Miguel Rodríguez Muñoz
Cataluña: Aquiles y la tortuga
(Asturias24, 21de septiembre de 2015).

¿Tiene remedio lo de Cataluña? De un lado, unos quieren marcharse, llevan tiempo insistiendo en esa idea, cargándose de razones de calibre grueso –España nos roba, por ejemplo–, elaborando un registro de agravios –tarea en la que nunca les faltan motivos para nuevos asientos–, extendiendo con campañas, maniobras y apoyos institucionales su influencia, liderando un poderoso movimiento social que anima a sumarse a la corriente aunque su rumbo lleve al despeñadero; de otro, el partido que nos gobierna, más allá de invocaciones a que España no se rompa y al imperio de la ley, no hace nada para buscar ni el diálogo ni vías de solución al conflicto, sus iniciativas –cuando las toma– tienen más de provocación que de bálsamo y su principal interés consiste en obtener ventajas electorales del enfrentamiento.

Cada vez que gobierna el PP, la unidad de España queda hecha unos zorros, y después, cuando llegan otros a reparar los daños, pone toda clase de trabas para corregir el entuerto, de manera que la solución o se complica o resulta imposible. Es evidente que, a salvo de un terremoto con un alto grado en la escala de Richter, España no se rompe –lo que dista de ser mérito de Rajoy–, aunque los vínculos entre el conjunto del país y una comunidad como Cataluña están en quiebra. Resulta sorprendente el abismo entre la gravedad del envite planteado por los independentistas y la falta de respuestas razonables –incluso la trivialidad– por parte del Gobierno para socavar sus apoyos y tratar al menos de neutralizar el conflicto.

Una prueba de la consideración oportunista del enfrentamiento es ese candidato del PP que parece sacado de la factoría de Frankenstein, manufacturado con piezas de populismo, xenofobia, retórica autoritaria, etc., un personaje grandullón de movimientos toscos, incapaz de atraer a una parte significativa del electorado catalán pero idóneo para dar gusto a quienes en el colmo del amor a la patria amarran a su perro con un collar y una correa de colores rojo y gualda.

La reforma urgente del Tribunal Constitucional, sumando a su condición de máximo intérprete de la CE inútiles funciones de guardia de la porra, es otra iniciativa destinada a cohesionar las filas de la derecha más rancia a este lado del Ebro, en clara merma de la calidad de nuestra democracia.

La idea de llevar a plenos municipales y asambleas autonómicas mociones en defensa de la unidad de España si, de un lado, contribuye a la secreción de ardores patrióticos, siempre benéficos en época de comicios, de otro, en cuanto al apaciguamiento del conflicto, tiene en el mejor de los casos una eficacia semejante a ese ardid de niños consistente en taparse los ojos para escapar de quienes los buscan.

Nada de reformar la CE, nada de reconocer la singularidad de Cataluña –que en el colmo del absurdo puede ser nacionalidad pero no nación–, nada de mejorar su financiación, nada de buscar alguna fórmula que permita consultar la voluntad de los catalanes sobre su relación con el resto de España; ninguna alternativa que ofrecer a quienes, ante los que defienden la necesidad de irse, solo pueden prometer más de lo mismo; ninguna iniciativa encaminada a reconciliarse con quienes sin ser independentistas optan por huir hacia delante frente a la cerrazón de los que gobiernan España. Nada de terceras vías: Cataluña, la pata quebrada y en casa.

TV3 vetó recientemente una entrevista con Josep Borrell a propósito de la publicación de un libro en el que el exministro socialista y Joan Llorach desmontan los argumentos económicos embellecedores de la independencia. Con frecuencia se oye decir que la hegemonía política e ideológica del independentismo coarta la libre expresión de opiniones disidentes. Las presiones en ese orden de cosas no son exclusivas de Cataluña. No hace mucho que Felipe González tuvo que decir digo donde antes quiso decir Diego.

El nacionalismo español y el independentismo catalán acotan los términos del debate, y ojo con salirse del guión. El nacionalismo es la más laica de las religiones y la más religiosa de las ideologías laicas y, como todas ellas, está lleno de dogmas. Hay un anticatalanismo militante en el PP y otro más o menos sordo en el PSOE, que le hace sufrir ante el primero una especie de síndrome de Estocolmo y le impide aventurarse más allá de reclamar una reforma de la CE y un incierto reconocimiento de la singularidad catalana. Esos límites impuestos a la discusión y a las posibles alternativas para afrontar el problema y la radical falta de acuerdo entre unos y otros atan las manos de los defensores de la unidad, en tanto los independentistas se encuentran con que ancha es Castilla.

Resulta indiscutible el imperio de la ley, tanto como la conveniencia de su reforma, una reforma que sea capaz de alumbrar una forma de unidad atractiva para quienes no hacen de la secesión una cuestión vital. El necesario cumplimiento de la ley como único programa puede acabar conduciendo al ejercicio de la violencia, según se encargó de sugerir Morenés, el ministro de Defensa. Estamos ante una carrera entre Aquiles y la tortuga, y en esa competición el Gobierno, sirviéndose de la ventaja que le proporciona la legalidad, enredado en la famosa paradoja de Zenón, parece convencido de que el guerrero aqueo, aunque famoso por sus pies ligeros, nunca llegará a alcanzar a un reptil tan bien acorazado. ¿Tiene remedio lo de Cataluña? Todo invita al pesimismo, a no ver en el horizonte más que una sucesión de acontecimientos capaz de precipitar un desenlace indeseable. ¿O no?