Miren Ortubay
Nueva reforma para un derecho penal cada vez más viejo
(Hika, 218zka. 2010ko ekaina-uztaila).

            La transición penal española tardó 20 años. Pero, al parecer, la larga gestación del nuevo Código penal (CP) no aseguró la madurez de la criatura que, desde que vio la luz en 1995, ha sufrido ya 25 reformas.

REFORMAS ANTERIORES: LA PROGRESIVA EXPANSIÓN DE LO PENAL

            Hay aspectos comunes a la mayoría de esos cambios. Por una parte, se han realizado a golpe de suceso trágico o -peor aún- de campaña mediática. Es decir, lejos de surgir del análisis sosegado sobre la aplicación de las normas o sobre su eficacia (que, de hecho, no da tiempo a comprobar), las reformas se han inspirado en el miedo, la conmoción, u otros sentimientos irracionales, fácilmente manipulables.

            Por otra parte, casi todas las modificaciones realizadas en los 14 años que el CP lleva en vigor presentan un enfoque punitivista: cada vez se castigan más conductas con penas más rigurosas.

            En ocasiones, las reformas han supuesto el retroceso a situaciones de la legislación anterior: se han vuelto a prohibir actos despenalizados en 1995, se han agravado penas que se habían rebajado y han reaparecido figuras que creíamos felizmente olvidadas, como la agravante de multirreincidencia o las penas cortas de prisión.

            Otras veces, los nuevos delitos han respondido al cambio en la percepción social de ciertos fenómenos. Por ejemplo, era necesario y urgente modificar la ley penal para tratar de erradicar la violencia contra las mujeres, hasta hace poco ampliamente tolerada. Pero en ese proceso, junto a innegables avances y aciertos, se han dado pasos muy cuestionables: la repuesta legal a la violencia machista se ha centrado en la vía penal, lo que ha dado lugar a un constante -y no siempre fundamentado- incremento de las penas, así como a una preocupante homogeneización de las respuestas a la violencia: se tratan de modo similar conductas de muy diferente gravedad. Es lo que ha sucedido, por ejemplo, al convertir en delito las faltas de maltrato o al imponer obligatoriamente la pena de alejamiento, con independencia de las circunstancias del caso y de la voluntad de la mujer… Son cuestiones discutidas y discutibles, pero el indudable aumento del protagonismo penal debe movernos a la reflexión.

            También ante el fenómeno de la inmigración se ha recurrido preferentemente al castigo. Además de criminalizar cualquier ayuda para la entrada ilegal en nuestro país, se han articulado medidas -expulsión en vía penal de inmigrantes sin papeles, penalización del top-manta, etc.- que utilizan de manera particularmente dura el instrumento penal para reforzar el ya inhumano régimen de extranjería.

            La denunciada expansión del sistema penal y el progresivo endurecimiento de las penas alcanzaron su punto culminante en 2003. Junto al incremento del límite máximo de la prisión hasta 40 años, se estableció el llamado cumplimiento íntegro de las penas -¡como si antes no se cumplieran!-, medidas que suponen de hecho la implantación de la cadena perpetua. Pero quizás la reforma que ha afectado más hondamente al sistema penal postconstitucional -hasta llegar a desvirtuarlo- ha sido la creación del periodo de seguridad que, en las condenas de 5 o más años de prisión, impide la obtención de permisos o del régimen abierto hasta que no se haya cumplido la mitad de la pena.

            Como consecuencia de los cambios mencionados, más personas entran en la cárcel y, sobre todo, permanecen allí mucho más tiempo. De ese modo, en los últimos años se ha multiplicado la población penitenciaria, llegando casi a los 77.000 reclusos, lo que nos coloca como líderes indiscutibles de la privación de libertad en Europa: somos el país de la UE con mayor índice de personas presas por 100.000 habitantes, cuando, paradójicamente, la delincuencia presenta uno de los niveles más bajos de nuestro entorno1.

            Y ¿todas las reformas han supuesto más cárcel? Es cierto que alguna modificación aislada ha tratado de potenciar las alternativas a la prisión. Así, por ejemplo, en la reforma de 2003 se amplió notablemente el ámbito de aplicación de la pena de trabajos en beneficio de la comunidad (para delitos contra la seguridad del tráfico, etc.). Sin embargo, importantes fallos en la regulación de esta pena y, sobre todo, la carencia de puestos adecuados para poder cumplirla, contrarrestan en buena medida las mejoras realizadas.

            También se percibe cierta atenuación en la respuesta a los delitos cometidos por drogodependientes. Hasta 1995, se dio un constante incremento de las penas para los delitos de tráfico de drogas, pero desde entonces se van ampliando, poco a poco, las posibilidades de que las personas adictas eludan la entrada en prisión si se someten a tratamiento.

            Las políticas puramente represivas desarrolladas hasta ahora han tenido como resultado la multiplicación de la población penitenciaria, donde la gran mayoría son personas condenadas por delitos relacionados con las drogas ilegales (tráfico o infracciones motivadas por la adicción). Quizás la tendencia observada -que se mantiene en la reforma en trámite- demuestre que la respuesta meramente punitiva a los problemas sociales tiene un límite: hay un momento en que se toca fondo y no hay más remedio que dar marcha atrás y buscar alternativas. El problema es la enorme cantidad de sufrimiento injusto y estéril que se causa hasta ese momento…

            En todo caso, no hay lugar al optimismo: la nueva reforma evidencia que nuestra sociedad no ha llegado al límite de la violencia penal que puede soportar; de hecho, nos trae más de lo mismo: nuevos delitos, más penas, más prisión… e idéntico olvido de los intereses de las víctimas.

¡VIVA EL POPULISMO PUNITIVO!

            En un alarde de sinceridad -o de despiste- la Exposición de Motivos del Anteproyecto de reforma de noviembre de 2009, afirmaba que los cambios que se proponían respondían a los graves sucesos acaecidos. De un modo más correcto, el proyecto de ley presentado a las Cortes justifica la necesidad de la reforma en la existencia de compromisos internacionales, así como en las disfunciones detectadas en la experiencia aplicativa. Sin embargo, al enunciar los múltiples cambios propuestos, resurgen los motivos reales: atender a la demanda social suscitada por casos –delitos sexuales- de especial gravedad.

            Dicho de otro modo, la nueva reforma supone un nuevo y decidido paso hacia el populismo punitivo. Sin diferencias ideológicas, los distintos partidos políticos se apuntan a la idea de gobernar mediante el castigo, de responder a los problemas sociales mediante el incremento de las penas. Se pretende combatir el difuso sentimiento de inseguridad que caracteriza a las sociedades actuales mediante la guerra global al delito. Convencidos de que la opinión pública demanda un mayor rigor punitivo, los gobernantes se apuntan a una alocada carrera de “y yo, más”, que siempre es más castigo. Sólo se escuchan las voces que propagan el miedo, desoyendo a quienes aportan análisis y reflexión basada en la experiencia.

            De la reforma llama la atención su amplitud (afecta a más de 150 artículos), pero también su uniformidad: con dos pequeñas excepciones, todos los cambios suponen más castigo.

            A primera vista, parece que los cambios afectan sobre todo a la llamada delincuencia de cuello blanco o delitos de los poderosos: delitos urbanísticos, de corrupción en el ámbito privado, informáticos…, con la novedosa -aunque imprecisa- regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Pero realmente la reforma vuelve a ser débil con los fuertes y dura con los débiles. En el tratamiento de la delincuencia convencional -la que llena las cárceles; la que, convenientemente amplificada, nos atemoriza- es donde la reforma manifiesta todo su carácter regresivo.

            Se incrementa la pena de prisión de algunos delitos sexuales contra menores de edad y se endurece el modo de cumplimiento. Y para los autores de esos delitos -y de los de terrorismo- aparece una nueva pena, la libertad vigilada, que se cumplirá después de la prisión y que implica una importante y muy prolongada restricción de la libertad. Además de otros aspectos críticos, va a suponer indirectamente más prisión, porque -como ya ocurre con la pena de alejamiento- su quebrantamiento implica una nueva condena de cárcel.

            Resucitan antiguas penas con nuevas denominaciones: el arresto domiciliario y el arresto de fin de semana para los carteristas; pero seguramente el incremento más importante de las penas para la pequeña delincuencia contra la propiedad viene de la mano de la nueva figura de grupo criminal no permanente. Aprovechando la modificación del delito de organización criminal, se crea una nueva infracción para las meras asociaciones temporales que no reúnan los rasgos de organización, lo que significa que el delito cometido por varias personas conllevará dos penas, la del delito cometido y la de asociación para delinquir.

            Hay sólo dos aspectos de la reforma con otra orientación. Son dos cuestiones en las que el furor punitivo había tocado techo, en el sentido de que las penas que se imponían a conductas de escasa relevancia eran tan desproporcionadas que resultaba una injusticia difícilmente tolerable: se trata, por un lado, del delito contra la propiedad intelectual cometido por los manteros, donde se elimina la pena de prisión para los casos en los que la cuantía sea inferior a 400 €. Por otro, se permite al juez reducir la pena en los supuestos de menudeo en la venta de droga, ámbito en el que también se han impuesto condenas desorbitadas.

            Sin embargo, la panorámica general no refleja moderación punitiva. Por el contrario, la reforma está llena de concesiones al Derecho penal simbólico: normas cuya eficacia resulta dudosa o directamente nula, pero mediante las que se intenta tranquilizar a la opinión pública frente a lo que percibe como riesgos.

            Un claro ejemplo es la elevación de las penas en delitos de pederastia. Respondiendo a la conmoción social del caso Mari Luz, se afirma que se refuerza la protección de los y las menores, cuando lo único que se hace es aumentar la pena de determinados abusos sexuales. No sólo se oculta que lo terrible del caso fue la muerte de la pequeña, así como la grave falta de coordinación entre los órganos judiciales manifestada; también se aplica una especie de pensamiento mágico para hacer creer que una persona capaz de abusar de una niña va a dejar de hacerlo porque en vez de 3 le pueden caer 4 años…

            Algo similar ocurre con la conversión de 3 faltas de hurto en un delito que conlleva pena de prisión. Esa solución -que vulnera el principio de proporcionalidad- ya se adoptó en 2003 con la acumulación de 4 faltas de hurto. Si no ha funcionado -seguramente por descoordinación entre los juzgados-, ¿lo hará rebajando a 3 veces la exigencia de reiteración? Y ¿por qué no a dos?

            Otros cambios también reflejan la idea de que si un conflicto se define como delito ya se soluciona: A partir de ahora, el acoso laboral está en el CP. Sin restar ni un ápice de importancia al sufrimiento que el acoso puede producir a quien lo sufre, hay que decir que ya era posible castigar los casos más graves con la ley vigente; y que esta nueva judicialización de las relaciones humanas no refleja más que nuestra progresiva incapacidad de resolver los conflictos interpersonales.

            Hay más manifestaciones del Derecho penal simbólico: Por ejemplo, se modifican los crímenes contra la humanidad para dar “especial protección a mujeres y niños” en supuestos de conflictos armados. Perfecto, si no fuera porque hace unos meses se recortó la competencia de los tribunales españoles para juzgar delitos cometidos fuera de nuestras fronteras…

            En conclusión, esta reforma de la ley penal trae más de lo mismo; más dosis de una medicina que no cura y de la que se ocultan sus efectos secundarios. Por eso tiene todo el sentido la Plataforma Otro Derecho penal es posible, que tendrá que seguir trabajando, porque esta reforma no repara disfunciones graves detectadas en la aplicación del CP (como las derivadas de la obligatoriedad del alejamiento), no elimina respuestas penales que impiden la reinserción y, sobre todo, se vuelve a olvidar de las víctimas: no se apoya ni se fomenta la reparación; no se les escucha y sólo se potencia la idea de víctima vindicativa a la que únicamente satisface el incremento de las penas… Otra vez se ha perdido la ocasión de avanzar hacia la Justicia restaurativa.

 

NOTA
1. Ver los datos en la web de la Plataforma Otro DP es posible (www.otroderechopenal.aldeasocial.org)