribuirles la relevancia que merecen.

2. La regulación del referéndum en la Constitución española de 1978.

En cuanto al referéndum, llama la atención que mientras la Constitución de 1931 contempló, aunque con limitaciones, el legislativo –«El pueblo podrá atraer a su decisión mediante “referéndum” las leyes votadas por las Cortes. Bastará, para ello, que lo solicite el 15 por 100 del Cuerpo electoral. No serán objeto de este recurso la Constitución, las leyes complementarias de la misma, las de ratificación de Convenios internacionales inscritos en la Sociedad de las Naciones, los Estatutos regionales, ni las leyes tributarias…» (artículo 66)–, tal cosa no ocurre en la Constitución de 1978, donde ni se habilita a los ciudadanos para solicitar la convocatoria de un referéndum ni se prevé el carácter abrogativo de las consultas, contemplado en otros ordenamientos constitucionales y también previsto en el artículo 85 del anteproyecto de Constitución. Este texto, que tenía el precedente del artículo 6 de la Constitución de 1931, resultó modificado parcialmente por la ponencia constitucional y experimentó una completa transformación a su paso por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas en virtud de una enmienda in voce presentada por el diputado Solé Tura y apoyada por todos los grupos parlamentarios salvo el de Alianza Popular.

Como resultado, tanto en los supuestos de referéndum en sentido estricto, por tratarse de la aprobación o modificación de una norma jurídica (modalidades contempladas en los artículos 151.2.3º, 152.2, 167 y 168 de la Constitución), como en el caso de las consultas de naturaleza política (supuesto al que se hace mención en el artículo 92 del texto constitucional), el papel atribuido a los ciudadanos es, en esencia, pasivo.

En particular, y por lo que se refiere a la consulta popular prevista en el artículo 92, la propuesta está reservada al presidente del Gobierno y debe ser autorizada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, que decide sobre esta cuestión después de un debate en el pleno de la Cámara ajustado a las normas previstas para los de totalidad.

Por compararnos con un país y un sistema constitucional similar, los ciudadanos españoles no pueden impulsar estas consultas populares, a diferencia de lo que ocurre en Italia, donde se concede al electorado, en un número de 500.000 personas, la posibilidad de iniciar una consulta abrogativa y se permite a los promotores de un referéndum, considerados como un grupo único, participar en la campaña de propaganda previa a la consulta popular.
Como es sabido, las dos únicas consultas populares celebradas al amparo del artículo 92 de la Constitución fueron la de 12 de marzo de 1986, cuando se preguntó al electorado si consideraba «conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica en los términos acordados por el Gobierno de la Nación», y la de 20 de febrero de 2005, donde la pregunta fue: «¿Aprueba usted el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa?».

Por contraposición, el impulso de la ciudadanía ha permitido que en Italia se celebraran 17 convocatorias en las que se sometieron a consulta 67 cuestiones derogatorias, algunas sobre asuntos de tanta relevancia política, social y económica como el divorcio (1974), la financiación de partidos políticos y la protección del orden público (1978), el aborto, la cadena perpetua o las medidas antiterroristas (1981), la privatización de la televisión pública, la publicidad televisiva y las elecciones municipales (1995), diversas cuestiones electorales (1999 y 2000), la investigación con embriones y la fecundación asistida (2005) o las privatizaciones, la energía nuclear y los impedimentos procesales a favor de los miembros del Gobierno (2011). Si bien la participación ciudadana en estas consultas ha ido oscilando, en las celebradas en 2011 el índice fue del 57,4% (casi 27 millones de italianos).

3. La iniciativa popular en la Constitución de 1978.

A propósito de la iniciativa popular, las previsiones constitucionales españolas no han sido mucho más generosas, pues a las restricciones de carácter general contenidas en el artículo 87.3 hay que añadir su exclusión en los procedimientos de reforma constitucional (artículo 166), siendo significativo el hecho de que no pueda ejercerse en “materias propias de Ley Orgánica”, con lo que se veda a esta institución el acceso a cuestiones directamente relacionadas con el desarrollo constitucional, como los derechos fundamentales y las libertades públicas, los estatutos de autonomía y el régimen electoral general (artículo 81), además de todos aquellos ámbitos cuya regulación exige, por mandato constitucional, la aprobación de una ley orgánica (Defensor del Pueblo, Consejo General del Poder Judicial, sucesión  a la Jefatura del Estado...).

a) La exclusión de la iniciativa popular para la reforma de la Constitución. Llama la atención que los ciudadanos no puedan participar en la fase de iniciativa en una cuestión tan relevante como es la reforma constitucional. Sin embargo, tal cosa no estaba prevista en términos tan excluyentes en el anteproyecto de Constitución, pues el artículo 157 remitía con carácter general al artículo 80, donde se regulaban las diferentes iniciativas legislativas, incluida la popular. Como es sabido, el vigente artículo 166 alude a los apartados 1 y 2 del artículo 87, no al apartado 3.

En la sesión de la Comisión Constitucional celebrada el 20 de junio de 1978, se debatió una enmienda in voce de Unión de Centro Democrático para acotar el alcance de la iniciativa, y el diputado Gabriel Cisneros sostuvo que «está más que justificada esta cautela porque la apertura de la iniciativa de la reforma constitucional a la iniciativa popular desnaturalizaría ciertamente la configuración que de la reforma constitucional hace el artículo 160». Peces-Barba explicó su apoyo a la enmienda de UCD y Solé Tura argumentó que el cambio no impedía «el desarrollo de la democracia semidirecta, sino que refuerza el protagonismo del Parlamento, de los partidos políticos como canales de expresión, y no tiene por qué incidir, ni mucho menos impedir, el desarrollo de la democracia semidirecta, prevista en el texto constitucional, que, en todo caso, no solo hay que plantearla, sino que hay que preverlo todavía más».

A su paso por la Comisión de Constitución del Senado, los parlamentarios Arregui y Ollero intentaron, sin éxito, recuperar la iniciativa popular para la reforma constitucional. En suma, el resultado final provoca una contradicción notable con el principio de soberanía popular (artículo 1.2) y, desde luego, nada tiene que ver con lo previsto en la Constitución de la Confederación Helvética, donde se admite la iniciativa popular para una reforma total o parcial de la norma fundamental, lo que también se reconoce en Letonia, Lituania, Rumanía o Austria.

b) Las materias vetadas a la iniciativa legislativa popular. Como ya se ha apuntado, en el debate constitucional aparecieron todo tipo de reticencias respecto a las materias legislativas susceptibles de iniciativa popular, llegándose a mencionar, por el diputado Pérez Llorca, la posibilidad de «conflictos gravísimos… que podrían ser planteados por minorías, por grupos extraparlamentarios minoritarios, y en ciertas cuestiones concretas podrían crear conflictos graves al funcionamiento adecuado del sistema». Eso provocó que durante la tramitación del proyecto de Constitución se acotase todavía más el ámbito abierto a esta iniciativa, pues en la redacción inicial quedaban fuera la legislación tributaria, la materia internacional y la prerrogativa de gracia, pero no las leyes orgánicas.

El resultado final y conocido es que no cabe tampoco en materias propias de ley orgánica, lo que supone, entre otras cosas, la exclusión del desarrollo legislativo de los derechos fundamentales y libertades públicas, lo que puede explicar el escaso empleo de esta institución, pues es menos probable que haya cuestiones susceptibles de movilizar a sectores sociales extensos.

El constituyente español ha optado por trasladar, casi literalmente, las restricciones materiales del referéndum abrogativo italiano previsto en el artículo 75 de la Constitución italiana al artículo 87.3 de la española, lo que es cuestionable, pues mientras esta última institución se dirige al cuerpo electoral que impone su voluntad a los representantes políticos, la iniciativa legislativa ciudadana siempre puede ser rechazada en el Parlamento. En realidad, se quiere ahorrar al legislador eventuales presiones políticas externas respecto a un conjunto de materias especialmente sensibles.

c) El número de personas que debe respaldar la iniciativa legislativa popular. Por si las exclusiones materiales no ejercieran ya un fuerte efecto disuasorio para las iniciativas legislativas populares, el constituyente añadió otra barrera: la exigencia de que sea respaldada por, al menos, 500.000 firmas ciudadanas. En Italia, un país con mucha más población que España, el número mínimo requerido son 50.000 firmas, cantidad prevista también en países mucho menos poblados que España como  Hungría o Lituania. La cifra es inferior en Portugal (35.000) y Eslovenia (5.000).

En un Estado como Polonia, con una población un poco menor que la española, el respaldo a la iniciativa legislativa popular se reduce a la quinta parte: 100.000 firmas. Y en la reciente regulación de la iniciativa legislativa europea se ha fijado el número total de firmas en 1.000.000, el doble que en España, pero, obviamente, mucho más fácil de alcanzar si se tiene en cuenta el número potencial de firmantes, incluso con las exigencias de que provengan al menos de siete de los Estados miembros de la Unión Europea y cuenten con un número mínimo de firmantes en cada uno.

Algunas conclusiones

Primera. A la luz de lo expuesto parece que la calidad de la democracia institucional española es manifiestamente mejorable.

Segunda. Para ello, los “derechos de gobierno” deberían ampliarse a los extranjeros con una residencia legal de 4 o 5 años.

Tercera. Parece constitucionalmente posible y democráticamente conveniente reflexionar sobre una  eventual rebaja de la mayoría de edad electoral por debajo de los 18 años.

Cuarta. El sistema electoral del Congreso de los Diputados debe ser reformado para garantizar la igualdad de electores y partidos políticos y revalorizar la participación de los ciudadanos en la designación de sus representantes.

Quinta. Es necesario que el Parlamento sea el lugar de debate sobre la toma de las decisiones más relevantes para la comunidad y que la discusión se lleve a cabo a través de un procedimiento que garantice la publicidad y el control por parte de las minorías.

Sexta. Sería conveniente una reforma del artículo 71 de la Constitución para que, o bien se elimine la inmunidad de diputados y senadores, o cuando menos la imposibilidad de su detención se limite a los delitos menores que tengan alguna conexión con el ejercicio de las funciones representativas. También es oportuna la supresión del suplicatorio y estudiar el sentido del fuero jurisdiccional de los parlamentarios.

Séptima. Es imprescindible promover la participación directa de la ciudadanía en el procedimiento legislativo tanto en la fase de iniciativa –eliminando límites a la iniciativa legislativa popular–; en la fase deliberativa –permitiendo que pueda opinar en sede parlamentaria para mejorar la información que reciben las Cámaras, intensificar la transparencia y publicidad de la actividad legislativa, y potenciar la legitimidad de las leyes y su eficacia–,  y en la fase final, regulando la figura del referéndum derogatorio.

Octava. La ciudadanía no puede estar excluida de la capacidad para impulsar un cambio constitucional. El pueblo gobernado debe poder ser pueblo gobernante cuando se trata de reformar la norma fundamental que regula la convivencia ciudadana.

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Miguel Ángel Presno Linera es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, acreditado como catedrático. Correo: presnolinera@gmail.com; página académica: http://presnolinera.wix.com/presnolinera; blog: http://presnolinera.wordpress.com

(1) Kelsen, De la esencia y valor de la democracia, KRK, Oviedo, 2006, p. 113 y ss.
(2) Arendt, La promesa de la política, Paidós, Barcelona, 2008, p. 163.
(3) Habermas, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Trotta, Madrid, 1998, pp. 622 y 623.
(4) En España, hasta 1931, la edad requerida era 25 años; en 1931 se rebajó a 23 y en 1977 a 18 años; me  ocupo de ello en Leyes y normas electorales en la historia constitucional española, Iustel, Madrid, 2013.
(5) Hirschman, Retóricas de la intransigencia, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, p. 97 y ss.