Miguel Rodríguez Muñoz
Globalización y democracia
(Página Abierta, 222, septiembre-octubre de 2012).

  Al hilo de la crisis económica y de las políticas que frente a ella se imponen desde ámbitos supranacionales, con ópticas neoliberales, el autor analiza el fenómeno de la globalización actual, que considera diferente a lo que podría ser una integración económica internacional más justa. En todo caso, sostiene que los procesos de integración plantean problemas a la democracia, cuyas deficiencias se exacerban al traspasar las fronteras nacionales. 

La reforma del artículo 135 de la Constitución Española, que dio rango constitucional al principio de estabilidad presupuestaria, es un buen ejemplo de las turbulentas relaciones entre la globalización y la democracia y de los estropicios que la primera causa en la segunda. Promovida por Zapatero con el acuerdo de Rajoy a finales de agosto de 2011, la reforma fue aprobada con los votos del PSOE, el PP y UPN y el rechazo del resto de los grupos parlamentarios. Su carácter aleccionador se deriva del contexto en que se produjo, la premura en su tramitación y su contenido y alcance. 

A lo largo de un verano en el que arreció la presión de los mercados sobre la deuda pública de los países periféricos de la UE –la española llegó a rebasar el diferencial de los cuatrocientos puntos, bastante por debajo de los niveles actuales–, el BCE administró sedantes con la compra de bonos italianos y españoles. Al tiempo que tomaba esa medida, remitió a primeros de agosto sendas cartas a los Gobiernos italiano y español leyéndoles la cartilla. Aunque el texto de la misiva enviada a Zapatero recibió tratamiento de secreto de Estado, parece ser que no decía nada sobre reformas constitucionales. Quien sí habló en esos días de introducir en las constituciones de los países del euro la regla de oro del equilibrio presupuestario, como ya había hecho su propio país en 2009, fue Merkel.

Con la reforma se buscó dar «respuesta a las presiones para que España hiciera algo pero que evitaba nuevos recortes o medidas con un impacto financiero inmediato. Por eso dijo Zapatero a los suyos, en un comentario que entonces sonó algo críptico, que había hecho lo menos doloroso que podía hacer» (1). Se trataba, pues, de mandar un mensaje de compromiso solemne con la contención del déficit que evitara una intervención.

La reforma constitucional se tramitó por un procedimiento extremadamente urgente que apenas consumió doce días entre el Congreso y el Senado, en el curso del cual fueron rechazadas todas las enmiendas. Bastó el viento racheado de los mercados para modificar «deprisa, deprisa» y sin consenso un texto considerado intocable. El nuevo artículo 135 de la Constitución Española consagra el principio de estabilidad presupuestaria, otorga prioridad absoluta al pago de la deuda pública y establece que su volumen en el conjunto de las Administraciones Públicas no podrá superar el valor de referencia que fije la UE.

Más allá del debate jurídico sobre la idoneidad de conferir rango constitucional a la regulación del déficit público, la reforma limita la capacidad de autogobierno y, con ello, el sostenimiento del Estado de bienestar. Keynes no cabe en nuestra Constitución y, en cambio, hallan acomodo ideas muy del gusto de la extrema derecha norteamericana. Haciendo alarde de guiños seductores, el PP se ha apresurado a fijar en la Ley de Estabilidad Presupuestaria un déficit cero a partir del año 2020.

Tras ese singular pulso entre los mercados y el Estado, apenas mitigado con la reforma constitucional, han sufrido graves jirones tres principios básicos de la democracia: la deliberación, el autogobierno y, con la camisa de fuerza colocada al Estado de bienestar, el derecho a la igualdad.

El Estado y el capitalismo

Según Weber, el capitalismo surge de la acomodación entre una burguesía y un Estado incipientes que sellan una «alianza memorable» (2). Con el tiempo, la alianza creó una mutua dependencia no exenta de elementos de conflicto. El Estado asegura el orden social, garantiza el cumplimiento de las leyes, provee a la sociedad –en lenguaje de Smith– de una serie de «bienes públicos» que no es rentable producir «privadamente» y hace frente a las externalidades negativas y a los fallos de mercado.

En el capitalismo conviven dos fuentes de poder interdependientes: el uso legítimo de la fuerza por el Estado y el control de los recursos por los particulares. Los espacios sobre los que se ejercen esos poderes, aunque solapados, no son coincidentes: uno está delimitado por el territorio sometido a la soberanía del Estado, y el otro por la extensión de unos mercados en los que el flujo de bienes, servicios y capital traspasa las fronteras. El primero es territorial y actúa en la esfera pública; el segundo, extraterritorial y se mueve en la esfera privada.

La acción del Estado interfiere en los mecanismos del mercado no solo fijando las reglas de juego, sino mediante el gasto y los ingresos. El tamaño de su intervención en la economía es objeto de controversia y su mayor o menor medida singulariza las opciones políticas y los tipos de capitalismo.

Para Schumpeter, lo específico del capitalismo es la financiación de la producción gracias al crédito. Los bancos crean dinero mediante los préstamos, y el Estado lo convierte en moneda. Del crédito no solo se nutren los particulares, sino también el Estado que, a través del gasto, la deuda pública, los tributos e instituciones como los bancos centrales, ejerce un cierto control sobre la masa de dinero en circulación. Un riesgo para los acreedores es que la inflación socave el valor de sus empréstitos, y otro, que la insolvencia del Estado dificulte el cobro de la deuda, de ahí que hayan situado su contención en el centro de las políticas económicas.

En la economía capitalista hay dos partes tan diferenciadas como entretejidas: una, dedicada a la producción; y otra, a las finanzas. Los beneficios empresariales surgen en la primera de intercambios que se pueden resumir en la fórmula Dinero-Mercancía-Dinero1; el lucro en la segunda responde, en cambio, al esquema Dinero-Dinero1. A una se la ha dado en llamar economía «real» y a la otra, por oposición, economía «virtual», aunque, pese a su remisión a lo imaginario, toma cuerpo en la existencia de grandes mercados, pues el poder económico en el capitalismo reside en las finanzas. La «alianza memorable» se fortaleció en países con distritos financieros –Wall Street y la City, por ejemplo– cuyo volumen de negocios engorda los ingresos fiscales.

Los mercados no son el resultado espontáneo de la capacidad  humana para la cooperación sino que funcionan en el marco de instituciones sociales regidas por leyes y convenciones, cuya eficacia se extingue cuando aquellos trascienden las fronteras nacionales. El alcance e intensidad de la regulación son motivo de pugna y enfrentamientos ideológicos. La concentración de poder económico limita sustancialmente la competencia, de manera que los precios no surgen tanto del equilibrio entre la oferta y la demanda cuanto de la lucha por el dominio entre los diversos grupos económicos.

El mercado produce efectos contradictorios, ligados con frecuencia a la expansión y contracción del crédito, que minan la estabilidad económica y social. La consustancial dependencia de la deuda, que en los periodos de auge se dispara y llega a financiarse de forma piramidal, hasta hacerse imposible su pago, genera graves problemas que fueron teorizados por Minsky, como «la hipótesis de la inestabilidad financiera», un rasgo «normal» del funcionamiento del capitalismo. Las crisis tienen, pues, un carácter recurrente, con ciclos de euforia y depresión, como si el sistema económico sufriera un incesante trastorno bipolar.
En opinión de Weber, el capitalismo rueda mejor si hay un equilibro entre los dos poderes. El papel del Estado consiste en estabilizar la economía y hacer que su marcha y la distribución de la riqueza sean socialmente tolerables. El entramado institucional de la democracia liberal, donde se entrelazan el principio representativo y el oligárquico, facilita la composición de intereses. En las últimas décadas, ese equilibrio se ha roto. La hipertrofia de las finanzas, el poder de los mercados, la extraterritorialidad de los intercambios mercantiles, etc., han inclinado la balanza hacia el lado más alejado de los intereses generales. Esa deriva provoca un divorcio entre las políticas económicas y las demandas de los ciudadanos (3), acentuado aún más por la crisis.

El conflicto entre distanciamiento y apoyos electorales se resuelve con ocultaciones o mentiras y el escamoteo al debate público de las medidas económicas y de sus perniciosos efectos redistributivos. Unas veces como justificación y otras como denuncia, en las tribunas de opinión se alega que los Gobiernos carecen de margen de maniobra no solo por las cesiones de soberanía a organismos supranacionales, sino también por su debilidad ante las imposiciones de los mercados, cuya enigmática voluntad es objeto de escrutinio por los expertos, igual que si fueran dioses caprichosos, e induce a los Gobiernos a tomar decisiones que se corrigen unas a otras como si estuvieran inspiradas en el principio de ensayo y error.
Parece claro, en todo caso, que la política en los Estados nacionales ha perdido autonomía para marcar el rumbo de la economía y que su capacidad de acción está mermada. La economía sigue siendo «real» pero la política lleva camino de convertirse en «virtual». La impotencia de la política deja sin objeto a la democracia, pero ese vaciamiento no es un fenómeno natural sino el fruto de decisiones adoptadas en las últimas décadas, encaminadas a liberar a la economía y a los mercados del corsé del Estado, con el señuelo de facilitar el crecimiento de la riqueza.

La hiperglobalización

Esta anómala situación surge al final de un largo período iniciado con los acuerdos firmados en Bretton Woods en 1944 (4), durante el que las relaciones entre la política y la economía funcionaban de otra manera. Los acuerdos de Bretton Woods se proponían liberalizar el comercio internacional, poniendo fin al proteccionismo de la etapa anterior –lo que venía muy bien a la enorme e intacta capacidad productiva de EE UU–, y fijar un régimen de cambios estable, consistente en paridades fijas de las divisas en relación con el dólar, a su vez, convertible en oro. Los acuerdos crearon instituciones como el FMI y el Banco Mundial y fueron seguidos, tres años después, por el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT).

La rebaja de aranceles facilitó el libre comercio pero con limitaciones: la agricultura y los servicios quedaban exentos y la industria podía ser protegida ante la competencia. El control de los movimientos de capital residía en los Estados nacionales. Aunque bajo hegemonía norteamericana, ese orden económico internacional implicaba un compromiso entre la liberalización comercial y el autogobierno de los países para afrontar sus necesidades económicas y sociales.

Particular contribución de Keynes fue la contención de la actividad financiera, pues –según advertía– «cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en el producto secundario de las actividades de un casino, es probable que el trabajo se haga mal». Hubo un intenso crecimiento de la riqueza, sustentado en un amplio consenso sobre la intervención del Estado en la economía que propició en Europa la creación de los Estados de bienestar.

Cuando en 1971 Nixon hizo frente al déficit comercial de EE UU, provocado por la guerra de Vietnam, devaluando el dólar y subiendo los aranceles –lo que constituyó de hecho un default–, el sistema de cambios se hundió y las monedas empezaron a fluctuar libremente. Durante los años siguientes se produjo una amalgama de inflación –agudizada por las crisis del petróleo de 1973 y 1979– y recesión y paro, bautizada con el nombre de estanflación, que situó a las políticas económicas ante opciones contradictorias, pues el estímulo de la actividad mediante el gasto disparaba los precios y su control generaba estancamiento y desempleo.

A partir de los años 80, y más aceleradamente desde los 90, tomó cuerpo un intenso proceso de globalización caracterizado por hacer del libre comercio un objetivo en sí mismo –la agricultura, no sin dobleces, y los servicios dejaron de estar excluidos– y por la libertad de movimientos de capital. La gestión de la economía nacional pasó a estar sometida al comercio y a las finanzas internacionales. El proceso fue defendido como inevitable, pues era una consecuencia necesaria del desarrollo de las tecnologías de la información, y como deseable, ya que beneficiaría económicamente a todos los países. Por su intensidad y efectos, el fenómeno ha sido calificado por Rodrik de «hiperglobalización» (5).

La globalización se vio impulsada por la eficacia de las políticas de ajuste –a costa de un considerable descalabro social– para resolver la estanflación, la irrupción de condiciones normativas y tecnológicas que transformaron el mercado de capitales y la sustitución del pensamiento keynesiano por el neoliberal.

¿Estabilidad de los precios o empleo?

La estanflación recibió dos tipos de respuesta: de un lado, las políticas ultraliberales de Thatcher y Reagan, inspiradas en el monetarismo, y, de otro, las políticas de demanda, cuyo más claro ejemplo fueron las promovidas en Francia, tras el triunfo de la Unidad de la Izquierda en 1981. Los primeros consideraban que el objetivo prioritario era la estabilidad de los precios, y para conseguirlo impusieron un ajuste duro, consistente en privatizar servicios y empresas públicas, desregular la economía, liberalizar el comercio y desmantelar el Estado del bienestar. El Gobierno de Mitterrand se propuso, por el contrario, luchar contra el paro y la recesión con subidas salariales, aumento del gasto público y nacionalizaciones. Tras un éxito inicial, el experimento se hizo insostenible. La fuga de capitales exigió un riguroso control, la deuda pública se incrementó y el déficit comercial obligó a sucesivas devaluaciones.

En 1983 hubo un cambio de rumbo: se abandonó el programa de reactivación económica, llegaron las privatizaciones y se adoptaron medidas de liberalización financiera. Ya antes de este revés. socialdemócratas alemanes y laboristas ingleses habían fracasado con acciones de gobierno en las que el gasto público era parte de la medicina. Las políticas liberales, aplicadas con absoluta firmeza en Reino Unido y EE UU, destrozaron la resistencia de los sindicatos e hicieron al intervencionismo estatal reo de todos los males. El libre mercado se erigió en la piedra filosofal de la economía.

El fracaso de las políticas fiscales de inspiración keynesiana llevó a los partidos socialdemócratas a asumir los principios liberales. Tras ese acervo común, lo que pasó a distinguir a aquellos de los nuevos liberales fue una sensibilidad social ausente en el ideario de los conservadores, falto de toda empatía con los más desfavorecidos y nutrido de patrioterismo, autoritarismo, militarismo, concepciones tradicionales de la familia, menosprecio de la ecología, etc. La Tercera Vía impulsada por Blair, con el propósito de conseguir «el avance social a través del logro individual», constituyó el ejemplo más depurado de las nupcias entre la apología del libre mercado y la justicia social.

Además de bajar impuestos a los ricos, Reagan modificó la normativa bancaria. Si Carter había emprendido la desregulación de algunos sectores económicos, el presidente republicano la extendió a las finanzas reduciendo las limitaciones de las cajas de ahorros para financiarse y conceder préstamos, y Clinton la culminó con la Ley de Modernización de Servicios Financieros, que destruyó los diques de contención creados tras la Gran Depresión al separar la banca comercial y la de inversión o las compañías aseguradoras y las bursátiles. A las  numerosas privatizaciones, Thatcher sumó en 1986 la desregulación de los mercados de capital, lo que fue celebrado como un big bang. Por presiones de Wall Street, el veto a los derivados financieros se levantó. La competencia por atraer al capital extendió los cambios a las diversas economías. Bajo el impulso de Clinton, el mercado global se extendió. Tras la vía libre a la especulación financiera, comenzaron los apremios para flexibilizar las relaciones laborales y recortar prestaciones sociales.

En 1995 el GATT fue sustituido por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Con el Acta Única Europea y el Tratado de Maastricht se crearon el mercado único y la Unión Europea (UE), un cóctel de valores democráticos y principios económicos liberales. Los sucesivos Gobiernos de González privatizaron, liberalizaron y desregularon la economía, al tiempo que daban forma a un incipiente Estado de bienestar; los de Aznar abundaron en lo primero pero obviaron lo segundo.

El programa de política económica liberal fue resumido y bautizado en 1989 por John Williamson, economista del Banco Mundial, con el nombre de Consenso de Washington, pues sus postulados eran compartidos por los diversos centros financieros (FMI, BM, Reserva Federal, etc.) con sede en la capital norteamericana. Los Gobiernos disponían así de un «código de práctica óptima» por cuyo cumplimiento iban a ser juzgados: disciplina presupuestaria, reducción de impuestos, contención del gasto público, desregulación de los mercados, liberalización de los tipos de interés, tipo de cambio de divisas competitivo, liberalización del comercio internacional, supresión de barreras a las inversiones extranjeras, privatización de empresas y servicios públicos y protección de la propiedad privada. La caída de los regímenes comunistas del este de Europa convirtió a sus países en doloroso banco de prueba de las triunfantes ideas económicas. El FMI se encargó de hacer pasar por las horcas caudinas del recetario a muchos países de economías emergentes.

Tecnologías de la información y mercados financieros

La supresión de los tipos de cambios fijos y del control de capitales, piezas fundamentales del sistema de Bretton Woods, provocó una extraordinaria expansión de los mercados financieros. Lo más decisivo fue la perfecta simbiosis entre las nuevas tecnologías de la información y los movimientos de capital, que hizo de las pantallas de los ordenadores y smartphones sucursales de los mercados y permitió al dinero escurrirse por los intersticios de los Estados nacionales, sin el sometimiento a una autoridad global. El «espacio de flujos» se impuso sobre el «espacio de lugares». Las finanzas vivieron una transformación cuantitativa, al multiplicarse su volumen en varios dígitos respecto de la producción o el comercio, y cualitativa, al abrirse nuevas vías de negocio gracias a la innovación y la titulización.

Los programas informáticos permitieron automatizar operaciones especulativas capaces de mover en manosegundos fantásticas cantidades de dinero. La inventiva sacó ventaja a las restringidas cautelas de las regulaciones. Numerosos artilugios financieros crearon el espejismo de que las deudas no se pagan sino que se venden. Los mercados se han vuelto «demasiado grandes, demasiado complejos y demasiado rápidos para poder someterlos a los mecanismos de vigilancia y reglamentación del siglo pasado», sostenía Greenspan, el expresidente de la Reserva Federal. «Para qué vamos a reprimir a las abejas que vienen a polinizar Wall Street», añadía, en referencia a los fondos de alto riesgo (hedge funds).

Junto a algunas ventajas –reducción de costes y cobertura de adelantos tecnológicos (Apple, Google y otros)–, la libertad de movimientos de capital produjo efectos perversos: operaciones ultraespeculativas, fluctuación espasmódica de las monedas, incapacidad de los Gobiernos para adaptarse a los masivos vaivenes de fondos entre divisas, opacidad de los productos financieros, pérdida de control por supervisores y auditores, etc. (6). Como advierte Krugman, «la banca no es como el transporte: la desregulación no se tradujo tanto en mejoras de la eficiencia como en un estímulo a la conducta de riesgo» (7). Para Tobin, premio Nobel de Economía, se hacía necesario «echar arena en los engranajes demasiado bien engrasados» de los mercados financieros.

Neoliberalismo

A finales del siglo XX, el pensamiento de Smith renació de la mano del neoliberalismo. Pensadores como Hayek y Friedman, maestro de la Escuela de Chicago, habían mantenido viva la llama prendida doscientos años antes en Escocia. El libre mercado y la división internacional del trabajo se erigían en cimientos de «la riqueza de las naciones». La extrapolación tenía, no obstante, una insuperable traba: si el pensamiento de Smith ajustaba cuentas con el mercantilismo y el Estado absoluto, el mundo al que ahora se aplicaba era muy distinto. Ya no consistía en sociedades de pequeños productores, basadas más en el trueque que en el dinero, sometidas a las arbitrariedades de un tirano deseoso de acumular metales preciosos, sino en una compleja relación entre un potente modo de producción financiado con créditos, espoleado por el lucro, y unos Estados, regidos en general por el derecho, cuyo sector público había crecido porque así lo exigían la estabilidad y el desarrollo de la economía.
El neoliberalismo se apoya en dos axiomas. El primero, las «expectativas racionales de los agentes», afirma que los actores económicos obran con afinada inteligencia cuando ajustan su conducta a los datos del presente y a su previsible evolución; dado que en cuestión de negocios son muy perspicaces, los errores de unos se ven anulados por los aciertos de otros. El segundo, los «mercados eficientes», concibe los precios como un condensado de toda la información disponible, de manera que si no hay injerencias externas los recursos son asignados, siguiendo sus señales, con suma diligencia. Claro, que para que esa especie de orden económico «natural» rinda sus mejores frutos es necesario que los mercados sean transparentes y que ningún sujeto público o privado detente el poder en ellos.

Sucede, sin embargo, que, en la cutre realidad, la información es asimétrica; aunque se expulse al Estado, siguen ahí unos oligopolios que ninguna economía capitalista ha logrado erradicar; y además puede haber fallos de coordinación. Asimismo, como ya Keynes anticipó y las diversas crisis confirman, en la conducta de los agentes no solo intervienen los cálculos racionales, sino que influyen las emociones personales –confianza, pesimismo, miedo, etc.– y los comportamientos ajenos. Si es una falacia creer que la suma de las decisiones racionales de los individuos dota siempre de la misma calidad intelectual a su agregado, el efecto imitación provoca demoledoras acciones en manada. «Puedo calcular los movimientos de los cuerpos celestes pero no la locura de la gente», se lamentaba Newton ante el hundimiento de sus acciones en la Compañía de los Mares del Sur. Resulta incongruente oír a un ministro de Economía, guardián de la ortodoxia liberal, culpar a la «irracionalidad» de los mercados de la escalada sufrida por la prima de riesgo.

Pese a la notable desavenencia entre la teoría y la práctica, el neoliberalismo remata sus razonamientos con un par de corolarios: los mercados son, como Dios, omniscientes, omnipotentes y omnipresentes, y se regulan perfectamente solos (8). De ahí que para su funcionamiento sobren las normas. Las crisis no se deben a la ineficiencia de los mercados sino a pifias de algunos bribones o a meteduras de pata de los supervisores, lo que, siendo cierto, no es toda la verdad.

Desde su primer ensayo en el Chile de Pinochet hasta hoy, el neoliberalismo se adueñó del campo de la teoría económica. Sus seguidores forman una comunidad epistémica presente en universidades, equipos de estudio, escuelas de negocios, Gobiernos y organizaciones supranacionales. Dos tercios de los premios Nobel de Economía –financiados, curiosamente, por el Banco de Suecia– recayeron en economistas de la Escuela de Chicago (9). Entre otros agraciados, figuran los creadores de la mágica ecuación que permite calcular el riesgo y determinar el valor de los productos derivados. «Por un lado, la creencia ingenua en la teoría del “mercado eficiente” ha sido desacreditada –declara Ingham (10)–; pero, ante la ausencia de una comprensión alternativa aceptable de la economía capitalista, los supuestos fundamentales de la teoría ortodoxa siguen conformando e informando las numerosas propuestas de reforma».

Según Krugman, la hegemonía de los economistas neoliberales hace que los neokeynesianos no sean «inmunes al seductor atractivo de la racionalidad de las personas y la perfección de los mercados. Por ello, intentaron que su desviación frente a la ortodoxia clásica fuera lo más limitada posible» (11).

Con su pretensión de entender a fondo el funcionamiento de la economía, realizar predicciones fiables, garantizar una prosperidad ilimitada y hacer ingeniería social, el neolberalismo constituye una ideología cientifista y economicista. El neoliberalismo comparte con el peor marxismo la idea de que la vida social está absolutamente determinada por las condiciones económicas. «El ultraliberalismo es no solo un enemigo del totalitarismo –afirma Todorov–, sino también su hermano, al menos en determinados aspectos, una imagen inversa y, sin embargo, simétrica. Su proyecto nos hace pasar de un extremo al otro, del “todo Estado” totalitario al “todo individuo” ultraliberal, de un régimen liberticida a otro socioicida» (12). El clarividente homo oeconomicus se subroga en la posición del visionario e infalible planificador central de la economía.

Pero, de la misma manera que en los regímenes totalitarios la sociedad, el partido y su órgano dirigente iban siendo sustituidos unos por otros hasta llegar al gran dictador, con el neoliberalismo el individuo, el mercado y los oligopolios se van reemplazando sucesivamente hasta que emergen con todo el botín los grupos financieros.

Consecuencias

La promesa cumplida de la política neoliberal fue, sin duda, la estabilización de los precios. Hubo crecimiento económico pero menor que durante el período de Bretton Wods. Quizás por esos éxitos y porque en su fantástica visión de la realidad habían desaparecido los ciclos de auge y recesión, el período abierto con la globalización se denominó por algunos economistas norteamericanos –entre otros, Bernanke, el presidente de la Reserva Federal– como la Gran Moderación, aunque en su devenir se sucedieron las crisis bancarias, monetarias y de deuda soberana hasta llegar finalmente, pese a las bienaventuranzas, la Gran Recesión. Además de la crisis, las políticas neoliberales causaron otros estragos: aumentó la desigualdad, la autonomía de los Gobiernos se redujo y la política perdió prestigio.
Desigualdad. La desigualdad creció en el interior de cada país, entre los habitantes del mundo y entre las diversas naciones, pero en este caso compensada por el desarrollo de economías emergentes como China e India. «En los últimos veinticinco años –según Milanovic, investigador del BM–, hemos presenciado un agudo retroceso de la tendencia igualitaria, no solo en EE UU y Gran Bretaña, sino en casi todas partes» (13). La «ventaja comparativa» que los bajos salarios deberían otorgar a las naciones pobres no se tradujo en la presente globalización, a diferencia de lo sucedido en la de finales del siglo XIX y comienzos del XX, en una significativa atracción de inversiones, pues el capital circuló principalmente entre países ricos (14). «A la elite le ha ido muy pero que muy bien después de la desregulación; mientras que a la superelite y a la elite de la superelite –el 0,1 por 100 de la cumbre última– le ha ido aún mejor» (15), revela Krugman, en referencia a EE UU.

Los fuertes recortes de impuestos a los ricos hizo que la «restricción por escándalo» –término acuñado por Bebchuk, profesor de la Universidad de Harvard– dejara de poner coto a sus beneficios y que, una vez perdida la vergüenza, se dedicaran a enriquecerse compulsivamente. El coeficiente Gini –un índice que mide entre 0 y 100 la oscilación entre la igualdad y la desigualdad absolutas– alcanza en el conjunto del mundo un valor de 70. «La causa real de la crisis subyace –para Milanovic– en las enormes desigualdades en la distribución de la renta que generaron una gran cantidad de fondos para la inversión que podían producir rentabilidad. Entonces, el problema político del insuficiente crecimiento económico de la clase media fue “resuelto” abriendo el grifo de los créditos baratos» (16). Resulta elocuente que la desigualdad haya crecido, sobre todo, en EE UU y Reino Unido, apóstoles del neoliberalismo; y que Irlanda, su mejor discípulo, se haya hundido en la recesión con los bancos nacionalizados.

Pérdida de autonomía: «no hay alternativa». Con las desregulaciones, liberalizaciones y privatizaciones, los Gobiernos hicieron dejación de poder y, dado que este tiene horror al vacío, el hueco libre fue rápidamente ocupado y fortificado por especuladores y grupos económicos. El Estado pasó de examinador a examinando, y su principal deber consistió en ganar la «confianza» de juzgadores con merecida fama de huesos.

En 1943, el economista polaco Kalecki había advertido sobre la capacidad de presión que esa exigencia dejaba en manos de los empresarios, pues si un Gobierno «propone algo que les disgusta –como por ejemplo elevar impuestos o aumentar el poder de negociación de los trabajadores–, aquellos pueden proclamar funestas advertencias sobre el modo en que ello reducirá la confianza y hundirá al país en la depresión» (17). Antes que defender el interés general, la tarea principal de los Gobiernos es obtener credibilidad en los mercados. La política económica ha de responder a un «código de práctica óptima» y, como repiten hasta la saciedad empresarios y banqueros, sus medidas deben ir en la «buena dirección». Los instrumentos para ello son dos (18): de un lado, la política se basa en reglas previas –mínima inflación, equilibrio presupuestario, rebaja de impuestos, etc.– que por su carácter previsible ofrezcan seguridad a los mercados y eliminen riesgos; de otro, toda una serie de centros de decisión, vitales para el buen funcionamiento de la economía –bancos centrales, agencias reguladoras de la competencia (mercado de valores, energía, telecomunicaciones), etc.–, pasan a manos de técnicos independientes, cuyo espeso saber y blindaje tras nombramientos de larga duración garantizan su inmunidad frente a las presiones electorales.
Ese canje de políticos por técnicos ha encontrado su culminación en los Gobiernos de Italia y Grecia. El filósofo rey que imaginaba Platón ha sido sustituido por el economista rey (19). Cerrando el círculo, la credibilidad de la política económica es objeto de sistemática evaluación, pues los mercados le ponen notas todos los días mediante la prima de riesgo, y a esa labor fiscalizadora se unen las rebajas de calificación de tres agencias de rating norteamericanas, dignas de toda sospecha. «Merkel es una ferviente creyente en las virtudes del diferencial de deuda (y de las agencias de calificación) para obligar a los Gobiernos a la austeridad y la ortodoxia financiera» (20).

Por su parte, la globalización comercial, impulsada por la OMC, tiende –como pone de manifiesto Rodrik (21)– a laminar las diferencias en las políticas de los diversos países, reduciendo a la baja condiciones laborales y sociales, estándares de salud y seguridad y presión fiscal. El cambio nacional de una normativa legal en cuyo contexto se produjo una inversión extranjera puede obligar a indemnizar sus perjuicios. La eficacia de las políticas industriales de los países en desarrollo se ve mermada por la prohibición de subvencionar sus exportaciones, favorecer el consumo de inputs locales o beneficiarse de la tecnología inversa (22). El caso de las patentes sobre algunos medicamentos –caso del sida– resulta dramático.
Los efectos en la vida pública son evidentes: desplazamiento de poder político a instancias no democráticas –mercados, bancos centrales, agencias independientes y organismos supranacionales–, merma de soberanía, impotencia de las políticas nacionales, desideologización de las políticas macroeconómicas, etc. Según advierte Rosanvallon,  «Adam Smith no es tanto el padre fundador de la economía política cuanto el teórico de la decadencia política».

Todos los gobernantes repiten el mismo mantra: «No hay alternativa». La política económica ha pasado a tener un carácter normativo, y su contenido es independiente de la alternancia de los partidos y la orientación de los Gobiernos. «El mercado está considerado algo demasiado serio para dejarlo bajo la influencia de la política» (23), y no hay espacio para frivolidades ideológicas. «Se pueden discutir los componentes de ingresos y gastos para obtener un resultado de razonable equilibrio –confiesa González–, pero es difícil rechazar la necesidad misma de ese equilibrio. Los mercados de capitales se encargan de recordar, dramáticamente, que no confían en la política económica que no vigila la inflación o el déficit presupuestario o el de la balanza de pagos» (24). A la sistemática campaña sobre el malditismo del Estado se une el desprestigio de la actividad política: «Todos los políticos son iguales» y «Van a lo suyo». La desafección con la democracia es una tentación para desencantados y una oportunidad para aventureros.

Los rotos de la democracia

En un interesante libro, titulado Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (25), Wilkinson y Picket asocian salud, rendimiento académico, violencia, desigualdad, cárcel y falta de movilidad social a la desigualdad. «Si, por ejemplo, la salud de un país es deficiente, se puede predecir con seguridad que tiene una población reclusa mayor, tasas más altas de embarazos adolescentes, índices de alfabetización menores, acusada tendencia a la obesidad, peor salud mental, etc. La desigualdad convierte a muchos países en disfuncionales en muchos aspectos de su entramado social» (26). Más allá de la pobreza, la fuente de la infelicidad es –según ellos– la diferencia de estatus social.

Conforme señala Dahl, «debido a la desigualdad de recursos sociales, algunos ciudadanos obtienen una influencia significativamente mayor que otros sobre las decisiones políticas y las acciones de gobierno. El resultado es que los ciudadanos no son iguales políticamente –ni mucho menos– y así, la fundamentación moral de la democracia, la igualdad política entre ciudadanos, se ve seriamente vulnerada» (27). En las democracias representativas, el componente liberal empasta con el capitalismo, pero el democrático rechina. Una función de los Estados de bienestar fue precisamente corregir esa anomalía mediante políticas que facilitaran la igualdad de oportunidades. La merma de prestaciones sociales potencia la desigualdad y gibariza la condición de ciudadano.

«Después de la Segunda Guerra Mundial, las políticas económicas se formularon esencialmente en términos de objetivos últimos (pleno empleo, incremento de los niveles de vida), mientras que desde la década de 1980 se formulan esencialmente en términos de objetivos intermedios (paridad monetaria, equilibrio presupuestario, privatización, flexibilidad de mercados)», advierte Fitoussi (28). Los medios han desplazado a los fines, y la opinión de los ciudadanos, con sus ingenuas expectativas, cede paso al saber de los expertos. Si la política es objeto de conocimiento científico, no caben «alternativas». Cuando todo se reduce a «reglas previas», cuyo manejo corresponde a los técnicos, sobra el debate público. Si, además, las consecuencias son lesivas para la población, las razones para evitarlo se acentúan.

Dar satisfacción a las exigencias derivadas de los vaivenes de los mercados requiere de una celeridad incompatible con la deliberación y los procedimientos parlamentarios. Las controversias ralentizan los acuerdos y carecen de sentido, si no es para darse la razón unos a otros. El Parlamento, la institución deliberante por excelencia, resulta ninguneado. En la carta remitida en 2011 por el BCE al Gobierno italiano, se consideraba «crucial» que las acciones se adoptasen mediante decretos leyes. Cuando aún no lleva un año de Gobierno, Rajoy ha hecho uso de este instrumento en 27 ocasiones.

El pluralismo político es triturado por una mayoría gobernante en posesión de la verdad. Los medios de comunicación, ahogados por los créditos bancarios, cuando opinan de economía lo hacen con voces monocordes. Discuten sobre austeridad o crecimiento, pero dejando a salvo la bondad de los mercados, pues todo se reduce a saber quién interpreta mejor sus deseos. Sin debate público, la democracia se reduce a mero procedimiento de selección de gobernantes.

«La democracia es, en la teoría –según Kelsen–, una forma de Estado o de sociedad en la que la voluntad de la comunidad o, para decirlo sin recurrir a la metáfora, el orden social es creado por quienes están sometidos, por el pueblo» (29). Cuando el orden viene impuesto desde fuera, se arruina su sustancia. Si quienes están sometidos al ordenamiento jurídico han de ser partícipes en su elaboración, la democracia resulta incompatible con la heteronomía y solo se realiza mediante el autogobierno. «Considerada principio trascendental de organización de las sociedades, la globalización no casa bien con la democracia –señala Fitoussi–. Modifica el sistema equitativo que impera en los diferentes países sin que esa modificación haya sido objeto de una elección explícita claramente debatida. Restringe el espacio de las decisiones colectivas, de los seguros sociales, de la redistribución y de los seguros públicos en el momento mismo en que éstos se hacen más necesarios» (30). El principio representativo pierde peso frente al oligárquico. Ha nacido un nuevo régimen político: el capitalismo autoritario (31).

Rodrik plantea (32) un famoso trilema: no cabe tener a la vez hiperglobalización, democracia y soberanía nacional. Solo se pueden compartir dos de las tres: la mezcla de Estado nación e hiperglobalización debilita la democracia para facilitar la globalización; la amalgama de hiperglobalización y democracia exige renunciar a la soberanía nacional y globalizar la democracia; y la suma de Estado nación y democracia obliga a desistir de la globalización profunda para reforzar la legitimidad democrática. La primera opción es lo que hay. Aunque sea justo alentar el cosmopolitismo y reclamar la democratización de los organismos supranacionales, una legislatura global con Consejo de Ministros es, a día de hoy, una fantasía. La Unión Europea constituye un ejemplo de sus dificultades. Rodrik es partidario de la tercera opción. A su parecer, los problemas actuales surgen de un exceso de globalización que no se ha gestionado adecuadamente, y reclama un cierto regreso al sistema de Bretton Woods, al menos en lo relativo al control por los Estados de los movimientos de capital.

Una cosa es la globalización actual y otra distinta la integración económica internacional. La primera es una coartada para beneficio de unos pocos; la segunda, dentro de unos límites razonables, parece más ventajosa que el aislamiento. En todo caso, los procesos de integración plantean problemas a la democracia, cuyas acusadas deficiencias se exacerban al traspasar las fronteras nacionales. De un lado, la dinámica de las relaciones económicas internacionales trasciende la capacidad de los Estados nacionales; de otro, está por ver de qué forma pueden sobrevivir a ese reto el autogobierno y la democracia. Así que, necesariamente, como en muchas novelas, este relato tiene un final abierto.
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(1) Andrés Ortega y Ángel Pascual-Ramsay, ¿Qué nos ha pasado? El fallo de un país, Galaxia Gutenberg.
(2) El contenido de este apartado es deudor de Geoffrey Ingham, Capitalismo, Alianza Editorial.
(3) José Fernández-Albertos, Democracia intervenida, Fundación Alternativas y Libros de la Catarata.
(4) Los acuerdos reciben el nombre del complejo hotelero, situado en una zona de montaña del Estado de Nueva York, donde se reunieron 44 países en una conferencia auspiciada por Naciones Unidas. Los negociadores más importantes fueron Harry Dexter White, en representación de EE UU, de quien con el tiempo se desveló su condición de espía de la Unión Soviética, y John Maynard Keynes, en nombre del Reino Unido, cuyas propuestas resultaron derrotadas.
(5) Dani Rodrik, La paradoja de la globalización. Democracia y el futuro de la economía mundial, Antoni Bosch editor.
(6) Xosé Carlos Arias y Antón Costas, La torre de la arrogancia. Políticas y mercados después de la tormenta, Ariel.
(7) Paul Krugman, ¡Acabad ya con esta crisis!, Crítica.
(8) Xosé Carlos Arias y Antón Costas, ob. cit.
(9) Roberto Petrini, Proceso a los economistas, Alianza Editorial.
(10) Geoffrey Ingham, ob. cit.
(11) Paul Krugman, ob. cit.
(12) Tzvetan Todorv, Los enemigos íntimos de la democracia, Galaxia Gutenberg.
(13) Brano Milanovic, Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global, Alianza Editorial.
(14) Branco Milanovic, ob. cit.
(15) Paul Krugman, ob. cit.
(16) Brano Milanovic, ob. cit.
(17) Paul Krugman, ob. cit.
(18) Xosé Carlos Arias y Antón Costas, ob. cit.
(19) Ignacio Sánchez Cuenca, «El economista rey», El País, 2-5-2012.
(20) Andrés Ortega y Ángel Pascual-Ramsay, ob. cit.
(21) Dani Rodrik, ob. cit.
(22) Imitar el diseño de un producto accesible al público, a partir de la indagación de su funcionamiento y componentes.
(23) Jean-Paul Fitoussi, La democracia y el mercado, Paidós.
(24) Felipe González, Mi idea de Europa, RBA.
(25) Richard Wilkinson y Kate Picket, Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Turner Publicaciones.
(26) Ibíd.
(27) Robert Dahl, La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus.
(28) Jean-Paul Fitoussi, ob. cit.
(29) Hans Kelsen, De la esencia y valor de la democracia, KRK.
(30) Jean-Paul Fitoussi, ob. cit.
(31) Ignacio Torreblanca, «El triunfo del capitalismo autoritario sobre la democracia», El País, 11-4-2012.
(32) Dani Rodrik, ob. cit.