Miguel Ángel Quintanilla Fisac
El pensamiento científico y la ideología de izquierdas
(Página Abierta, 218, enero-febrero de 2012).
Intervención en las Jornadas de Pensamiento Crítico del último mes de diciembre.

Desde hace ya tiempo, poco a poco y de forma progresiva –y parece que inevitable–, a lo largo de todo el siglo XX y de la parte del XXI que ya hemos vivido, la izquierda ha ido perdiendo hegemonía política y sobre todo cultural. Es un problema de largo alcance, de carácter más civilizatorio que de simple coyuntura política.

Y hay una cosa que no hemos hecho –o lo hemos hecho poco– quienes nos dedicamos especialmente a la elaboración intelectual y al pensamiento: afrontar la situación sin presupuestos previos inamovibles. Afrontar el análisis y la crítica de la evolución de la izquierda a nivel global como afrontamos un problema cuando realizamos una investigación científica: intentando saber lo que pasa y obtener hechos fiables y teorías explicativas potentes, y no aceptando nada como definitivo hasta que no tenemos pruebas contundentes de que vamos por buen camino.

Los intelectuales de izquierda, hace tiempo, por lo menos desde la caída del Muro de Berlín, deberíamos haber asumido, de una forma decidida, la necesidad de pensar qué estábamos haciendo, porque a lo mejor nos estábamos equivocando. Pero no solamente por lo que hizo tal o cual personaje o partido político, sino que a lo mejor es que el proyecto mismo tradicional de la izquierda, tal como lo hemos vivido a lo largo del siglo XX, había que revisarlo.

Y esta actitud de libertad de pensamiento, de crítica y autocrítica, es la que desearía que presidiera  mis reflexiones actuales sobre la ciencia y el pensamiento de izquierdas desde el punto de vista de la experiencia en la política científica.

La política científica y tecnológica es hoy una política muy especializada, pero muy importante. Todo el mundo se llena la boca diciendo que estamos en la sociedad del conocimiento y que en esta sociedad la ciencia, la tecnología, la investigación, el desarrollo y la innovación son factores fundamentales de la competitividad y, por lo tanto, del bienestar de los ciudadanos; y, en consecuencia, que la responsabilidad de los Gobiernos es ayudar a tener un buen sistema de ciencia y tecnología capaz de engranar con las necesidades de la sociedad, y sobre todo del sistema productivo, para conseguir que, efectivamente, se trasladen los beneficios de la ciencia y la tecnología al conjunto de la sociedad.

Esto ha hecho que la política científica, esa parte de la política que tiene como fin fijar los objetivos para el desarrollo científico y tecnológico y ayudar a conseguirlos, sea cada vez más importante en el conjunto de las políticas públicas.

Sin embargo, desde hace mucho tiempo la izquierda –cuando digo la izquierda, me refiero a la izquierda europea, fundamentalmente– está trabajando en política científica sin tener objetivos propios. Estamos haciendo “lo que hay que hacer”, como ahora se dice a propósito de la respuesta política a la crisis financiera. No hemos tenido tiempo para reconstruir un discurso que sí tuvimos hace décadas. Un discurso, en relación con la política científica, que se fraguó en torno a la mitad del siglo XX, con pensadores tanto occidentales, especialmente británicos, como teóricos que provenían de los países en los que se había implantado el comunismo soviético: una conceptualización de la política científica y tecnológica de izquierdas, que produjo una polémica ideológica interesante en torno a las dos alternativas que presidían todos los debates ideológicos durante el periodo de la guerra fría: planificación estatal o libertad de mercado.

Pero las coordenadas en las que se suscitó aquel debate han cambiado absolutamente: no existe la Unión Soviética, nadie hoy quiere ser socialista, en el sentido en el que se entendía ser socialista después de la Revolución de 1917. Nadie quiere nacionalizar los medios de producción. Todo lo contrario. El paradigma de lo que era la imagen pública de la política de izquierdas, basada en ejemplos de las revoluciones socialistas del siglo XX, ha desaparecido. Y no obstante, la izquierda europea no ha tenido tiempo o no hemos tenido ganas de replantearnos las posiciones que caracterizaron la política de izquierda en los años cincuenta, sesenta, etc.

Lo que está haciendo, en general, la izquierda europea desde hace veinte o treinta años, o más, es, digamos, gestionar el sistema. Gestionar el sistema de la forma más eficiente posible y procurando, también en la medida de lo posible, compensar las desigualdades mediante acciones políticas; pero realmente no estamos llevando a cabo una política alternativa, estamos siguiendo lo que se supone que son los “dictados del sistema”.

Aporías, dilemas y errores doctrinales

El pensamiento socialista (1) está sometido a una serie de aporías o dilemas que damos por buenas sin atrevernos a inventar nuevas formas de afrontar estos problemas. Por ejemplo, la identificación de capitalismo con mercado. Todos sabemos que no es lo mismo, pero en la práctica los mercados son el capital y el capital son los mercados. Es mentira.

Renunciar a la capacidad de gestión eficiente de la interacción social que en determinados ámbitos tiene la dinámica de mercado es un error de la izquierda. No podemos renunciar a eso, porque si hay algo que funcione bien, desde un punto de vista técnico, debemos tener la capacidad de aprovecharlo para que funcione así en nuestra sociedad, de acuerdo con nuestros ideales y con nuestros objetivos. Si el mercado es una técnica de interacción y funciona, debemos asumirla.

Ahora, si identificamos mercado con explotación capitalista, entonces, inmediatamente, tenemos que rechazar el mercado y sustituirlo por otros regímenes de interacción social que son menos eficientes. Esto es lo que pasó en el 89, que se demostró que eran menos eficientes y se vinieron abajo. Sin embargo, estamos asumiendo, acríticamente, que el mercado no nos sirve, y yo creo que eso es un error.

También es un error admitir sin más que no es posible unificar o integrar competitividad con cooperación. La ideología predominante nos dice que hay que ser competitivos. Incluso cuando defendemos la importancia de la ciencia y la tecnología para satisfacer las necesidades sociales, decimos que eso es así porque la transferencia del conocimiento de la ciencia a la empresa aumenta la competitividad de la empresa y, por lo tanto, la capacidad de competir en el mercado internacional, etc. Aceptamos que eso es así y que tenemos que ser competitivos. Pero con esto nos quedamos desarmados, porque en la tradición del pensamiento de izquierdas el valor fundamental no es la competitividad, el valor fundamental es la cooperación. Y entonces resulta que en el mundo actual no hay hueco para la cooperación, y menos en el mundo científico y tecnológico.

Igual ocurre con la contraposición entre sociedad y Estado. Hemos llegado a aceptar que todo lo que venga de la sociedad civil es bueno y todo lo que venga del Estado es malo e ineficiente. Igual que el desprestigio de lo público frente al supuesto prestigio de lo privado. Estos son dilemas en los que estamos metidos, líos conceptuales que no tenemos por qué asumir.

¿Por qué estamos enredados en estos líos? Yo creo, y ya lo he apuntado antes, primero porque la izquierda ha cometido errores políticos. Y uno importante, de entrada, es el de no asumir la necesidad de una autocrítica pura y dura, sin paliativos. Ya es hora de que la izquierda, en su totalidad, diga de una vez por todas que fue un error la condescendencia del pensamiento de izquierdas con algunos totalitarismos del siglo XX. Fue un error y lo estamos pagando.

En las discusiones que hubo en relación con la política científica a partir de los años cuarenta, el planteamiento de la izquierda se identificaba con la defensa de la planificación estatal de la investigación científica, a imitación de lo que se estaba haciendo en la Unión Soviética. Y, en cierto modo, era lógico que eso se defendiera, porque era una manera de defender el proyecto político global de la izquierda. Pero era un error. Lysenko (2) fue un error, y no fue un error del estalinismo, fue un error de la política científica socialista soviética del siglo XX, basada en el estatalismo dictatorial, la guerra fría y la industrialización forzada. Y no basta decir “bueno, esto es un error que ya hemos superado gracias a que hemos superado también la época estalinista”. No podemos reconstruir la posición de la izquierda en relación con la ciencia y la tecnología sin cortar con eso. Y romper con eso significa también cortar con los planteamientos desde los que se defendió en los años cincuenta la alternativa de izquierdas (planificación estatal frente a autonomía de la sociedad) en relación con la ciencia y la tecnología.

Y en segundo lugar, ha habido también errores doctrinales, por qué no, en el pensamiento socialista, sobre todo de inspiración marxista, que es el predominante a lo largo del siglo XX, en el que yo mismo he participado (3). Nos hemos inspirado en una filosofía obsoleta, que es la filosofía hegeliana de la historia. Es verdad que el pensamiento marxiano tiene muchas contribuciones que no tienen nada que ver con Hegel. Aunque la formación de Marx era fundamentalmente hegeliana, él logró aportar ideas originales, mucho más interesantes que las derivadas de la filosofía hegeliana. Pero, en fin, a los que son más jóvenes que yo, les recomiendo que hagan un ejercicio: que cojan, si logran encontrarlo en algún sitio, un manual de filosofía marxista-leninista, de materialismo dialéctico, de los que editaba la Editorial Progreso de Moscú; que intenten leerlo y, si no se les cae de las manos, es que están enfermos, deben ir al psiquiatra. (Y sin embargo, algunos jóvenes de mi generación, en plena dictadura de Franco, hacíamos copias a multicopista de esos manuales para poder distribuirlas clandestinamente: las dictaduras son siempre insanas, sobre todo para el que las sufre).

El caso es que ese predominio del marxismo hegeliano en el pensamiento de izquierdas nos impidió aprovechar otras tradiciones doctrinales mucho más fructíferas, dentro de la filosofía, como es toda la tradición del racionalismo y del positivismo. No podemos despreciar tradiciones laicas del pensamiento racional  positivista que han alimentado la ideología de la izquierda y que hemos perdido. Como tampoco podemos mantener el menosprecio por la tradición liberal y el socialismo utópico.

Recuerdo aquel panfletillo Del socialismo utópico al socialismo científico. ¡Qué daño ha hecho a la izquierda! Porque establece una disociación entre lo bueno, que era la ciencia, y lo malo, que era la utopía. Pero en realidad el socialismo es una utopía, en el sentido clásico. Es decir, es un proyecto de organización social alternativo al existente y basado en valores morales comprometidos con la solidaridad y con los grupos de la población más explotados y más oprimidos. Y eso es una utopía, es una utopía como la de Tomás Moro. Y está bien que se defienda ese tipo de proyectos con argumentos como los que defienden los socialistas utópicos. Pero como el hegelianismo nos hacía estar convencidos de que bastaba con darle a la manivela del razonamiento abstracto, dialéctico, para conseguir la demostración de la necesidad ineludible del advenimiento del socialismo a la Tierra, pues estábamos presos de un pensamiento que nos impedía aprovechar aportaciones de la tradición liberal y utópica del socialismo.

Los fundadores del liberalismo no eran conservadores. Stuart Mill es un liberal socialista, tiene una concepción de la sociedad más próxima a la izquierda que a la derecha. Es un error que nos dejemos robar esa tradición por tener enfrente la “cosa” esta que ahora llaman neoconservadora, neoliberal, que no tiene nada que ver con las raíces del pensamiento liberal. Las raíces del pensamiento liberal están en la Revolución francesa, donde están, a su vez, las raíces del pensamiento de la izquierda; somos los herederos de la Ilustración y de la Revolución francesa. No son ellos, los conservadores, ellos son los herederos del absolutismo monárquico. Lo que pasa es que usan una ideología inspirada en otro paradigma que nos han robado.

La ofensiva ideológica conservadora

La izquierda, el socialismo, ha sido víctima de una ofensiva ideológica conservadora, articulada con toda la ingeniería social disponible, y con toda la artillería mediática que poseen esos sectores políticos y sociales.

El triunfo de las tesis neoliberales y conservadoras no es el resultado de la evolución de la historia del pensamiento, es el resultado de una operación de marketing puesta en marcha después de la Segunda Guerra Mundial, que ha dado lugar a la creación de una criatura que llamamos neoliberalismo económico, que no tiene nada que ver, en mi opinión, con el liberalismo. Lo que identifica a la ofensiva neoliberal conservadora desde el punto de vista doctrinal, según ellos, es su defensa intelectual de la economía de mercado frente al poder del Estado. ¡No es del todo exacto! En realidad son defensores acérrimos de una férrea intervención política del Estado que es preciso poner en marcha con toda la potencia de fuego disponible en los Estados modernos para imponer precisamente que el resto de las decisiones colectivas no se adopten desde el Estado sino desde los mercados. Pero eso no es el liberalismo, el liberalismo es dejar que los mercados hagan las cosas, no mandar las cañoneras para servir al interés privado que domina los mercados.

La ofensiva neoliberal-conservadora consistió en decir: “si no defendemos las tesis de la economía de mercado, es posible que la economía colectivista soviética nos barra del mapa. Hay que poner en marcha una ofensiva ideológica y política para imponer la  ideología del mercado”. Pero no con los procedimientos del mercado, hay que hacerlo con los procedimientos de la política, de la fuerza bruta si es preciso. Y la verdad es que hicieron una “buena labor”, construyeron un discurso que está tan bien hecho que nos lo hemos tragado. Y hay un montón de cosas que decimos todos los días que provienen de ese think tank. Se llama la Sociedad Mont Pelerin.

Mont Pelerin es una bella localidad suiza donde Friedrich Hayek, el economista austriaco, ideólogo del neoliberalismo, convocó en 1947 una reunión de intelectuales, economistas, premios Nobel, filósofos, entre ellos mi admirado Karl Popper. La reunión era para definir un programa de actuación para tratar de imponer la ideología del mercado. Y les ha salido muy bien. Tardaron mucho, porque durante mucho tiempo la Guerra Fría impedía que aquello pareciera natural. Pero después de la experiencia de Thatcher en Gran Bretaña, de Reagan en Estados Unidos y de Pinochet en Chile, por fin dijeron: “aquí está el experimento, tenemos la solución, observen ustedes, vean cómo esto funciona”.

Han tenido mucho éxito. Y es necesario que seamos conscientes de que somos víctimas de ese éxito. Pero también de que, si lo somos, es porque había un hueco que rellenar y ellos han sabido hacerlo. Y nosotros nos hemos rendido a la ofensiva neoliberal. Plantearé un experimento mental: mañana un responsable político dice “voy a poner en marcha una política educativa para conseguir el mayor nivel de excelencia de nuestros centros educativos en toda España”. Si dice eso, ¿qué pensamos? Seguramente, que es inteligente. Lo hemos asumido.

Pero la noción de “excelencia” no es una noción neutra. El concepto de excelencia no es neutro, está cargado de ideología neoliberal conservadora. Y lo usamos como si fuera nuestro. Y no estoy pidiendo ahora que se renuncie a la excelencia, todo lo contrario. Pero que sepamos dónde nos movemos y qué es lo que estamos proponiendo y cómo lo podemos conseguir. Que sepamos que nos estamos moviendo en el terreno enemigo.

El objetivo principal de las políticas socialistas no es potenciar la excelencia, es mejorar el promedio y suavizar la desigualdad en la distribución de los bienes sociales. Esto es de izquierdas. Si hubiera garantías de que potenciando la excelencia se mejora toda la población, que es lo que dice la tesis neoliberal, pues, bueno, bien está. Pero el objetivo no son unos pocos. Para eso hay otros mecanismos, para eso está el mercado, por ejemplo. Está bien que funcione. Pero el objetivo de las políticas públicas no es conseguir que los hijos de los obreros puedan ser premios Nobel, es conseguir que todo el mundo tenga las mismas oportunidades de mejorar su formación hasta el nivel al que dé su capacidad intelectual, el máximo, pero para todo el mundo. Esas son las políticas de izquierda. Por eso, el indicador bueno para una política de izquierda es el promedio y  los índices de igualdad, como el índice de Gini, no es cuántos premios Nobel tengo, sino cuál es el nivel promedio de la población y cómo se distribuyen los bienes y servicios. Esto es lo importante. Eso es lo que justifica la política de izquierda.

Al decir esto sé que mis colegas académicos me van a recriminar: “pero, bueno, ¿qué has hecho? Has acabado con la excelencia académica…”. No, estoy hablando de política, no de tesis doctorales. A mis alumnos de doctorado les animo a que intenten ser los mejores. Pero las políticas no son solo para mis alumnos de doctorado, las políticas son para toda la población.

El elitismo científico

Hasta ahora nos estamos moviendo en un terreno muy genérico, muy de ideología política, pero esto tiene su reflejo específicamente en la política de la ciencia, es decir, en la visión que transmitimos del pensamiento científico.

Tradicionalmente, hasta los años setenta, en España, la gente de izquierdas eran más procientífica que la gente de derechas. A la gente de derechas la ciencia les va mal porque la asocian con cuestiones ideológicas de la inmortalidad del alma, la vida eterna, Galileo, Darwin, el mono, el hombre, estas cosas. Pero en las encuestas de ahora, desde hace diez o doce años, empezó a producirse un cambio, y la ideología de izquierdas dejó de estar asociada al pensamiento científico, a la cultura científica, a la apreciación de la ciencia: en la última encuesta de la Fundación Española de la Ciencia y la Tecnología sobre la percepción social de la ciencia, la adscripción ideológica es neutral en relación con la ciencia; es decir, la izquierda y la derecha no se diferencian en relación con su apreciación del pensamiento científico (4). De manera que hemos perdido también la hegemonía de la cultura científica como patrimonio de la izquierda.

Eso a mí no me parece mal, siempre que signifique que el resto de la población se ha pasado a nuestro bando. Pero yo no lo tengo tan claro. Creo que en la izquierda estamos claudicando al aceptar una visión de la ciencia que tiene más connotaciones neoliberales que socialistas. Por ejemplo, lo que antes señalaba sobre el lugar que ocupa la “excelencia”. Hemos aceptado como natural el principio de elitismo en la ciencia: “La ciencia es una cosa de élites”, “Los científicos son gente rara que están por encima del promedio de la humanidad”,

“Si quieres ser un buen científico, tienes que destacar frente a todo el resto”.
Hay una discusión muy interesante en los estudios sobre la ciencia respecto a este tema. Parte de una expresión que dejó escrita Newton en una carta a Robert Hooke en contestación a los elogios que éste le había hecho por sus descubrimientos. Newton decía, modestamente: “Si he podido llegar tan lejos es porque iba a hombros de gigantes”.

“A hombros de gigantes” es una expresión que se utiliza en la ciencia para reconocer que tus méritos son posibles porque otros han trabajado antes que tú. Hay dos interpretaciones de esta frase de Newton, que, por otra parte, es una frase que proviene de la Edad Media. Entonces tenía un significado un poco diferente. Se usaba para indicar que un enano, si va en los hombros de un gigante, alcanza a ver más lejos que el gigante. Esta era la interpretación tradicional. Pero, como decía, ahora, en los estudios de sociología de la ciencia, hay dos interpretaciones de esto. Una, que es la elitista, dice: “los científicos que hacen avanzar a la ciencia son gigantes, y solo los gigantes hacen avanzar a la ciencia, el propio Newton era un gigante que además avanzada a hombros de gigantes”. Se puede interpretar, pues, como que la ciencia, en realidad, es un asunto exclusivo de los grandes científicos, los gigantes. Pero también se puede interpretar en otro sentido: los grandes científicos logran ser lo que son gracias a otros muchos que no son importantes pero sobre cuyo trabajo se alzan los primeros. Esta segunda interpretación es la que yo creo más apropiada, y es la que en la literatura científica sobre el tema se identifica con lo que se llama la “hipótesis de Ortega”, por Ortega y Gasset, el filósofo español de todos conocido.

En el libro La rebelión de las masas, Ortega, en un capítulo que habla sobre el “especialismo” como uno de los problemas de nuestro tiempo, de su tiempo (5), dice que como consecuencia del “especialismo” la ciencia ha dejado de ser parte de la sabiduría y ahora los científicos saben mucho de una sola cosa y no saben nada de todo lo demás. Además, tienen tendencia a hablar de cualquier cosa como si fueran expertos en todo, cuando en realidad solo son expertos en una parcela muy restringida. Y en concreto señala: “La ciencia, así, está llena de mediocres y más que mediocres”. De acuerdo con esto, la “hipótesis de Ortega” consiste en considerar que la ciencia no la hacen los gigantes, las élites, sino que la hacen los mediocres, y las élites se benefician de ella.

Bueno, yo no estoy de acuerdo con esta interpretación de Ortega, pero estoy de acuerdo con la tesis implícita en su posición. Creo que la ciencia es una actividad cooperativa, no solo competitiva. Es, fundamentalmente, una actividad cooperativa, que funciona gracias a que hay miles de personas trabajando que nunca son premios Nobel, pero solamente puede haber premios Nobel porque esos miles de personas están haciendo esa labor.

La mercantilización de la ciencia

Otra claudicación que está asumiendo la izquierda ante la visión neoliberal de la ciencia es la idea de la mercantilización de la ciencia. Esto es muy grave. No solo es muy grave la mercantilización en sí, sino sobre todo lo es que nos enteremos de lo que está pasando y no nos inquietemos por ello.

Hemos aceptado como parte de la política científica que la solución a todos nuestros problemas viene de que seamos capaces de transferir los resultados de la investigación científica al sistema productivo a través de la colaboración con las empresas para producir innovaciones tecnológicas que aumenten la competitividad. En principio eso está bien. La ciencia por sí sola no es útil. La ciencia básica es importante porque nos permite conocer el universo y la realidad, y todo el mundo (que tiene tiempo para querer esas cosas) desea mejorar el conocimiento de la realidad.

Así pues, la ciencia básica es completamente inútil en sí misma. Es útil solo porque, a partir de ella, a partir de ese aumento de nuestro conocimiento de la realidad, podemos desarrollar sistemas tecnológicos que nos permiten cambiarla. La ciencia no cambia la realidad. La ciencia no la toca, la toca solamente en el laboratorio. Pero la tecnología sí, la tecnología consiste en cambiar la realidad. Y la innovación tecnológica es muy importante para el desarrollo económico. Pero también es muy importante para el bienestar social, Y ello es independiente del sistema económico, si es capitalista o no. La ciencia y la tecnología son siempre valores importantes y la tecnología es además útil.

En una economía de mercado, lo lógico es que las utilidades derivadas de la difusión de la mayoría las aplicaciones tecnológicas de la ciencia se produzcan a través del mercado. ¿Por qué? Porque es el principal mecanismo que tenemos para la producción y distribución de bienes y servicios. Y los bienes tecnológicos son parte esencial de la economía de mercado en el sistema de la sociedad del conocimiento. Por lo tanto, es lógico que se adopten medidas que potencien la relación entre las universidades y las empresas, por ejemplo. O entre los proyectos científicos y los proyectos de innovación tecnológica. Que se pongan en marcha políticas de apoyo a la innovación y a la  transferencia de resultados de la investigación a la industria.

Todo eso está muy bien. Pero eso no es lo mismo que mercantilizar la ciencia. Mercantilizar la ciencia significa que, en aras de esos objetivos, estemos dispuestos a sacrificar valores propios del pensamiento científico y otros valores sociales no relacionados con la economía de mercado.

Por ejemplo, en estos momentos se sabe que, como consecuencia del incremento de las relaciones entre universidades y empresas, se están cambiando algunas de las pautas del comportamiento de los científicos en la investigación académica. Una de esas pautas se refiere a la difusión de la información científica. Para que la ciencia funcione –la ciencia como institución social inventada en el siglo XVII en Europa, que eso es lo que llamamos hoy ciencia moderna– tiene que ponerse en marcha un mecanismo de difusión abierta del conocimiento porque, si no, el desarrollo del pensamiento científico se hace inviable.

Pues bien, como consecuencia de la mercantilización de la ciencia, lo que está pasando es que están incrementándose las prácticas de restricción de la información científica en función de las necesidades de proteger secretos industriales y las ventajas competitivas que te da el disponer de una información que los demás no tienen. Puesto que esa información científica cada vez tiene mayor valor económico, la mercantilización de la ciencia hace que cada vez esté más sometida a esas mismas técnicas de secretismo industrial que la ponen en peligro.

¿Cómo estamos reaccionando ante esto? En la izquierda intelectual, en el pensamiento intelectual contestatario –vamos a llamarlo así–, la reacción fundamental es de desconfianza ante la ciencia: “Como la ciencia se está mercantilizando, la ciencia es cosa de la industria, es cosa del capitalismo, etc., y eso es negativo. La izquierda vamos por otro lado. Vamos a recuperar las culturas alternativas, no científicas; vamos a recuperar el pluralismo cultural; vamos a recuperar otras formas de afrontar la realidad sin tener que asumir el paradigma científico-técnico, que es cosa del mercado y del capital”. En fin, como la ciencia se está mercantilizando, la ciencia es mala. Pero esta manera de pensar supone una renuncia por parte de la izquierda. No, lo que hay que hacer es luchar contra la mercantilización de la ciencia. Hay que buscar nuevas respuestas.

Entre los teóricos de la ciencia, tanto contestatarios como más conservadores, se ha impuesto una nueva forma de hablar de estas cosas, que es la noción de tecnociencia. La tecnociencia es un conglomerado en el que va todo junto: la ciencia, la tecnología, la política, la cultura, el folclore... Los teóricos de la tecnociencia consideran que el problema de la gestión de la ciencia es un problema de poder, como cualquier otro ámbito de la gestión de la sociedad, y que la ciencia es igual que el arte, igual que la política en general; es una cuestión de poder, como otra cualquiera.

Esto es un error, en mi opinión. No es verdad que la ciencia funcione así. Yo he tenido responsabilidades en política científica, y os puedo decir que cuando alguien tiene que tomar decisiones sobre cómo orientar la ciencia de un país o qué recursos dedicar a la investigación, lo último que espera que le digan sus asesores científicos es que “es una cuestión de poder”. Porque eso ya lo sabe el político. Lo que quiere saber es qué hacer con ese poder, qué decisión debe tomar: ¿hay que investigar en células madre o en energía nuclear? ¿Hay posibilidades de conseguir centrales nucleares capaces de reciclar sus propios residuos o eso es una estupidez científica? ¿Hay posibilidades de poner en marcha terapias génicas basadas en el cultivo de células madre embrionarias que no se pueden hacer con otro tipo de células madre o sí se pueden hacer? Esas cuestiones son cuestiones científicas. No es una cuestión de poder. La ciencia tiene una estructura propia, y la izquierda lo que tiene que hacer es reconciliarse con esa estructura de pensamiento. No tenemos que dejarla en manos de la derecha, para que termine entregada a los dictados del mercado.

Se requieren nuevas respuestas desde la izquierda. Y esas respuestas deben recuperar elementos que nos parecen ahora de derechas, pero que no lo son. Yo cito dos: hay que recuperar lo que llamamos el ethos de la ciencia y hay que recuperar la noción de autonomía científica y participación pública en la ciencia.

Recuperar el ethos de la ciencia

En la tradición marxiana, la tecnología es una parte fundamental del sistema de las fuerzas productivas, del sistema de producción y reproducción de la sociedad. Pero la ciencia no es la tecnología. Ni en Marx ni en los teóricos marxianos del materialismo histórico, ni en los teóricos de la filosofía de la ciencia positivista del Círculo de Viena. Ciencia y Tecnología no son la misma cosa. La ciencia es pensamiento, es conocimiento, y la tecnología es acción. Es acción inspirada en el conocimiento, acción inspirada en la ciencia que va más allá del conocimiento. Lo importante es que no va a haber buena tecnología si no hay buena ciencia.
Hay un ejemplo de Leo Cooper (6) que me gusta citar a propósito de esto. Imagínense qué hubiera pasado si hace un siglo alguien hubiera hecho un concurso en el que propusiese premiar proyectos de investigación y desarrollo cuyo objetivo fuera diseñar  un sistema para que todo el mundo pudiera escuchar en su casa un concierto de música sinfónica con la misma fidelidad que si estuviera en el propio Palacio de la Ópera: un concurso de investigación e innovación tecnológica, miles de millones para subvencionar proyectos para conseguirlo. ¿Qué hubiera pasado? Pues supongo que Edison, por ejemplo, hubiera aparecido ahí con sus rodillos aquellos de los primeros gramófonos, quizá con un sistema de tuberías que irían desde la Ópera hasta tu casa, con resonadores de vez en cuando y amplificadores del sonido para poder conseguir que llegaran sin degradarse, amplificadores que serían de carácter mecánico… No lo sé, algo parecido a esto. Podría haberse hecho un gran proyecto tecnológico. Pero nadie hubiera podido llegar, en ese proyecto tecnológico, a una solución tan simple como un MP3 o un CD. ¿Por qué no podían llegar? Porque los conocimientos científicos necesarios para poder diseñar un CD o un MP3, sencillamente, todavía no existían. Nadie había elaborado aún esos conocimientos científicos básicos, que se refieren a la estructura íntima de la materia: física cuántica. Simplemente, tardaron unos años más, y sus resultados tecnológicos tardaron todavía más, hasta finales de los años cuarenta, cuando se inventó el semiconductor, el transistor, el láser, los circuitos integrados, las técnicas de compresión de la información digitalizada, etc.

La investigación básica es la que hace posible que nosotros usemos el MP3, pero ella sola no; es el desarrollo tecnológico que ha aprovechado ese conocimiento básico. Por eso la ciencia no es lo mismo que la tecnología, y no funciona de la misma manera. Y tenemos que recuperar cómo funciona la ciencia, porque ese es un modelo de pensamiento, de superestructura cultural, más que de infraestructura, que nos debe servir de inspiración para el pensamiento de la izquierda.

Como ejemplo de ello recojo aquí los cinco principios del ethos de la ciencia de Merton (7). Él, a finales de los cuarenta, desarrolló su teoría demostrando que la ciencia se inspiraba en una serie de principios morales que podían tener un valor universal. Y yo creo que esa es una idea que tenemos que “comprarle”. La ciencia no es algo que podamos dejar en manos de grupos ajenos a la tradición de la izquierda. La izquierda debe asumir la herencia del pensamiento científico desde el punto de vista de su valor moral y cultural.

Los principios de Merton

El comunalismo. Cuando esto se tradujo al español lo llamaban el comunismo científico, pero en inglés suena fatal. En realidad, la traducción correcta es “comunalismo”, porque a lo que se refiere Merton, y esto es muy importante en estos momentos, es a que el conocimiento científico es un bien comunal (todo el mundo puede utilizarlo y no por eso disminuye su utilidad). Y el conocimiento científico es así. Si no es así, termina degradándose, concluye Merton.

El universalismo. Merton señala que el conocimiento científico no tiene nada que ver con criterios ajenos a su propio valor intrínseco. Por ejemplo, no tiene nada que ver con criterios de raza, de género, de clase. No hay ciencia obrera, no hay ciencia socialista, no hay ciencia maoísta. Y no hay ciencia feminista, aunque pueda haber políticas científicas feministas: de hecho las hay y las debe haber, como puede haber –y de hecho hay– políticas científicas socialistas. Pero una cosa es la política científica y otra cosa es el contenido de la ciencia. La ciencia es cultura universal. Vale igual para todo el mundo, para todas las razas, para todas las clases, para todos los pueblos.

El desinterés. Los científicos no pueden trabajar en función de intereses privados, salvo como científicos; es decir, sus intereses privados como científicos son que otros científicos les reconozcan sus méritos. Un científico, en cuanto tal, no puede ser un empresario: su interés como empresario sería incompatible con su desinterés obligado en cuanto científico. Puede cambiar y hacerse empresario, incluso puede hacerse empresario durante unos cuantos años y luego volver a ser científico. El científico no puede modular su actividad en función de su interés; tiene que modular su actividad como resultado de su desinterés.

La originalidad. Esto es más reconocido por parte de la comunidad científica, del ideario científico: hay que ser creativos, hay que esforzarse por hacer cosas nuevas, y no hay que mentir. En la comunidad científica para alguien que miente respecto a la originalidad de sus descubrimientos solo hay una sanción, que es muy sencilla: la pena de muerte, la pena de muerte científica. Desaparece. ¿Alguien se acuerda del coreano que mintió diciendo que había clonado seres humanos? Ha desaparecido. ¿O del americano al que estuvieron a punto de proponerle para el Premio Nobel de Física, y llevaba cinco años mintiendo a todas las revistas científicas, enviando datos falsos? Simplemente ha desaparecido, sin más.

Y el escepticismo organizado. Esto es muy importante para la izquierda. En algún sector de la izquierda existe una cierta tendencia al dogmatismo. Generalmente, yo la atribuyo a que el pensamiento de izquierdas se ha elaborado en condiciones de sufrimiento, de necesidad de defenderse, de resistencia. Y para resistir hace falta tener convicciones muy firmes. Y los grandes dogmas de la ideología de la izquierda, cuando son muy firmes, ayudan a resistir. Pero eso es incompatible con el pensamiento científico y con la mejor tradición del pensamiento racional de la izquierda: ser escépticos. Es decir, no aceptar nada por motivos que no sean pruebas razonables, hechos empíricos, demostraciones convincentes. No hay principios de autoridad en la ciencia. No hay principios de autoridad en la izquierda.
Nuestra recuperación del pensamiento científico para la ideología de la izquierda debe aceptar los principios del ethos de la ciencia de Merton y otros muchos valores que se derivan de ellos.

La autonomía de la ciencia

Hay otra reivindicación, a la que considero más arriesgada y de cuyas consecuencias no  estoy muy seguro. Al exponerla es como si estuviera pensando en voz alta.

Michael Polanyi es un filósofo, ya fallecido también (8). Uno del grupo de Mont Pelerin. Un filósofo de la ciencia que defiende una teoría del conocimiento muy interesante en la que pone de relieve la importancia que tiene en el conocimiento humano lo que él llama el “conocimiento tácito”. Es decir, esa parte del conocimiento que no somos capaces de formular pero que la tenemos y gracias a la cual podemos resolver muchos problemas. Sobre ello apunta que es un factor muy importante de conocimiento incluso en la ciencia. Pero le traigo aquí a colación no por esa idea, por esa teoría del conocimiento, que es por la que él es más conocido, sino por su defensa de la autonomía de la ciencia.

En el Diccionario de Filosofía antes citado [ver nota 3] hay un artículo mío titulado “El mito de la ciencia”. En él señalaba (entonces, en 1976) que la ciencia estaba mitificada, en el sentido de que estaba interpretada desde ideologías que no siempre eran aceptables. Y uno de los componentes del mito de la ciencia era el de la autonomía de la ciencia. Me refería a la idea de que la ciencia se desarrolla por sí sola, por su lógica interna, y es inmune a las presiones de otros factores sociales, económicos y ambientales. Ese concepto, que en 1976 criticábamos con razón, hoy diría que casi nadie lo sostiene, entre otras cosas porque tanto la derecha como la izquierda lo que defienden es que la ciencia se entregue a las manos del capital, es decir, de la industria, de la productividad, de la competitividad, de la economía o del bienestar social. En fin, la ciencia tiene que transformarse en tecnología y en innovación.

Por lo tanto, nadie está defendiendo la necesidad de la autonomía de la ciencia sino más bien al contrario, amenazándola. Y sin embargo, creo que en la idea de la autonomía de la ciencia hay un componente que tenemos que reivindicar si queremos, precisamente, luchar contra la mercantilización de la ciencia. Aunque sea un componente cuyos orígenes ideológicos son ajenos a la tradición de la izquierda.

La idea de Polanyi es que la investigación académica o funciona por sus propias reglas internas o no funciona. La consecuencia que deberíamos sacar entonces es que la amenaza de la mercantilización de la ciencia, de la intervención sobre la ciencia, corre el riesgo de conseguir que deje de funcionar. Pero no parece que sea así. Parece que la ciencia industrial funciona. Creo que la solución a esta aparente paradoja depende de lo siguiente: la dimensión de la investigación científica en estos momentos es de tal calibre que se pueden permitir el lujo, nos podemos permitir el lujo, de que haya partes que no funcionen. Porque es tal la cantidad de actividad científica que se desarrolla, que las partes que funcionan equivalen a mucho más que el total de la ciencia que funcionaba hace un siglo. Desde ese punto de vista, el nuevo modelo, el nuevo paradigma de ciencia industrial puede funcionar parcialmente. Puede funcionar en relación con los objetivos fundamentales de la ciencia, que son el aumento del conocimiento y sus aplicaciones tecnológicas.

Pero si alguien quisiera intervenir políticamente para reorientar el desarrollo de la investigación científica en una u otra dirección necesitaría la colaboración consciente de algún grupo de científicos. Y esa colaboración solo sería interesante si se les concediera autonomía suficiente para poder actuar libremente como científicos. Es decir, si se les garantiza que les vamos a pedir que hagan buena ciencia para poder desarrollar aplicaciones, eso sí, que sirvan a nuestros objetivos sociales, pero que hagan buena ciencia, no que hagan ciencia al gusto del poder o al gusto de la empresa, sino que hagan ciencia verdadera, buena, explicativa, capaz de desentrañar los secretos de la naturaleza.

Deberíamos intentar recuperar este modelo de la autonomía de la ciencia académica y hacerlo nuestro. Ser los defensores de la ciencia académica. El capital no lo es. Al capital le interesa la ciencia académica siempre y cuando la pueda controlar. Pero el capital, cuando colabora con la Universidad en un proyecto de investigación, tiembla ante la posibilidad de que los resultados del proyecto salgan al público y pierda su ventaja competitiva.

Por lo tanto, la izquierda debería asumir esta idea de Polanyi de que hay que imponer límites a la intervención externa sobre la ciencia, tanto límites del poder político como del poder económico. Y esto nos plantea un reto nuevo que es cómo articular, entonces, la participación social en la política democrática de la ciencia.

La participación social

Necesitamos un nuevo modelo de política de izquierdas en ciencia y tecnología. Y para este nuevo modelo hay unas cuantas cuestiones sobre las que tenemos que pronunciarnos.

En primer lugar, lo que antes decía de competir y cooperar. Yo lo llamo, para entendernos, el modelo olímpico y el modelo explorador. El modelo olímpico es que uno gana y los demás pierden. Es el modelo vigente en estos momentos en nuestro país. Todo el mundo entiende que lo bueno es ganar; ser el primero, el resto no importa. Un político ultraconservador, responsable de política científica de un país europeo, en una cena una vez dijo: “En mi país hemos impuesto una política científica competitiva a ultranza. A nuestros científicos les hemos dicho que cambien el eslogan bien conocido de ‘publica o perece’ por otro mucho más radical: ‘sé el primero o perece’”. (Y entonces yo le pregunté: “oiga, ¿cómo se llama el que ha quedado?”). Ese es el modelo olímpico.

Y en el modelo explorador –alpinista, sobre todo– hay algo muy importante y es que la cuerda lleva a todos juntos. Si estás subiendo una montaña y estás en una cuerda, si alguien cae, o le salvas o caes con él. En el modelo explorador hay que salvar al equipo. Precisamente, una de las cosas que identifica a la tradición de la izquierda no es el colectivismo ni el estatalismo, como decían en los años cuarenta o cincuenta, sino el que los individuos se preocupan de los individuos. Es decir, que el proyecto de acción social es un proyecto siempre cooperativo, siempre estás pendiente de que se salven todos. No somos olímpicos, sino exploradores alpinistas.

Habrá que cambiar muchas cosas, y hay indicios que van en esta dirección. Por ejemplo, la globalización ha producido una extensión de todas estas ideologías neoconservadoras en el ámbito de la ciencia y de la sociedad en general, pero también ha producido la caída de las barreras de tipo social, cultural y económico en relación con el pensamiento científico, y la aparición de un fenómeno de cooperación mundial. Nunca ha habido tanta interacción entre los científicos a nivel mundial como hay ahora. Y nunca ha sido tan rentable para la ciencia esa cooperación.

Los científicos valoran la importancia de una contribución científica por lo que llaman el “factor de impacto” de esa contribución. Cuando publicas un artículo en una revista hay otros científicos que lo citan. Cuántos lo citan se considera una medida indirecta de la importancia de lo que tú has escrito.

El número de artículos a nivel de la producción científica mundial que se hacen en colaboración entre científicos de varios países ha crecido en los últimos diez años del 25% al 35% del total mundial. Y lo más importante: el “factor de impacto” de esos artículos, como consecuencia de la colaboración, es tres veces mayor que el de los artículos donde no la hay. Es decir, el conocimiento científico aumenta en cantidad y calidad gracias a la colaboración internacional, gracias a la cooperación (9). Este es un dato positivo, va en la dirección contraria al modelo olímpico.

Otro punto a tener en cuenta en el nuevo modelo es el relativo a gestionar de una forma diferente la interacción público-privado.

Hay que proteger la investigación científica básica, libre. Desde la izquierda tenemos que proteger al científico que quiere investigar lo que le dé la gana. Si no hubiera sido por eso, no sabríamos ahora cómo afrontar el cambio climático, por ejemplo. Y eso hay que protegerlo, es un valor nuestro: la libertad de investigación, la autonomía de la ciencia básica.
Hay que poner limitaciones al derecho de propiedad industrial. Y hay que promover la ciencia en abierto. Las universidades ya lo están haciendo. Algunas universidades (también privadas, por cierto) han prohibido a sus investigadores que publiquen artículos en revistas que cobran mucho dinero por leerlas. Les obligan a que publiquen donde quieran, pero siempre y cuando, al mismo tiempo, publiquen en abierto. Y, claro, hay muchas revistas que se niegan a publicar si ya está publicado en abierto, si está publicado en Internet. Pero hay una gran batalla ahí. Tenemos que apoyar esa batalla. No es una batalla de las élites de Harvard, que por cierto la están dando, es una batalla de la izquierda, radical, europea y mundial; la publicación en abierto, la libertad de comunicación científica.

Los países del tercer mundo jamás accederían al conocimiento científico en condiciones equiparables a las de los países más desarrollados si les cobráramos por la información científica lo que las entidades privadas quieren cobrar. Y si no puedes pagar eso, no puedes estar en la comunidad científica.

El poder público tiene que facilitar y apoyar la investigación académica y la innovación también, siempre y cuando exija una contrapartida de responsabilidad social. Pero es urgente establecer sistemas de protección, cortafuegos, en el sistema científico y tecnológico para proteger la evolución de la ciencia y la tecnología de contaminaciones que no sean aceptables desde el punto de vista de la sociedad. Parte de esos cortafuegos  son inevitables, y este es otro de los componentes de la identificación de la política de izquierdas en relación con la ciencia y la tecnología.

Necesitamos potenciar la educación y la divulgación de la ciencia y la tecnología. Hay una frase de Chomsky, que yo citaba en un artículo publicado en el diario Público (10), con la que criticaba a los intelectuales posmodernos actuales porque desprecian el pensamiento científico y tecnológico. En contraposición, decía, los intelectuales tradicionales de izquierda «procuraban compensar el carácter clasista de las instituciones culturales mediante programas educativos para los trabajadores, o escribiendo libros de gran éxito sobre matemáticas, física y otros temas científicos dirigidos al gran público». Hoy día este compromiso con la difusión de la cultura científica no se considera una marca de identidad de la izquierda, no se lleva, pero lleva razón Chomsky al reivindicarlo.

Para que sea posible la política de izquierdas en la ciencia con respeto a la autonomía científica, necesitamos que aumente la cultura científica de los ciudadanos. Y para eso necesitamos potenciar la educación científica y tecnológica, y la divulgación de la ciencia y la tecnología. Es parte de nuestro programa. ¿Por qué? Porque el futuro de la política de izquierdas en ciencia y tecnología, para diferenciarse de lo que ha sido hasta ahora, requiere mucha mayor participación activa de los ciudadanos.

El déficit que tenemos en política científica es un déficit de democracia. Pero la democracia no consiste en hacer votaciones en los laboratorios para ver si el experimento ha salido bien o mal. Eso no tiene nada que ver con la democracia. La democracia consiste en que el público pueda tomar posiciones respecto a cuáles son los objetivos y los medios adecuados para el desarrollo científico y tecnológico de un país. Que pueda tomar posiciones con conocimiento de causa, con información. Y que pueda haber cauces adecuados para que el público participe en esos debates, en vez de dejarse llevar, simplemente, por campañas publicitarias. Y eso requiere una política cultural y educativa científica que dé lugar a un panorama nuevo que a mí me gusta definir con dos decálogos: un decálogo en relación con la ciencia, que yo llamo ciencia para ciudadanos, y otro en relación con la tecnología.

Ciencia para ciudadanos

He aquí un resumen de lo que considero que es el objetivo de una política científica de izquierdas. Debería guiarse, en mi opinión, por estos principios y valores:

1. Valorar la ciencia cooperativa, no solo competitiva.
2. Promover el conocimiento abierto, no el secreto industrial o militar. Considerar la ciencia básica como un bien público, comunal, que hay que conservar.
3. Promover la divulgación científica como aprendizaje colectivo. Difundir, no vender, el conocimiento científico y tecnológico; no confundir con la publicidad.
4. Incorporar conocimiento local pero con valor global. (Es verdad que en la ideología cientificista muchas veces se ha preterido la aportación del conocimiento local derivado de la experiencia ciudadana, y esto hay que recuperarlo. Pero estableciendo filtros. El conocimiento científico no es compatible con cualquier idea que se le ocurra a cualquiera).
5. Democratizar la gestión del conocimiento y de su aplicación.
6. Facilitar la participación de ciudadanos informados en las controversias sociales con contenidos científicos.
7. Respetar y potenciar la autonomía de la investigación científica básica.
8. Exigir responsabilidad social a las instituciones y agentes científicos.

Tecnologías entrañables

Respecto a la tecnología, que no es lo mismo que la ciencia, mi propuesta (y aquí recupero una idea hegeliana muy querida por el joven Marx, que es la idea de alienación) es la siguiente. Creo que el problema fundamental de la tecnología actual –esto da para otra conferencia– es que estamos totalmente alienados por la tecnología. Pero no lo sabemos, porque, claro,  parte de la alienación consiste en no saberlo. Y frente a la tecnología alienante yo propongo un modelo de tecnología entrañable, que es lo contrario de alienante (lo contrario de alienar, enajenar, extrañar, es entrañar). ¿Qué significa? De forma muy sintética, la idea está recogida en este otro decálogo.

Tenemos que promover tecnologías:

1. Abiertas, es decir, accesibles y apropiables.
2. Polivalentes, susceptibles de usos alternativos.
3. Dóciles, es decir, controlables por el usuario.
4. Limitadas: las tecnologías han de tener consecuencias previsibles, y si no son previsibles, tenemos que aplicar el principio de precaución.
5. Eventualmente reversibles, es decir, si fallamos tenemos que poder volver hacia atrás; no podemos desencadenar proyectos tecnológicos que nos cambien el mundo de forma irreversible y que corran el riesgo de destruir el mundo que tenemos.
6. Recuperables: Las tecnologías tienen que ser susceptibles de mantenimiento activo y de recuperación de residuos. ¿Qué es esto de que te vendan cajas negras que lo único que puedes hacer es tirarlas cuando no funcionan, porque no se pueden abrir? Este es un modelo que todos hemos asumido de tecnología indesentrañable. Pero no está escrito en ningún sitio que tenga que ser así. Las tecnologías tendrían que ser accesibles al ciudadano.
7. Comprensibles: diseño manifiesto, transparente, no opaco. El modelo de tecnología comprensible es un picaporte tradicional, porque es una tecnología que todo el mundo sabe cómo se usa, sin necesidad de libro de instrucciones. Yo lo he comprobado: mi perro sabe abrir las puertas con picaporte y lo ha aprendido él solo. Tecnologías comprensibles; se puede, siempre se puede mejorar eso, pero hay que querer. ¿No interesa desde un punto de vista comercial? No sé; pero no estamos hablando de comercio, estamos hablando de proyecto social.
8. Participativas: para facilitar la cooperación humana.
9. Sostenibles: que permitan el ahorro, el reciclado de energías y recursos.
10. Y socialmente responsables, es decir, que la implantación de una nueva tecnología no contribuya a empeorar la situación de los colectivos más desfavorecidos.



Miguel Ángel Quintanilla Fisac es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salamanca y director del Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología.

(1) Identifico en esta ocasión pensamiento socialista, socialdemócrata, etc., con pensamiento de izquierdas. Ya sé que esto es una metonimia un poco excesiva, pero lo hago así porque, si no, voy a tener que estar continuamente haciendo referencias a distinciones internas que no vienen a cuento ahora. La más importante es la diferencia entre socialismo democrático y totalitario.
(2) Trofim D. Lysenko (1869-1976), ingeniero agrónomo, dominó la política científica soviética y la investigación biológica y genética en época de Stalin y Kruchov [Nota de la Redacción].
(3) Se puede consultar el Diccionario de Filosofía Contemporánea que yo dirigí en el año 1976. Ahora se ha hecho una segunda edición, y recientemente, en una presentación de esta edición, una persona más joven decía: “Este diccionario es muy curioso. Aparecen tipos aquí rarísimos: Lenin”. Realmente es muy raro que en un diccionario de filosofía aparezca Lenin, porque como filósofo era un desastre. Pero en los años setenta pensábamos que era una de las fuentes de inspiración del pensamiento de izquierdas. Y debería verse como más extraño aún, si cabe, que apareciesen otros autores que a mí me parecen interesantes, pero que hoy día ya nadie sabe ni que existieron; por ejemplo, Pannekoek, un científico astrónomo y marxista holandés que defendía los consejos obreros autónomos, frente al leninismo soviético.    
(4) Se sigue manteniendo, eso sí, una gran correlación entre el nivel de formación y la actitud ante la ciencia, más positiva cuanto mayor es el nivel de formación. Y en cuanto a factores ideológicos, el único que influye un poquito, pero muy poco, y además hace dos años influía un poquito más, ahora ya prácticamente nada, es el ateísmo; es decir, los laicos, ateos o como se quieran llamar suelen ser más procientíficos que los otros, pero hoy día ser laico, ateo, etc., no significa ser de izquierdas. 
(5) Se comenzó a publicar en 1929 en forma de artículos en el diario El Sol. La primera edición de estos textos como libro data de 1930 [N. de la R.].
(6) Tomado de un famoso físico norteamericano, Leo N. Cooper, premio Nobel en 1972, junto con John Bardeen  y J. Robert Schrieffer, por el desarrollo de la teoría de la superconductividad (teoría BCS).
(7) Robert K. Merton es un sociólogo de la ciencia ya fallecido. De carácter progresista, no marxiano, más bien liberal, es considerado el más importante sociólogo de la ciencia.  
(8) Michael Polanyi (1891-1976): economista, sociólogo, filófosofo y químico, hermano del también economista y pensador Karl Polanyi, de ideas socialistas, muy diferentes a las de Michael. Ver: Polanyi, Michael, “The Republic of science”, Minerva 1, no. 1 (Septiembre, 1962): 54-73. http://dx.doi.org/10.1007/BF01101453.  
(9) Royal Society, 2010, Science and technology in the British press, 1946-1990. A systematic content analysis of the press – OpenGrey.  http://www.opengrey.eu/item/display/10068/537162.
(10) http://blogs.publico.es/delconsejoeditorial/502/la-ciencia-y-la-izquierda/