Milagros Rubio, Jesús Urra
Nuestro republicanismo
(Berrituz, 38, enero de 2014).

           Somos deudores del pasado épico de la IIª República (1931-1936). Nuestra defensa inequívoca de la república democrática y legítima frente al golpismo militar y a la posterior dictadura descansa en nuestras convicciones democráticas.

Estamos ante un pasado corto, pero intenso y globalmente muy positivo; nos referimos, por supuesto, a los períodos dirigidos por las fuerzas republicanas y de izquierdas. La república supuso un impulso histórico de las libertades, de la modernización de España; debilitó el poder y la hegemonía de una Iglesia poderosa y ultraconservadora; puso en primer plano la cuestión social y redujo las desigualdades sociales; dio un gran impulso a la educación pública para todas las personas; modificó sustancialmente las bases de la organización territorial mediante una autonomía muy importante, aunque seguramente insuficiente; implantó el derecho a voto de las mujeres y supuso un avance general para las mismas; impulsó las causas progresistas como el matrimonio civil, el derecho al divorcio, la separación Iglesia-Estado…
          

También cometió graves errores (algunos fueron fruto de la época y del contexto internacional). Como, por ejemplo, un talante insuficiente en valores y convicciones democráticas, especialmente entre las corrientes situadas más a la izquierda en otras esferas; la falta de conciencia y de prevención ante los problemas inherentes al uso de la violencia; la falta de decisión a la hora de aplicar la reforma agraria; la defensa de un anticlericalismo poco o nada respetuoso con las convicciones religiosas, especialmente entre las corrientes más de izquierdas; el intento fallido de solución al viejo problema militar y a un golpismo visible y omnipresente (error que se pagó tan caro); la falta de una estabilidad mínima para el régimen republicano, a la que contribuyó una polarización exacerbada, donde las derechas de aquí y a escala internacional tampoco se lo ponían nada fácil.
          

Sin ninguna duda, el sistema republicano posee una coherencia democrática mayor que la monarquía; y el impulso modernizador, democrático, social y progresista de la segunda república no guarda parangón con aquella monarquía decadente, reaccionaria, al servicio de las oligarquías económicas, emparejada con los sectores más derechistas del ejército…

En principio la superioridad democrática de la república es evidente, aunque también existen versiones diferentes y contrapuestas de ambas: monarquías absolutistas y repúblicas parlamentarias, monarquías parlamentarias y dictaduras republicanas.

Ahora bien, nuestra mirada al pasado no puede ser mitificada, ni super-embellecida. Ha de ser real, con sus luces y sus sombras. Y, sobre todo, ha de ser una fuente de enseñanzas, aprendiendo de lo positivo y de lo negativo.

Momento actual de la Monarquía

Soplan nuevos aires antimonárquicos. Hay una crisis indiscutible del sistema político instaurado con la transición, al que está vinculada la actual monarquía. Ésta atraviesa su peor momento. Así lo atestiguan las encuestas.

La monarquía se ve arrastrada por la crisis económica, social, política y territorial del sistema actual, que está suponiendo un deterioro muy grave de los derechos sociales y del Estado de Bienestar, un descenso importante de los apoyos del bipartidismo, una gran indignación ciudadana por la corrupción, una contestación creciente ante las insuficiencias democráticas...

Y la crisis monárquica también se debe a determinadas actuaciones de la familia real: el caso Urdangarin, las cacerías y otras actuaciones del rey. Además de esto, la función que desempeñó el rey en la transición y especialmente en el 23-F como elemento de freno y de control sobre un ejército, que causaba un gran temor entre la población, ha desaparecido o tiene un peso muchísimo menor al disminuir drásticamente el problema militar por razones muy diversas. En cualquier caso, se trataba de una utilidad muy contradictoria, pues era y es inaceptable desde el punto de vista democrático que el ejército sea “democrático” por su fidelidad al rey. Tampoco se percibe su tan cacareado papel de arbitraje por encima de las querellas políticas o de los intereses partidistas de baja estofa.

Ahora bien, ¿hasta dónde llega la actual crisis política y monárquica? Estamos ante la mayor crisis política, social, monárquica del período democrático. También existe una cultura republicana en las filas de la izquierda, aunque sin un planteamiento apremiante a corto o medio plazo. Pero por ahora no hay una situación equivalente a la de 1931. No se percibe el “efecto Berenguer”. Tendría que haber un empeoramiento mayor de las distintas crisis existentes para que se produjera un evento de esa envergadura. Entre ambas percepciones se desenvuelve la situación.

Por eso, a nuestro juicio, debemos colocarnos en una perspectiva abierta a la evolución de la realidad, sin fijar unos plazos rígidos o unas expectativas poco fundamentadas de la crisis monárquica.

Un republicanismo muy crítico con la monarquía

Porque es una institución anacrónica y menos democrática que la república, ya que su legitimidad procede de su carácter hereditario, de sangre y porque hasta la fecha es una institución discriminatoria para la mujer.

Porque es una institución conservadora en todos los órdenes: desdel punto de vista de los valores democráticos, sin inquietud social, sin especial preocupación ante las desigualdades sociales, sin un talante activo ante las mejoras democráticas, sin una mirada modernizadora ante el futuro… Es cierto que a veces te topas en sociedades modernas y democráticas con la monarquía como elemento decorativo. No es el caso, pero, incluso aunque lo fuera, ¿para qué mantener una figura tan inútil y de otra época?

Porque es una institución situada al margen del control democrático y de la transparencia en varios apartados como son sus cuentas, sus gastos, etc. Una institución que se rige por un reverencialismo rancio impropio de sociedades democráticas e igualitarias en derechos civiles. A este respecto, la propia Constitución española en su artículo 56-3 afirma que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (sic), sin comentarios.

Porque hasta ahora ha sido una institución intocable, temida, sin posibilidad real de ser sometida a la crítica pública.

Porque es una institución que ha detentado un poder sobre el ejército al margen o por encima de las instituciones elegidas democráticamente y que son las que deben ostentar la legitimidad suprema sobre las distintas corporaciones del Estado. Y porque sigue cultivando cuanto puede estas relaciones especiales, que proceden de sus actuales afinidades políticas y de un pasado muy poco presentable desde el punto de vista democrático; nos referimos a los tradicionales vínculos entre la monarquía y el militarismo africanista y al hecho de que la actual monarquía fuera restaurada por el dictador.

Porque es un símbolo de la reacción y del conservadurismo por tradición histórica, por sus vínculos e intereses con las clases dominantes, por su lejanía de los sectores sociales más bajos. La monarquía, en el mejor de los casos, es un elemento puramente decorativo, más costoso económicamente que la republica. Es una institución vinculada a los vicios del Estado español, a una concepción autoritaria, a una legitimidad no-democrática (hereditaria) para la máxima autoridad. Una institución sin función, sin sentido actual, ya que su invocado papel de arbitraje entre las diferentes instituciones del estado democrático de derecho puede ser perfectamente desempeñado por una persona de la que se sepa previamente que reúne dichas cualidades y que obtiene su legitimidad de la voluntad ciudadana y no por alguien que únicamente puede proclamar para esa función sus vínculos de sangre.

Porque es una institución derrochadora, corrupta, dedicada a la suntuosidad, a las relaciones “especulativas” de donde obtiene lucro personal, como se está comprobando en los affaires actuales.

Un republicanismo de nuevo cuño

Es cierto que la opción republicana responde a un criterio democrático que puede ser sostenido por cualquier ciudadano o ciudadana, sea de izquierdas o de derechas, nacionalista de un signo o de otro…

Sin embargo, desde Batzarre, vinculamos nuestro republicanismo al avance social, en derechos, en conquistas prácticas, en bienestar social para las mayorías. A un avance democrático con voluntad de superar los males de la democracia actual, de ensancharla, de asentarla en una cultura democrática arraigada en la población, que rechace con rotundidad la corrupción en la política, en una cultura sobre los derechos humanos firmemente asentada entre la ciudadanía.

Apostamos por una causa republicana social, democrática, liberal, moderna, cívica, abierta, tolerante con la heterodoxia y el inconformismo, austera con los recursos públicos, con figuras integradoras entre las diferentes instituciones democráticas, pero elegidas democráticamente, sin subterfugios hereditarios o autoritarios. Por un republicanismo capaz de ofrecer un proyecto plurinacional atractivo, integrador, pactado, respetuoso para con los diferentes pueblos o naciones que constituyen la actual comunidad española. Por un republicanismo de nuevo cuño, con un peso creciente y fundamental del futuro más que del pasado, inquieto por renovarse sobre nuevas bases sociales, más asociado a las nuevas mentalidades juveniles que se alejan más y más de la monarquía como una antigualla de épocas pre-democráticas.