Miguel Rodríguez Muñoz
Democracia liberal: alto ideal y tosca materia
(Página Abierta, 230, enero-febrero de 2014).

El concepto de democracia, en tanto que gobierno del pueblo, es tan fácil de definir como complejo en su aplicación. Sea bajo la forma de democracia directa, allá donde el reducido tamaño del demos lo permite, o bajo la modalidad de democracia representativa, cuyo carácter se adapta mejor a las poblaciones de los Estados nacionales, ese sistema de gobierno no está exento de desplegar, junto a cualidades ciertamente estimables, algunos efectos perversos: si un riesgo de las democracias asamblearias es derivar en algún tipo de despotismo que arruine los derechos de las minorías, la delegación y división del trabajo inherentes a las democracias representativas empujan a la formación de oligarquías políticas.

Conforme recuerda Bernard Manin (1998), Aristóteles, Montesquieu y Rousseau pensaban que las elecciones son por naturaleza intrínsecamente aristocráticas. Lo que hoy denominamos democracia representativa tiene sus orígenes en un sistema de instituciones establecidas tras las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa que, en sus inicios, no se consideraba una forma de democracia. Cuando surgió el gobierno representativo, el tipo de igualdad política que estaba en el candelero era el de la igualdad de derechos a consentir el poder del Estado, no –o en mucha menor medida– la igualdad de oportunidades para obtener un cargo. El debate constitucional americano puso de relieve lo que no se quería que fuese el gobierno representativo: no se basaría en la semejanza y proximidad entre representantes y representados. Para la concepción triunfante, los representantes iban a ser diferentes de los representados y a estar por encima de ellos en cuanto a talento, virtud y riqueza.

Los vigentes regímenes democrático-liberales no dan plena satisfacción al ideal de democracia y suelen presentar fallas y restricciones que están en la naturaleza de las cosas, son fruto de los condicionantes económicos y sociales o responden a un diseño tramposo, favorecedor de intereses particulares. En un viejo ensayo, Norberto Bobbio (1994) hablaba, a este respecto, de «las promesas no cumplidas y los obstáculos no previstos» y registraba la persistencia del poder oligárquico, el desarrollo de la tecnocracia, el incremento del poder invisible, el aumento del aparato burocrático, la desafección política que aparta al ciudadano de su papel activo como miembro de la comunidad, etc. C. B. Macpherson (1982: 19) señala que los problemas más graves «se deben al hecho de que generalmente la democracia liberal se ha ideado para adaptar un plan de gobierno democrático a una sociedad dividida en clases» y sostiene (2005: 266) que «la existencia continuada de Estados democrático-liberales en sociedades posesivas de mercado… se ha debido a la capacidad de la clase poseedora para mantener en sus manos el poder político efectivo a pesar del sufragio universal».

Asentados sobre el modo de producción capitalista, que es por naturaleza una potente fábrica de desigualdad, los regímenes democrático-liberales siempre han cumplido mal uno de sus presupuestos básicos, la igualdad de derechos entre los ciudadanos, limitada en su ejercicio, como ocurre con otros derechos fundamentales, por el acusado divorcio entre retórica y condiciones materiales. El rumbo seguido desde los años setenta del siglo pasado por los países capitalistas, tras el triunfo del neoliberalismo, la adopción de un sinfín de medidas desreguladoras de la economía y las finanzas y el fenómeno de la hiperglobalización, ha dado impulso a las finanzas frente a las actividades productivas y roto el precario equilibrio entre lo público y lo privado, con la consecuencia de debilitar el poder de los Estados frente a la capacidad de presión de empresas multinacionales y grupos financieros, situados ahora en condiciones de imponer directa o indirectamente las líneas básicas de la política socioeconómica. Entre otros efectos de esa deriva, la aminoración de las prestaciones de los Estados de bienestar y un reparto de la renta en perjuicio de los asalariados vienen acentuando las diferencias sociales y económicas entre los ciudadanos.

Si por un lado se vacía de contenido a la igualdad de derechos, por otro se reduce el campo de acción política en el que opera el autogobierno de los Estados nacionales, poniendo en cuestión otro de los presupuestos básicos de la democracia: la capacidad de dictar sus propias normas. Aunque desde nuestra perspectiva como ciudadanos es difícil conocer el margen de maniobra con que cuentan los gobiernos y discriminar entre límites reales y coartadas, el desarme regulatorio causado por las políticas neoliberales se traduce en una cierta impotencia de la política ante  las servidumbres de la economía, al menos en el ámbito de los Estados nacionales. Pero el poderoso influjo del neoliberalismo no se limita a subvertir las reglas de juego sino que afecta también a la calidad de los actores políticos y a su capacidad de oponer alternativas socioeconómicas a la deriva actual, como pone de manifiesto el caso de la socialdemocracia, que en los últimos decenios se ha quedado sin un discurso genuino y autónomo.

Si esa situación invita a confiar en la construcción de organismos supranacionales que den un vuelco a la relación de fuerzas, lo cierto es que ignoramos cuál pueda ser la suerte de la democracia más allá de las fronteras de los Estados, y la experiencia hasta ahora acumulada nos enfrenta a nuevos sistemas de gobierno oligárquico y autoritario, valedores además del pensamiento neoliberal. El caso de la Unión Europea resulta paradigmático: de un lado, el reconocimiento de los derechos fundamentales comparte rango constitucional con los dogmas neoliberales; y de otro, en su funcionamiento y toma de decisiones, los principios democráticos son desplazados por acuerdos intergubernamentales que reflejan el desigual poder de unos países y otros. La austeridad representa un claro ejemplo de política beneficiosa para los acreedores y perjudicial para los deudores. Resulta difícil imaginar bajo qué condiciones, en el proceso de construcción de un Estado posnacional, los Estados más poderosos pueden estar dispuestos a renunciar a sus ventajas previas.

Con el exacerbamiento de esas tendencias, la crisis económica ha aportado entre otras novedades un acusado descrédito de los políticos y de las organizaciones políticas, que aparecen a ojos de la población como un cuerpo separado de la sociedad, caracterizado por su concepción patrimonial de las instituciones del Estado y por la corrupción, enfermo de autismo, enredado en querellas internas, incapaz de hacer frente al cometido que lo legitima como grupo: resolver los problemas de los ciudadanos. Aunque ese desprestigio ha sido ganado a pulso y demanda cambios sustanciales en el funcionamiento de esos actores y en sus relaciones con la sociedad, las consideraciones sumarias sobre la actividad política, además de difuminar toda diferencia y despreciar la existencia de servidores públicos honrados, ponen en solfa pilares importantes de los regímenes democráticos como la necesidad de la representación, la organización de la pluralidad mediante los partidos políticos y la política misma, cuyo desprestigio consagra al máximo el triunfo del pensamiento neoliberal y crea un caldo de cultivo favorable para el gobierno de los «expertos» o para que los enemigos de la libertad irrumpan en el escenario público aireando ideologías populistas.

Pero la calidad de la democracia no solo se ve afectada por los condicionantes que entorpecen su realización, sino que es también fruto del conjunto de normas, instituciones y prácticas en que toma cuerpo. El derecho a la participación en los asuntos públicos, el ejercicio de los derechos fundamentales, el respeto de la pluralidad política, la separación de poderes, etc., son a menudo víctimas de decisiones que menoscaban la vigencia de los principios democráticos.

Si hay, desde luego, un principio fácil de trampear, es el que determina que gobierna quien más votos saque. En nuestro país, por ejemplo, la regulación de la participación política excluye del sufragio activo y pasivo a sectores de población sometidos al ordenamiento jurídico, otorga diferente peso al voto de los ciudadanos, discrimina entre unos grupos y otros y hace irrelevante toda posibilidad de democracia directa (Presno, 2014); órganos clave como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional son pasto de la voracidad colonizadora de lo público por parte de algunos grupos; y ahora mismo el Partido Popular usa su mayoría absoluta para gobernar con instrumentos propios de un régimen de excepción. Junto a los problemas derivados de las restricciones legislativas, la falta de una cultura democrática inspiradora del comportamiento de los partidos políticos inhibe la depuración y asunción de responsabilidades políticas o vicia el funcionamiento de instituciones básicas como el parlamento o los diversos órganos de control, que se ven ninguneados en sus cometidos o troquelados hasta su desnaturalización.

Hay una viñeta con un chiste de Forges publicado en algún momento de la Transición que, al menos como alegoría, aún mantiene vivo su mensaje. En un cuarto oscuro de una comisaría, solo iluminado por la luz de un foco que se proyecta sobre el rostro de un detenido, rodeado por policías cubiertos con un verdugo, el primero alega: «No hablo si no es en presencia de mi abogado»; y uno de los otros le responde: «Vas de culo, a tu abogado nos lo trincamos ayer». A lo largo de estos treinta y cinco años de constitución democrática, el ejercicio de algunos derechos se ha visto en ocasiones igualmente desamparado, quizás por el hecho de que, aunque dispongamos de un régimen democrático parangonable con los regímenes europeos, está lastrado desde sus orígenes por el peso de importantes actores sin convicciones democráticas o con un sentido oportunista de la política. El anteproyecto de Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana o el de reforma de la ley del aborto conciben derechos fundamentales como el derecho de reunión o la autonomía personal en tanto que excepciones a una norma general prohibitiva, inspirada en una deprimente concepción antropológica, pero nada garantiza que el enjuiciamiento de su constitucionalidad sea abordado con criterios jurídicos porque sus redactores ya se encargaron de «trincar» previamente la independencia del Tribunal Constitucional.

El gobierno representativo combina elementos democráticos con otros que no lo son. Tiene sentido hablar de democracia por oposición a autocracia, pero la democracia nunca fue –y cada vez lo es menos– el gobierno el pueblo. En realidad, llamamos democracia a la combinación entre derechos fundamentales y una cierta capacidad del demos para influir en la formación de la cúspide del poder político y condicionar sus acuerdos mediante el juicio a posteriori de su labor de gobierno. «Los representantes no son absolutamente libres para tomar todas las decisiones que quieran, pues deben actuar de modo que no provoquen el rechazo de los votantes al final de sus mandatos. Pero tienen un margen de libertad mucho mayor que si tuvieran que llevar a cabo las opciones prospectivas del electorado» (Manin, 1998: 223). Como advierte Eugenio del Río (2003: 103), la democracia es un mito de legitimación. «En la Europa moderna, la legitimación no podía obtenerse ya por la vía religiosa tradicional. Su sustitución por la soberanía popular y la voluntad general supone la adopción de un principio que es a la vez democrático y enmascarador. Democrático, en cuanto que reconoce al pueblo como fuente última y superior del poder político, y enmascarador, al mismo tiempo, por cuanto bajo esa mascara democrática se alzan nuevos poderes oligárquicos».

En el mundo de hoy conviven, a un tiempo, un singular prestigio de la democracia como sistema de gobierno y una serie de presiones externas e internas que conspiran a favor de una notable pérdida de sustancia en su funcionamiento. La hiperglobalización, la crisis económica y la hegemonía del pensamiento conservador alientan una deriva que refuerza los elementos no democráticos. Sea de hecho o de derecho, hay un desplazamiento de la soberanía desde el ámbito de los Estados nacionales a instancias o poderes transnacionales, situados al margen o por encima del juego democrático, que reduce el autogobierno. El pueblo soberano influye cada vez menos en las decisiones de los gobernantes. A partir de la década de los 80, «los mecanismos de gobernanza nacional se debilitaron mientras que sus homólogos globales seguían siendo incompletos. Los defectos del nuevo enfoque se hicieron evidentes. Uno de los fallos fue la elaboración de normas en niveles supranacionales demasiado alejados del control y el debate político» (Rodrik, 2013).

La desigualdad económica provoca una acusada polarización social y condena a amplios sectores de la población a una ciudadanía jibarizada. «Si la desigualdad continua su tendencia actual, la lógica desigualitaria del capitalismo financiero acabará chocando con la lógica igualitaria de la democracia» (Costas, 2013). La democracia en cuanto mito legitimador sufre una notable quiebra. El malestar con los asuntos públicos, designado con nombres como desencanto, desafección e indignación, acusa con el discurrir del tiempo una expresiva evolución en su carga semántica. No hace mucho que irrumpió en nuestro país un novedoso movimiento social cuya principal singularidad fue precisamente impugnar la calidad de la democracia. Es moneda corriente hablar de declive de la democracia o de posdemocracia para designar un discurrir de las cosas que alumbra formas más o menos encubiertas de autoritarismo, una de cuyas manifestaciones despunta en la constitucionalización por vía rápida del carácter prioritario del pago de la deuda pública y el sometimiento a ese objetivo de la satisfacción de las necesidades populares. La distancia entre el «alto ideal» democrático y la «tosca materia» (Bobbio, 1994: 25) amenaza con volverse un abismo.  

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Bibliografía

– Bobbio, N., 1994, El futuro de la democracia, Barcelona, Planeta-Agostini.
– Costas, A., 2013, “La desigualdad, enfermedad de nuestro tiempo”, La maleta de Porbou, septiembre-octubre, nº 1, pp. 30-37, Barcelona.
– Del Río, E., 2003, Poder político y participación popular, Madrid, Talasa Ediciones, S. L.
– Macpherson, C. B., 1991 y 2005, La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza Editorial, y La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Madrid, Editorial Trotta, S. A.
– Manin, B., 1998, Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial.
– Presno, M., 2014, “La calidad de la democracia”, Página Abierta, nº 230, Madrid.
– Rodrik, D., 2013, “¿Quién necesita el Estado-nación?”, La maleta de Porbou, nº 1, pp. 44-53, Barcelona.